«Tomad un barco hasta esta costa —le escribió—, y salvad a vuestra familia.»
Leofric rara vez salía a patrullar con nosotros; solía quedarse en Æthelingaeg, pues había sido nombrado comandante de la guardia real. Estaba orgulloso de ello, y era lógico, dado que había nacido campesino y no sabía ni leer ni escribir, y Alfredo solía insistir en que sus comandantes no fueran analfabetos. La influencia de Eanflaed estaba tras el nombramiento, pues se había convertido en la confidente de Ælswith. La esposa de Alfredo no iba a ningún lugar sin Eanflaed —incluso en la iglesia, la que fue en otro tiempo puta se sentaba ahora justo detrás de Ælswith—, y cuando Alfredo convocaba la corte, Eanflaed estaba siempre allí.
—A la reina no le gustas —me dijo Eanflaed uno de los escasos días en que la encontré a solas.
—No es reina —le dije—. Wessex no tiene reinas.
—Tendría que serlo —contestó indignada—. Sería lo correcto y lo adecuado. —Cargaba un montón de plantas, y reparé en que sus antebrazos eran de color verde pálido—. Estamos tiñendo —me aclaró con brusquedad, y yo la seguí hasta un lugar en el que un gran caldero bullía al fuego. Echó las plantas dentro y empezó a remover el potingue—. Estamos preparando tejido verde —dijo.
—¿Tejido verde?
—Alfredo necesita un estandarte —contestó indignada—. No puede luchar sin estandarte. —Las mujeres preparaban dos estandartes. Uno era la bandera de Wessex, con el enorme dragón verde, y el otro lucía la cruz de la cristiandad—. Tu Iseult trabaja en la cruz —me dijo Eanflaed.
—Lo sé.
—Tendrías que haber estado presente en su bautismo.
—Estaba matando daneses.
—Me alegro de que se haya bautizado. Ha entrado en razón, menos mal.
La verdad, pensé, es que a Iseult la habían acogotado hasta volverla cristiana. Durante semanas, había soportado el rencor de los hombres de la iglesia de Alfredo, había sido acusada de brujería, de ser el instrumento del diablo, y la habían agotado. Entonces llegó Hild con su cristianismo más dulce, y Pyrlig que hablaba de Dios en la lengua de Iseult, y acabaron convenciéndola. Eso significaba que yo era el último pagano que quedaba en el pantano, y Eanflaed miraba sin disimulos mi amuleto del martillo. No dijo nada, pero me preguntó en cambio si pensaba realmente que podíamos derrotar a los daneses.
—Sí —repuse con confianza, pero por supuesto no tenía ni idea.
—¿Con cuántos hombres contará Guthrum?
Sabía que no eran preguntas de Eanflaed, sino de Ælswith. La esposa de Alfredo quería saber si su marido tenía alguna posibilidad de sobrevivir o si debían coger el barco capturado de Svein y zarpar rumbo al reino de los francos.
—Guthrum comandará unos cuatro mil hombres —le contesté—. Por lo menos.
—¿Por lo menos?
—Depende de cuántos vengan de Mercia —dije, después lo pensé un instante—, pero yo espero cuatro mil.
—¿Y Wessex?
—Los mismos —respondí. Mentía. Con una suerte enorme conseguiríamos tres mil, pero lo dudaba. ¿Dos mil? No era probable, pero posible. Mi miedo real era que Alfredo levantara su estandarte y nadie viniera, o que sólo se presentaran unos centenares. Nosotros llevaríamos trescientos desde Æthelingaeg, ¿pero qué podían hacer trescientos hombres contra el gran ejército de Guthrum?
Alfredo también estaba preocupado por las cifras, y me envió al Hamptonscir para descubrir qué parte de la comarca estaba ocupada por daneses. Los encontré bien atrincherados en el norte, pero el sur de la comarca estaba libre, y en Hamtun, donde se guardaba la flota de Alfredo, los barcos de guerra seguían en la playa. Burgweard, el comandante de la flota, tenía unos cien hombres en la ciudad, todo lo que quedaba de sus tripulaciones, y los había puesto en la empalizada. Aseguró que no podía abandonar Hamtun por miedo a que los daneses atacaran y capturaran los barcos, pero yo tenía un pedazo de pergamino de Alfredo, con su sello del dragón, y lo usé para ordenarle que dejara treinta hombres protegiendo los barcos y enviara el resto a Alfredo.
—¿Cuándo? —preguntó con pesimismo.
—Cuando seáis convocados —le contesté—, pero será pronto. Y tenéis que alzar también al
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local. Traedlos a todos.
—¿Y si los daneses vienen aquí? —preguntó—. ¿Si vienen por el mar?
—Perderemos la flota —le contesté—, y construiremos otra. Sus miedos eran muy legítimos. Los barcos daneses volvían a surcar las costas del sur. De momento, más que intentar una invasión, hacían el vikingo. Atracaban, asaltaban, violaban, quemaban, robaban y zarpaban de nuevo, pero eran suficientemente numerosos para que a Alfredo le preocupara que un ejército completo tomara tierra en algún punto de la costa y marchara contra él. Nos acuciaba ese miedo y la certeza de que nosotros éramos pocos y el enemigo numeroso, y de que los caballos enemigos estaban engordando con la nueva hierba.
—El día de la Ascensión —anunció Alfredo el día en que regresé de Hamtun.
Ese era el día en el que debíamos estar preparados en Æthelingaeg, y el domingo después, la festividad de santa Mónica, reuniríamos al
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, si es que había algún
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que reunir. Los informes decían que los daneses se preparaban para marchar y estaba claro que lanzarían su ataque al sur de Wintanceaster, la ciudad que era la capital de Wessex, y para protegerla, para cerrar el camino de Guthrum hacia el sur, el
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se reuniría en la piedra de Egberto. Yo jamás había oído hablar del lugar, pero Leofric me aseguró que era un sitio importante, el lugar en que el rey Egberto, el abuelo de Alfredo, emitía sus juicios.
—No es una piedra —me dijo—, sino tres.
—¿Tres?
—Dos grandes pilares y un peñasco encima. La construyeron los gigantes en los tiempos antiguos.
Así que se hizo la convocatoria. «Traed a todos los hombres —instruían los pergaminos—, traed todas las armas, y decid vuestras oraciones, pues lo que queda de Wessex se reunirá en la piedra de Egberto para presentar batalla contra los daneses», y en cuanto se envió, acaeció el desastre. Llegó justo una semana antes de que el
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se reuniera.
Huppa, el
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de Thornsaeta, escribió diciendo que cuarenta barcos daneses estaban en sus costas y que no se atrevía a alejar el
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de la amenaza. Peor aun, porque los daneses eran tan numerosos que Huppa había rogado a Harald de Defnascir que le prestara hombres.
La carta casi hundió por completo a Alfredo. Se había aferrado a su sueño de sorprender a Guthrum alzando un ejército inesperadamente poderoso, pero todas sus esperanzas se estaban desvaneciendo. Siempre había sido delgado, pero entonces parecía consumido, y pasaba horas y horas en la iglesia, forcejeando con Dios, incapaz de entender por qué el Todopoderoso se había vuelto repentinamente contra él. Dos días después de las noticias de la flota danesa, Svein el del Caballo Blanco condujo a trescientos hombres montados a asaltar las colinas al borde del pantano, y como veintenas de hombres del
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de Sumorsaete se habían reunido en Æthelingaeg, Svein lo descubrió y les robó los caballos. No teníamos ni espacio ni forraje para mantenerlos en Æthelingaeg, así que pastaban al otro lado del paso elevado, y yo contemplé desde el fuerte cómo Svein, montado en un caballo blanco, con su casco empenachado de blanco y su capa blanca, rodeaba a las bestias y se las llevaba. No había nada que pudiera hacer para detenerlos. Tenía veinte hombres en el fuerte y Svein comandaba cientos.
—¿Por qué no estaban vigilados los caballos? —quiso saber Alfredo.
—Lo estaban —respondió Wiglaf,
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de Sumorsaete—, y los guardias murieron. —Vio la ira de Alfredo, pero no su desesperación—. ¡Hacía semanas que no veíamos un danés! —se defendió—. ¿Cómo íbamos a saber que vendrían con tanta fuerza?
—¿Cuántos hombres han muerto?
—Sólo doce.
—¿Sólo? —exclamó Alfredo estremeciéndose—. ¿Y cuántos caballos hemos perdido?
—Sesenta y tres.
* * *
La noche antes del día de la Ascensión, Alfredo paseó junto al río. Beocca, fiel como un perro, lo seguía en la distancia, quería ofrecer al rey el apoyo divino, pero Alfredo me llamó a mí. Había luna, y su luz le ensombrecía las mejillas y mostraba sus ojos claros casi blancos.
—¿Con cuántos hombres contaremos? —me preguntó abruptamente.
No tenía que pensar la respuesta.
—Con dos mil.
Asintió. Conocía la cifra tan bien como yo.
—Quizás alguno más —sugerí.
Gruñó. Nosotros comandaríamos trescientos cincuenta desde Æthelingaeg y Wiglaf,
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de Sumorsaete, había prometido un millar, aunque lo cierto es que dudaba de que vinieran tantos. El
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de Wiltunscir se había debilitado con la deserción de Wulfhere, pero la parte sur de la comarca podría proporcionar quinientos hombres, y esperábamos algunos más de Hamptonscir. Más allá de eso, dependería de cuántos hombres pudieran cruzar las guarniciones danesas que circundaban el corazón de Wessex. Si Defnascir y Thornsaeta hubieran enviado sus
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, nos acercaríamos a los cuatro mil, pero no iban a venir.
—¿Y Guthrum? —preguntó Alfredo—. ¿Cuántos tendrá?
—Cuatro mil.
—Más bien cinco mil —repuso Alfredo. Miró el río, que discurría bajo entre las orillas fangosas. El agua ondeaba por encima de las trampas para peces—. Así que, ¿debemos pelear?
—¿Qué elección tenemos?
Sonrió ante eso.
—Tenemos elección, Uhtred —me aseguró—. Podemos huir. Podemos ir al reino franco. Podría convertirme en rey en el exilio y rezar porque Dios me traiga de vuelta.
—¿Creéis que Dios lo hará?
—No —admitió. Sabía que, si huía, moriría en el exilio.
—Pues lucharemos —le dije.
—Y sobre mi conciencia —contestó—, cargaré siempre con el peso de todos aquellos hombres que murieron por una causa desesperada. ¿Dos mil contra cinco mil? ¿Cómo puedo justificar conducir a tan pocos contra tantos?
—Sabéis cómo.
—¿Para ser rey?
—Para que nuestra tierra no sea esclava —contesté.
Meditó durante eso un rato. Una lechuza voló bajo, una sorpresa repentina de plumas blancas y el movimiento del aire al batir las recias alas. Era un augurio, lo sabía, ¿pero de qué tipo?
—Quizá nos estén castigando —dijo Alfredo.
—¿Por qué?
—¿Por quitarle la tierra a los britanos?
Eso me parecía una tontería. Si el dios de Alfredo quería castigarlo porque sus ancestros les habían arrebatado la tierra a los britanos, ¿por qué enviaba daneses? ¿Por qué no enviaba a los britanos? Dios podía resucitar a Arturo y desatar la venganza del pueblo, ¿pero por qué enviaba a un nuevo pueblo?
—¿Queréis ganar Wessex o no? —le pregunté con dureza.
No dijo nada durante un rato, después sonrió con tristeza.
—En mi conciencia —me dijo—, no hallo esperanza para esta lucha, pero como cristiano debo creer que podemos ganarla. Dios no permitirá que perdamos.
—Ni tampoco ella —contesté, y le di una palmada a la empuñadura de
Hálito-de-Serpiente.
—¿Así de sencillo? —preguntó.
—La vida es sencilla —respondí—. Cerveza, mujeres, una espada y la reputación. Nada más importa.
Sacudió la cabeza y supe que pensaba en Dios, la oración y el deber, pero no discutió.
—Si estuvieras en mi lugar, Uhtred —me preguntó—, ¿marcharías?
—Ya habéis tomado una decisión, señor —le dije—, ¿por qué me preguntáis?
Asintió. Un perro ladró en el pueblo y él se dio la vuelta para observar las granjas, la casa y la iglesia que había construido con su alta cruz.
—Mañana —dijo—, cogerás cien jinetes y patrullarás delante del ejército.
—Sí, señor.
—Y cuando encuentres al enemigo —prosiguió, aún observando la cruz—, elegirás cincuenta o sesenta hombres de la guardia. Los mejores que encuentres, y guardarás mis estandartes.
No dijo nada más, ni necesitaba decirlo. Aquello significaba que debía rodearme de los mejores guerreros, los hombres más salvajes, los guerreros peligrosos que adoraban la batalla, y conducirlos al lugar donde la lucha sería más encarnizada, pues al enemigo le encanta capturar el estandarte de su contrincante. Era un honor que me lo pidiera y, si la batalla se perdía, una sentencia de muerte segura.
—Lo haré gustoso, señor —repuse—, pero os pido un favor a cambio.
—Si estoy en disposición —contestó con cautela.
—Si estáis en disposición —le dije—. No me enterréis. Quemad mi cuerpo en una pira y poned una espada en mi mano.
Vaciló, después asintió, consciente de que acababa de acceder a un funeral pagano.
—Jamás te he dicho que siento mucho lo de tu hijo.
—Y yo, señor.
—Pero está con Dios, Uhtred, sin duda está con Dios.
—Eso me dicen, señor… eso me dicen.
Y al día siguiente, marchamos. El destino es inexorable, y aunque las cifras y la razón nos indicaban que no podíamos ganar, tampoco osábamos perder sin luchar, así que marchamos hacia la piedra de Egberto.
* * *
Marchamos con ceremonia. Veintitrés curas y dieciocho monjes formaban nuestra vanguardia y entonaban un salmo, mientras conducían a las fuerzas de Alfredo desde el fuerte que guardaba el camino, al sur, en dirección al este, al corazón de Wessex.
Cantaban en latín, así que lo que decían no significaba nada para mí, pero al padre Pyrlig le habían concedido uno de los caballos de Alfredo y, protegido por coraza de cuero, con una gran espada en el costado y una recia lanza para jabalíes en el hombro, cabalgaba a mi vera y me iba traduciendo.
—«Dios, nos has abandonado, nos has desperdigado, estás enfurecido con nosotros, regresa a nosotros de nuevo.» Hombre, es una petición razonable. Nos has dado en todos los morros, pásanos ahora la manita por el lomo.
—¿Eso significa?
—Menos la parte de los morros y el lomo. Eso es cosa mía. —Me sonrió pícaro—. Echo de menos la guerra. ¿Es un pecado eso?
—¿Habéis visto la guerra?
—¿Si la he visto? ¡Era guerrero antes de unirme a la Iglesia! Pyrlig
el Temerario,
me llamaban. En una ocasión maté cuatro sajones en un solo día. Yo solito, y sin nada más que una lanza. Y ellos tenían espadas, y escudos, vaya que sí. En casa me compusieron una canción y todo, pero ojo, que los britanos hacen una canción de cualquier cosa. Os la puedo cantar, si queréis. Cuenta cómo me cargué a trescientos noventa y cuatro sajones en un solo día, pero no se ajusta totalmente a la verdad, claro.