—No podemos mover a Wiglaf —repuso indignado.
Temía que si desplazábamos al
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de Sumorsaete de su lugar frente al fuerte, Guthrum conduciría a sus hombres a asaltar nuestro flanco izquierdo, pero yo sabía que Guthrum era demasiado cauteloso como para hacer algo parecido. Se sentía seguro tras las murallas de tierra y quería quedarse a salvo mientras Svein ganaba la batalla por él. Guthrum no se movería hasta que nuestro ejército estuviera destrozado; y entonces lanzaría un asalto. Pero Alfredo no me escuchaba. Era un hombre inteligente, quizás uno de los más inteligentes que he conocido, pero no entendía la batalla. No entendía que la batalla no es una cuestión de números, no es como mover piezas en un tablero de
tafl,
y que no es ni siquiera una cuestión de quién posee ventaja sobre el terreno, sino de pasión, locura y una furia exaltada e indomable.
Y hasta el momento no había sentido ninguna de aquellas cosas. Los de las tropas de Alfredo habíamos peleado bien, pero no habíamos hecho otra cosa que defendernos. No habíamos desatado la muerte sobre el enemigo, y sólo cuando atacas, ganas. Ahora, al parecer tendríamos que volver a defendernos, y Alfredo se espabiló para ordenarme a mí y a mis hombres que nos pusiéramos a la derecha de su fila.
—Deja los estandartes conmigo —dijo— y asegúrate de que nuestro flanco esté a salvo.
Había honor en aquello. El extremo derecho de la fila era el lugar en que el enemigo intentaría rodearnos, y Alfredo necesitaba buenos hombres para contener aquel flanco, así que formamos un férreo muro allí. Bien lejos, al otro lado de la colina, vi los restos del
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de Osric. Nos observaban. Algunos de ellos, pensé, regresarían si pensaban que ganábamos, pero por el momento estaban demasiado asustados para unirse de nuevo al ejército de Alfredo.
Svein cabalgaba con su caballo blanco arriba y abajo, recorriendo su muro de escudos. Gritaba a sus tropas, los animaba. Les decía que éramos debiluchos y que con un solo empujón nos derrumbarían.
—«Y vi aparecer un caballo blanco —me dijo Pyrlig—. Y su jinete era la muerte.» —Me quedé anonadado—. Está en el evangelio —me aclaró avergonzado—, me acaba de venir a la cabeza.
—Pues sacad eso de vuestra cabeza —le espeté—, porque nuestro trabajo es matarlo, no tenerle miedo. —Me di la vuelta para decirle a Etelwoldo que se asegurara de mantener bien arriba el escudo, pero vi que había tomado otra posición en la última fila. Estaba mejor ahí, decidí, así que lo dejé en paz. Svein gritaba que éramos corderos esperando en el matadero, y sus hombres habían empezado a golpear los escudos con las armas. En sus filas quedarían poco más de mil hombres, y asaltarían la división de Alfredo, que sumaría el mismo número, pero los daneses seguían conservando la ventaja, pues todos los hombres del muro de escudos eran guerreros, mientras que la mitad de los nuestros procedía de los
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de Defnascir, Thornsaeta, y Hamptonscir. Si hubiéramos traído al
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de Wiglaf, habríamos superado a Svein, pero eso, nos habría hundido, porque Guthrum habría reunido valor para abandonar el fuerte. Ambas partes se mostraban cautelosas. Ninguna estaba dispuesta a arriesgarlo todo en la batalla por miedo a perderlo todo.
Los jinetes de Svein estaban en su flanco izquierdo, enfrente de mis hombres. Quería que nos acobardaran los jinetes, pero los caballos no cargaban contra los muros de escudos. Se daban la vuelta, y yo prefería jinetes a soldados. Un caballo sacudía la cabeza y le vi sangre en el cuello. Otro estaba muerto donde el frío viento azotaba los cadáveres, que traía los primeros cuervos del norte. Alas negras sobre cielo gris. Las aves de Odín.
—¡Venid a morir! —gritó de repente Steapa—. ¡Venid a morir, cabrones! ¡Venga!
Sus gritos animaron a otros de nuestra fila a insultar a los daneses. Svein se dio la vuelta, aparentemente sorprendido por nuestro desafío repentino. Sus hombres habían avanzado, pero se habían vuelto a detener, y reparé, con sorpresa, en que nos tenían tanto miedo como nosotros a ellos. Siempre había admirado a los daneses, los consideraba los mejores guerreros bajo el sol. Alfredo, en un momento duro, me dijo en una ocasión que hacían falta cuatro sajones para vencer a un danés, y había verdad en aquello, pero no era una verdad inapelable, y aquel día no era cierto, pues no había pasión en los hombres de Svein. Estaban descontentos, se mostraban reacios a avanzar, y supuse que Guthrum y Svein habrían peleado. O quizás el frío y húmedo viento hubiese apagado el ardor que solía caracterizarlos.
—¡Vamos a ganar esta batalla! —grité, y fui el primer sorprendido.
Los hombres me miraban, preguntándose si mi dios me habría enviado una visión.
—¡Vamos a ganar! —Casi no podía ni hablar. No era mi intención dar un discurso, pero lo di—. ¡Nos tienen miedo! —grité—. ¡La mayoría se esconde en el fuerte porque no se atreven a enfrentarse a las hojas sajonas! Y esos hombres —señalé las filas de Svein con
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— ¡saben que van a morir! ¡Van a morir! —Me adelanté unos cuantos pasos hacia delante y extendí los brazos para captar la atención de los daneses—. ¡Vais a morir! —les grité en danés, tan alto como pude, y lo repetí en inglés—. ¡Vais a morir!
Y todos los hombres de Alfredo adoptaron aquel grito.
—¡Vais a morir! ¡Vais a morir!
Algo extraño ocurrió entonces. Beocca y Pyrlig aseguraron que el espíritu de Dios sobrevoló nuestro ejército, y puede que ocurriera, eso o que de repente empezamos a creer en nosotros mismos. Creímos que podíamos ganar y mientras entonábamos aquel canto contra el enemigo, empezamos a avanzar, paso a paso, golpeando espadas contra escudos y aullando que el enemigo iba a morir. Yo iba al frente de mis hombres, hostigando al enemigo, gritándoles, bailando mientras avanzaba, y Alfredo me gritó que regresara a las filas. Más tarde, cuando terminamos, Beocca me dijo que Alfredo me había llamado repetidas veces, pero yo saltaba y gritaba, lejos, sobre la hierba, donde yacían los cuerpos, y no pude oírle. Y los hombres de Alfredo me seguían, aunque no había habido orden alguna de avanzar.
—¡Cabrones! —les grité—, ¡cagarros de cabra! ¡Peleáis como chicas! —No sé cuántos insultos proferí aquel día, sólo que insulté a mansalva, y avancé, por mi cuenta, pidiéndole a uno solo de ellos que se enfrentara conmigo hombre a hombre.
Alfredo jamás aprobaba aquellos duelos entre los muros de escudos. Quizá, sensatamente, los desaprobaba porque sabía que no habría podido enfrentarse a uno, pero también porque los consideraba irresponsables. Cuando un hombre invita al campeón del enemigo a luchar, hombre a hombre, invita también a su propia muerte, y si muere, arrebata el ánimo a su facción y da valor al enemigo, así que Alfredo nos prohibía siempre aceptar desafíos enemigos; sin embargo, en aquella fría mañana, un hombre aceptó mi desafío.
Y ese hombre fue el propio Svein. Svein el del Caballo Blanco, que dio la vuelta a su caballo y salió al galope hacia mí con su espada en la mano derecha. Oí los cascos retumbar en la tierra, vi los terrones de hierba húmeda salir disparados detrás, vi el vaivén de las bridas del semental, y el casco de jabalí de Svein por encima del borde de su escudo. Hombre y caballo venían a por mí, los daneses se burlaban y justo entonces me gritó Pyrlig:
—¡Uhtred! ¡Uhtred!
No me di la vuelta para mirarlo. Estaba demasiado ocupado envainando
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y a punto de sacar a
Hálito-de-Serpiente
, pero justo entonces la recia lanza para jabalíes de Pyrlig llegó patinando a mis pies sobre la hierba húmeda, y comprendí lo que quería decirme. Dejé a
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en la funda de mi hombro, y agarré la lanza del britano justo cuando Svein se lanzaba sobre mí. Sólo oía el atronar de los cascos, veía la capa blanca al viento, el brillo reluciente de la hoja gacha, el ondear del penacho de cola de caballo, los ojos blancos del noble bruto, mostrando los dientes, y entonces Svein hizo girar el caballo hacia la izquierda con un golpe seco de las riendas y me asestó un tajo con la espada. Sus ojos ardían tras la visera del casco al inclinarse para matarme, pero al bajar la espada me tiré hacia su caballo y embestí con la lanza las tripas del animal. Tuve que hacerlo con una mano, pues llevaba el escudo en el brazo izquierdo, pero el arma perforó piel y músculos mientras yo aullaba, intentando hincarla más profundamente, y entonces la espada de Svein me golpeo en el escudo levantado con la fuerza de un martillo y con la rodilla derecha me dio un golpe en el casco, de modo que me lanzó hacia atrás con fuerza y quedé tendido boca arriba en la hierba. Tuve que soltar la lanza, pero estaba ya bien clavada en el vientre del caballo, que relinchaba y temblaba, caracoleaba y se sacudía: un chorro de sangre recorría el asta de la lanza, que rebotaba sobre la hierba.
El caballo se desbocó. Svein consiguió mantenerse sobre la silla. Había sangre en el vientre de la bestia. No había herido a Svein, ni siquiera lo había tocado, pero huía de mí, o más bien lo hacía su caballo, que se había desbocado presa del pánico, y enfiló directamente contra su propio muro de escudos. Un caballo vira instintivamente ante un muro de escudos, pero aquel animal estaba cegado por el dolor, y entonces, justo antes de llegar a los escudos daneses, resbaló. Patinó en la hierba húmeda y chocó con fuerza contra el
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, partiéndolo en dos. Los hombres se apartaron aterrados. Svein se cayó de la silla, el caballo consiguió ponerse en pie de algún modo, retrocedió y relinchó. La sangre salía disparada de la blanca panza, coceaba a los daneses, y entonces cargamos contra ellos a todo correr. Yo ya estaba de pie, con
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en la mano derecha, el caballo se retorcía y pateaba, los daneses se apartaban de él, y eso abrió su muro de escudos justo cuando recibió nuestro impacto.
Svein se ponía en pie en el momento en que llegaron los hombres de Alfredo. Yo no lo vi, pero los hombres me contaron que la espada de Steapa se llevó por delante la cabeza de Svein de un tajo, tan fuerte que cabeza y casco salieron volando por los aires. Quizá fuera cierto, pero lo que sí era seguro es que la pasión se había apoderado de nosotros: la pasión ciega y ferviente de la batalla. La lujuria de sangre, la rabia asesina y el caballo hacían el trabajo por nosotros despedazando el muro de escudos, de modo que sólo teníamos que embestir hacia los huecos y matar.
Y matamos. No era la intención de Alfredo. Quería esperar a que el ejército danés atacara y confiaba en que resistiéramos, pero nos habíamos liberado de su correa para hacer su trabajo, y reunió el suficiente seso para enviar a los hombres de Arnulf por la derecha porque mis hombres estaban entre el enemigo. Los jinetes habían intentado rodearnos, pero los hombres de Suth Seaxa los ahuyentaron con escudos y espadas, y vigilaron el flanco abierto mientras todos los hombres de Alfredo de Æthelingaeg y todos los de Harald de Defnascir y Thornsaeta se unían a la matanza. Mi primo estaba allí, con sus mercios, y resultó ser un guerrero fornido. Lo vi parar, atacar, tumbar a un hombre, emprenderla con otro, matarlo y proseguir en esa línea. Estábamos enriqueciendo la colina con sangre danesa, porque nosotros poseíamos la furia y ellos no, y los hombres que habían abandonado la batalla, los de Osric, regresaban para unirse de nuevo a la pelea.
Los jinetes se marcharon. No los vi retirarse, aunque su historia será contada. Yo luchaba, gritaba, retaba a los daneses a que vinieran a morir, tenía a Pyrlig a mi lado, con una espada en esta ocasión, la parte izquierda del muro de escudos de Svein estaba rota y sus supervivientes se agrupaban en pequeñas formaciones. Les atacamos. Cargué contra un grupo con mi escudo, hice retroceder a un danés con la embozadura mientras clavaba a
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y sentía cómo rompía la malla y el cuero. Leofric apareció desde alguna parte, haciendo molinetes con el hacha, y Pyrlig le picó a otro la cara con la punta de la espada. Por cada danés había dos sajones, y el enemigo no tenía ninguna posibilidad. Un hombre pidió clemencia y Leofric le partió el casco en dos con el hacha, de modo que sangre y sesos rezumaron por los jirones de metal. Aparté al hombre de una patada y le hundí a
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en la ingle a otro hasta que gritó como una mujer dando a luz. Los poetas cantan a menudo sobre aquella batalla, y por una vez en su vida, aciertan al hablar de la alegría de la espada, la canción de las armas, la matanza. Redujimos a los hombres de Svein a pulpa sanguinolenta, y lo hicimos con pasión, maestría y brutalidad. La calma de la batalla me había poseído por fin, y era imposible fallar.
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había cobrado vida propia, y se la robaba a los daneses que intentaban enfrentarse a mí, pero aquellos daneses estaban despedazados y huían, y toda el ala izquierda de las tan alabadas tropas de Svein había sido derrotada.
De repente no me quedaban enemigos cerca, salvo los muertos y heridos. El sobrino de Alfredo, Etelwoldo, pinchaba a uno de los daneses heridos con una espada.
—O lo matas —le rugí—, o lo dejas con vida. —El hombre tenía una pierna rota y un ojo colgando en la mejilla ensangrentada, y no era ya un peligro para nadie.
—Tengo que matar a un pagano —dijo Etelwoldo. Le dio la vuelta al hombre con la punta de la espada, yo le di una patada al arma, y habría ayudado al herido, pero en ese momento vi a Haesten.
Estaba en el borde de la colina, era un fugitivo, y grité su nombre. Se dio la vuelta y me vio, o vio a un guerrero cubierto de sangre con cota de malla y un casco con forma de lobo, y se me quedó mirando. Quizás entonces reconociera el casco, porque salió huyendo.
—¡Cobarde! —le grité—. ¡Cabrón cobarde y traicionero! ¡Me juraste fidelidad! ¡Te hice rico! ¡Salvé tu vida de mierda!
Entonces se dio la vuelta, medio me sonrió, y me saludó con el brazo izquierdo, de donde colgaban los restos de un escudo. Después corrió hacia lo que quedaba del lado derecho del muro de escudos de Svein, que aún aguantaba, pues los escudos se cerraron con fuerza. Había unos quinientos o seiscientos hombres allí, se habían dado la vuelta, y se habían retirado hacia el fuerte, pero entonces se detuvieron porque los hombres de Alfredo, al no tener nada que matar, se dirigieron hacia ellos. Haesten se unió a las filas danesas, abriéndose paso entre los escudos; vi el estandarte del águila encima de ellos y supe que Ragnar, mi amigo, comandaba a aquellos supervivientes.