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Authors: Laura Kinsale

Sueños del desierto (44 page)

BOOK: Sueños del desierto
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Oyó el chirrido de unos goznes y vio que lord Winter apartaba una larga cortina y entraba por la puerta que había más allá del hogar. Resultaba una figura extraña, cubierta de nieve, discordante en aquel entorno con sus coloridas ropas del desierto y la kefia sujeta a la cabeza por un cordón dorado y negro. Dejó caer un cargamento de leña junto al fuego, con un golpe sordo que hizo que el gato saltara al alféizar de la ventana. El hielo resbalaba de su capa en pequeños torrentes.

Las diferentes capas de lana y seda podían ser muy cálidas, incluso en las noches gélidas de los desiertos del norte, pero no protegían de la humedad. Cuando se quitó el pañuelo, vio que tenía el cabello húmedo y los rizos pegados al cuello.

—Puedes quedarte ahí chorreando si quieres —le dijo a Zenia—, pero yo voy a quitarme la ropa mojada.

Zenia miró alrededor, consciente de que allí no había privacidad, si no es que decidía irse al cobertizo a hacer compañía al caballo. Temblorosa, lo vio quitarse las diferentes túnicas por encima de la cabeza y quedarse solo con una camiseta inglesa y unos pantalones de montar que llevaba debajo. Cuando se despojó de la última de las largas túnicas blancas del desierto, la miró por encima del hombro.

—Ya te he dicho que no tendría compasión —le dijo—. ¿Tengo que desvestirte yo antes de que te mueras o prefieres hacerlo tú misma?

Zenia tiró del lazo sucio de su sombrero.

—Supongo que a los secuestradores no se les ocurre proporcionar ropas secas a sus víctimas.

Él señaló la cama con un gesto.

—Puedes coger tantas colchas como desees.

Con un arrebato de irritación, Zenia colgó su sombrero y la capa en el clavo que había junto a la puerta y se sentó para desatarse los cordones de las botas y liberar sus pies doloridos. Después de todo, él la conocía… hasta el último milímetro. ¿Qué sentido tenía mantener la intimidad? Zenia trató de llegar a los botones, pero lo que en circunstancias normales era difícil, con los dedos entumecidos resultó imposible. Profirió un sonido de exasperación y se volvió de cara a la cama.

—Tendrás que hacerlo tú —espetó.

Él se acercó por detrás y soltó los botones y los corchetes. Zenia miraba fijamente a la cama, con el mentón alzado, preparada para apartarse en cualquier momento si él intentaba algo.

No lo hizo. Lo único que dijo, mientras le desataba el corsé, fue:

—No sé cómo aguantas estas vestimentas.

Aquellas distaban mucho de ser sus favoritas entre la ropa de los francos, pero no dijo nada. Cuando todo estuvo suelto, se inclinó y se sacó el vestido por la cabeza. Lo colocó cuidadosamente sobre una silla para que se secara y extendió el corsé sobre otra.

Podía sentir que él la observaba. Zenia conservaba aún encima más ropa de la que había llevado en el desierto estando con él, diferentes capas de enaguas y dos mudas, una de lino y otra de lana gruesa, pero había algo en la actitud de él, una indiferencia artificial y postiza, que la hacía muy consciente de que estaba ofreciendo una imagen muy provocativa.

Bueno, pensó furiosa, pues que se sienta provocado. En cuanto a su búsqueda a lo largo y ancho del mundo, durante los tres primeros meses ni siquiera se había dado cuenta de que era una mujer. Y se sentía demasiado cansada y temblorosa para malgastar energías avergonzándose. Después de tanto frío, el calor pareció envolverla, penetrando en su mente. Le daba igual si era poco púdico; quería secarse delante del fuego.

Cuando él se sentó, echando al gato de su sillón de damasco rojo, Zenia se inclinó para quitarse las enaguas y la muda de lana mojada. Por un momento sintió frío en la piel, y un estremecimiento le recorrió la espalda. Notó que sus pechos tensaban la muda de lino cuando se agachó y se levantó la falda para soltar la liga.

Él volvió a ponerse de pie, renegando levemente por lo bajo. Zenia estiró la pierna y se bajó la media mojada.

—¿Tienes hambre? —le preguntó Arden.

—Mucha —dijo ella sin mirarlo al tiempo que se sentaba para sacarse la media del pie.

Un momento después, un plato agrietado con el familiar escudo de armas de los Belmaine chocó con fuerza contra la mesa. Contenía un pedazo de pan con mantequilla. El vaso de sidra de un pequeño barril llegó con la misma brusquedad.

Zenia comió, encogiendo los dedos fríos de los pies con muecas de dolor. Cuando alzó la vista para mirarlo vio que la observaba con unos ojos que ardían como el doloroso calor que estaba reanimando sus extremidades.

—¿Qué sitio es este? —preguntó, evitando sus ojos.

—Solía venir aquí a cazar —contestó él—. Urogallos.

—¿Qué piensas hacer conmigo?

—Casarme, pequeño lobo. A menos que me obligues a hacer algo peor.

—¿Y qué es peor? —preguntó ella con mordacidad—. ¿El contrato en el que me obligas a ir al continente o la denuncia por fraude?

Él le dirigió una mirada penetrante.

—¿Llegaste a verlo?

—Por supuesto que lo vi. El señor Jocelyn me explicó todos los detalles. Todos.

Él soltó un exabrupto.

—No tenías que verlo. Fue un error. —Sus ojos se apartaron de ella—. Quiero que nos casemos.

—Para que puedas llevarte a Elizabeth si te apetece.

—Maldita seas, quiero que nos casemos —repitió furioso.

—¿Me vas a obligar?

—Sí. —Chasqueó la lengua con fuerza—. Oh, sí.

—No puedes —dijo ella—. No es legal.

Él le sonrió fríamente.

—Has prestado oídos a demasiados abogados. —Se recostó en la silla, y el cuello alto de su camisa se abrió. Y, con una de sus indolentes caídas de ojos, le dijo—: Y estás viviendo muy peligrosamente para ser tan reacia.

Zenia se volvió hacia el fuego y contempló las llamas anaranjadas y amarillas que arrojaban sombras sobre la túnica de él y el vestido de ella.

—Pero creo que te gusta vivir peligrosamente —murmuró él—, que no eres la dama modosita que cree el señor Jocelyn.

—Soy una dama. Puedo ser una dama.

—Una dama no estaría ahí sentada en camisola con un hombre que no es su esposo. Una dama habría permanecido en el tren, no habría renegado mientras saltaba a mis brazos. Una dama —añadió poniendo especial énfasis— no enseña deliberadamente las ligas.

—¿Te he pedido yo que pararas el tren? —preguntó ella con tono vehemente—. ¿Te he pedido que te convirtieras en el blanco de cualquiera que quisiera dispararte? ¿Te he pedido yo que me llevaras durante kilómetros en medio de una tormenta de nieve, hasta dejarme medio helada y calada hasta los huesos? ¿Te pedí yo que robaras mi carta y prepararas este viaje absurdo? —Se puso en pie, levantando la voz—. ¿Me das alguna vez a elegir en tus desvaríos?

—Bueno, miss Bruce, apenas había iniciado un decorosísimo cortejo, planificado y aprobado por
Una dama con clase
y dirigido enteramente por el libro… —él también se puso en pie y se inclinó sobre la mesa—…cuando para mi desazón descubro que le estabas pidiendo a otro que se case contigo, ¡por Dios! —Estampó el puño sobre la mesa—. ¡Y eso a cambio de mi comportamiento caballeroso! Quizá funcione con las damas de verdad, pero contigo es un completo desastre.

—¡Porque no es a mí a quien tienes que cortejar! —exclamó ella—. Cásate con lady Caroline. Con alguien que pueda ir contigo y ser lo que tú quieres.

—¡Yo te quiero a ti!

—¡Eso es mentira! ¡Quieres a Elizabeth, y yo puedo alejarla de ti!

—¡Maldita seas! —rugió él, rodeando la mesa con tanta violencia que Zenia retrocedió, hasta que sintió el fuego a su espalda—. Eres igual que tu madre.

—¡No lo soy!

—¡Peor que tu madre! Al menos ella era sincera. Tú quieres dominar a los demás y llevar un halo de santo.

—¡No, no soy peor que mi madre! —chilló Zenia, echándose hacia atrás el pelo mojado que le caía sobre la cara.

—Ah, ¿no? ¿Tú te estás oyendo? ¡Tu padre me dijo que ella le gritó hasta que consiguió que se fuera! Ella lo echó; apuesto a que habló hasta que él no pudo soportarlo, toda esa palabrería sobre que arruinaría su porvenir, las mismas tonterías sobre su orgullo. ¡Dios!, y sabía que estaba embarazada… Juraría que lo ahuyentó igual que estás haciendo tú conmigo, que me calientas y luego me tiras un jarro de agua fría hasta que no lo puedo soportar. Porque tenía que ser ella quien mandara, no soportaba que nadie tuviera algún poder sobre ella, tenía que ser ella quien lo controlara todo y a todos, y lo que no podía controlar lo rompía o lo mataba o luchaba contra ello hasta la muerte. —Sus ojos azules destellaban, y en las pestañas aún tenía pequeñas gotas de hielo fundido—. Igual que haces tú conmigo. Vienes a mí cuando me siento débil y estoy inconsciente para hablar y cuando ya estoy bien te marchas… para casarte con Jocelyn. ¡Jocelyn! —gritó—. ¿Cuándo pensabas decírmelo? ¿Cuando ya fuera demasiado tarde? Por el amor de Dios, Zenia. Por el amor de Dios. —Se sentó y apoyó la cabeza en las manos—. Me habría metido una bala en el cerebro.

Ella se quedó mirándolo.

—Tú solo quieres a Elizabeth.

Él lanzó una risotada, sin alzar la vista.

—Por supuesto que la quiero. Por supuesto. Quiero verla crecer, quiero conocerla. ¿Eso me convierte en el ser más perverso de la naturaleza?

—Sí —susurró ella—, porque te la llevarás y me dejarás sola.

Él meneó la cabeza.

—No sé qué tengo que hacer para que confíes en mí.

—Quería confiar —dijo ella con voz temblorosa—. Quería hacerlo. Lo intenté. Pero entonces te vi con lady Caroline y vi cómo la mirabas cuando te hablaba de la libertad. ¡Y yo sé que no me atrevo!

Él alzó la vista hacia ella.

—¿Cómo la miraba?

—Como si fuera una diosa.

—Una diosa. —Se puso en pie y el fuego cubrió su alta figura de tenues sombras—. Una diosa —dijo con tono despreocupado—. ¿Te refieres a la variedad filosófica? ¿De las de estilo grecorromano, que visten de muselina y sostienen antorchas de libertad y son unas estatuas imponentes? ¿Es así como la miraba? ¿Con expresión pía mientras adoraba la libertad a sus pies?

—No —dijo ella—. No.

—¿No parezco apropiadamente impresionado?

—Parece que estás aguantando un tedioso sermón. Y no es así como estabas cuando mirabas a lady Caroline y el tigre.

Él dejó de contemplar con reverencia la repisa de la chimenea.

—Tal vez, pero apuesto a que era una bonita representación de un tipo apreciando la vestimenta que cubre el pecho de una diosa de la victoria.

Ella volvió el rostro a un lado.

—Mirabas a lady Caroline como si lo fuera todo para ti.

Él se quedó muy quieto. Zenia sentía que la estaba mirando. Cuando lo observó de reojo, vio una nueva expresión en él, desconocida en sus rasgos duros: una leve sonrisa de afecto que le curvaba los labios mientras la contemplaba.

—Creo que eres considerablemente ingenua, amor mío. Me pregunto qué consejo me daría
Una dama con clase
para explicártelo.

Zenia no podía retroceder, pues el calor del fuego le quemaba las pantorrillas; pero, cuando él se acercó, sintió como si una fuerza invisible le sujetara los pies a la alfombra. Él la miró de hito en hito, y su sonrisa se transformó en algo distinto: una profunda atención.

Era como si Zenia hubiera estado ante la jaula del tigre, burlándose desde fuera porque era más grande, más salvaje, más agreste que ella, y de pronto los barrotes que lo aprisionaban hubieran desaparecido.

Los ojos de él no bajaron más allá de su rostro, y sin embargo Zenia se sentía como si él la estuviera descubriendo y explorando entera: su piel, su figura, su pulso acelerado. Su mirada estaba concentrada en ella y al mismo tiempo estaba muy lejos, las pestañas negras entornadas sobre los ojos de azul intenso.

—¿Es así como miraba a lady Caroline? —murmuró.

Lady Caroline casi se había evaporado de la mente de Zenia. Pero, al oír la pregunta, los celos la asaltaron.

—Sí —contestó, apartándose un poco mientras miraba fijamente al frente, al cuello abierto de su camisa.

Él la cogió de las manos y las apoyó contra su pecho, con las palmas extendidas, para que pudiera sentir los músculos bajo el lino.

—Si no recuerdo mal, ella dijo algo sobre dejar libres a los tigres.

Zenia cerró los dedos, pero él siguió reteniéndole las manos.

—Dijo que el tigre ansiaba ser libre —añadió ella—. Que sabía lo que es la libertad y que ese es su elemento. Y que, aun cuando su vida era salvaje y una lucha continua, cualquier otra cosa sería una tortura para él.

—Ah, sí —repuso él, pensativo—, ya me imaginaba que era un montón de palabrería elevada digna de una diosa griega. ¿Te digo lo que yo pensaba en aquellos momentos?

Zenia bajó los ojos.

—¿Me dirás la verdad?

—Oh, nada más que toda la vulgar verdad. —Sus manos apretaron con más fuerza las de ella—. Me temo que te sentirás enormemente decepcionada cuando conozcas el verdadero tenor de mi carácter. Mírame.

Ella levantó la vista. Las oscuras energías se veían con claridad en su rostro.

—Estaba pensando en lo que haría si me dejabas entrar en tu casa cuando nos fuéramos del zoo. Estaba pensando que la señora Lamb se llevaría a Beth para que echara una siesta y que tú sin duda serías demasiado pudorosa y educada para pedirme que te acompañara a tu dormitorio. Así que pasaríamos a la salita para charlar un rato. Y, por supuesto, yo me mostraría como un conversador hipnótico, considerablemente galante, de agudeza sorprendente, siempre sabiendo qué decir… Me atrevo a decir que no me reconoces en ese papel, pero de todos modos es lo que imaginaba. Y tú me sonreías y me sonreías. —Sus labios se curvaron en una sonrisa irónica—. Como es de suponer, todo esto no era más que una introducción. Un momento de contemplación. Para cuando lady Caroline llegaba a la parte en que deseaba que los pobrecitos leones y tigres estuvieran libres, yo ya había echado a la doncella con el té y tenía la puerta de la salita cerrada con llave. —Movió la mano, sujetando todavía la de ella, y trazó una curva sobre su mejilla—. Tú tenías que sonreír mucho. Tal vez podrías sonreírme ahora, para darle un toque más realista.

A su pesar, Zenia sintió que las comisuras de su boca se curvaban hacia arriba.

—Estabas pensando en mí, pero la mirabas a ella —replicó.

Él le giró la mano y le besó la palma y la muñeca.

—Estaba con mayor frecuencia en mi línea de visión. No pienso hacer ningún discurso sobre la mentalidad femenina; pero, cada vez que miraba buscándote, lo único que veía eran montones, enjambres, riadas de matronas que se interponían entre nosotros. Creo que, a lo que tú hacías, en el ejército lo llaman fingir incapacidad, y a la gente la fusilan al amanecer por un comportamiento tan cobarde y traicionero.

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