—¡Escudos! —rugió Leofric.
Alcé el escudo, lo coloqué en posición entre el de Steapa y el de Pyrlig, y me agaché para recibir la carga. Con la cabeza gacha y el cuerpo protegido por la madera, las piernas falcadas y
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lista. Tras nosotros y a nuestra derecha los hombres de Osric luchaban. Olía a sangre y a mierda. Esos son los olores de la batalla. Entonces olvidé la lucha de Osric porque la lluvia me daba en la cara, y los daneses bajaban a todo correr, sin muro, una carga presa del frenesí, decidida a ganar la batalla en un furioso asalto. Había cientos de ellos, y nuestros lanceros arrojaron sus armas.
—¡Ahora! —grité, dimos un paso al frente para recibir la carga, y un danés me aplastó el brazo contra el pecho, escudo contra escudo, él me asestó un hachazo hacia abajo y yo embestí con
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hacia delante, por detrás de su escudo, en su flanco, y su hacha se clavó en el escudo de Eadric, que me protegía la cabeza. Retorcí a
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, la liberé y volví a hincársela. Su aliento fétido olía a cerveza. El rostro era una mueca. Liberó el hacha. Metí otro tajo y retorcí la punta del
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cuando choqué con malla o hueso, no sabría decir qué—. Tu madre era un pedazo de mierda de cerdo —le dije al danés, él gritó con rabia e intentó hundirme el hacha en el casco, pero yo me agaché y empujé, Eadric me protegió con el escudo,
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se pringó de sangre, cálida y pegajosa, y rajé hacia arriba.
Steapa gritaba incoherentemente, metía tajos a diestro y siniestro, y los daneses lo evitaban. Mi enemigo dio un traspiés, cayó de rodillas y le aticé con la embozadura del escudo, rompiéndole nariz y dientes, después le hinqué mi
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en la boca ensangrentada. Otro hombre ocupó su lugar inmediatamente, pero Pyrlig le hundió la lanza para jabalíes en el vientre al recién llegado.
—¡Escudos! —aullé, y Steapa y Pyrlig alinearon los suyos instintivamente con el mío. No tenía ni idea de lo que ocurría en ninguna otra parte de la colina. Sólo de lo que quedaba al alcance de
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.
—¡Uno atrás! ¡Uno atrás! —gritó Pyrlig, y dimos un paso atrás para que los siguientes daneses que ocuparan el lugar de los heridos o muertos tropezaran con los cuerpos caídos de sus camaradas; después dimos otro paso adelante cuando llegaron, para recibirlos al perder el equilibrio. Esa era la manera de hacerlo, el arte del guerrero, y nosotros, como la fuerza de choque de Alfredo, éramos sus mejores guerreros. Los daneses habían cargado contra nosotros a lo bruto, sin molestarse en cerrar los escudos convencidos de que se bastarían con su furia para superarnos. También los había atraído la visión de los estandartes de Alfredo y la certeza de que, si aquellas banderas gemelas caían, la batalla estaría prácticamente ganada; pero su asalto tropezó con nuestro muro de escudos como un océano contra un acantilado, y allí se rompió en pedazos. Dejó hombres en el suelo y sangre en la hierba, y por fin los daneses formaron un muro como es debido y llegaron a nosotros con ritmo más constante.
Oí alinearse los escudos enemigos, vi los ojos enloquecidos de los daneses por encima de los bordes redondos, sus muecas al reunir fuerzas. Entonces gritaron y vinieron a por nosotros.
—¡Ahora! —grité, y empujamos hacia delante para recibirlos.
Los muros de escudos chocaron. Eadric estaba a mi espalda, empujándome hacia delante, y el arte de la batalla consistía ahora en mantener un espacio entre mi cuerpo y mi escudo con un brazo izquierdo fuerte, y después clavar a
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por debajo del escudo. Eadric podía luchar por encima de mi hombro con la espada. Yo tenía espacio a la derecha porque Steapa era zurdo, lo que significaba que cargaba el escudo con el brazo derecho, y lo fue apartando poco a poco de mí para tener espacio y poder atacar con su espada larga. Aquel agujero, que no era mayor que un pie de hombre, suponía una invitación para los daneses, pero les asustaba Steapa y ninguno intentó colarse por el pequeño hueco. Su altura lo hacía destacar, y su cráneo de piel estirada lo volvía temible. Aullaba como un ternero al que estuvieran degollando, mitad berrido, mitad agresividad, invitando a los daneses a venir y morir. Se negaban. Habían aprendido el peligro que suponíamos Pyrlig, Steapa y yo, y se mostraban cautelosos. En el resto del muro de escudos de Alfredo había hombres muriendo y gritando, espadas y hachas que sonaban como campanas, pero ante nosotros los daneses retrocedían y sólo nos azuzaban con lanzas para mantenernos controlados. Les grité que eran unos cobardes, pero eso no los animó a acercarse a
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, y yo miré a derecha e izquierda y vi que a lo largo de toda la fila de Alfredo los conteníamos. Nuestro muro de escudos era fuerte. Toda aquella práctica en Æthelingaeg estaba dando resultados, y para los daneses la batalla se puso cada vez más complicada porque tomaban la iniciativa, y para llegar a nosotros tenían que superar los cuerpos de sus propios muertos y heridos. Los hombres no ven dónde pisan en la batalla porque miran al enemigo, y algunos daneses tropezaban, otros resbalaban en la lluvia mojada, y cuando perdían el equilibrio, atizábamos fuerte, lanzas y espadas como lenguas de serpiente que fabricaban más y más cadáveres para que el enemigo tropezara.
Los de las tropas de Alfredo éramos buenos. Éramos constantes. Estábamos derrotando a los daneses, pero detrás de nosotros, en la fuerza mayor de Osric, Wessex moría.
Pues el muro de escudos de Osric se había roto.
* * *
Lo habían conseguido los hombres de Wulfhere. No rompieron el muro de Osric luchando contra él, sino intentando unirse a él. Pocos querían luchar por los daneses, ahora que la batalla estaba en pleno fragor; les gritaron a sus paisanos que no eran el enemigo y que querían cambiar de bando, el muro se abrió para dejarlos pasar, y los hombres de Svein se colaron por los huecos como gatos salvajes. Uno tras otro, aquellos huecos se abrieron a medida que los daneses de espada se abrían paso. Se cargaron a los de Wulfhere por detrás; abrieron brechas en las filas de Osric y repartieron muerte como en una plaga. Los vikingos de Svein eran guerreros entre granjeros, halcones entre palomas, y el ala derecha de Alfredo al completo se desmoronó. Arnulf salvó a los hombres de Suth Seaxa guiándolos hacia nuestra retaguardia, y allí estaban a salvo, desde luego, pero el
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de Osric quedó roto, y fue hostigado y dispersado hacia el este y el sur.
La lluvia había cesado y un viento húmedo y frío recorrió el borde de las colinas. Los hombres de Alfredo, reforzados por los cuatrocientos de Arnulf y una docena de los fugitivos de Osric, se quedaron solos cuando el
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de Wiltunscir se batió en retirada. Los alejaban de nosotros, y Svein y sus jinetes sembraban el pánico entre ellos. El
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había estado compuesto por ochocientos hombres formados en una fila firme, y ahora estaban desperdigados en pequeños grupos que se apiñaban para protegerse e intentaban evitar a los jinetes al galope, que les arrojaban sus largas lanzas. Había cadáveres por todas partes. Algunos de los hombres de Osric estaban heridos y reptaban hacia el sur, como si allí pudieran encontrar la seguridad; en esa zona, las mujeres esperaban con los caballos protegiéndose en los túmulos de la gente antigua, pero los jinetes dieron la vuelta y los ensartaron en las lanzas, y los daneses a pie formaban nuevos muros de escudos para impedir la huida a los fugitivos. No podíamos hacer nada por ayudarles, pues seguíamos peleando contra los hombres de Guthrum que bajaban del fuerte y, aunque ganábamos aquella batalla, no podíamos dar la espalda al enemigo. Así que empujamos, cortamos y lanzamos; retrocedieron lentamente, y entonces repararon en que estaban muriendo uno a uno, y oí los gritos daneses de retirada. Los dejamos ir. Retrocedieron, caminando de espaldas, y cuando vieron que no podíamos seguirlos, se dieron la vuelta y corrieron hacia los muros verdes. Dejaron una ordenada fila de cadáveres, sesenta o setenta daneses en el suelo, y nosotros no habíamos perdido más de veinte hombres. Recogí una cadena de plata de un cadáver, dos brazaletes de otro y un bonito cuchillo con empuñadura de hueso y ámbar de un tercero.
—¡Atrás! —gritó Alfredo.
No fue hasta que nos retiramos hasta donde habíamos empezado la batalla cuando reparé en el desastre a nuestra derecha. Nosotros éramos el centro del ataque de Alfredo, pero ahora éramos el ala derecha, y lo que había sido nuestro fuerte flanco derecho estaba despedazado en el caos. Muchos de los hombres de Osric se habían retirado hasta donde esperaban las mujeres y los caballos, y allí habían formado un muro de escudos que, por el momento, les protegía, pero la mayor parte del
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había huido más hacia el este y los estaban trinchando hasta convertirlos en grupitos cada vez más pequeños.
Svein reunió por fin a sus hombres, que abandonaron la persecución, aunque para entonces nuestra ala derecha había prácticamente desaparecido. Muchos de aquellos hombres seguían con vida, pero habían sido apartados del campo de batalla y les costaría regresar para recibir más castigo. El mismo Osric estaba entre ellos, y trajo de vuelta a Alfredo a los doscientos que se habían retirado con las mujeres y los caballos, pero eso era todo lo que quedaba. Svein formó de nuevo a sus hombres, de cara a nosotros, y lo vi arengándolos.
—Ahora vienen a por nosotros —dije.
—Dios nos protegerá —contestó Pyrlig. Tenía sangre en la cara. Una espada o un hacha le había perforado el casco y le había abierto el cuero cabelludo, de modo que tenía sangre seca en la mejilla izquierda.
—¿Dónde estaba tu escudo? —le pregunté a Etelwoldo.
—Lo tengo —contestó. Parecía pálido y asustado.
—¡Se supone que tienes que proteger la cabeza de Pyrlig! —le rugí.
—No es nada. —Pyrlig intentaba calmar mi furia.
Etelwoldo parecía estar a punto de replicar, pero de repente se inclinó hacia delante bruscamente y vomitó. Me aparté de él. Estaba enfadado, pero también decepcionado. El miedo que te suelta las tripas había desaparecido, pero la lucha me había parecido inefectiva y poco entusiasta. Habíamos ahuyentado a los daneses que nos habían atacado, aunque no les habíamos hecho suficiente daño como para que abandonaran la pelea. Quería sentir la furia de la batalla, la alegría exultante de la matanza, pero todo parecía lento y difícil.
Había buscado a Ragnar durante la pelea, pues temía tener que luchar contra mi amigo, y cuando los daneses regresaron al fuerte vi que estaba en otra parte de la fila. Ahora lo veía, en la muralla, observándonos. Después miré a la derecha, esperaba ver a Svein comandar a sus hombres en un asalto contra nosotros, pero lo vi galopando hacia el fuerte, y sospeché que iba a pedir refuerzos a Guthrum.
La batalla no llevaba más de una hora en marcha, e hicimos una pausa. Algunas mujeres nos trajeron agua y pan mohoso, mientras los heridos buscaban cualquier ayuda de la que pudieran echar mano. Le envolví un trapo alrededor del brazo izquierdo a Eadric, donde un hacha había atravesado el cuero de su manga.
—Iba dirigido a vos, señor —me dijo con una sonrisa sin dientes.
Le terminé de atar el trapo.
—¿Te duele?
—Un poquito —contestó—, pero no es grave. No es grave. —Flexionó el brazo, descubrió que funcionaba y recogió el escudo.
Volví a mirar a los hombres de Svein, que no parecían tener prisa por reanudar el ataque. Vi a un hombre beber de un pellejo de agua o cerveza. Justo delante de nosotros, entre la fila de muertos, un soldado se incorporó de repente. Era danés, llevaba el pelo negro recogido en trenzas y decorado con cintas. Pensaba que estaba muerto, pero se sentó, nos miró con cara de indignación y pareció bostezar. Me miraba directamente, con la boca abierta, y un chorro de sangre se derramó por su boca y le empapó la barba. Puso los ojos en blanco y cayó hacia atrás. Los hombres de Svein seguían sin moverse. Aún era el ala izquierda del ejército de Guthrum, pero era un ala mucho más pequeña ahora que cuando estaba hinchada por los hombres de Wulfhere, así que me di la vuelta y me abrí paso entre nuestras filas para encontrarme con Alfredo.
—¡Señor! —le grité, y capté su atención— ¡Atacad a esos hombres! —señalé las tropas de Svein. Estaban a sus buenos doscientos pasos del fuerte y, al menos por el momento, sin jefe, porque Svein se había dirigido a las murallas. Alfredo me miró desde lo alto del caballo y yo lo apremié para que los atacáramos con todos los hombres de nuestra división central. Los daneses tenían el despeñadero a su espalda, y pensaba que podíamos hacerlos retroceder por aquella pendiente traicionera. Alfredo me escuchó, miró a los hombres de Svein, y sacudió la cabeza como atontado. Beocca estaba de rodillas, con las manos bien abiertas y el rostro bien apretado por la intensidad de la oración.
—Podemos alejarlos, señor —insistí.
—Vendrán del fuerte —contestó Alfredo, y quería decir que los daneses de Guthrum bajarían a ayudar a los hombres de Svein.
Algunos bajarían, pero dudaba de que llegaran suficientes.
—¡Pero los queremos fuera del fuerte! —insistí—. ¡Son más fáciles de matar en campo abierto!
Alfredo sacudió la cabeza otra vez. Creo que en aquel momento estaba prácticamente paralizado por miedo a cometer un error, así que decidió no hacer nada. Llevaba un casco simple, sólo con protección nasal y tenía un aspecto mortalmente pálido. No era capaz de ver una oportunidad clara, así que permitiría que el enemigo tomara la siguiente decisión.
Y ése fue Svein. Consiguió más daneses del fuerte, trescientos o cuatrocientos. La mayoría de los hombres de Guthrum se quedaron tras las murallas, pero aquellos que habían atacado a la guardia de Alfredo bajaron a terreno abierto, donde se unieron a las tropas del inmaculado Svein, y allí formaron en un muro de escudos. Vi el estandarte de Ragnar entre ellos.
—Van a atacar, ¿verdad? —dijo Pyrlig. La lluvia le había lavado buena parte de la sangre de la cara, pero la brecha en el casco tenía un aspecto horrendo—. Estoy bien —me dijo al verme mirar la herida—. He recibido golpes peores en peleas con mi mujer. Pero esos cabrones vienen, ¿no es cierto? Quieren seguir matándonos por la derecha.
—Podemos vencerlos, señor —le grité a Alfredo—. Poned a todos nuestros hombres contra ellos. ¡A todos!
Parecía no escuchar.
—¡Traed al
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de Wiglaf, señor! —le rogué.