Ælswith me escupió, después regresó con su hijo. Eduardo tenía tres años y ahora era evidente que se estaba muriendo. Alewold había asegurado que no era más que un resfriado, pero estaba claro que era algo peor, mucho peor. Cada noche oíamos la tos, un sonido extraordinariamente cavernoso para un niño tan pequeño, y todos nos quedábamos en vela, temiendo el siguiente acceso, estremeciéndonos con el áspero y desesperado sonido, y cuando los ataques terminaban, temíamos que no volvieran a empezar. Cada silencio era como el presagio de una muerte, y aun así, de algún modo, el pequeño seguía vivo, aferrándose a aquellos días húmedos en el pantano. Alewold y las mujeres intentaron todo lo que sabían. Le pusieron un evangelio en el pecho y el obispo rezó. Le pusieron un emplasto de hierbas, gallinaza y cenizas en el pecho, y el obispo rezó. Alfredo no iba a ningún sitio sin sus preciosas reliquias, así que le pasaron el anillo de los dedos del pie de María Magdalena por el pecho al niño, y el obispo rezó, pero Eduardo no hacía más que adelgazar y debilitarse. Una mujer del pantano, que tenía reputación como curandera, intentó que sudara la tos; y cuando aquello no funcionó, intentó helársela; y cuando aquello no funcionó, le ató un pez vivo al pecho y le ordenó a la tos y la fiebre que pasaran al pez, y el pez desde luego murió, pero el niño siguió tosiendo, y Alfredo, tan delgado y enfermo como su hijo, se sumió en la desesperación. Sabía que los daneses lo buscarían, pero mientras el niño siguiera enfermo, no se atrevía a moverse, y desde luego ni siquiera contemplaba la larga caminata hacia el sur, hasta la costa, donde quizás encontrara un barco para llevarlos a él y a su familia al exilio.
Ya estaba resignado a aquel destino. Se había atrevido a confiar en recuperar su reino, pero la fría realidad era más convincente. Los daneses habían tomado Wessex, Alfredo era rey de nada, y su hijo estaba muriendo.
—Es mi retribución —dijo. Era la noche después de que los tres sacerdotes partieran, y Alfredo descargó su alma conmigo y el obispo Alewold. Estábamos fuera, observando a la luna teñir de plata las nieblas de la marisma, y en el rostro de Alfredo había lágrimas. En realidad no hablaba con ninguno de los dos, sólo consigo mismo.
—Dios no se llevaría al hijo para castigar al padre —le dijo Alewold.
—Dios sacrificó a su propio hijo —repuso Alfredo con un hilillo de voz—, y le ordenó a Abraham que matara a Isaac.
—Salvó a Isaac —dijo el obispo.
—Pero no está salvando a Eduardo —repuso Alfredo, y un escalofrío le recorrió el cuerpo al oír de nuevo la horrenda tos que salía de la cabaña. Se tapó la cara con las manos, para ocultar los ojos.
—¿Retribución por qué? —le pregunté, y el obispo chasqueó la lengua a modo de reprimenda por una pregunta tan poco delicada.
—Etelwoldo —repuso Alfredo con voz tenue. Etelwoldo era su sobrino, el hijo borracho y resentido del antiguo rey.
—Etelwoldo jamás habría sido rey —respondió Alewold—. ¡Es un insensato!
—Si lo nombrara rey ahora —dijo Alfredo, sin hacer caso de lo que acababa de decir el obispo—, quizá Dios salvara a Eduardo.
El acceso de tos terminó. El niño lloraba, un llanto ahogado y penoso, y Alfredo se tapó los oídos.
—Entregádselo a Iseult —le dije.
—¡Una pagana! —le advirtió Alewold a Alfredo—. ¡Una adúltera! —Me di cuenta de que Alfredo se sintió tentado por mi sugerencia, pero Alewold tenía argumentos más firmes—. Si dios no va a curar a Eduardo —dijo el obispo—, ¿creéis que va a permitir que lo consiga una bruja?
—No es ninguna bruja —repliqué.
—Mañana —dijo Alewold sin hacerme caso— es la víspera de santa Agnes. Un día sagrado, señor, ¡un día de milagros! Rezaremos a santa Agnes y ella seguro que desatará el poder de Dios sobre el niño. —Alzó las manos al cielo oscuro—. Mañana, señor, invocaremos la fuerza de los ángeles, pediremos la ayuda del cielo para vuestro hijo, y la santa Agnes alejará la enfermedad maligna de vuestro joven Eduardo.
Alfredo no dijo nada, sólo se quedó mirando las lagunas del pantano, rodeadas por un borde de hielo que parecía brillar a la débil luz de la luna.
—¡Sé que la santa Agnes obra milagros! —presionó el obispo al rey—. Había un niño en Exanceaster que no podía caminar, ¡pero la santa le dio fuerzas y ahora corre como un ternero joven!
—¿En serio? —preguntó Alfredo.
—Con mis propios ojos —dijo el obispo—, presencié el milagro con mis propios ojos.
Alfredo quedó reconfortado.
—Mañana, entonces —dijo.
No me quedé para ver el poder de Dios desatado. Lo que hice en cambio fue coger una barcaza y dirigirme al sur, hasta un lugar llamado Æthelingaeg, que quedaba en el borde sur del pantano y era el más grande de todos los asentamientos de la zona. Empezaba a conocer los secretos que escondía el pantano. Leofric se quedó con Alfredo, para proteger al rey y a su familia, pero yo exploré y descubrí veintenas de senderos por el vacío acuoso. Llamaban a los caminos
beamwegs
, y consistían en troncos que chapoteaban bajo los pies, pero siguiéndolos podía recorrer kilómetros. También había ríos que se enroscaban por la orilla, y el más grande, el Pedredan, discurría cerca de Æthelingaeg, que era una isla, en su mayor parte cubierta por alisos, en la que vivían ciervos y cabras salvajes. En la zona más elevada de la isla se alzaba un gran asentamiento, y el jefe se había construido allí un gran salón. No era un salón auténtico, ni siquiera tan grande como el mío en Oxton, pero bajo sus vigas cabía un hombre erguido y la isla era suficientemente grande para albergar a un pequeño ejército.
Una docena de
beamwegs
salían de Æthelingaeg, pero ninguno conducía directamente a tierra firme. Sería un lugar difícil de atacar para Guthrum, porque tendría que cruzar el pantano a pie, pero Svein, de quien ya sabíamos que comandaba a los daneses de Cynuit, en la desembocadura del Pedredan, lo encontraría accesible, porque podía subir sus barcos por el río y, justo al norte de Æthelingaeg, girar al sur hasta el río Thon, que discurría junto a la isla. Llevé la barcaza al centro del Thon y descubrí, como temía, que tenía profundidad de sobra para ser navegable por los barcos daneses con cabezas de bestias.
Regresé a pie hasta el lugar en que el Thon convergía con el Pedredan. Al otro lado del río más ancho, había una colina salida como de la nada, alta y empinada, que destacaba en el pantano como el túmulo de un gigante. Era un lugar perfecto para construir una fortaleza, y si lográbamos bloquear el Pedredan con un puente, ningún barco danés podría remontar el río.
Regresé al pueblo, donde descubrí que el jefe era un viejo testarudo y canoso llamado Haswold sin inclinación por colaborar. Le dije que pagaría buena plata para que construyeran un puente, pero Haswold me contestó que la guerra entre Wessex y los daneses no le afectaba.
—Es una locura, aquello —dijo, señalando con vaguedad las colinas del este—. Aquello es siempre una locura, pero aquí en el pantano nos ocupamos de nuestros asuntos. A nadie le importamos y tampoco ellos nos importan. —Apestaba a pescado y a humo. Vestía pieles de nutria grasientas por el aceite de pescado, y su barba gris estaba salpicada de escamas. Tenía unos ojillos astutos, y un rostro viejo también astuto, y también tenía media docena de esposas, la más joven de ellas era una niña que habría podido ser su nieta, y la sobaba delante de mí como si su mera existencia fuera prueba de su hombría—. Yo soy feliz —me dijo, lanzándome una mirada lasciva—, ¿por qué tendría que importarme vuestra felicidad?
—Los daneses podrían poner fin a esa felicidad.
—¿Los daneses? —se rió, y la risa se tornó tos. Escupió—. Si los daneses vienen —prosiguió—, nos metemos bien dentro del pantano hasta que se marchen. —Me sonrió, y a mí me entraron ganas de matarlo, pero eso no habría arreglado nada. Había más de cincuenta hombres en el poblado, y no habría durado un minuto, aunque el único que me infundía respeto de verdad era uno alto, de amplias espaldas y con cara de perplejidad. Lo que me asustaba de él era que llevaba un enorme arco de caza, no uno de los pequeños para cazar patos que usaban la mayoría de los hombres del pantano, sino uno para cazar venados, tan alto como un hombre, y capaz de perforar una cota de malla. Haswold debió de presentir mi miedo por el arco, pues llamó al hombre para que se pusiera a su lado. El gigante parecía confundido, pero obedeció. Haswold metió una mano retorcida bajo las ropas de la chica, y se me quedó mirando mientras mangoneaba, riéndose ante lo que percibía como mi impotencia—. Los daneses vienen —repitió—, nos metemos bien dentro del pantano y los daneses se marchan. —Metió la mano aún más por la piel de cabra de la chica y le magreó los pechos—. Los daneses no nos pueden seguir, y si nos siguen, Eofer se los carga. —Eofer era el arquero y, al oír su nombre, pareció sorprendido, y después preocupado—. Eofer es mi hombre —fanfarroneó Haswold—. Dispara flechas donde yo le diga. —Eofer asintió.
—Vuestro rey quiere que construyáis un puente —dije—, un puente y una fortaleza.
—¿Rey? —Haswold miró a su alrededor—. Yo no conozco a ningún rey. Si hay algún rey aquí, ése soy yo. —Soltó una carcajada apagada, y yo miré a los aldeanos y sólo vi rostros tristes. Nadie compartía la diversión de Haswold. No eran, pensé, felices bajo su mandato, y quizá presintió qué estaba pensando, porque de repente se enfadó y le dio un empujón a su esposa-niña—. ¡Márchate! —me gritó—. ¡Déjanos!
Salí de allí y regresé a la pequeña isla en la que Alfredo se refugiaba y Eduardo moría. Era ya de noche y las oraciones a santa Agnes del obispo no habían servido de nada. Eanflaed me contó cómo Alewold había convencido a Alfredo para que prescindiera de una de sus más preciadas reliquias, una pluma de la paloma que Noé liberó desde el arca. Alewold cortó la pluma en dos partes, le devolvió una mitad al rey y la otra fue quemada en una sartén limpia. Cuando quedó reducida a cenizas, la disolvió en agua bendita, que Ælswith obligó a su hijo a beber. Lo habían envuelto en piel de cordero, pues el cordero era el símbolo de santa Agnes, que había sido niña mártir en Roma.
Pero ni la pluma ni la piel de cordero habían funcionado. Si acaso, me dijo Eanflaed, el niño estaba peor. Alewold rezaba entonces sobre él.
—Le ha administrado la extremaunción —dijo Eanflaed. Me miró con lágrimas en los ojos—. ¿Puede ayudarle Iseult?
—El obispo no lo permite —le dije.
—¿Que no lo permite? —preguntó indignada—. ¡No es él quien se está muriendo!
Así que llamamos a Iseult, Alfredo salió de la cabaña y Alewold, que debió de oler la herejía, salió con él. Eduardo volvía a toser, el sonido era terrible en el silencio de la noche. Alfredo se estremeció, y después quiso saber si Iseult podía curar la enfermedad de su hijo.
Iseult no respondió inmediatamente. Se dio la vuelta y miró el paisaje, donde la luna se alzaba entre las nieblas.
—La luna crece —dijo.
—¿Conoces una cura? —suplicó Alfredo.
—Una luna creciente es buena cosa —respondió Iseult en voz baja, después se volvió hacia él—. Pero habrá un precio.
—¡Lo que quieras! —respondió.
—No es un precio para mí —contestó ella, irritada porque no la hubiera entendido—. Pero siempre hay un precio. Si uno vive, otro tiene que morir.
—¡Herejía! —intervino Alewold.
Dudo de que Alfredo entendiera las últimas tres palabras de Iseult, o no le importó lo que significaban. Se limitó a agarrarse a la tenue esperanza de que pudiera ayudar.
—¿Puedes curar a mi hijo? —quiso saber.
Ella se detuvo, después asintió.
—Hay una manera.
—¿Qué manera?
—La mía.
—¡Herejía! —volvió a advertirle Alewold.
—¡Obispo! —le dijo Eanflaed en un tono amenazador; curiosamente, el obispo pareció avergonzarse y cerró el pico.
—¿Ahora? —le preguntó Alfredo a Iseult.
—Mañana por la noche —respondió Iseult—. Lleva tiempo. Hay cosas que hacer. Si sobrevive hasta mañana a la puesta de sol, podré ayudarle. Tenéis que traérmelo al salir la luna.
—¿No esta noche? —suplicó Alfredo.
—Mañana. —Iseult se mantuvo firme.
—Mañana es la festividad de san Vicente —repuso Alfredo, como si aquello pudiera ayudar; fuera como fuese, el niño consiguió superar aquella noche. Al día siguiente, el día de san Vicente, Iseult y yo nos dirigimos a la orilla este, donde recogimos líquenes, bardanas, celidonia y muérdago. No me permitió usar metal para rascar el liquen o cortar las hierbas, y antes de recolectarlas tuvimos que dar tres vueltas alrededor de las plantas que, al ser invierno, estaban bastante mustias. También me hizo recoger ramas de espinos, para las que sí me dejó usar un cuchillo porque evidentemente no eran tan importantes como el liquen o las hierbas. Yo controlaba el horizonte mientras trabajaba: buscaba daneses, pero si patrullaban el borde del pantano, ninguno apareció ese día. Hacía frío, y un viento racheado se aferraba a nuestras ropas. Llevó mucho tiempo encontrar las plantas que Iseult necesitaba, pero cuando por fin su bolsa estuvo llena, llevé los espinos a la isla y a la cabaña, donde me indicó que cavara dos hoyos en el suelo.
—Tienen que ser tan profundos como alto es el niño —me dijo—, y deben estar separados el uno del otro la distancia de tu antebrazo.
No me quiso contar para qué eran los hoyos. Estaba apagada, al borde del llanto. Colgó la celidonia y la bardana de una viga del techo, después machacó el liquen y el muérdago hasta convertirlo en una pasta que humedeció con esputos y orina, y cantó largos hechizos en su propia lengua sobre el cuenco de madera. Llevó todo mucho tiempo, y a veces no hacía otra cosa que sentarse agotada en la oscuridad más allá del hogar, balanceándose casi hasta perder el sentido de la realidad.
—No sé si puedo hacerlo —me dijo sólo una vez.
—Puedes intentarlo —le contesté sin poder ayudar más.
—Si fracaso —me dijo—, me odiarán más que antes.
—No te odian —le dije.
—Piensan que soy una pecadora y una pagana —me contestó—, y me odian.
—Pues cura al niño —respondí—, y te querrán.
No pude cavar los hoyos tan profundos como los quería, pues la tierra se volvía cada vez más húmeda y, cuando llevaba poco más de medio metro, los dos agujeros empezaron a llenarse de agua salobre.
—Hazlos más anchos —me ordenó Iseult—, lo suficiente para que el niño se pueda meter agachado. —Hice lo que me pidió, y después me indicó que los uniera abriendo un pasaje en la pared de tierra húmeda que los dividía. Tenía que hacerlo con cuidado para asegurarme de que quedara un arco de tierra que dejara un túnel entre los agujeros—. Está mal —me dijo Iseult, pero no hablaba de mis trabajos de excavación, sino del hechizo que planeaba llevar a cabo—. Alguien va a morir, Uhtred. En algún lugar morirá un niño para que éste viva.