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Authors: Paul Auster

Tags: #Otros, #Drama

Sunset Park (5 page)

BOOK: Sunset Park
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Bing le informa de que ahora vive en una zona de Brooklyn llamada Sunset Park. A mediados de agosto, ocupó con un grupo de gente una casa abandonada frente al cementerio de Green-Wood y desde entonces viven allí como inquilinos ilegales. Por causas que se desconocen, la electricidad y la calefacción siguen funcionando. Podrían cortarlas en cualquier momento, desde luego, pero por ahora parece que tienen un fallo en el sistema y ninguna de las dos compañías de gas y electricidad, Con Ed y National Grid, ha ido a cortar el servicio. Viven con cierta inseguridad, desde luego, y al despertarse cada mañana contemplan la amenaza de un desalojo inmediato y forzoso, pero mientras la ciudad cede a la presión de los malos tiempos económicos se han perdido tantos puestos de trabajo dependientes del gobierno que la pandilla de Sunset Park parece escaparse al radar municipal, y ni policías ni funcionarios judiciales han venido a darles la patada. Bing no sabe si Miles anda buscando un cambio de aires, pero uno de los primeros miembros del grupo se ha marchado hace poco de la ciudad, y, si la quiere, hay una habitación libre para él. La anterior ocupante se llamaba Millie y sustituirla por Miles parece alfabéticamente coherente, le sugiere. «Alfabéticamente coherente». Otro ejemplo del ingenio de Bing, que nunca ha sido su punto fuerte, pero el ofrecimiento parece sincero, y mientras Bing sigue describiendo a la demás gente que vive allí (un hombre y dos mujeres: un escritor, una pintora y una estudiante de doctorado, todos cerca de los treinta, pobres y pasando apuros, todos inteligentes y con dotes para lo suyo), resulta evidente su intento de hacer que Sunset Park resulte lo más atractivo posible. Bing concluye que según sus últimas informaciones el padre de Miles está bien y Willa se fue a Inglaterra en septiembre, donde pasará el año académico como profesora visitante en la Universidad de Exeter. En una breve posdata, añade: Piénsatelo.

¿Es que quiere volver a Nueva York? ¿Ha llegado por fin el momento de que el hijo pródigo vuelva con humildad a casa a recomponer su vida? Seis meses atrás, probablemente no lo habría dudado. Incluso hace un mes le habría tentado considerarlo, pero ahora es imposible. Pilar se ha apropiado de su corazón y la simple idea de marcharse sin ella le resulta insoportable. Al doblar la carta de Bing y meterla de nuevo en el sobre, da las gracias en silencio a su amigo por haberle aclarado la cuestión en términos tan crudos. Ya no importa nada salvo Pilar, y cuando llegue el momento, es decir, cuando pase un poco más de tiempo y ella cumpla otro año, le pedirá que se case con él. No está nada claro que acepte, pero tiene toda la intención de pedírselo. Ésa es la respuesta a la carta de Bing. Pilar.

El problema consiste en que Pilar no es sólo Pilar. Es miembro de la familia Sánchez, y aunque sus relaciones con Ángela estén un tanto tirantes en este momento sigue tan unida como siempre a María y Teresa. Las cuatro chicas continúan de luto por sus padres, y por mucho cariño que Pilar le tenga, su familia sigue siendo lo primero. Después de vivir con él desde el mes de junio, ha olvidado lo resuelta que estaba a volar del nido. Siente nostalgia de su vida anterior y no pasa una semana sin que vaya al menos dos veces a casa de sus hermanas. Él rara vez la acompaña, lo menos posible. María y Teresa son corteses y hablan sin parar de cosas inocuas, compañía aceptable pero pesada durante más de una hora seguida, y Ángela, que es todo lo contrario de aburrida, no le cae bien. No le gusta el modo en que lo mira, observándolo con una extraña combinación de desprecio y seducción en los ojos, como si no llegara a creerse que su hermana haya sido capaz de pillarlo: no es que ella tenga el menor interés por él (¿cómo podría alguien interesarse por un mugriento operario que se dedica a sacar basura de casas abandonadas?); se trata de una cuestión de principio, porque la razón dicta que él se sienta atraído por ella, la hermana guapa, cuya función en la vida es la de ser una mujer atractiva y ver cómo los hombres se prendan de ella. Eso ya es malo de por sí, pero aún pesa sobre él el recuerdo de los sobornos con que la compró el verano pasado, los incontables regalos robados que le hizo diariamente durante una semana, y aunque fue por una buena causa, no puede evitar un sentimiento de repulsión por la avidez de Ángela, su ansia inagotable por esos objetos estúpidos y desagradables.

El 27, deja que Pilar lo convenza para ir a casa de las Sánchez a la cena de Acción de Gracias. Acepta sabiendo que es un error, pero quiere tenerla contenta y sabe que si no va se quedará en el apartamento rumiando su mal humor hasta que ella vuelva. Durante la primera hora, todo va razonablemente bien y se sorprende al descubrir que en el fondo se está divirtiendo. Mientras las cuatro chicas preparan la comida en la cocina, sale al patio con el novio de María, un mecánico de coches de veintitrés años llamado Eddie, a echar un ojo al pequeño Carlos. Eddie resulta ser aficionado al béisbol, un estudioso del juego, instruido y bien informado, y a consecuencia del reciente fallecimiento de Herb Score entablan conversación sobre el trágico destino de varios lanzadores a lo largo de las últimas décadas.

Empiezan a hablar de Denny McLain, de los Detroit Tigers, el último hombre que ganó treinta partidos y sin duda el último que hará una cosa así, el mejor lanzador estadounidense de 1965 a 1969, cuya carrera quedó destruida por un afán compulsivo por el juego y cierta tendencia a incluir gánsteres en su círculo de amistades. Desaparecido de la escena cuando tenía veintiocho años, más adelante fue a la cárcel por tráfico de drogas, estafa y extorsión, se hinchó a comer hasta lograr un colosal peso de ciento cincuenta kilos, y en los noventa volvió a prisión por robar dos millones y medio de dólares del fondo de pensiones de la empresa en que trabajaba.

Él se lo buscó, concluye Eddie, así que no me da lástima. Pero fíjate en un tío como Blass. ¿Qué coño le pasó?

Se refiere a Steve Blass, que jugó con los Pittsburgh Pirates desde mediados de los sesenta a mediados de los setenta, sistemático ganador de dos dígitos, lanzador estrella de la serie mundial de 1971, que siguió jugando y en 1972 realizó su mejor temporada (19-8, 2,49 de promedio de carreras limpias permitidas), y entonces, nada más acabar aquella misma temporada, el último día del año, Roberto Clemente, su futuro compañero del Salón de la Fama, se mató en un accidente de aviación cuando iba a entregar paquetes de ayuda humanitaria a los supervivientes de un terremoto en Nicaragua. A la temporada siguiente, Blass era incapaz de lanzar strikes. Había perdido su excelente control de antes, lo eliminaba un bateador tras otro —ochenta y cuatro veces en ochenta y nueve entradas— y su registro cayó a 3-9 con 9,85 de promedio de carreras limpias permitidas. Volvió a intentarlo al año siguiente, pero al cabo de un partido (cinco entradas lanzadas, siete bateadores con base por bolas), dejó para siempre el juego. ¿Fue la muerte de Clemente la causante del súbito desplome de Blass? Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero, según Eddie, en los círculos del béisbol casi todo el mundo cree que Blass padecía algo llamado «culpa del superviviente»: sentía un cariño tan grande por Clemente que sencillamente no pudo continuar después de la muerte de su amigo.

Al menos Blass tuvo seis o siete años buenos, dice Miles. Piensa en el pobre Mark Fidrych.

Ah, contesta Eddie, Mark Fidrych, el Pájaro, y entonces empiezan a ensalzar la breve y rutilante carrera de la súbita figura que deslumbró al país por espacio de unos meses asombrosos, el muchacho de veintiún años que tal vez fue la persona más encantadora que jamás jugó al béisbol. Nadie había visto nunca nada igual —un lanzador que hablaba con la pelota, que se hincaba de rodillas y alisaba el polvo del montículo, cuyo inquieto ser parecía electrizado por continuas sacudidas de frenética y nerviosa energía—; no parecía un hombre, sino una máquina con forma humana en perpetuo movimiento. Durante una temporada fue predominante: 19-9, un 2,34 de promedio de carreras limpias permitidas, primer lanzador en el Juego de las Estrellas de las grandes ligas, novato del año. Meses después, se lesionó el cartílago de la rodilla mientras andaba haciendo el payaso por los exteriores en los entrenamientos de primavera, y luego, peor aún, se rompió el hombro nada más empezar la temporada oficial. El brazo se le quedó muerto y El Pájaro desapareció tal cual: de lanzador a ex lanzador en un abrir y cerrar de ojos.

Sí, dice Eddie, una pena, pero ni punto de comparación con lo que le pasó a Donnie Moore.

No, ni punto de comparación, conviene Miles asintiendo con la cabeza.

Es lo bastante mayor como para haber vivido personalmente esa peripecia, y aún recuerda la asombrada expresión en los ojos de su padre cuando alzó la vista del periódico en el desayuno veinte años atrás y anunció que Moore había muerto. Donnie Moore, un lanzador de relevo de los California Angels, fue convocado al campo para cerrar la novena entrada frente a los Boston Red Sox en el quinto partido de la serie de campeonato de la liga americana de 1986. Los Angels llevaban una carrera de ventaja, estaban a punto de ganar su primer banderín, pero con dos eliminados y un corredor en primera base Moore realizó uno de los lanzamientos más desafortunados jamás vistos en los anales del deporte: el que Dave Henderson, jardinero del Boston, sacó del campo para hacer un cuadrangular, el que cambió el curso del partido y condujo a la derrota de los Angels. Moore nunca se recobró de la humillación. Tres años después de aquel lanzamiento que le cambió la vida, ausente ya del béisbol, acosado por problemas económicos y conyugales, tal vez loco de remate, Moore entabló una discusión con su mujer en presencia de sus tres hijos. Sacó una pistola, disparó tres tiros a su mujer sin causarle la muerte y luego volvió el arma contra sí mismo y se voló la tapa de los sesos.

Eddie mira a Miles y sacude la cabeza, incrédulo. No lo entiendo, afirma. Lo que hizo no fue peor que lo de Branca con aquel lanzamiento a Thomson en el cincuenta y uno. Pero Branca no se suicidó, ¿verdad? Ahora Thomson y él son amigos, recorren juntos el país firmando puñeteros bates de béisbol y en todas las fotos salen sonriéndose uno al otro, dos viejales estúpidos sin ninguna preocupación en el mundo. ¿Por qué no anda Donnie Moore por ahí, firmando bates con Henderson, en vez de yacer en su tumba?

Miles se encoge de hombros. Cuestión de carácter, sugiere. Cada hombre es distinto de todos los demás y cuando ocurren cosas horribles, cada cual reacciona a su manera. Moore se volvió chaveta. Branca no.

Le resulta tranquilizador hablar de esas cosas con Eduardo Martínez a la luz de la última hora de la tarde en este jueves de Acción de Gracias, y aunque el tema pueda considerarse un tanto sombrío —historias de fracaso, decepción y muerte—, el béisbol es un universo tan vasto como la vida, y por tanto todas las cosas de la vida, ya sean buenas o malas, trágicas o cómicas, caen dentro de su ámbito. Hoy están examinando casos de desesperación y esperanzas malogradas, pero la próxima vez que se vean (suponiendo que vuelvan a encontrarse), podrían pasarse la tarde entera con montones de anécdotas divertidas que les darían dolor de estómago de tanto reír. Eddie le parece un chaval serio, bienintencionado, y le emociona que el nuevo novio de María se haya puesto chaqueta y corbata para ir ese día de fiesta a casa de las Sánchez, que se acabe de cortar el pelo y que el aire esté inundado del aroma a la colonia que se ha echado para la ocasión. El muchacho es una compañía agradable, pero tan agradable como útil es el simple hecho de que Eddie se encuentre allí, de que se le haya proporcionado un aliado masculino en ese país de mujeres. Cuando los llaman para cenar, la presencia de Eddie en la mesa parece neutralizar la hostilidad de Ángela hacia él, o al menos desviar su atención y reducir la cantidad de miradas desafiantes que normalmente suele dirigirle. Ahora hay otro a quien mirar, otro desconocido que calibrar y juzgar, a quien considerar digno o indigno de otra de sus hermanas menores. Eddie parece pasar la prueba, pero a Miles le intriga que Ángela no se haya molestado en llevar a nadie para que la acompañe en esa velada, que por lo visto no tenga novio. El marido de Teresa está muy lejos, naturalmente, y él ya contaba con que no tuviera compañía masculina, pero ¿por qué Ángela no ha invitado a un hombre para que cenara con ellos? A lo mejor no le gustan los hombres a la Señorita Guapa, piensa. Quizás el trabajo en el club Blue Devil le haya quitado las ganas de esas cosas.

Hace diez meses que el sargento López no viene a casa, y la cena empieza con una oración silenciosa para que siga sano y salvo. Momentos después de empezar, todo el mundo alza la vista mientras Teresa sofoca una oleada de lágrimas. Pilar, sentada junto a ella, le rodea los hombros con el brazo y la besa en la mejilla. Él vuelve a mirar al mantel y se resiste a dirigir sus pensamientos hacia Dios. Dios no tiene nada que ver con lo que está ocurriendo en Irak, dice para sus adentros. Dios no tiene nada que ver con nada. Se imagina a George Bush y Dick Cheney de espaldas a un muro y fusilados, y entonces, por el bien de Pilar, por el de todos los presentes, espera que el marido de Teresa tenga la suerte suficiente para volver de una pieza.

Empieza a pensar que saldrá de esta prueba sin que Ángela provoque alguna situación desagradable. Ya han dado cuenta de varios manjares, todo el mundo está atacando el postre y después, como gesto de buena voluntad, se ofrece a fregar los platos, a hacerlo él solo sin ayuda de nadie, y cuando haya lavado y secado los innumerables recipientes, vasos y utensilios, después de restregar cacerolas y sartenes y colocarlo todo en los armarios, volverá a la sala de estar a buscar a Pilar, les dirá que es tarde, que tiene que trabajar al día siguiente y se marcharán, ellos dos solos, saldrán tranquilamente por la puerta y se meterán en el coche antes de que nadie pronuncie una palabra más. Un plan excelente, quizá, pero en el momento en que acaba su tarta de calabaza (nada de comida cubana hoy, todo estrictamente norteamericano, desde el enorme pavo con su relleno hasta la salsa de arándanos, pasando por las batatas y el postre tradicional), Ángela deja el tenedor, se quita la servilleta del regazo y se pone en pie. Tengo que hablar contigo, Miles, le dice. Salgamos al patio, allí estaremos solos, ¿vale? Es muy importante.

No es importante. Ni lo más mínimo. Ángela necesita algo, eso es todo. Se acerca la Navidad y quiere que le cubra las necesidades otra vez. ¿A qué se refiere?, pregunta él. Cosas, contesta Ángela. Como hizo el verano pasado. Imposible, niega él, robar va contra la ley y no quiere perder su trabajo.

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