¿Y qué pasa con Harold Russell?
Al final se casa con su novia, pero ¿qué clase de matrimonio va a ser ése? Él es un muchacho sencillo, de buen corazón, pero incapaz de expresarse, demasiado reprimido emocionalmente; no veo que vaya a hacer muy feliz a su mujer.
No sabía que conocieras tan bien la película.
A mi abuela le entusiasmaba. Tenía unos dieciséis años cuando estalló la guerra y siempre me decía que Los mejores años de nuestra vida era su película. Debemos de haberla visto juntas cinco o seis veces.
Siguen hablando de la película unos minutos más y entonces se acuerda finalmente de hacer a Alice la pregunta por la que en principio ha llamado a su puerta. Alice está ocupada ahora, pero con mucho gusto parará una hora después de comer y entonces posará para ella. Lo que Alice no ha entendido es que a Ellen no le interesa hacerle un retrato, no quiere dibujar su rostro sino su cuerpo entero, y no el cuerpo oculto por la ropa sino el esbozo de un verdadero desnudo, quizá varios bocetos semejantes a los que hizo en las clases de dibujo al natural en sus cursos de pintura. Resulta por tanto un momento embarazoso cuando suben a la habitación de Ellen después de comer y la pintora pide a Alice que se quite la ropa. Ésta nunca ha hecho de modelo, no está habituada a que nadie escudriñe su cuerpo desnudo, y aunque Ellen y ella se ven ocasionalmente la una a la otra al entrar o salir del baño, eso no tiene nada que ver con la tortura de permanecer inmóvil durante sesenta minutos mientras tu mejor amiga te examina de arriba abajo, sobre todo ahora, cuando se siente tan desdichada por el sobrepeso, y aunque Ellen le dice que es preciosa, que no tiene por qué preocuparse, sólo se trata de un ejercicio pictórico, los artistas están acostumbrados a mirar los cuerpos de la gente, Alice está demasiado avergonzada para ceder a la petición de su amiga, lo siente, lo lamenta mucho, pero no puede pasar por eso y debe decirle que no. A Ellen le duele profundamente la negativa de Alice a hacerle ese sencillo favor, que en realidad es el primer paso para reinventarse a sí misma como pintora, lo que equivale a reinventarse a sí misma como mujer, como ser humano, y aunque comprende que Alice no tiene intención de hacerle daño, no puede evitar sentirse herida, y cuando le dice a su amiga que se marche de la habitación, cierra la puerta, se sienta en la cama y rompe a llorar.
Lo considera una sentencia a seis meses de cárcel sin permisos por buena conducta. Las vacaciones de Navidad y Pascua darán a Pilar un derecho de visita provisional, pero él estará confinado en su celda los seis meses enteros. Ni soñar con fugarse. Nada de excavar túneles en plena noche, nada de enfrentamientos con los guardianes ni de abrirse paso a través de punzantes alambradas, nada de frenéticas carreras por el bosque perseguido por perros. Si es capaz de cumplir su condena sin meterse en líos ni venirse abajo, el veintidós de mayo irá en un autocar de vuelta a Florida y el veintitrés estará con Pilar para celebrar su cumpleaños. Hasta entonces, aguantará como pueda.
«Venirse abajo». Ésa ha sido la expresión que no ha dejado de utilizar a lo largo de todo el viaje, en las siete conversaciones que ha mantenido con ella durante las treinta y cuatro horas que lleva en la carretera. «No debes venirte abajo». Cuando no estaba llorando o echando pestes de la maniática zorra de su hermana, parecía entender lo que él trataba de decirle. Se oía a sí mismo profiriendo lugares comunes que sólo dos días antes le habrían parecido inimaginables en sus labios, y sin embargo creía en parte lo que estaba diciendo. Tenían que ser fuertes. Aquello era una prueba y su amor sólo saldría fortalecido de ella. Y luego estaban los consejos de orden práctico, las advertencias de que se aplicara en el instituto, recordara comer lo suficiente, acostarse temprano todos los días, cambiar el aceite del coche a intervalos regulares, leer los libros que le ha dejado. ¿Era un hombre dirigiéndose a su futura esposa o un padre hablando con su hija? Un poco de ambas cosas, quizá. Miles hablando con Pilar. Miles haciendo lo posible por que la chica no se derrumbara, para que él no se desmoronase.
Entra en el Hospital de Objetos Rotos a las tres de la tarde del lunes. Eso era lo convenido. Si llegaba después de las seis, tenía que ir directamente a la casa de Sunset Park. Si aparecía durante el horario de trabajo, debía encontrarse con Bing en su tienda de la Quinta Avenida, en Brooklyn. Una campanilla tintinea cuando abre y cierra la puerta, y al entrar se sorprende de la pequeñez del local, sin duda el hospital más pequeño del mundo, piensa, un santuario sombrío, abarrotado de cosas, con antiguas máquinas de escribir en exposición, un indio de estanco erguido en un rincón a la izquierda, aeromodelos de biplanos y Piper Cubs colgando del techo, y las paredes cubiertas de letreros y carteles con publicidad de productos desaparecidos hace decenios de la escena norteamericana: chicle Black Jack, fijador O'Dell, Geritol, pastillas Carter para el hígado, cigarrillos Old Gold. Al sonido de la campanilla, Bing sale de la trastienda por detrás del mostrador, con aspecto más velludo y voluminoso de lo que recuerda, un colosal palurdo que se precipita sonriente a su encuentro con los brazos abiertos. Bing es todo sonrisas y carcajadas, abrazos de oso y besos en la mejilla, y Miles, con la guardia baja ante la besuqueante bienvenida, estalla en carcajadas a su vez mientras se libera del aplastante abrazo de su amigo.
Bing cierra temprano el Hospital y como sospecha que Miles tiene hambre después del largo viaje, lo lleva unas cuantas manzanas por la Quinta Avenida hasta lo que denomina su sitio favorito para comer, un fonducho destartalado que sirve pescado con patatas fritas, empanada de carne, salchichas con puré de patatas, una muestra completa de auténtica pitanza inglesa. No es de extrañar que Bing se haya ensanchado tanto, piensa Miles, si almuerza esa bazofia grasienta varias veces a la semana, pero lo cierto es que está muerto de hambre, ¿y qué mejor que una buena empanada de carne para llenarse el estómago en un día de invierno? Mientras, Bing le habla de la casa, de su banda, de su amor fallido con Millie, salpicando de vez en cuando sus palabras con algún comentario sobre lo bien que encuentra a Miles y lo que se alegra de volver a verlo. Miles apenas le contesta, está muy ocupado comiendo, pero le impresiona el buen humor y la impetuosa benevolencia de Bing, y cuanto más habla, más siente que su amigo epistolar de los últimos siete años es la misma persona que cuando se vieron la última vez, un poco mayor, desde luego, con algo más de dominio de sí mismo, quizá, pero en esencia la misma persona, mientras que él, Miles, es completamente distinto, una oveja negra sin parecido alguno con el corderito de siete años atrás.
Hacia el final de la comida, una expresión de malestar aflora en el rostro de Bing. Guarda silencio unos momentos, juguetea con el tenedor, baja la vista a la mesa, al parecer sin saber qué decir, y cuando finalmente vuelve a hablar, su voz es mucho más suave que antes, casi un murmullo.
No quisiera entrometerme, dice, pero me preguntaba si tendrías planes.
¿Planes para qué?, pregunta Miles.
Para ver a tus padres, en primer lugar.
¿Acaso es asunto tuyo?
Sí, lamentablemente lo es. Ya llevo mucho tiempo siendo tu fuente de información y creo que voy a jubilarme.
Ya lo has hecho. En cuanto me he bajado hoy del autocar, te has ganado el reloj de oro. Por los años de abnegado servicio. Sabes lo agradecido que te estoy, ¿no?
No necesito que me des las gracias, Miles. Sólo quiero que no vuelvas a joderte la vida nunca más. No ha sido fácil para ellos, ¿sabes?
Lo sé. No creas que no.
¿Entonces? ¿Vas a ir a verlos o no?
Quiero ir, espero que…
Eso no es una contestación. ¿Sí o no?
Sí. Claro que sí, acaba diciendo, sin saber si lo hará o no, desconociendo que Bing ha hablado con sus padres cincuenta y dos veces en los últimos siete años, ajeno al hecho de que su padre, su madre y Willa tienen conocimiento de que él va a venir hoy a Nueva York. Naturalmente que iré, repite. Sólo deja que me instale primero, ¿quieres?
La casa no se parece a ninguna que haya visto nunca en Nueva York. Sabe bien que la ciudad está llena de estructuras anómalas que no tienen una conexión manifiesta con la vida urbana —las casas de ladrillo y los apartamentos con jardín en ciertas partes de Queens, por ejemplo, con sus tímidas aspiraciones de barrio residencial, o las pocas construcciones de madera que aún quedan en la zona más al norte de Brooklyn Heights, vestigios históricos de los años 1840—, pero esta casa de Sunset Park no es ni residencial ni histórica, sino una simple chabola, un triste ejemplo de estupidez arquitectónica que no encajaría en parte alguna, ni en Nueva York ni en ningún sitio. Bing no le envió fotografías en la carta, no le describió su aspecto ni le dio detalle alguno, y por tanto no sabía con lo que iba a encontrarse, pero si esperaba algo, desde luego no era eso.
Cuarteadas tejas de madera grisácea, adornos rojizos en torno a las tres ventanas de guillotina de la primera planta, una endeble barandilla pintada de blanco en el porche con huecos en forma de diamante, los cuatro pilares que sostienen el tejadillo pintados de rojo, el mismo color ladrillo de los adornos de las ventanas, pero con los escalones de entrada y la barandilla sin pintar, porque están demasiado astillados para darles una mano de pintura y los han dejado con su aspecto de madera erosionada por los elementos. Alice y Ellen aún siguen trabajando cuando Bing y él suben los seis escalones del porche y entran en la casa. Bing se la enseña, claramente orgulloso de todo lo que han conseguido, y aunque le parece que hay poco sitio (no sólo por el tamaño o el número de las habitaciones sino por la cantidad de cosas que han metido en ellas: los tambores de Bing, los lienzos de Ellen, los libros de Alice), el interior está sumamente limpio, con la luminosidad de unos parches de pintura reciente, y quizá resulte incluso habitable. En la planta baja, la cocina y el baño, y un cuarto en la parte de atrás; tres habitaciones en el piso de arriba. Pero no hay comedor ni sala de estar, lo que significa que la cocina es el único espacio común; junto con el porche cuando haga buen tiempo. Heredará el antiguo cuarto de Millie en la planta baja, lo que es un alivio, teniendo en cuenta que es la que resulta más íntima, si es que el hecho de vivir al lado de la cocina puede proporcionar alguna intimidad. Deja la maleta sobre la cama y, mientras mira por las ventanas, una delante con vistas al solar del coche desmantelado, la otra detrás, frente al abandonado edificio en construcción, Bing le explica las diversas tareas y protocolos que se han ido estableciendo desde que se instalaron. Todos tienen alguna función que desempeñar, pero aparte de las responsabilidades de su labor, cada cual es libre de ir y venir a su antojo. Él es el conserje, el encargado de los arreglos de la casa, Ellen, la mujer de la limpieza y Alice suele hacer la compra y la comida. Puede que Miles quiera compartir el trabajo con Alice, turnándose en la compra y la cocina. Miles no tiene inconveniente alguno. Le gusta guisar, dice, ha adquirido cierta habilidad a lo largo de los años y en eso no tiene problemas. Bing prosigue su exposición diciéndole que suelen desayunar y cenar juntos porque todos andan cortos de dinero y tratan de gastar lo menos posible. El hecho de poner en común sus recursos los ha ayudado a salir adelante, y ahora que Miles se ha incorporado a la casa, sus gastos se reducirán en buena medida. Todos se beneficiarán de su presencia y con eso no se refiere sólo al dinero, sino a todo lo que Miles aportará al espíritu de la casa, y Bing quiere que sepa lo contento que está de que al fin haya vuelto al sitio donde debe estar. Miles se encoge de hombros, y dice que espera poder integrarse, pero en el fondo se pregunta si está hecho para esa especie de vida en grupo, si no sería mejor que buscara un sitio para él solo. El único problema es el dinero, el mismo al que se enfrentan todos los demás. Ya no tiene trabajo y los tres mil dólares que se ha traído no son en realidad más que unos centavos. Le guste o no, pues, de momento no puede hacer otra cosa, y a menos que surja algo que cambie radicalmente las circunstancias, tendrá que aguantar como pueda. Así empieza su condena de prisión. La hermana de Pilar lo ha convertido en el último miembro de Los Cuatro de Sunset Park.
Esa noche, dan una cena en su honor. Es un gesto de bienvenida y aunque preferiría no ser el centro de atención, intenta pasar el apuro sin que se le note lo incómodo que está. ¿Cuáles son sus primeras impresiones de ellos? Alice le parece la más simpática, la más equilibrada, y le hace bastante gracia su manera de enfocar las cosas, directa, de muchacho, propia del Medio Oeste. Una persona bastante culta, con buena cabeza, según descubre, pero sin afectación, sin darse importancia, con facilidad para soltar ocurrencias en momentos inesperados. Ellen le resulta más enigmática. Es a la vez atractiva y repelente, abierta y cerrada al mismo tiempo, y su personalidad parece cambiar de un momento a otro. Largos, embarazosos silencios, y entonces, cuando por fin habla, rara vez deja de hacer algún comentario perspicaz. Miles percibe turbulencia interior, confusión, y sin embargo una profunda ternura también. Si no lo mirase tanto, podría caerle un poco mejor, pero no le ha quitado los ojos de encima desde que se han sentado a la mesa y se siente desconcertado por su descarado y molesto interés hacia él. Luego está Jake, el visitante ocasional de Sunset Park, individuo delgado, medio calvo, de nariz afilada y orejas grandes, Jake Baum, el escritor, novio de Alice. Durante los primeros minutos parece bastante agradable, pero luego Miles empieza a cambiar de opinión con respecto a él, al observar que apenas se molesta en escuchar a nadie salvo a sí mismo, y menos aún a Alice, a quien interrumpe una y otra vez, con frecuencia cortándola en plena frase para continuar con alguna idea suya, y al cabo de poco Miles concluye que Jake Baum es un pelmazo, aunque sea capaz de recitar a Pound de memoria y enumerar de un tirón a los contrincantes de cada serie mundial a partir de 1932. Afortunadamente, Bing parece estar en plena forma y desempeña con entusiasmo su papel de maestro de ceremonias, y a pesar de las invisibles tensiones en el aire, ha mantenido hábilmente el tono frívolo de la velada. Cada vez que se descorcha una botella de vino, se pone en pie para hacer un brindis, celebrando la llegada de Miles, el inminente aniversario del primer cuatrimestre de su pequeña revolución, los derechos de los okupas del mundo entero. El único aspecto negativo de todo ese ambiente de camaradería es el hecho de que Miles no bebe, y él sabe que cuando la gente se encuentra con un abstemio, automáticamente supone que es un borracho en recuperación. Miles nunca ha sido un alcohólico, pero hubo un tiempo en que creyó que bebía demasiado, y cuando lo dejó hace tres años, fue tanto por ahorrar dinero como por motivos de salud. Que piensen lo que quieran, dice para sí, no tiene importancia, pero cada vez que Bing levanta la copa para hacer un brindis, Jake se vuelve hacia Miles y le insta a participar. Un error de buena fe la primera vez, quizá, pero se han hecho otros dos brindis desde entonces y Jake ha seguido cometiéndolo. Si supiera de lo que Miles es capaz cuando está enfadado, dejaría de fastidiarle de inmediato, pero no lo sabe, y si lo vuelve a hacer, la próxima vez podría acabar con la nariz sangrando o la mandíbula rota. Todos estos años luchando por dominar su temperamento y ahora, en su primer día en Nueva York, Miles vuelve a hervir de indignación y está dispuesto a machacar a quien sea.