Read Sueños del desierto Online
Authors: Laura Kinsale
—Lady Winter —dijo el conde con tono mordaz—. O eso me han dicho.
—Permítame que deje una cosa bien clara. —Su padre hablaba con voz suave y amenazadora, un tono que Zenia no le había oído hasta entonces—. No toleraré rudezas ni ninguna clase de insinuación en relación con mi hija en esta casa. Vive conmigo. No le ha pedido nada. —Le ofreció una silla a Zenia, cerca del fuego—. Es usted, señor, quien ha querido visitarla.
Zenia se sentó, ayudándose con los apoyabrazos de la silla. Las fosas nasales del conde se hincharon ligeramente. Miró a Zenia como si se la fuera a comer, furioso.
—Bien —dijo—. ¿Tiene certificado de matrimonio? ¿Alguna prueba? ¿Testigos?
—No —contestó ella.
El hombre se dio la vuelta con brusquedad y se quedó mirando un candelabro de la pared, con las manos a la espalda.
—No —musitó—. ¡Y ya está! Ha utilizado el nombre de mi hijo.
Zenia calló, avergonzada. Todo eran mentiras, aunque no las hubiera dicho ella personalmente.
—¿Lo vio morir? —preguntó lord Belmaine al candelabro de la pared.
—No. Me subió a un camello con un oficial egipcio y fue a buscar su rifle, y no volví a verlo porque el egipcio me sacó de allí.
Los ojos del conde se entrecerraron.
—Dígame el nombre de ese… caballo que quería encontrar.
—Sarta de Perlas.
—¿Y qué nombre utilizaba mi hijo para pasar de incógnito?
—Abu Hayi Hasan el Moro.
—¿En qué lugar lo arrestaron?
—En Hajil, en el Neyed.
Lord Belmaine se volvió.
—Entonces es verdad: estuvo usted con él. Es esa absurda reina de los ingleses. He hecho averiguaciones. He recibido cartas de los cónsules de Beirut y El Cairo. De aquí a Calcuta es la comidilla de todas las cortes. La hija bastarda de lady Hester Stanhope viviendo como una sucia beduina en una tienda. —Miró al padre—. De lady Hester y suya.
—Es mi hija, Belmaine. Y está bajo mi protección.
—No tengo ningún interés en su hija, Bruce, a menos que el hijo que lleva en el vientre sea de mi hijo. Porque, si es así, estará bajo mi protección. Hasta ahora he preferido esperar en la creencia de que intentaría engatusarme. He hecho vigilar esta casa. Llevo meses esperando. ¡Mi hijo! Mi hijo está muerto, y yo he esperado. Pero no piensa venir, ¿verdad? No piensa pedirme dinero. ¿El hijo no es suyo? —Se volvió y tomó asiento, y habló con voz temblorosa—. ¿Todo esto no es más que un juego para volverme loco?
Zenia miró la coronilla de su cabeza inclinada.
—Quizá no creería la verdad —dijo.
Él levantó la vista.
—Estuve con lord Winter —declaró Zenia con frialdad—. Una noche, cuando los dos sabíamos que al amanecer moriríamos. Nunca he estado con ningún otro. Él es el padre de mi hijo.
«Mi hijo.» Era la primera vez que pensaba en aquellos términos. Su hijo y de nadie más. Intuía que aquel hombre lo quería, y un feroz sentimiento de posesión la invadió. Tuvo que aferrarse a los apoyabrazos de la silla para no rodearse el vientre con los brazos y acunar al bebé que llevaba dentro.
—No tengo ninguna prueba —prosiguió Zenia antes de que él pudiera preguntar—. No tengo pruebas de nada. Pero no le negaré la verdad, porque lord Winter era su hijo.
El hombre la miró un largo momento, con unos ojos de aquel familiar tono de azul, aunque diferente, más claro.
De pronto se puso en pie.
—No tiene certificado matrimonial —dijo con voz brusca—. Se ha extraviado. —Miró al padre—. ¿Me entiende, Bruce? Se perdió en el desierto. Personalmente, creo que podemos recuperarlo. Utilizaré todos los recursos que estén en mi mano para asegurarme de que aparece. ¿Entiende lo que le estoy diciendo?
El padre le puso la mano en el hombro a Zenia. Apretó.
—¿Qué dices, Zenia?
Ella abrió la boca para decir que no había ningún certificado que recuperar, pero lord Belmaine la miraba con severidad, con la mandíbula apretada.
—Señora —dijo—, no hable. Admiro los escrúpulos. Admiro la honradez. Pero, antes de que hable, quiero que piense en lo que está en juego aquí. Usted más que nadie sabe lo que significa ser hijo bastardo. En su mano está que su hijo pueda llevar el nombre de su padre, que tenga el nombre y el lugar que le corresponden en la vida, o negárselo. —Permaneció muy rígido, con las manos a la espalda—. Señora, lady Winter… no quiero que me mienta. Creo que se casó usted con mi hijo y que ha perdido su certificado de matrimonio y que podremos recuperarlo. Es lo que creo. Y actuaré en consecuencia. Solo le pido una cosa, por el bien de su hijo y su futuro: por favor, mida sus palabras.
«Mi hijo.» Zenia pensó en su madre, en su propia vida, en la vergüenza y la indefensión. Volvió la cabeza y miró a su padre. Él la miró con gesto grave, igual que en la imagen en miniatura con la que había soñado desde que era una niña. Le había dicho que podía quedarse tanto tiempo como quisiera. Pero el futuro se precipitaba hacia ella, implacable.
«Mi hijo.» Sin nombre como ella. Sin padre.
—Sí —susurró—. Mediré mis palabras.
El bebé nació en Swanmere, en una habitación dorada y verde que olía a cosas antiguas, con la ayuda de un médico y dos comadronas y lady Belmaine en pie junto al lecho, como una estatua, mientras Zenia sudaba, jadeaba y sentía que su cuerpo se desgarraba. Mientras duró, cada vez que abría los ojos veía a lady Belmaine, erguida y grave, con su pelo suave como las alas de una paloma, los pómulos altos blancos como lino, su boca delicada y seria.
Zenia no gritó, aunque le dijeron que tendría que hacerlo. No gimió. Era una beduina de el-Nasr, Selim. Había atravesado las arenas rojas. No dejaría que lady Belmaine la viera sucumbir.
Hubo una oleada de agonía y luego un revuelo de exclamaciones: órdenes, consejos que Zenia no oía. Lo único que podía oír era: «No llores, maldita sea»; lo único que podía ver era a lady Belmaine; lo único que podía sentir era dolor.
—Es una niña —oyó que decía alguien.
Y, en medio del silencio, Zenia oyó que empezaba a toser y a gimotear.
—Felicidades —dijo efusivamente uno de los médicos—. Es una niña muy sana. Buen color, buenos pulmones.
Lady Belmaine frunció los labios. Miró a Zenia, paseando brevemente la mirada impaciente por su rostro y sus manos apretadas.
—Se lo diré a Belmaine —dijo, y se dio la vuelta.
Londres, diciembre de 1841
Cuando entró, la tarjeta de visita estaba en la mesa del vestíbulo, esperando al amo de la casa. Michael Bruce acababa de regresar de su cena mensual en Lincoln’s Inn; echó una ojeada… y se quedó petrificado. Quitádose un guante, cogió la tarjeta.
La letra era pequeña, caligrafiada, sobre una cartulina exquisitamente fina. Y el nombre que ponía era Arden Mansfield, vizconde de Winter. Anotado en la esquina, en tinta negra, decía: «Travellers’ Club o Clarendon Hotel».
Por un largo momento, Michael Bruce cerró los ojos y meneó la cabeza a uno y otro lado, con una sonrisa desesperada atragantada en la garganta.
—Dios santo. Oh, Dios. Soy demasiado viejo para esto —musitó, y se volvió hacia la escalera—. ¡Marianne! —gritó, y subió saltando los escalones de dos en dos.
El señor Michael Bruce no siempre había llevado una vida pacífica en Marylebone. En su juventud había recorrido el continente durante el período de apogeo del poder de Napoleón, había presenciado el bombardeo de Copenhague a los veinte años, y a los veintiuno estuvo rondando tras las líneas enemigas en los campos de batalla de la guerra de Independencia de España. A los veintidós amó a una mujer desconcertante, sensual, altanera y extraordinaria, once años mayor que él, la tuvo en sus brazos sobre una roca batida por las olas cuando su barco se hundió cerca de Chipre, la siguió a los palacios orientales y fumó con bajás y príncipes salidos de
Las mil y una noches
, esperó hombro con hombro con ella en el desierto, con las pistolas listas para el ataque de los beduinos. Sufrió que ella lo despreciara y lo adorara en una misma frase, cedió ante su ego, se movió siempre a su sombra, le suplicó que se casara con él mucho después de saber que sería el mayor desastre de su vida. La dejó en las costas del Líbano porque ella le gritó y le gritó para que se fuera. Y él viajó con el recuerdo de su rostro bañado en lágrimas, y en Constantinopla conoció a una joven tranquila y dulce que lo idolatraba… La primera de una serie de aventuras que lo llevó de vuelta a casa, atravesando Francia. Porque cuando era joven las mujeres se enamoraban de él enseguida, y él nunca fue capaz de decir que no.
Pero ni siquiera a Hester le había dicho un adiós definitivo. De alguna forma, en su corazón siempre pensó que volvería con ella. Incluso hizo planes para llevarla a Francia con él, pero ella no quiso… y en parte fue un alivio, recordó con pesar. Sí, seguramente es que siempre había tenido debilidad por las grandes tragedias. En aquel entonces estaba enamorado de la pequeña Algaé, envuelto en el desesperado intento de salvar de la ejecución a su marido, el mariscal Ney. Después de esto vino la tristemente famosa huida de Lavallette de una prisión de París, el arresto de Michael por alta traición en Francia, el juicio por su participación en la huida del fugitivo, y seis meses de encarcelamiento en la Prison de la Force.
Y todo esto hacía mucho, mucho tiempo. Por aquel entonces su hija debía de tener unos dos años.
Él volvió a Inglaterra convertido en una especie de héroe. Durante años, en la prensa se lo conoció como Lavallette Bruce. Y entonces apareció Marianne: Marianne, la viuda callada y sonriente, que de pronto hizo que sus turbias aventuras y correrías parecieran una vana locura. Y ella se negó a tener una aventura. Dijo que solo aceptaría verlo si tenían el permiso de su familia y la de él. Marianne, pudorosa y recta, que simplemente esperaba una conducta irreprochable, sin explicaciones ni excusas. De él, que era un maestro de las explicaciones y las excusas. ¿Habría vuelto al Líbano a buscar a su hija cuando era un joven temerario? Quería pensar que sí, y Hester debía de creerlo también, porque de lo contrario no habría guardado el secreto con tanto esmero.
Michael caminó bajo la lluvia, toqueteando la tarjeta de Winter, que llevaba en el bolsillo. Quizá después de todo no era tan raro que su pasado hubiera vuelto a él en la forma de una hija, sobre todo si tenía en cuenta la clase de pasado que había sido, pero la idea de visitar a un hombre que supuestamente llevaba muerto dos años le resultaba de lo más irreal, un hombre que era el padre de su nieta, que quizá lo admitiría o quizá no, quizá aceptaría la conveniente historia que habían inventado o quizá no, y quizá Michael, a sus cincuenta y cuatro años, podría derribarlo de un puñetazo por haberse aprovechado de su inocente hija, fueran cuales fuesen las jodidas circunstancias, en el maldito y jodido desierto… o no.
Cuando se abrió la puerta que conducía al salón privado del Clarendon, Michael vio enseguida que no podría derribar al vizconde de Winter. Los principios morales no podrían salvar aquellos veinte años de diferencia ni los noventa kilos que parecía pesar. El hombre que lo recibió tenía un físico poderoso y parecía un muelle encogido a punto de saltar.
—Michael Bruce —se presentó Michael, quitándose el sombrero mojado.
—Winter. —El vizconde le ofreció la mano. Miró a Michael directamente, con unos ojos brillantes de un azul intenso—. ¿Ha venido solo, señor?
Algún genio malvado impulsó a Michael a responder:
—¿Y a quién esperaba que trajera?
Se arrepintió al punto de sus palabras al ver la expresión de lord Winter.
—¿No consiguió llegar? —preguntó el vizconde con un hilo de voz.
En ese mismo instante, Michael lo perdonó. Dejó que sufriera unos momentos, mientras colocaba el sombrero y los guantes en la mesita junto a la puerta.
—Zenia está bien —dijo—. Tiene usted una hija.
Bajo el moreno de su piel, el vizconde de Winter se puso blanco y luego rojo. Michael pensó que no era tan mayor como podía pensarse por sus aventuras. No parecía saber muy bien qué hacer con las manos; se las estuvo mirando y luego se las puso a la espalda.
—Bien —dijo con gesto serio—, si ella me acepta estoy dispuesto a hacer lo correcto.
Los labios de Michael se crisparon. El pobre tipo le daba pena de verdad.
—Pero ya lo ha hecho, ¿no es cierto? —dijo con suavidad—. Lady Winter reside en Swanmere, y miss Elizabeth Lucinda Mansfield duerme en el cuarto de los niños.
Lord Winter lo miró, visiblemente atónito. Por un momento pareció que iba a desmentir sus palabras, pero entonces una expresión ceñuda borró todo rastro de emoción de su cara. Dedicó a Michael una mirada apreciativa.
—Por supuesto —dijo.
—Imagino que no querrá compartir conmigo un poco de ese jerez. Perdone, pero se supone que está muerto. ¡Yo solo soy un anciano, y estos nervios…!
La boca del vizconde se torció en una sonrisa.
—Sus nervios están perfectamente, señor Bruce. —Le sirvió el vino en una copa reluciente—. Estuve a punto de morir, en varias ocasiones.
—Bien. No es que esté especialmente interesado en que sufra usted ningún mal, pero no me gustaría pensar que sedujo a mi hija y luego la abandonó sin una razón.
Lord Winter se sirvió una copa también. Miró por encima del borde.
—No —dijo, y añadió con toda la intención—: Me pregunto si se puede decir lo mismo de usted.
—Imagino que en parte tiene derecho a preguntar. No he sabido de la existencia de Zenia hasta que vino en mi busca. Me dijeron que, cuando me fui, lady Hester cogió la peste y tardó un tiempo en recuperarse. Ahora resulta muy irónico. Le aseguro que me sentí como un monstruo, pero cuando me llegó la voz se suponía que ella ya estaba curada. —Dejó el jerez—. ¿Sabe qué pienso, Winter? Creo que Hester quiso esperar hasta saber si era niño. Le juró a mi padre que no arruinaría mi vida casándose conmigo. Era demasiado mayor, siempre decía que era demasiado mayor. Y me gritó hasta que consiguió que me fuera. Pero creo que, de haber sido varón…
Dejó la copa y renegó. Aquella repentina emoción lo sorprendió. No quería hablar de aquello.
Lord Winter estaba en pie, mirando al fuego.
—Me atrevería a decir que lady Hester era capaz de cualquier cosa —dijo con tono neutro.
—Bueno, dudo que me haya llamado para hablar de este tema —dijo Michael poniéndose en pie—. ¿Qué más puedo decir? Su hija es una niña encantadora, llenita, feliz y saludable. Lady Winter se ha puesto hermosa más allá de lo imaginable, ahora que ha tenido una alimentación adecuada. Lo sorprenderá… y le complacerá, espero. Cuando llegó estaba terriblemente consumida. Yo viajo a Swanmere un par de veces al año. Llevan una vida muy recogida. A su padre no le gusta que se ausenten. Quizá las protege en exceso; pero, claro, el hombre estaba convencido de que lo había perdido a usted. Me alegro (¡qué palabra tan inapropiada!) de que no sea así. ¿Lo sabe ya su padre?