Entonces desapareció. Su madre no tuvo nada que ver con su impetuosa decisión de dar media vuelta y largarse, pero una vez que abandonó a Willa y a su padre, se separó de ella también. Para bien o para mal, había de ser así, y así debe ser ahora. Si acude a verla, su madre se pondrá inmediatamente en contacto con su padre para decirle dónde está, y entonces todo lo que ha perseguido durante los últimos siete años y medio se habrá ido al traste. Se ha convertido en una oveja negra. Ése es el papel que ha representado por voluntad propia y que seguirá interpretando en Nueva York, incluso después de volver al redil que abandonó. ¿Se atreverá a ir al teatro y llamar a la puerta del camerino de su madre? ¿Osará llamar al timbre del piso de la calle Downing? Posiblemente, aunque no lo cree; o al menos no puede considerarlo por ahora. Después de todo ese tiempo, sigue sin sentirse preparado del todo.
Un poco al norte de Washington, cuando el autocar acomete el último trecho del viaje, empieza a nevar. Se da cuenta de que avanza hacia el invierno, hacia los días fríos y las noches largas de los inviernos de su infancia, y de pronto el pasado se ha convertido en futuro. Cierra los ojos y piensa en el rostro de Pilar, en sus manos recorriendo el cuerpo ausente, y entonces, en la oscuridad de detrás de sus párpados, se ve a sí mismo como una mota negra en un mundo de nieve.
Es el guerrillero del agravio, el campeón del descontento, el detractor militante de la vida contemporánea que sueña con forjar una nueva realidad con las ruinas de un mundo fallido. A diferencia de la mayoría de los inconformistas de su clase, no cree en la acción política. No pertenece a movimiento ni partido alguno, nunca ha hablado en público y no tiene deseos de sacar a la calle hordas coléricas para quemar edificios y derribar gobiernos. Su postura es puramente personal, pero si vive de acuerdo con los principios que ha establecido para sí mismo, está convencido de que otros seguirán su ejemplo.
Cuando habla del mundo, entonces, se está refiriendo a su mundo, a la reducida y limitada esfera de su propia vida y no al mundo en general, que es demasiado amplio e imperfecto para que tenga influencia alguna en el suyo. Se concentra por tanto en lo habitual, lo particular, en los detalles casi imperceptibles de los asuntos cotidianos. Las decisiones que toma son necesariamente menores, aunque eso no quiere decir que carezcan de importancia, y día tras día procura cumplir con la norma fundamental de su descontento: oponerse a las cosas tal como son, resistir en todos los frentes a la situación establecida. Desde la guerra de Vietnam, que empezó veinte años antes de que él naciera, el concepto denominado «Estados Unidos de América», sostiene, está agotado; el país ya no es una propuesta factible, pero si algo continúa uniendo a las masas agrietadas de esta nación difunta, si en la opinión pública norteamericana aún existe unanimidad con respecto a una idea, es la creencia en la noción de progreso. Él argumenta que es una posición equivocada, que la evolución tecnológica de las pasadas décadas en realidad sólo ha conseguido disminuir las perspectivas vitales. En una cultura de usar y tirar generada por la avaricia de empresas movidas por la rentabilidad, el panorama se ha vuelto aún más mezquino, más alienante, más vacío de sentido y voluntad de consolidación. Sus actos de rebelión son baladíes, quizá, gestos irascibles que consiguen poco o nada incluso a corto plazo, pero contribuyen a realzar su dignidad como ser humano, a ennoblecerlo a sus propios ojos. Asume que el futuro es una causa perdida y si el presente es todo lo que cuenta ahora, entonces debe ser un presente imbuido del espíritu del pasado. Por eso rehúye los teléfonos móviles, los ordenadores y todos los objetos electrónicos: porque se niega a tomar parte en las nuevas tecnologías. Por eso pasa los fines de semana tocando la batería y otros instrumentos de percusión en un grupo de jazz de seis miembros: porque el jazz está muerto y ya sólo se interesan por él unos cuantos privilegiados. Por eso montó su negocio hace tres años: porque quería defenderse. El Hospital de Objetos Rotos está situado en la Quinta Avenida, en Park Slope. Flanqueado por una lavandería automática y una tienda de ropa de tiempos pasados, es un pequeño establecimiento comercial dedicado a la reparación de objetos de una época a punto de desaparecer de la faz de la tierra: máquinas de escribir manuales, plumas estilográficas, relojes mecánicos, radios de válvulas, tocadiscos, juguetes de cuerda, máquinas de chicles de bola y teléfonos de disco. Poco importa que el noventa por ciento de sus ingresos provenga de enmarcar cuadros. Su tienda presta un servicio único e inestimable, y cada vez que trabaja en otro producto averiado de las antiguas industrias de hace medio siglo, pone en ello la pasión y fuerza de voluntad de un general librando una batalla.
Tangibilidad. Ésa es la palabra que más utiliza cuando discute sus ideas con los amigos. El mundo es tangible, afirma.
Los seres humanos son tangibles. Están dotados de cuerpo, y como el cuerpo siente el dolor y padece la enfermedad y experimenta la muerte, la vida humana no ha cambiado ni un ápice desde el comienzo de la humanidad. Sí, el descubrimiento del fuego dio calor al hombre y acabó con la dieta de carne cruda; la construcción de puentes le permitió cruzar ríos y corrientes sin mojarse los dedos de los pies; la invención del aeroplano hizo posible que saltara océanos y continentes mientras creaba fenómenos nuevos como el desfase horario y la proyección de películas durante el vuelo: pero aunque haya cambiado el mundo circundante, el hombre mismo no ha cambiado. Los hechos de la vida son constantes. Vivimos y después morimos. Nacemos del cuerpo de una mujer y, si logramos sobrevivir a nuestro nacimiento, nuestra madre debe alimentarnos y cuidarnos para garantizar que sigamos viviendo, y todo lo que ocurre entre el momento del nacimiento y la muerte, toda emoción que nos embargue, todo arrebato de ira, toda oleada de deseo, todo acceso de llanto, todo ataque de risa, todo lo que sintamos a lo largo de nuestra vida también habrán de haberlo sentido todos los que vinieron antes de nosotros, ya seamos cavernícolas o astronautas, ya habitemos en el desierto de Gobi o en el Círculo Polar Ártico. Todo eso se le ocurrió en un súbito y epifánico estallido cuando tenía dieciséis años. Hojeando una tarde un libro ilustrado sobre los manuscritos del Mar Muerto, dio con unas fotografías de las cosas que habían descubierto junto con los manuscritos en pergamino: platos y servicios de mesa, cestas de paja, cazuelas, jarras, todo ello absolutamente intacto. Estudió con atención las fotos durante unos momentos, sin llegar a comprender por qué le parecían tan absorbentes aquellos objetos, y entonces, al cabo de unos instantes más, acabó entendiéndolo. Los dibujos ornamentales de los platos eran idénticos a los de las vajillas del escaparate de la tienda de enfrente de su apartamento. Las cestas eran idénticas a las que millones de europeos utilizan hoy para hacer la compra. Los objetos de las fotografías tenían dos mil años de antigüedad, y sin embargo parecían nuevos, absolutamente contemporáneos. Ésa fue la revelación que cambió su manera de pensar sobre el tiempo humano: si una persona de hace dos mil años, que vivía en un alejado reducto del Imperio romano, podía crear un utensilio doméstico de aspecto exactamente igual al que se utiliza hoy día, ¿cómo podían ser su manera de pensar, su personalidad o sus sentimientos diferentes de los suyos propios? Ésa es la historia que nunca se cansa de repetir a sus amigos, su argumento en contra de la creencia predominante de que las nuevas tecnologías modifican la conciencia del hombre. Microscopios y telescopios nos han permitido ver más cosas que nunca, afirma él, pero en nuestra vida cotidiana sigue rigiendo la visión normal. El correo electrónico es más rápido que el postal, sostiene, pero en el fondo no es más que otra forma de escribir cartas. Va desgranando un ejemplo tras otro. Es consciente de que los vuelve locos con sus conjeturas y opiniones, de que los aburre con sus largas y ociosas peroratas, pero se trata de cuestiones importantes para él y una vez que empieza, le resulta difícil parar.
Tiene una presencia voluminosa e imponente, de oso desaliñado, con barba cerrada de color castaño y pendiente de oro en el lóbulo de la oreja izquierda; mide un metro noventa y con su anchura, que le hace andar como un pato, pesa ciento veinte kilos. Su uniforme diario consiste en unos mustios vaqueros negros, botas de trabajo amarillas y una camisa a cuadros de leñador. No se cambia con frecuencia de ropa interior. Hace ruido al masticar. No ha tenido suerte en el amor. Entre todas las ocupaciones de su vida, tocar la batería es con la que más disfruta. Fue un niño revoltoso, un alborotador indisciplinado y desmedido, de agresividad torpe y dispersa, y cuando sus padres le regalaron una batería en su duodécimo aniversario, con la esperanza de que sus impulsos destructivos adquiriesen una forma distinta, su intuición resultó acertada. Diecisiete años después, su colección ha pasado de las piezas básicas (caja, tam-tam 1 y 2, tamboril, bombo, platillo, platillos charlestón) a incluir más de dos docenas de tambores de diversas formas y tamaños procedentes de todas partes del mundo, entre los que se cuentan ejemplares de murumba, batá, darbuka, okedo, kalangu, rommelpot, bodhrán, dhola, ingungu, koboro, ntenga y tabor. En función del instrumento, toca con baquetas, mazas o a mano limpia. Su armario de instrumentos está lleno de accesorios como campanas tubulares, gongs, rombos, castañuelas, cencerros, campanillas, tablas de lavar y kalimbas, pero también toca con cadenas, cucharas, guijarros, papel de lija y sonajeros. El grupo con el que toca se llama Mob Rule, 1 y hacen un promedio de dos o tres conciertos al mes, principalmente en pequeños bares y clubs de Brooklyn y el bajo Manhattan. Si ganaran más dinero, dejaría gustosamente todo lo demás y se pasaría el resto de la vida viajando por el mundo con ellos, pero apenas sacan lo suficiente para cubrir los gastos del local de ensayo. Le encanta el sonido áspero, discordante e improvisado que crean —el funk paliza, como a veces lo llama—, y no les faltan seguidores leales. Pero no son suficientes, ni de lejos, de modo que se pasa la mañana y la tarde en el Hospital de Objetos Rotos, enmarcando carteles de cine y reparando reliquias fabricadas durante la niñez de sus abuelos.
Cuando Ellen Brice le habló el verano pasado de la casa abandonada de Sunset Park, lo vio como una oportunidad de poner a prueba sus ideas, de ir más allá de sus solitarios e inocuos ataques al sistema y participar en una acción común. Es el paso más audaz que ha dado hasta ahora y no tiene problemas para conciliar la ilegalidad de lo que están haciendo con su derecho a hacerlo. Son tiempos desesperados para todo el mundo, y una casa de madera abandonada que se está derrumbando en un barrio tan venido a menos como ése no es sino una clara invitación para vándalos y pirómanos, un adefesio que pide a gritos que fuercen la entrada para saquearla, una amenaza al bienestar de la comunidad. Al ocupar esa vivienda, sus amigos y él están contribuyendo a la seguridad de la calle, haciendo la vida más llevadera a las personas del barrio. Estamos a primeros de diciembre y ya llevan casi cuatro meses ocupando la casa ilegalmente. Como fue él quien tuvo la idea de instalarse allí y quien reclutó a los combatientes del pequeño ejército, además de ser el único que sabe algo de carpintería, fontanería e instalación eléctrica, es oficiosamente el cabecilla del grupo. No un amado jefe, quizá, sino un dirigente tolerado, pues todos son conscientes de que el experimento se vendría abajo sin él.
Ellen fue la primera persona a quien invitó. Sin ella, nunca habría puesto los pies en Sunset Park ni descubierto la casa, y por tanto parecía apropiado concederle el derecho de ser la primera en negarse. Se conocían desde que eran pequeños, cuando iban a la escuela primaria en el Upper West Side, pero luego se perdieron de vista durante muchos años, sólo para descubrir siete meses antes que ambos vivían en Brooklyn y además en Park Slope, no muy lejos el uno del otro. Ellen entró una tarde en el Hospital para enmarcar algo, y aunque al principio no la reconoció (¿podría alguien reconocer a una mujer de veintinueve años a quien ha visto por última vez cuando era una niña de doce?), cuando escribió su nombre en la hoja de pedido comprendió al instante que se trataba de la Ellen Brice que había conocido de niño. Qué extraña resultaba la pequeña Ellen Brice, ya mayor y trabajando en una agencia inmobiliaria de la Séptima Avenida esquina con la calle Nueve, pintora en sus momentos de ocio lo mismo que él es músico en sus ratos libres, aunque él tiene un remedo de carrera y ella no. Aquella primera tarde en la tienda metió la pata con sus habituales preguntas amables pero faltas de tacto y pronto se enteró de que seguía soltera, de que sus padres se habían jubilado y vivían en un pueblo costero de Carolina del Norte y de que su hermana estaba embarazada de gemelos. Su primer encuentro con Millie Grant aún quedaba a seis semanas de distancia en el futuro (la misma Millie a quien está a punto de sustituir Miles Heller), y como Ellen y él estaban los dos oficialmente disponibles la invitó a tomar una copa.
Nada salió de esa copa, ni de la cena a que la invitó tres noches después, pero cuando eran niños tampoco había habido nada entre ellos de manera que así continuó siendo también en su edad adulta. Ambos estaban libres, sin embargo, y aun cuando no había idilio alguno entre ellos, continuaron viéndose de vez en cuando y empezaron a establecer una modesta amistad. A él no le importaba que no le hubiera gustado el concierto de Mob Rule al que asistió (el estruendoso caos de su trabajo no era para todo el mundo), ni tampoco le preocupaba excesivamente el hecho de que a él sus cuadros y dibujos le parecieran sosos (meticulosas y bien ejecutadas naturalezas muertas, así como paisajes urbanos que, en su opinión, carecían de estilo y originalidad). Lo que contaba era que parecía disfrutar oyéndole hablar y que nunca le decía que no cuando la llamaba. Algo en él reaccionaba a la sensación de soledad que parecía envolverla, le conmovía su callada bondad y la vulnerabilidad que había en sus ojos, y sin embargo cuanto más se afianzaba su amistad, menos sabía qué pensar de ella. Ellen no era una mujer carente de atractivo. De figura esbelta, tenía un rostro agradable, pero proyectaba un aura de inquietud y derrota, y con aquella piel suya demasiado pálida y su pelo liso y sin lustre había que preguntarse si no estaría sumida en cierta depresión, viviendo en alguna habitación del sótano del hotel Melancolía. Siempre que la veía hacía lo imposible por arrancarle una sonrisa, con resultado desigual.