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Authors: Paul Auster

Tags: #Otros, #Drama

Sunset Park (9 page)

BOOK: Sunset Park
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A principios de verano, el mismo día sofocante en que Pilar Sánchez se fue a vivir con Miles Heller en el sur de Florida, estalló una crisis en el norte. El contrato de arrendamiento del local a pie de calle que albergaba el Hospital de Objetos Rotos estaba a punto de expirar y el dueño le pedía un incremento del veinte por ciento en el alquiler. Él le explicó que no podía permitírselo, que el cargo mensual adicional lo obligaría a cerrar el negocio, pero el muy cabrón se negó a ceder. La única solución consistía en dejar su apartamento y encontrar otro más barato en otro sitio. Ellen, que en la inmobiliaria de la Séptima Avenida trabajaba en la sección de alquileres, le habló de Sunset Park. Era un barrio más deprimente, observó ella, pero no estaba lejos de donde él vivía ahora y los alquileres andaban por la mitad o la tercera parte de los de Park Slope. Aquel domingo, fueron a explorar juntos el territorio entre las calles Quince y Sesenta y cinco de la parte occidental de Brooklyn, una zona extensa y variopinta que va desde Upper New York Bay a la Novena Avenida, habitada por más de cien mil personas, incluidos mexicanos, dominicanos, polacos, chinos, jordanos, vietnamitas, norteamericanos blancos y negros, y una colonia de cristianos de Gujarat, India. Almacenes, fábricas, instalaciones abandonadas en los muelles, una vista de la Estatua de la Libertad, la terminal del ejército, ya cerrada, donde antes trabajaban diez mil personas, una basílica llamada Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, bares de moteros, entidades donde cobrar cheques, restaurantes latinoamericanos, el tercer barrio chino más grande de Nueva York y las doscientas quince hectáreas del cementerio de Green-Wood, donde están enterrados seiscientos mil cadáveres, entre ellos los de Boss Tweed, Lola Montez, Currier e Ives, Henry Ward Beecher, R A. O. Schwarz, Lorenzo Da Ponte, Horace Greeley, Louis Comfort Tiffany, Samuel F. B. Morse, Albert Anastasia, Joey Gallo y Frank Morgan, el mago de El mago de Oz.

Ellen le enseñó seis o siete apartamentos ese día, ninguno de los cuales le gustó, y entonces, mientras caminaban junto al cementerio, torcieron al azar por una manzana desierta entre las avenidas Cuarta y Quinta y vieron la casa, una pequeña y absurda construcción de madera con un porche techado en la parte delantera, que daba toda la impresión de haber sido arrancada de las llanuras de Minnesota para soltarla por error en pleno Nueva York. Se levantaba entre un solar lleno de basura que albergaba un coche desmantelado y la osamenta metálica de un edificio de pequeños apartamentos cuya construcción se había interrumpido hacía más de un año. El cementerio estaba justo enfrente, lo que significaba que no había edificios al otro lado de la calle y que además la casa abandonada apenas llamaba la atención, pues se encontraba en una manzana donde no vivía casi nadie. Le preguntó si sabía algo de ella. Los dueños habían muerto, contestó Ellen, y como los hijos habían dejado de pagar los impuestos sobre la propiedad durante varios años consecutivos, la casa pertenecía ahora al Ayuntamiento.

Un mes después, cuando se decidió a hacer lo imposible, a arriesgarlo todo a la oportunidad de vivir en una casa sin pagar alquiler durante el tiempo que el Ayuntamiento tardara en localizarlo y darle la patada, se quedó asombrado cuando Ellen aceptó su proposición. Intentó convencerla de que desistiera, explicándole lo difícil que sería y la cantidad de problemas en que iban a meterse, pero ella se mantuvo firme y dijo que no había vuelta de hoja; ¿y para qué iba a molestarse en pedírselo si quería que le contestase que no?

Una noche allanaron la casa y descubrieron que había cuatro habitaciones, tres pequeñas en el piso de arriba y otra más grande en la planta baja, que formaba parte de una ampliación construida en la parte de atrás. El lugar se hallaba en un estado lamentable, todas las superficies con una capa de polvo y hollín, manchas de humedad en la pared de detrás de la pila de la cocina, el linóleo cuarteado, las tablas del piso astilladas, una cuadrilla de ratones y ardillas haciendo carreras de relevos bajo el tejado, una mesa desmoronada, sillas sin patas, telas de araña que colgaban de los rincones del techo; pero por raro que pareciese, no había ni una ventana rota, y aunque por los grifos salían chorros parduscos, más parecidos al té del desayuno inglés que al agua, las cañerías estaban intactas. Una buena limpieza, dijo Ellen. Eso es todo lo que hace falta. Un par de semanas fregando y pintando, y ya podrían instalarse.

Pasó varios días buscando gente que ocupara las dos habitaciones restantes, pero ninguno de la banda estaba interesado y a medida que avanzaba por su lista de amigos y conocidos, descubrió que la idea de vivir como ocupante ilegal en una casa abandonada no tenía tanto atractivo como él había supuesto en principio. Entonces Ellen habló por casualidad con Alice Bergstrom, su compañera de cuarto en la universidad, y se enteró de que iban a echarla del subarriendo de renta limitada que tenía en Morningside Heights. Alice estudiaba un doctorado en Columbia, ya tenía bastante avanzada la tesis, que no esperaba concluir hasta dentro de un año, y marcharse a vivir con su novio era totalmente impensable. Aunque hubiesen querido, no habría sido posible. Él vivía en un estudio más pequeño que un sello de correos y sencillamente no había sitio para que dos personas pudieran trabajar allí al mismo tiempo. Y ambos tenían que trabajar en casa. Jake Baum era un escritor de ficción que hasta el momento sólo había producido relatos breves (algunos publicados, la mayor parte no) y apenas lograba ir tirando con el salario que ganaba en su trabajo de profesor a tiempo parcial en un colegio universitario de Queens. No tenía dinero para prestarle, no podía ofrecerle ayuda para buscar otro apartamento y, como Alice estaba casi sin blanca, no sabía a quién recurrir. Su beca incluía cierto estipendio, pero no daba lo suficiente para vivir e incluso con su trabajo a tiempo parcial en la sección norteamericana del PEN American Center, donde colaboraba en el programa Libertad para Escribir, subsistía a base de tallarines, arroz y judías, más algún sándwich de huevo de cuando en cuando. Tras escuchar la historia de la apurada situación de su amiga, Ellen le sugirió que hablara con Bing.

A la noche siguiente se vieron los tres en un bar de Brooklyn y al cabo de diez minutos de conversación Bing estaba convencido de que Alice sería una valiosa contribución al grupo. Era una chica alta y corpulenta de Wisconsin, de origen escandinavo, cara redonda y brazos musculosos, una persona seria y responsable que además tenía mucho ingenio y un agudo sentido del humor; rara combinación, pensó él, que la convertía en segura candidata desde el principio. Y le gustaba que fuera amiga de Ellen; también eso era importante. Por razones que nunca entendería Ellen había asumido aquella desquiciada y quijotesca aventura, resultando ser una admirable compañera, pero seguía preocupado por ella, aún le inquietaba esa sempiterna y retraída tristeza que parecía acompañarla adondequiera que fuese y se alegró al ver lo a gusto que parecía en presencia de Alice, lo animada y contenta que estaba mientras charlaban los tres en el bar, y esperaba que el hecho de vivir con su amiga en la casa fuera un buen remedio para ella.

Antes de hablar con Alice Bergstrom ya había conocido a Millie Grant, pero tardó varias semanas después de aquella noche en el bar en armarse de valor y preguntarle si le interesaba quedarse con la cuarta y última habitación. Para entonces ya estaba enamorado de ella, de una forma en que nunca lo había estado en la vida, y le daba mucho miedo proponérselo porque la idea de que rechazase el ofrecimiento era más de lo podía soportar. El tenía veintinueve años y, hasta que se encontró con Millie después de una sesión de Mob Rule en Barbes el último día de primavera, su historial con las mujeres había sido un continuo y absoluto fracaso. Era ese chico gordo que nunca tuvo novia en el instituto, el torpe naíf que no perdió la virginidad hasta cumplidos los veinte, el batería de jazz que nunca se había ligado a una extranjera en algún club, el payaso que pagaba a las putas para que se la mamasen cuando se sentía desesperado, el hambriento sexual que se masturbaba como un idiota con películas pornográficas en la oscuridad de su habitación. No sabía nada de mujeres. Tenía menos experiencia que muchos adolescentes. Había soñado con chicas, había ido detrás de ellas, les había declarado su amor, pero una y otra vez lo habían rechazado. Ahora, cuando estaba a punto de acometer la mayor empresa de su vida, cuando se disponía a ocupar ilegalmente una casa en Sunset Park y tal vez acabar en la cárcel, iba a hacerlo con un grupo íntegramente formado por mujeres. Por fin le había llegado la hora del triunfo.

¿Por qué se enamoró Millie de él? No se lo explica, no está seguro de nada en lo que se refiere a los tenebrosos dominios de la atracción y el deseo, pero sospecha que el motivo podría estar relacionado con la casa de Sunset Park. No con la casa en sí misma, sino con el plan de vivir en ella, que ya le rondaba por la cabeza en la época en que la conoció; estaba pasando del capricho y la vaga especulación a una decisión concreta de actuar, y aquella noche debía estar consumido por su idea, despidiendo una lluvia de chispas mentales que lo envolvían como un campo magnético y cargaban el ambiente de una energía nueva y vital, de una fuerza irresistible, por así decir, haciéndolo quizá más atractivo y deseable que de costumbre, y ésa pudiera haber sido la razón de que Millie se sintiera atraída hacia él. No era una chica guapa, no, con arreglo a los criterios convencionales que definen lo bonito (nariz muy afilada, ojo izquierdo ligeramente desviado, labios demasiado finos); no lo era, pero tenía una espléndida e hirsuta melena pelirroja y un cuerpo ágil y atractivo. Aquella noche acabaron juntos en la cama y al comprender que su velludo y orondo corpus horrendus no la repelía, la invitó a cenar a la noche siguiente y terminaron acostándose otra vez. Millie Grant, de veintisiete años, bailarina a tiempo parcial, camarera también a tiempo parcial en un restaurante, nacida y criada en Wheaton, Illinois, una chica con cuatro pequeños tatuajes y un anillo en el ombligo, partidaria de numerosas teorías conspirativas (desde el asesinato de Kennedy a los atentados del 11 de septiembre pasando por los peligros del servicio público de agua potable), amante de la música estrepitosa, que hablaba por los codos, vegetariana, activista de los derechos de los animales, una persona vivaracha, llena de iniciativa, con mucho genio y risa de ametralladora: alguien a quien agarrarse en un camino largo y difícil. Pero ella se soltó. No entiende lo que ocurrió, pero al cabo de dos meses y medio de vida en común en la casa, una mañana anunció de buenas a primeras que se iba a San Francisco a incorporarse a una nueva compañía de danza. Había hecho una prueba en primavera, le explicó, había sido la última eliminada y ahora que una de las bailarinas se había quedado embarazada y lo había dejado forzosamente, la habían contratado a ella. Lo siento, Bing. Estuvo bien mientras duró y todo eso, pero aquélla era la oportunidad que estaba esperando, y sería imbécil si la dejara escapar. Él no sabía si creerla o no, si «San Francisco» era simplemente una expresión que quería decir «adiós» o si en realidad se marchaba para allá. Ahora que se ha ido, se pregunta si se portó bien en la cama con ella, si fue capaz de satisfacerla sexualmente. O al revés, si acaso tenía ella la impresión de que él sentía demasiado interés por todo lo sexual, si sus comentarios obscenos sobre los extraños acoplamientos que había visto en las películas porno habían conseguido alejarla de su lado. Nunca lo sabrá. No ha llamado desde la mañana que se fue de la casa y no espera volver a saber de ella nunca más.

Dos días después de la marcha de Millie, escribió a Miles Heller. Se le fue un poco la mano, quizás, afirmando que había cuatro personas en la casa en vez de tres, pero en cierto modo cuatro era mejor número que tres y no quería que Miles pensara que su gran insurrección anarquista se había reducido a su insignificante persona y a un par de mujeres. En su cabeza, la cuarta persona era Jake Baum, el escritor, y aunque es cierto que Jake viene a ver a Alice un par de veces a la semana, no es miembro permanente de la comunidad. Duda de que a Miles le importe en un sentido o en otro, pero en caso contrario será fácil inventarse alguna historia que explique la discrepancia.

Tiene mucho cariño a Miles Heller, pero también cree que no está bien de la cabeza y se alegra de que su amigo abandone de una vez su postura de vaquero solitario. Siete años atrás, cuando recibió la primera de las cincuenta y dos cartas que Miles le ha escrito, no dudó en llamar a Morris Heller para decirle que su hijo no estaba muerto como todo el mundo temía sino trabajando de cocinero de platos rápidos en un restaurante de la parte sur de Chicago. Miles llevaba seis meses desaparecido por entonces. Justo después de esfumarse, Morris y Willa invitaron a Bing a su apartamento para preguntarle sobre Miles y lo que él creía que podía haberle pasado. Nunca olvidará cómo rompió a llorar Willa, ni tampoco la expresión de angustia en el rostro de Morris. Aquella tarde no tuvo sugerencias que ofrecer, pero prometió que si alguna vez tenía noticias de Miles o se enteraba de algo sobre él, se pondría inmediatamente en contacto con ellos. Hacía siete años que los venía llamando: cincuenta y dos veces, una después de cada carta. Le duele que Morris y Willa no hayan saltado a un avión para aterrizar en uno de los diversos sitios donde Miles ha ido a dar con sus huesos, no necesariamente para arrastrarlo con ellos de vuelta, sino sólo para verlo y obligarlo a que se explicara. Pero Morris afirma que no hay nada que hacer. Mientras el muchacho se niegue a volver a casa, no tienen más remedio que esperar a que se le pase y confiar en que acabe cambiando de idea. Bing se alegra de que Morris Heller y Willa Parks no sean sus padres. Sin duda son buena gente, pero están tan chalados y son tan testarudos como Miles.

ALICE BERGSTROM

Nadie los observa. A nadie le importa que el edificio vacío se encuentre ahora ocupado. Se han establecido.

Cuando se decidió a dar el paso para hacer causa común con Bing y Ellen el verano pasado, se imaginaba que se verían obligados a vivir en la sombra, entrando y saliendo sigilosamente por la puerta trasera siempre que no hubiera moros en la costa, ocultos tras cortinas opacas para que no se escapara ni un resquicio de luz por las ventanas, siempre con miedo, mirando continuamente por encima del hombro, esperando que en cualquier momento les cayera un castigo ejemplar. Se mostraba dispuesta a aceptar esas condiciones porque estaba desesperada y pensaba que no había otro remedio. Había perdido su apartamento, y ¿cómo puede alguien alquilar un sitio para vivir si la persona en cuestión no tiene dinero para pagarlo? Las cosas serían más fáciles si sus padres estuvieran en condiciones de ayudarla, pero apenas salen adelante por sí solos: viven a base de cheques de la Seguridad Social y recortan cupones del periódico en una sempiterna búsqueda de gangas, saldos, reclamos, cualquier oportunidad de ahorrar unos centavos en el gasto del mes. Se imaginaba que la cosa iba a salir muy mal, que llevarían una vida miserable, muertos de miedo en un sitio de mierda todo destartalado, pero en eso se equivocaba, erraba el tiro en muchas cosas, y aunque Bing se ponga insoportable a veces y dé puñetazos en la mesa mientras los somete a otra de sus aburridas exhortaciones, sorba la sopa, chasquee los labios y se llene la barba de migas, juzgó mal su inteligencia, sin darse cuenta de que había elaborado un plan enteramente razonable. Nada de pasar desapercibidos, dijo. Comportarse como si no tuvieran derecho a estar allí sólo serviría para advertir al vecindario de que eran intrusos. Tenían que actuar a plena luz del día, ir con la cabeza alta y hacer como si fueran los legítimos dueños de la casa, que habían comprado al Ayuntamiento por poquísimo dinero, sí, sí, a un precio escandalosamente bajo, porque le habían ahorrado los gastos de la demolición del edificio. Bing tenía razón. Era una historia verosímil y la gente se la había creído. Hubo una breve conmoción debido a sus idas y venidas cuando se mudaron a finales de agosto, pero la curiosidad cesó pronto y a estas alturas la pequeña manzana, escasamente habitada, se ha acostumbrado a su presencia. Nadie los observa y a nadie le importan. Por fin han vendido la vieja casa de los Donohue, el sol continúa saliendo todos los días y la vida sigue como si no hubiera pasado nada.

BOOK: Sunset Park
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