Cuando era pequeño, a los cinco o seis años, se sentía decepcionado porque, a diferencia de los padres de la mayoría de sus amigos, el suyo no había combatido en la guerra, y mientras ellos habían estado en lejanas partes del mundo matando japoneses y nazis y convirtiéndose en héroes, su padre se había quedado en Nueva York, inmerso en los intrascendentes detalles de su empresa inmobiliaria, comprando edificios, administrando, restaurando inmuebles sin parar, y no lograba entender por qué a su padre, que parecía tan fuerte y sano, lo habían rechazado en el ejército cuando quiso alistarse. Pero en ese momento era aún muy joven para conocer la grave lesión que tenía en el ojo, para saber que estaba legalmente tuerto del ojo izquierdo desde los diecisiete años, y como su padre había dominado el arte de vivir con esa desventaja hasta el punto de equilibrarla por completo, no comprendía que una persona tan dinámica como él fuese un discapacitado. Más adelante, cuando tenía ocho o nueve años y su madre le contó finalmente la historia de la lesión (su padre nunca le habló de ella), comprendió que no era muy diferente de una herida de guerra, que una parte de su vida quedó destrozada en aquel campo de béisbol del Bronx en 1932 del mismo modo que el brazo de un soldado de un disparo en un campo de batalla europeo. Era el lanzador principal del equipo de béisbol de su instituto, un zurdo de buena pegada que ya empezaba a llamar la atención de los cazatalentos de las ligas mayores, y cuando se puso en el montículo por Monroe aquel día de primeros de junio, poseía un historial imbatido y lo que parecía un lanzamiento imposible de batear. En su primer turno del partido, justo cuando los defensas ocupaban sus posiciones a su espalda, lanzó una bola rápida al parador en corto de Clinton, Tommy DeLucca, pero la pelota en línea que volvió hacia él como una flecha iba bateada con tal fuerza, con tan feroz potencia y velocidad, que no tuvo tiempo de alzar el guante para protegerse la cara. La misma lesión que destruyó la carrera de Herb Score en 1957, el mismo disparo quebrantahuesos que cambia el rumbo de una vida. Y si aquella pelota no se hubiera estrellado contra el ojo de su padre, ¿quién podría decir que no lo hubieran matado en la guerra…, antes de casarse, antes de que nacieran sus hijos? Ahora Herb Score también está muerto, piensa Morris, muerto desde hace seis o siete años, Herb Score, con el profético segundo nombre de Jude, y recuerda la conmoción de su padre cuando leyó en el periódico matinal sobre la lesión de Score y que, durante años, justo hasta el final de su vida, se refería cada cierto tiempo a Score, afirmando que aquel accidente era una de las cosas más tristes que jamás había ocurrido en la historia del béisbol. Ni una palabra sobre sí mismo, ni el más ligero indicio de relación personal alguna. Sólo Score, pobre Herb Score.
Sin ayuda de su padre, la editorial jamás habría nacido. Morris era consciente de que no tenía madera de escritor, y menos cuando podía compararse con el ejemplo del joven Renzo, su compañero de cuarto en la residencia universitaria de Amherst durante cuatro años, aquella inmensa y agotadora lucha, las solitarias y largas horas, la acuciante necesidad y la sempiterna incertidumbre, de manera que optó por lo más parecido, enseñar literatura en vez de producirla, pero al cabo de un tiempo abandonó los estudios de doctorado en Columbia, al comprender que tampoco estaba hecho para la vida académica. Acabó en el mundo editorial, en cambio, donde pasó cuatro años haciendo todo tipo de trabajos en dos empresas diferentes y encontró al fin un sitio para él, una misión, una vocación, el término que mejor se aplique a una sensación de compromiso y determinación, pero había demasiadas frustraciones y componendas en los estratos más altos del mundillo y cuando, en el espacio de dos breves meses, el director rechazó su recomendación de publicar la primera novela de Renzo (la siguiente al manuscrito quemado) y desestimó igualmente su propuesta de publicar la primera novela de Marty, acudió a su padre y le dijo que quería marcharse de la egregia casa en que trabajaba para fundar una pequeña editorial propia. Su padre no sabía nada de libros ni del negocio editorial, pero algo debió de ver en los ojos de su hijo que le decidió a invertir a fondo perdido una parte de su capital en una empresa que lo tenía casi todo para fracasar. O tal vez consideró que el presumible fracaso serviría de lección al muchacho, contribuyendo a expulsar el gusanillo de su pensamiento y haciéndolo volver a la seguridad de un trabajo normal. Pero no fracasaron, o al menos las pérdidas no fueron tan mayúsculas como para hacerles pensar en dejarlo, y después de aquel catálogo inaugural de sólo cuatro libros su padre volvió a rascarse el bolsillo y aportó una nueva inversión equivalente a diez veces la cantidad del desembolso inicial, y de pronto Heller Books remontaba el vuelo, una entidad pequeña pero viable, una editorial de pies a cabeza con oficina en la parte baja del oeste de Broadway (alquileres regalados por entonces en un Tribeca que aún no era Tribeca), una plantilla de cuatro personas, una distribuidora, catálogo bien concebido y un creciente plantel de autores. Su padre nunca se entrometió. «El socio silencioso», se denominaba a sí mismo, y durante los últimos cuatro años de su vida utilizó esas palabras para anunciarse cuando llamaba por teléfono. Nada de «Soy tu padre», ni «Tu viejo al habla» sino, indefectiblemente, el cien por cien de las veces, «Hola, Morris, soy tu socio silencioso». ¿Cómo no echarlo de menos? ¿Cómo no tener la impresión de que hasta el último libro que ha publicado en estos treinta y cinco años es un producto salido de la invisible mano de su padre?
Son las nueve y media. Tenía intención de llamar a Willa para felicitarle el año, pero ahora son las dos y media en Inglaterra y sin duda lleva horas durmiendo. Vuelve a la cocina a servirse otro whisky, el tercero desde que ha vuelto al piso, y sólo ahora, por primera vez en toda la noche, se le ocurre comprobar el contestador automático, cuando piensa de pronto que Willa podría haber llamado mientras él estaba en casa de Marty y Nina o volviendo del Upper West Side. Hay doce mensajes nuevos. Uno por uno, los escucha todos; pero ni palabra de Willa.
Lo está mortificando. Por eso ha aceptado el trabajo en Exeter para este año y por eso nunca llama: porque lo está castigando por la absurda indiscreción que cometió hace dieciocho meses, una estúpida flaqueza sexual que lamentó ya cuando se metía en la cama con su cómplice en el delito. En circunstancias normales (pero ¿es que alguna vez hay algo normal?) Willa nunca se habría enterado, pero poco después de que cometiera la falta ella fue al ginecólogo para su control bianual y él le dijo que tenía algo llamado clamidias, una afección leve pero desagradable que sólo podía contraerse por contacto sexual. El médico le preguntó si últimamente se había acostado con alguien aparte de su marido, y como la respuesta fue no, el culpable no podía ser otro que el mencionado marido, así que cuando Willa le soltó la noticia a la cara aquella noche, no tuvo más remedio que confesar. No aportó nombres ni detalles, pero admitió que cuando ella estaba en Chicago presentando su ensayo sobre George Eliot, él se había acostado con otra. No, no tenía una aventura amorosa, sólo ocurrió aquella vez y no tenía intención de volver a hacerlo nunca más. Lo sentía, afirmó, lo lamentaba profunda y verdaderamente, había bebido demasiado, había sido un tremendo error, pero aun cuando le creyó, cómo podría reprocharle el hecho de haberse enfadado, no sólo por haberle sido infiel por primera vez en su matrimonio, no, eso ya era bastante horrible, sino porque además le había pegado una enfermedad. ¡Una enfermedad venérea!, gritó Willa. ¡Qué asco! ¡Metes tu pene de tarado en la vagina de otra mujer y acabas contagiándome a mí! ¿Es que no te da vergüenza, Morris? Sí, contestó él, le daba una vergüenza horrorosa, más de la que nunca había sentido en la vida.
Lo atormenta pensar ahora en aquella noche, la estupidez de todo el asunto, la breve y frenética cópula que condujo a tan pertinaz descalabro. Una invitación a cenar de Nancy Greenwald, agente literaria de cuarenta y pocos años, alguien con quien llevaba tratando seis o siete años, divorciada, nada fea, aunque hasta aquella noche nunca había pensado mucho en ella. Una cena de seis personas en el apartamento de Nancy en Chelsea, y la única razón por la que aceptó fue porque Willa estaba de viaje, una cena bastante aburrida según resultó, y cuando los otros cuatro invitados recogieron sus cosas y se marcharon, él consintió en quedarse a tomar la última copa antes de irse andando a casa, al Village. Entonces fue cuando pasó, unos veinte minutos después de que los demás se fueran, un polvo rápido y desenfrenado sin ninguna importancia para nadie. Tras anunciar Willa lo de las clamidias, se preguntó cuántos otros penes de tarado se habrían solazado en la vagina de Nancy, aunque lo cierto era que a él no le había procurado mucho desahogo, porque incluso mientras se entregaban el uno al otro, él se sentía tan mal por traicionar a Willa que no logró concentrarse en el supuesto placer del momento.
Después de su confesión, tras la ronda de antibióticos que purgaron los microbios venéreos del organismo de Willa, pensó que ahí acabaría todo. Sabía que le había creído cuando le dijo que sólo había sido una vez, pero aquella pequeña falta de atención, aquella ruptura de la camaradería después de casi veinticuatro años de matrimonio, había mermado la confianza de Willa. Ya no se fía de él. Cree que anda merodeando por ahí en busca de mujeres más jóvenes y atractivas, y aunque es incapaz de hacer nada en este momento en particular, está convencida de que tarde o temprano ha de volver a ocurrir. Él ha hecho todo lo posible por convencerla de lo contrario, pero sus argumentos parecen caer en saco roto. Ya es demasiado viejo para tener aventuras, le dice, sólo quiere pasar el resto de sus días con ella y morir en sus brazos. Y ella le contesta: Un hombre de sesenta y dos años aún es joven, una mujer de sesenta es vieja. Él dice: Después de todo lo que han pasado juntos, todas las pesadillas y amarguras, los golpes que han recibido, las desgracias que han debido superar, ¿qué importancia puede tener una cosa tan insignificante como ésa? Y ella contesta: Puede que estés un poco harto, Morris. Tal vez quieras empezar de nuevo con otra mujer.
El viaje a Inglaterra no ha servido de nada. Llevaban separados tres meses y medio cuando por fin fue para allá a pasar las vacaciones de Navidad y comprendió que ella estaba utilizando su forzosa separación como una prueba, para ver si a la larga era capaz de vivir sin él. Hasta ahora, el experimento parece ir bastante bien. Su enojo parece haberse convertido en una especie de deliberado desapego, un distanciamiento que le ha producido una sensación de incomodidad durante toda la visita, sin estar nunca seguro de lo que debía decir ni cómo había de comportarse. La primera noche, en la cama, se mostró reacia a mantener relaciones sexuales, pero luego, justo cuando él se estaba apartando, lo abrazó y empezó a besarlo como antes, entregándose a las antiguas intimidades como si no hubiera problemas entre ellos. Eso fue lo que más le confundió: su silenciosa compañía en la cama por la noche seguida de jornadas malhumoradas, incoherentes, ternura e irritabilidad alternadas con pautas completamente imprevisibles, la impresión de que lo estaba echando a empujones de su lado al tiempo que trataba de aferrarse a él. Sólo hubo un estallido virulento, una discusión en toda regla. Ocurrió el tercer o cuarto día, cuando aún estaban en el apartamento de Exeter, mientras sacaban las maletas para preparar su excursión a Londres, y la pelea empezó como tantas otras en los últimos años, con Willa atacándolo por no querer tener hijos de los dos, por conformarse con el hijo de cada cual, pero no ansiar una familia formada por los dos, ellos dos y su propio hijo, sin los fantasmas de Karl y Mary-Lee cerniéndose en el ambiente, y ahora que Bobby estaba muerto y Miles seguía desaparecido, había que fijarse en ellos, declaró, no eran nada, no tenían nada, y la culpa era de él por convencerla de que no tuvieran un hijo tantos años atrás, y ella había sido una puñetera estúpida por hacerle caso. En principio, él no discrepaba, nunca había mostrado su desacuerdo con ella, pero cómo iban a saber lo que pasaría, y para cuando Miles se marchó, ya eran demasiado mayores para pensar en tener niños. No se tomó a mal que sacara a relucir de nuevo el tema, era completamente lógico que sintiera ese dolor, esa pérdida, la historia de los pasados doce años no podría haber producido otro resultado, pero entonces ella dijo algo que lo dejó conmocionado, que le dolió tanto que aún no se ha recuperado del golpe. Pero Miles ha vuelto a Nueva York, anunció él. Se pondrá en contacto con ellos el día menos pensado, esta semana o la otra, y pronto se cerrará todo ese desdichado capítulo. En vez de contestarle, Willa cogió su maleta y la tiró al suelo llena de ira: un gesto furioso, una reacción más violenta de lo que jamás había visto en ella. Es demasiado tarde, le gritó. Miles está enfermo. Miles no es buena persona. Miles los ha destrozado y desde ese mismo momento se lo arranca del corazón. No quiere verlo. Aunque llame, no quiere verlo. Nunca más. Se acabó, le dijo, se ha terminado, y todas las noches se pondrá de rodillas a rezar para que no llame.
En Londres las cosas fueron un poco mejor. El hotel era terreno neutral, una tierra de nadie desprovista de asociaciones con el pasado, y pasaron varios días buenos recorriendo museos y sentándose en pubs, viendo a antiguos amigos y cenando con ellos, curioseando en librerías, sin mencionar la sublime indulgencia de no hacer nada en absoluto, que pareció tener un efecto reconstituyente en Willa. Una tarde, ella le leyó en voz alta el capítulo más reciente del libro que está escribiendo sobre las últimas novelas de Dickens. A la mañana siguiente, mientras desayunaban, le preguntó sobre su búsqueda de un nuevo inversor y él le contó la entrevista que había mantenido en octubre con el alemán en la feria de Frankfurt, su conversación del mes pasado con el israelí en Nueva York, los pasos que había dado para encontrar la liquidez que necesitaba. Varios días buenos, o al menos no malos, y entonces llegó el correo de Marty y la noticia de la muerte de Suki. Willa no quería que volviese a Nueva York, argumentando acalorada y convincentemente que, en su opinión, el funeral sería demasiado para él, pero al pedirle que lo acompañara, sus rasgos se pusieron en tensión, pareció desconcertada por la sugerencia, que a su entender era completamente razonable, y luego le dijo que no, que era imposible. Le preguntó por qué. Porque no podía, contestó ella, y repitió sus palabras mientras buscaba una respuesta, claramente en conflicto consigo misma, desprevenida, incapaz de tomar decisiones cruciales en ese momento, porque no estaba preparada para volver, dijo, porque necesitaba más tiempo. Una vez más, ella le pidió que se quedara, que permaneciera en Londres hasta el 3 de enero, tal como habían planeado en un principio, y él comprendió que lo estaba poniendo a prueba, obligándolo a elegir entre ella y sus amigos, y si no la escogía a ella, se sentiría traicionada. Pero tenía que volver, afirmó, era impensable no hacerlo.