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Authors: Laura Kinsale

Sueños del desierto (43 page)

BOOK: Sueños del desierto
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—Hay que arrastrar los vagones, señora. El tren se detendrá en Goathland en unos momentos.

De pronto se oyó la detonación de un arma de fuego, inconfundible por encima del chirrido de las ruedas.

—¿Qué ha sido eso? —exclamó el supervisor.

—¡Le están disparando! —exclamó Zenia.

—¡Él nos está disparando! —gritó el ingeniero en ese mismo momento, y se agachó por debajo de la ventanilla—. ¡Agáchese, señora!

Zenia se libró de su mano y miró al exterior, tratando de localizar al jinete, aterrada porque no conseguía verlo.

—El disparo ha salido del vagón de segunda clase —informó el capitán, arrodillándose en el asiento para asomarse por la ventanilla—. Uno de ellos tiene una pistola, gracias a Dios.

El tren empezó a acelerar. El sonido estridente del silbato les llenó los oídos al tiempo que el vagón empezaba a sacudirse por la velocidad.

—¿Qué está pasando? —preguntó el capitán mirando alrededor.

—¡Por Dios, no va a detenerse en Goathland! —exclamó el ingeniero—. ¡Va a intentar subir la pendiente!

La velocidad del tren aumentó. Un pequeño grupito de casas pasó veloz por la ventanilla, así como algunas chozas grises dispersas por el páramo; dos hombres corrieron junto al tren, pero quedaron atrás cuando este empezó a bajar por una pronunciada pendiente, más y más deprisa. Por encima del ruido de la máquina, se oyó una fuerte detonación y gritos que venían de atrás.

—¿Le van a disparar? —exclamó Zenia.

Estiró el cuello, buscando al jinete, y alcanzó a vislumbrarlo cuando el tren llegó traqueteando a un barranco cubierto de árboles. Era un blanco perfecto, una figura colorida contra el gris y el negro. Pero el tren avanzaba deprisa, oscilando y sacudiéndose, y él galopaba entre los árboles desnudos.

—¡Dios, qué caballo tan extraordinario! —exclamó alguien.

Se oyó otra detonación que hizo estremecer a Zenia.

—¡Loco! —susurró por lo bajo—. Que Alá te proteja.

—¡No tema, señora! —la tranquilizó el capitán, dándole una palmadita en la rodilla con su manaza—. Me parece que ese loco va solo.

Zenia ni siquiera se volvió a mirarlo. Estaba tratando de ver al jinete, atenta por si se oían más disparos. El tren recorrió un tramo llano y breve y acometió la pendiente, que de pronto se volvió muy empinada y frenó totalmente el impulso de la locomotora. Hubo un tercer disparo, y un cuarto. El bosque empezaba a ralear, y el hombre de las túnicas salió a campo abierto siguiendo el paso del tren. Un sonido que parecía un gemido colectivo llegó del vagón de segunda clase. El jinete se volvió en la silla y profirió un grito del desierto. Apuntando el rifle al aire por encima del vagón, disparó cuatro tiros, uno detrás de otro, en gesto triunfal.

—¡Te odio, te odio, te odio! —dijo Zenia para sus adentros—. ¿Qué estás haciendo?

—Maldita sea, los muy necios se han quedado sin balas —informó el capitán desde su puesto de observación—. Estúpidos, tendrían que haber esperado hasta tener un blanco claro.

Conforme la velocidad del tren aminoraba, el jinete se acercaba. La locomotora iba cada vez más despacio. Ahora Zenia podía ver los ojos del jinete, unos ojos que parecían reír de forma ultraterrena bajo el manto. El caballo blanco se movía con un poderoso galope, y sus patas volaban sobre la roca y la nieve, saltando entre los barrancos, manteniéndose al mismo paso que su ventanilla.

—¡Los frenos! —gritó el ingeniero—. ¡Por Dios, si no se prepara, caeremos hacia atrás!

La respuesta fue el chirrido de los frenos. Las violentas sacudidas se convirtieron en temblor cuando el tren acabó por detenerse. Ahora Zenia conocía al jinete con la certeza de una furia ciega, de una terrible exaltación. El hombre guió al caballo árabe con brusquedad hacia el tren y se inclinó para abrir la puerta de su vagón antes de que se parara del todo, con el rifle preparado por si lo atacaba alguno de los hombres que estaban saltando del vagón de segunda clase.

El tren se detuvo con una sacudida en el mismo momento en que se abría la puerta.

—¡Suéltala, sucio gitano! —gritó el capitán, saltando para interceptarlo cuando el caballo se encabritó ante la puerta y la colorida reencarnación enmascarada de Hayi Hasan estiró el brazo y agarró a Zenia con brutalidad.

Zenia tenía tanto miedo de que alguien le disparara o de que él disparara a alguien que lo único que fue capaz de gritar entre aquel fenesí de cuerpos que trataban de interponerse fue:

—¡No!

—Ya lo creo que sí —dijo él, burlón—. Pienso llevarte conmigo.

Todos trataban de sujetarla, pero de pronto él la soltó y apuntó el rifle al interior del coche, con lo que el alboroto se acabó de golpe. Los ollares dilatados de la yegua arrojaban chorros de vaho.

—Bueno —dijo él—, ahora van ustedes a dejar que mi esposa venga conmigo.

—¡Su esposa! —exclamó el supervisor.

Zenia vio que algunos de los pasajeros de segunda clase corrían hacia ellos. Él les apuntó con el rifle y vacilaron. Los empleados del tren gritaban; pero, entre el chirrido del metal y el estridente silbido de la locomotora, parecían bastante ocupados tratando de evitar que el tren se fuera hacia atrás.

—¡Muévete! —le gritó Hasan, bajando la máscara de la kefia—. ¿Es que piensas darles todo el día para que puedan volver a cargar el arma?

Cuando Zenia vio su rostro, la oscuridad y la llama, el demonio que llevaba en su interior vivito y coleando, disfrutando del bandolerismo, del peligro sin sentido… la histeria que había estado pugnando por salir en el fondo de su garganta se liberó.

—¡Maldito seas! —gritó, y su voz se oyó incluso por encima del gemido del vapor.

La yegua levantó la cabeza, con los ojos desorbitados en medio del alboroto y los gritos. El sonido apagado de un disparo fallido hizo que él se volviera a mirar.

—¡Cachorro de lobo —gritó—,
yallah
!

Ella se arrojó hacia delante, zafándose del capitán de barco, y lord Winter la sujetó.

—Maldito seas —chilló mientras él la levantaba y la arrancaba del suelo firme—. ¡Maldito, maldito, maldito! —exclamó aferrándose a su hombro cuando él la sentó sobre la yegua, y hundió el rostro entre los pliegues de la lana de su capa—. ¿Por qué me haces esto?

Zenia sintió que el caballo giraba bajo su cuerpo. Sentía el brazo de él sujetándola. Una ráfaga de viento echó la capa hacia atrás, y Zenia pudo ver el tren inmóvil en medio de la pronunciada pendiente y a los pasajeros boquiabiertos en la tarde invernal. Y fue lo último que supo de ellos, porque subieron al galope la pendiente y dejaron atrás la locomotora. Al llegar arriba lord Winter se detuvo, sonriendo como un salvaje a las figuras que trataban de seguirlos desordenadamente a pie. Los ecos de los disparos resonaron en el valle cuando vació el cargador del rifle contra el páramo y el cielo.

—Muy divertido —dijo Zenia muy cortante, cuando por fin pudo controlar la voz mientras cabalgaban bajo la nieve—. Y ahora si no te importa quiero que me lleves a Grosmont, donde me reuniré con el señor Jocelyn como quería.

La mano que la sujetaba por la cintura la ciñó más fuerte.

—El señor Jocelyn no está allí.

Zenia se sentó muy tiesa, sintiendo el viento helado en las mejillas.

—¿Qué le has hecho?

—Bueno, yo nada. Sin duda estará reposando feliz en Edimburgo.

—Pero… —Hizo una pausa—. ¿Edimburgo? —preguntó con cierto recelo.

—¿Dónde quieres que esté?

Zenia miró al páramo púrpura y gris. Pensó en la carta del señor Jocelyn, escrita y firmada por un secretario, los billetes que la habían llevado a aquel lugar aislado.

—Tú robaste mi carta —exclamó furiosa—. Dios, harías cualquier cosa. ¡Harías lo que fuera por conseguir a Elizabeth! ¿Tan seguro estabas de que la traería conmigo a pesar de tus consejos? ¡Qué bien me conoces! He estado a punto de hacerlo, pero me temo que la señora Lamb ha desbaratado tus planes. Podrías haberte llevado a Elizabeth, eso suponiendo que no hubiera muerto en ese disparatado ataque…

De pronto Arden detuvo a la yegua.

—No quería que ella viniera —dijo con aspereza—. Ni quería que hubiera disparos. Los guardas no llevan pistolas. Ha sido algún gallito valiente de segunda clase con una pistola quien ha empezado, y ese cabeza de chorlito del maquinista, que ha hecho cuanto ha podido por estrellar el tren.

—Entonces, ¿por qué agitabas el rifle? —gritó ella, apartándose la nieve de la cara.

—Oh, para tu entretenimiento —dijo él con tono mordaz.

Zenia se giró a medias en la silla. No podía verle el rostro, solo la mandíbula y la boca y la lana colorida que le rodeaba el cuello.

—Tonto de mí —añadió él con voz áspera—. Quería acompañar el tren al trote, reunirme contigo en Goathland y llevarte conmigo. Todo muy romántico, como ves. Al señor Jocelyn nunca se le habría ocurrido.

—Desde luego que no. ¡Él es una persona cuerda!

Los copos de nieve volaban contra la mandíbula de lord Winter, pequeños cristales blancos que se posaban un instante y luego se fundían sobre su piel.

—Sí —dijo él con voz tensa—, y de haber sido por él aún estarías encogida en un rincón en Dar Joon, ¿no es cierto?

—Al menos —dijo Zenia volviendo el rostro al frente y tratando de cerrarse el gorro—, él no me haría cabalgar en medio de una tormenta de nieve en mitad de ninguna parte.

Él levantó la capa y, abrazando a Zenia contra él, le cubrió los hombros y el mentón con los pliegues oscuros. Y pegó la palma de la mano contra su rostro, sujetando muy arriba la capa para protegerla del viento. A través de la seda y la lana, Zenia percibía su olor; sentía el pulso de su muñeca contra la mejilla, tan familiar.

Él inclinó la cabeza y deslizó la boca por el mentón y el cuello de Zenia.

—Y hay otras cosas que no estarías haciendo de haber estado con el señor Jocelyn —murmuró con voz ronca—. Porque antes lo habría matado, y luego a ti.

Zenia respiró hondo, sintiendo que, como siempre, su cuerpo respondía en contra de su voluntad y su razón.

—Me dijo que prefiere que no haya intimidad física en el matrimonio —dijo con frialdad.

—Entonces es un embustero —dijo lord Winter, echándole su aliento cálido en la mejilla—. U otra cosa.

—Es un buen hombre, y nos dará a mí y a Elizabeth un hogar seguro. No amenazará con matarme.

—Pero ¿sabe lo que le espera? ¿Sabe en qué te vas a convertir cuando te hartes de tu bonita vida tranquila en Bentinck Street?

—Nunca me hartaré.

—Le dijiste a la señora Lamb que eres la única que me conoce. —Su brazo la sujetó con fuerza—. Pero olvidas la otra cara de la moneda, Zenia. Y es que yo te conozco a ti.

Un extraño estremecimiento, mucho más profundo que el frío, caló los huesos y el corazón de Zenia.

—No sé a qué te refieres.

—Me refiero —dijo él con suavidad contra su oído— a que yo soy tu demonio. Estoy siempre dentro de ti, junto a ti, sobre ti. Puedes huir a donde quieras, cachorro de lobo, pero siempre me llevas contigo.

Zenia se puso a temblar.

—Eso son absurdas supercherías.

—¿De verdad creías que podías casarte con Jocelyn y llevar una vida insignificante en Bentinck Street? ¿Creías que no te perseguiría hasta la muerte si lo hacías? No te dejaré escapar. Mira dónde estás en estos momentos.

—¡Basta de hablar de demonios! ¡Lo que quieres es tener a Elizabeth, no a mí!

—Elizabeth está formada por ti y por mí. Y eres mía desde que te rescaté en la oscuridad, en el exterior de Dar Joon, cuando llorabas porque habías visto un
yinn
.

Zenia recordaba aquella noche, recordaba al demonio que iba a buscarla, el sonido de los cascos, y luego su voz. Su cuerpo se sacudía. «Es por el frío», pensó, pero el calor de él la envolvía.

—Toda mi vida te he estado buscando —murmuró él contra su hombro y su cuello—. Te he buscado por medio mundo, te he buscado en el infierno. Bentinck Street no está lo bastante lejos para que huyas de mí.

Ella jadeó.

—Me asustas.

Él la apretó con fuerza, con el brazo alrededor de su cuello.

—He tratado de mostrarme civilizado. He tratado de llevar tu bonita vida tranquila, y cuando has visto que no puedo ser lo que quieres has huido a los brazos del señor Jocelyn. Ahora soy lo que soy, y haré que tú seas lo que eres. No tendré compasión.

27

Nevaba con tanta intensidad que Zenia solo veía la casita allá abajo como una ventanita iluminada en medio de una silueta oscura. La casa descansaba al amparo de una colina y, cuando lord Winter empezó a descender por la pendiente, la nieve revoloteó alrededor gracias a una repentina pausa en el viento, en vez de azotarles el rostro.

Unas pocas ovejas de cara negra se arracimaban en el porche de la casa, y enseguida se pusieron en pie y miraron. Él se detuvo ante la puerta y soltó a Zenia. La capa crujió por la rigidez de la nieve helada. Zenia gimoteó cuando sus pies entumecidos golpearon el suelo.

—Dentro habrá fuego —dijo él escuetamente—. Dejaré a la yegua en el cobertizo.

Zenia apenas podía mover los dedos cuando abrió el pestillo. Pero del otro lado de la gruesa pared de piedra se produjo una asombrosa transformación. Fuera, la desolación, la violenta ventisca, una oscuridad casi total; dentro, un resplandor anaranjado, el olor a pan caliente, un fuego crepitando en la inmensa chimenea de ladrillo, como si acabaran de alimentarlo.

La luz del fuego le permitió ver las paredes encaladas de la habitación, limpia, pero con un mobiliario abigarrado. Sillas de madera labrada, mil veces reparadas, que habían perdido el lacado dorado excepto en las grietas más escondidas. Una cama con dosel, con tres de los postes tallados y uno de madera lisa, cortinas que no pegaban, una de seda azul cielo, otra de cuadros marrones desvaídos. La gruesa alfombra turca que cubría el suelo de losetas apuntaba a la misma historia de uso prolongado; parecía perfectamente conservada, pero en una esquina que la cama no ocultaba se veían los bordes irregulares de una quemadura.

En la mesa había un montón de hogazas de pan de olor dulce. Mientras Zenia permanecía en medio de la habitación con la capa y el gorro chorreando y deshelándose, sintiendo que pies y manos volvían a la vida dolorosamente, un gato blanco la miraba desde el asiento de damasco rojo de uno de los sillones. El animal se levantó, dejando su forma marcada en la tapicería. Zenia lo miró también, aturdida por el agotamiento, el frío y el hambre, incapaz de pensar qué debía hacer primero.

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