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Authors: Laura Kinsale

Sueños del desierto (11 page)

BOOK: Sueños del desierto
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—Pero ahora vendrá la reina de los
englezi
—dijo muy convencido un beduino con el rostro marcado—. Si Dios quiere.


Sí, wallah
—dijeron todos a coro—. ¡La reina!

—Eso si los saudíes no llegan primero, por Alá —dijo alguien con tono lúgubre—. Los harb dicen que en estos momentos se dirigen hacia aquí con los soldados egipcios para desbaratar los planes de Rashid.

—Entonces, quiera Dios que la reina traiga a su ejército con ella —dijo un beduino, con una barba tan enmarañada que le daba el aire de un pirata—. ¡El ejército de los
englezi
! —exclamó con reverencia.

—¿Para qué queremos un ejército de infieles? —exclamó otro—.
Billah
, ¿es que no somos beduinos?

—La hermana de mi esposa está casada con un tío del emir —explicó un joven y apuesto nómada—. Dicen que su prima es una muchacha adorable, y está lista para casarse.

—Las tribus no están en armonía. Los muteir no se quedarán para enfrentarse a los saudíes —comentó alguien—. Ya han empezado a recoger sus tiendas, antes incluso de que llegue la reina.

—Sí, hay una gran hostilidad entre Rashid y los muteir. No lucharán por él.

—Pero odian a los egipcios.

—Si la reina viene, alabado sea Dios, ¡lucharán por ella!

—¿Qué pensáis, Rashid se casará con la reina?

—¡No, es cristiana!

—¡No! —El coro de negaciones sobre este punto fue de lo más vehemente—. No es cristiana, de lo contrario no habría venido a ayudar a los musulmanes.

Un anciano arrugado se acercó y se sentó a fumar en silencio junto al fuego. En una pausa, estiró el brazo para tocar la perla de Selim.


Ay billah
—murmuró—. Si al joven príncipe no le interesan las vírgenes de Hajil, tengo un primo en Mogug que tiene una hija… y, por Dios, que dicen que vale una sarta de perlas.

Arden bajó su café y miró al anciano a los ojos. A su alrededor hubo un estallido de protestas.

—¡Mogug! —exclamaron los otros—. ¡No puede haber una muchacha como dices en un lugar semejante!

El anciano hizo un gesto de desdén y se levantó para apartarse del grupo.

—¡Que Alá me dé la paz! Quizá fuera en Aneyzah.

Arden le sonrió.

—Oh padre,
yallah
, cuando te acuerdes, ven corriendo a decírmelo.

El anciano se tocó la frente y se alejó sin grandes prisas. Arden aceptó otro dedo de café, haciendo el papel del invitado cortés, pero mientras permanecía sentado sobre la alfombra con los demás, tenía la mente ocupada en otros asuntos.

Estaba convencido de que recibiría una visita del anciano; tal era el propósito por el que había añadido la perla al adorno de Selim, pues era la prenda que se mencionaba en la carta interceptada a Abbas Pasha, el motivo por el que había empujado al reacio novio a aquel juego. Pero era la otra revelación la que acaparaba su pensamiento, la que le hizo mirar con gesto tan severo al esclavo que le ofrecía café, que este se apartó rápidamente del mal de ojo del magrebí.

Arden se sentía furioso consigo mismo. Nunca se había considerado un hombre intolerante, y desde luego no le gustaba juzgar a los demás, y sin embargo se dio cuenta de que esta nueva intuición lo desconcertaba por completo. Además, se sentía como un tonto por no haberse dado cuenta. Aquel aire delicado del muchacho era evidente desde el principio, y entre los otomanos eran muchos los que veían tales cosas con complacencia, e incluso consideraban el amor entre un hombre y un muchacho a un nivel más elevado que el amor entre hombre y mujer. Arden se esforzó por enfocar el asunto con ese mismo espíritu, pero se sentía como si hubiera topado de morros contra una pared de piedra. Había muchas cosas que podía aceptar de la cultura oriental, y algunas que admiraba profundamente, pero no soportaba la idea de que Selim pensara en él de aquella forma.

Ahora que lo sabía, advirtió que entre los presentes había al menos otro hombre, un comerciante de camellos de Damasco de aspecto impecable, que miraba al muchacho con algo más que simple curiosidad: en sus ojos veía el hambre del reconocimiento. Los dedos de Selim se aferraban al brazo de Arden con más aprensión de la habitual. Arden miró al tipo con gesto hosco para ahuyentarlo. El camellero sonrió, hizo una breve reverencia y se dio la vuelta.

Cuando se convocó el
mejlis
, todos se levantaron para asistir a la reunión diaria del emir en la calle. Arden salió también, con Selim pegado a los talones. Encontraron sitio a la sombra de un muro y allí se sentaron con el resto de los shammari, con las piernas cruzadas, pero Arden era incapaz de mirar al muchacho. Sin embargo, intuía que los beduinos y la gente del poblado los observaban, en algunos casos con una intensa curiosidad que lo inquietaba. Y dio gracias por estar en compañía de los shammari, pues tales miradas podían transformarse fácilmente en algo feo.

El príncipe llegó y ocupó su sitio en una plataforma elevada, en un banco de adobe excavado en la pared y cubierto con una profusión de alfombras y cojines de Bagdad. Abdullah ibn Rashid tenía un aspecto realmente principesco, con sus ropas de seda india púrpura y una camisa larga de lino de un blanco inmaculado, con un
abah
negro amplio y sin mangas por encima. Llevaba un par de dagas con empuñadura de oro en la cinta de debajo del pecho. Coloridas kefias le envolvían el rostro, alargado y ceñudo, sujetas sobre la cabeza con cordón de hilo de oro. Con su barba puntiaguda perfecta, era la personificación del príncipe del desierto: delgado, con ojos oscuros y con una mirada inquisidora que no dejaba de moverse entre la multitud, incluso mientras escuchaba las quejas y peticiones y besaba las mejillas de los jeques tribales.

El primero entre sus iguales, el príncipe Rashid. Había conseguido su posición por las armas, como lugarteniente de un saudí rebelde que se estaba pudriendo en El Cairo, preso del virrey de Egipto. Los saudíes, los viejos fanáticos wahabíes, estaban acabados. Los egipcios controlaban su capital, Riad, un pequeño enclave lleno de soldados rodeado de enemigos beduinos, y practicaban la antigua táctica de fomentar el odio y la división entre las tribus. Y Rashid presidía su
majlis
con un oficial egipcio a su lado; pero las pihuelas que sujetaban a este halcón eran frágiles.

Los jeques se estaban uniendo. Si el príncipe Rashid lograba unirlos, si conseguía que colaboraran aunque fuera solo una temporada, podrían volverse contra los tiranos y desprenderse del yugo egipcio.

Uno a uno, los casos de la jornada fueron expuestos ante el príncipe, y juzgados. En una ocasión el oficial egipcio protestó, y el príncipe Rashid añadió un castigo corporal a la multa impuesta a un hombre que había escupido a un soldado egipcio. Pero normalmente consultaba al
qadi
, el hombre de leyes religioso, y le pedía alguna interpretación o que recitara algún pasaje del Corán.

Fue una reunión larga y tediosa. Arden vio que el comerciante de camellos que había mirado a Selim se levantaba y se acercaba entre la multitud para hablar con un hombre que estaba sentado junto al emir; uno de los hermanos del príncipe, creía Arden. El hermano se inclinó y le susurró algo a Rashid. El emir asintió. Su mirada se paseó por la multitud y por un instante pareció detenerse en Arden.

El príncipe levantó la mano, indicando que se acercara.

Maldita sea, pensó Arden.

—Acercaos, quiero saber qué noticias me traen mis amados shammari —dijo Rashid con voz poderosa—. Acercaos, y alabado sea Dios porque habéis llegado sanos y salvos con vuestro invitado.

Cuando Arden y los shammari se levantaron para acercarse al príncipe, Selim intentó quedar escondido detrás de Arden. El muchacho se habría quedado donde estaba, pero Arden lo levantó de un tirón y, con más impetu del necesario, lo empujó para que caminara.

«Ya sheij», decían los shammari para dirigirse al emir, o incluso «ya Abdullah», sin la ceremonia habitual, a la manera de los beduinos. El príncipe había despachado a las gentes del poblado con los gestos orgullosos de la realeza, pero se mostró afable con los nómadas del desierto. Le conviene, pensó Arden, porque estaban reuniendo sus fuerzas, tres mil lanzas y camellos en el exterior de las murallas, y al fin y al cabo él no era más que uno de ellos, elegido mediante la violencia y el honor personal, con una autoridad que todos aceptarían mientras fuera poderoso y justo, pero que rechazarían si tenían motivos. Y para los beduinos cualquier motivo era bueno.

Como extranjero a merced del emir, Arden se mostró más educado. Él no había solicitado una audiencia privada, no deseaba atraer la atención sobre su persona, pero la mirada inquieta del príncipe Rashid se clavó al instante en su rostro.

—Por Alá —le susurró a uno de los shammari—, me dicen que es magrebí, pero tiene los ojos de Shaitan.

Arden bajó sus ojos azules de demonio.

—Soy de al-Andalus, oh longevo —dijo—. Mi madre fue princesa en ese país.

—¡Mírame! No tengo miedo.

Arden levantó la vista. Permitió que una débil sonrisa le curvara los labios, una sonrisa que decía: «¡No esperaba que lo tuvierais!»; pero no dijo nada.

De pronto Rashid sonrió.

—¡Toma asiento! —dijo indicando a su derecha.

Era una distinción, un honor del que Arden habría preferido no gozar. Ahora no podría pasar inadvertido. Se sentó con las piernas cruzadas en las alfombras que había junto al emir. El
qadi
del príncipe lo miró entrecerrando los ojos con expresión exaltada. Y Arden rezó para que el hombre no estuviera sumiéndose en uno de aquellos desbocados clímax religiosos.

Con un gesto de la mano, el príncipe indicó al resto de los shammari que se sentaran. Selim trataba de ser invisible, y se instaló a los pies de Arden.

—¿Y cuál es el propósito de tu viaje? —preguntó Rashid.

—Debo encontrar una esposa para este hijo de mi padre, porque he jurado que lo haría, aun si he de viajar a los confines de la tierra.

—¡Le estás buscando esposa,
wallah
! —repitió Rashid divertido—. Honorable tarea, pero ¿por qué venir tan lejos?

—¡Porque el joven Shaitan no quiere ninguna esposa! —exclamó Arden—. Preguntad si no a los que lo oyeron en el salón de té.

Esto provocó risas y murmullos entre la multitud. Selim se pegó contra la rodilla de Arden. Le pareció que el muchacho temblaba. Pero no tenía elección; debía afrontar aquello, tanto si a Selim le gustaba como si no.

—Deja que lo vea —dijo el príncipe haciéndole una seña—. Levántate, muchacho.

Selim temblaba visiblemente. Se acercó despacio a los pies del príncipe, con la cabeza gacha.

—Ven aquí —dijo el emir—. Acércate más.

Selim dio un paso a desgana.

—¡Aquí! —exclamó Rashid con gesto hosco.

Arden aferró a Selim por el codo y lo empujó ante el príncipe.

Durante un largo momento, Rashid estuvo observando al muchacho. Su
qadi
se inclinó y le susurró algo al oído. Rashid no apartó los ojos de Selim, pero su boca severa se curvó hacia abajo. De pronto se puso en pie, sujetó el mentón del muchacho entre los dedos y lo obligó a levantar el rostro.

Selim gimoteó levemente, con tanto miedo que Arden se puso en pie. El muchacho alzó la mano, como si lo buscara… pero no era eso lo que Arden estaba mirando.

Estaba mirando a Rashid y a Selim: sus perfiles, tan cerca uno de otro.

Y, como un paisaje iluminado por el rayo, lo vio.

Rashid, oscuro, duro, con su barba negra, árabe. Un hombre. Y Selim, que no era ninguna de esas cosas.

Ninguna.

El príncipe volvió el rostro, miró a Arden con la boca fruncida en una mueca cruel y los ojos encendidos.

—¿Es ella?

Y, hasta que Rashid dijo la palabra, Arden no se sintió capaz de aceptarlo.

Ella.

¡Ella! Le dieron ganas de levantar el rostro al ardiente cielo azul y gritar: ¡ella!

Lo sabía. Su cuerpo lo sabía, había estado soñando con mujeres, con ella. La dulce mano de sus sueños, el ángel que cantaba durante sus visiones.

Ella.

No le salían las palabras. Se limitó a devolverle la mirada a Rashid, furioso, mudo.

—¡Ven! —dijo el príncipe casi con un gruñido—. Que Alá se complazca, eres mía.

Y se volvió haciendo ondear sus ropas. Pero el oficial egipcio le cerró el paso. Rashid se detuvo, y entonces empujó al hombre y lo apartó de su camino. Se volvió hacia la multitud y alzó las manos.

—¡La reina! —gritó con una voz atronadora—. La reina de los
englezi
. Ha venido a mí.

—¡La reina! —Un murmullo, un viento impetuoso que recorrió la multitud de guerreros del desierto—. ¡Ha venido!

Todos se pusieron en pie, los shammari, los anezi, los feroces kahtan y los sherarat, los jeques y los nómadas de cien tribus, con sus legiones acampadas fuera de las murallas. Y empezaron a empujar. El
qadi
saltó a la plataforma del príncipe.


Allahu akbar
! ¡A la guerra santa!

—¡Yihad! —rugió la multitud en respuesta—.
Allahu akbar! Thibahum bism ar-rasul
!

Los esclavos y los soldados que había junto al príncipe empezaron a luchar desordenadamente. Arden aferró a Selim del brazo, pero el emir lo tenía cogido —cogida— con fuerza, y la arrastró hacia una puerta baja que entraba al
qasar
. Arden tampoco la soltó; permaneció a su lado, y estampó al oficial egipcio contra la pared clavándole el codo en el cuello.

—¡Yihad! —La multitud no dejaba de aullar, como un trueno que resonaba por los muros—. Muerte en el nombre del Profeta.

La última cosa que Arden vio antes de desaparecer por el negro pasadizo fue al oficial egipcio caer bajo los cuchillos curvos de veinte beduinos vociferantes.

7

—¿Quién eres? —preguntó lord Winter apretando los dientes, con tono apremiante.

Zenia estaba sentada con la espalda contra la pared, con el rostro escondido entre las rodillas.

—¡Dímelo, maldita sea! —gritó. Su voz resonó entre las paredes de la habitación vacía, un harén en desuso lleno de alfombras y almohadones, cuya única iluminación procedía de unas ventanas muy altas y atrancadas—. ¡Dilo!

—Lady Hester era mi madre —susurró ella.

—Por supuesto —musitó él—. Tenía que ser lady Hester, cómo no. ¡La reina del jodido desierto! ¡Reina de una casa de locos!

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