Le di una patada a una trampa de anguilas, y la envié rodando hasta el río.
—Durante un tiempo —dije—, casi me gustó Alfredo. Ahora ya ha recuperado a todos sus curas y habéis empezado a envenenarlo otra vez.
—El… —empezó a decir Beocca.
Me di la vuelta y lo hice callar.
—¿Quién rescató a ese cabrón y salvó a su hijo? ¿Quién prendió fuego a los barcos de Svein? ¿Quién, en el nombre de ese dios vuestro sin suerte, mató a Ubba? ¿Y seguís sin confiar en mí?
Beocca intentaba calmarme con aleteos de las palmas.
—Temo que seas un pagano —dijo—, y tu mujer es sin duda una pagana.
—Mi mujer curó a Eduardo —le rugí—. ¿Es que eso no importa?
—Podría significar que hizo la obra del diablo.
De la conmoción me quedé sin habla.
—El diablo está operando en la tierra —prosiguió Beocca con convicción—, y le resultaría muy útil que Wessex desapareciera. El diablo quiere al rey muerto. Quiere que su propia estirpe pagana ¡se extienda por Inglaterra! Hay una lucha mayor, Uhtred. No la lucha entre sajones y daneses, sino la lucha entre Dios y el diablo, ¡entre el Bien y el Mal! ¡Formamos parte de ella!
—He matado más daneses de los que podéis soñar —le dije.
—Pero supón —me dijo, intentando hacerme entrar en razón—, sólo supón que tu mujer haya sido enviada por el diablo. Que el Mal le haya permitido curar a Eduardo para que el rey confíe en ella. ¡Y que cuando el rey, con toda inocencia, vaya a espiar al enemigo, lo traicione!
—¿Creéis que lo traicionaría —le pregunté con amargura—, o creéis que voy a traicionarlo yo?
—Tu aprecio por los daneses es bien conocido —repuso Beocca con tirantez—, y perdonaste la vida a los hombres de Palfleot.
—¿Así que pensáis que no se puede confiar en mí?
—Yo confío en ti —me dijo sin convicción—. ¿Pero algunos hombres…? —Hizo un gesto de impotencia con la mano tonta—. En cambio, si Iseult está aquí… —Se encogió de hombros, sin terminar la frase.
—Así que la tendréis como rehén —le dije.
—Como garantía, más bien.
—Le presté juramento al rey —señalé.
—También has prestado juramentos anteriormente, y se te conoce por mentiroso; tienes esposa e hijo y, sin embargo, vives con una ramera pagana y aprecias a los daneses como te aprecias a ti mismo, ¿crees realmente que podemos confiar en ti? —Soltó todo esto como empujado por un ataque de amargura—. Te conozco, Uhtred, desde que gateabas por los toscos suelos de Bebbanburg. Te he bautizado, enseñado, reñido, observado crecer, te conozco mejor que ningún hombre vivo, y no confío en ti. —Beocca me miró con aire beligerante—. Si el rey no regresa, Uhtred, echaremos tu ramera a los perros. —Acababa de entregar su mensaje, y pareció arrepentirse de su contundencia, pues sacudió la cabeza—. El rey no debería ir. Tienes razón. Es una locura. ¡Una estupidez! Es… —se detuvo, buscando una palabra, y acabó saliéndole una de las peores condenas de su vocabulario— ¡es irresponsable! Pero insiste, y si él va, tú tienes que ir también, pues eres el único hombre de aquí que puede hacerse pasar por danés. Pero tráelo de vuelta, Uhtred, tráelo de vuelta porque es caro a Dios y a todos los sajones.
A mí no, pensé, a mí no me era nada caro. Aquella noche, rumiando sobre las palabras de Beocca, me sentí tentado de huir del pantano, marcharme con Iseult, encontrar un señor, darle a
Hálito-de-Serpiente
un nuevo amo, pero Ragnar había sido rehén, así que ya no conservaba ningún amigo entre mis enemigos, y si me marchaba rompería mi juramento con Alfredo y los hombres dirían que no se podía volver a confiar en Uhtred de Bebbanburg, así que decidí quedarme. Intenté convencer a Alfredo de no ir a Cippanhamm. Era, como Beocca había dicho, irresponsable, pero Alfredo insistió.
—Si me quedo aquí —dijo—, los hombres dirán que me escondo de los daneses. ¿Otros se enfrentan a ellos y yo me escondo? No. Los hombres tienen que verme, deben saber que estoy vivo, y saber que peleo. —Por una vez, Ælswith y yo estábamos de acuerdo, y ambos intentamos que se quedara en Æthelingaeg, pero Alfredo no permitió que lo disuadiéramos. Estaba en un estado de ánimo extraño, invadido por la alegría, totalmente convencido de que Dios caminaba a su lado, y dado que su enfermedad había remitido se sentía lleno de energía y confianza.
Eligió seis compañeros. El cura era un hombre joven llamado Adelbert que llevaba una pequeña arpa envuelta en cuero. Parecía ridículo llevar un arpa a territorio enemigo, pero Adelbert era famoso por su música y Alfredo comentó risueño que cantaríamos alabanzas a Dios entre los daneses. Los otros cuatro eran todos guerreros experimentados que habían formado parte de su guardia real: Osferth, Wulfrith, Beorth, y Egwine, que le juró a Ælswith que traería al rey a casa, cosa que provocó que la reina me mirara mal. Si había ganado algún favor tras la curación de Eduardo, se había desvanecido bajo la influencia de los curas.
Nos vestimos para la batalla, con cotas de malla y escudos, mientras que Alfredo insistió en llevar una buena capa azul, rematada en piel, que le hacía destacar: quería que la gente viera un rey. Se eligieron los mejores caballos, uno para cada uno de nosotros y tres monturas más, les hicimos cruzar el río a nado, seguimos las sendas hechas con troncos y al final llegamos a tierra firme, cerca de la isla donde Iseult decía que estaba enterrado Arturo. Había dejado a Iseult con Eanflaed, que compartía alojamiento con Leofric.
Ya era febrero. Habíamos gozado de una temporada de buen tiempo tras la quema de la flota de Svein, y mi opinión era que debíamos viajar entonces, pero Alfredo insistió en que esperáramos al octavo día de febrero porque era la fiesta de san Cuthman, un santo sajón de la Anglia Oriental, y lo consideraba un día propicio. Quizá tuviera razón, pues el día resultó lluvioso y amargamente frío, e íbamos a descubrir que los daneses se mostraban reacios a abandonar sus cuarteles con aquel tiempo. Partimos al alba, y a media mañana ya estábamos en las colinas que dominaban el pantano, medio oculto por una niebla que aún espesaba más el humo de las cocinas de los pequeños poblados.
—¿Estás familiarizado con san Cuthman? —me preguntó Alfredo alegre.
—No, señor.
—Era un ermitaño —dijo Alfredo. Nos dirigíamos al norte, por el terreno elevado que dejaba el pantano a nuestra izquierda—. Su madre era tullida, así que le hizo una carretilla.
—¿Una carretilla? ¿Y para qué quería una tullida una carretilla?
—¡No, no, no! ¡Él la transportaba en la carretilla! De modo que pudiera estar con él mientras predicaba. La llevaba a todas partes.
—Eso debió de haberle gustado.
—Su vida no está escrita, que yo sepa —dijo Alfredo—, pero tendremos que componerle una, sin duda. Podría ser el santo de las madres.
—O de las carretillas, señor.
Tuvimos nuestra primera prueba de la presencia danesa justo después del mediodía. Seguíamos en terreno elevado, pero en un valle que descendía hasta los prados vimos una casa de tamaño considerable, encalada y con un denso tejado de paja. Del centro de aquel tejado salía humo, y en un huerto vallado de manzanos había una veintena de caballos. Ningún danés dejaría un lugar como aquel sin saquear, lo que sugería que los caballos les pertenecían y que en la granja habían dejado una guarnición.
—Están aquí para vigilar el pantano —sugirió Alfredo.
—Probablemente. —Tenía frío. Llevaba una espesa capa de lana, pero seguía teniendo frío.
—Enviaremos hombres —dijo Alfredo—, y les enseñaremos a no robar manzanas.
Aquella noche nos refugiamos en un pequeño pueblo. Los daneses ya habían pasado por allí y la gente estaba asustada. Al principio, cuando llegamos por el camino surcado entre las casas, se escondieron, pensando que éramos daneses, pero cuando oyeron nuestras voces salieron de sus escondites y se nos quedaron mirando como si acabáramos de llegar de la luna. Los paganos habían matado al cura, así que Alfredo insistió en que Adelbert diera un servicio en los restos quemados de la iglesia. El propio Alfredo ejerció de chantre, acompañando sus cantos con la pequeña arpa del cura.
—Aprendí a tocar cuando era pequeño —me dijo—. Mi madrastra insistió, pero no se me da muy bien.
—No, no se os da muy bien —coincidí, cosa que no le gustó.
—Siempre falta tiempo para practicar —se quejó.
Nos alojamos en la cabaña de un campesino. Alfredo, como pensaba que los daneses ya habrían recogido la cosecha de los lugares que visitáramos, había cargado los caballos con pescado ahumado, anguilas y tortas de avena de sobra, así que nosotros suministramos casi toda la comida y, cuando hubimos terminado, la pareja de campesinos se arrodilló ante mí y la mujer me tiró de la falda de mi cota de malla con timidez.
—Mis hijos —susurró—, son dos. Mi hija tiene siete años y mi hijo es un poco mayor. Son buenos niños.
—¿Qué les ocurre? —intervino Alfredo.
—Los paganos se los llevaron, señor —dijo la mujer. Estaba llorando—. ¿Podéis encontrarlos, señor? —me preguntó tirando de la malla—. ¿Podéis encontrarlos y traer de vuelta a mis pequeños? Os lo ruego en el nombre de Dios.
Le prometí que lo intentaría, pero era una promesa vacía, pues los niños haría mucho que habrían llegado al mercado de esclavos y, a esas alturas, o estarían trabajando en alguna hacienda danesa o, si eran guapos, los habrían enviado al otro lado del mar, donde hombres paganos pagaban un buen dinero por los niños cristianos.
Supimos que los daneses habían pasado por el pueblo poco después del duodécimo día de Navidad. Habían matado, capturado, robado y seguido su camino en dirección sur. Pocos días después, regresaron, de vuelta al norte, con una banda de cautivos y una manada de caballos capturados cargados de botín. Desde entonces, los aldeanos no habían vuelto a ver daneses, salvo por los pocos que deambulaban por los alrededores del pantano. Aquellos daneses, nos contaron, no daban problemas, quizá porque eran pocos y no querían buscarse la enemistad del territorio que los rodeaba. Oímos la misma historia en otros pueblos. Los daneses habían pasado por allí, habían saqueado, y habían regresado al norte.
Pero al tercer día por fin vimos una fuerza enemiga cabalgando por la carretera romana de Baóum, que atraviesa hacia el oeste las colinas. Eran unos sesenta hombres, e iban a buen paso para que no les pillaran las nubes oscuras y la noche.
—Regresan a Cippanhamm —comentó Alfredo.
Era una partida de saqueo, los caballos de carga transportaban redes con heno para alimentar a las bestias de guerra, y yo recordé el invierno de mi infancia que pasé en Readingum, cuando los daneses invadieron Wessex por primera vez, y lo duro que había sido mantener a los caballos y a los hombres vivos durante el frío invierno. Habíamos segado débiles hierbajos de invierno, y desmontado paja de los tejados para alimentar a nuestros caballos, que igualmente se debilitaron y quedaron en los huesos. A menudo he oído declarar a los hombres que lo único que se necesita para ganar una guerra es reunir soldados y marchar contra el enemigo, pero nunca es tan fácil. Hay que alimentar a hombres y caballos, y el hambre puede derrotar a un ejército mucho más deprisa que las lanzas. Observamos a los daneses marchar hacia el norte, después nos apartamos hasta un granero medio en ruinas que nos ofreció cobijo durante la oscuridad.
Empezó a nevar aquella misma noche, una nieve suave, implacable, silenciosa y densa, de modo que al alba el mundo estaba cubierto de blanco bajo un cielo azul claro. Sugerí que esperáramos a que la nieve se hubiera derretido antes de seguir, pero Egwine, que procedía de aquella parte del país, dijo que sólo nos encontrábamos a dos o tres horas al sur de Cippanhamm, y Alfredo se mostraba impaciente.
—Vamos —insistió—. Llegamos, vemos la ciudad y nos marchamos.
Así que nos dirigimos al norte, mientras los cascos de nuestros caballos quebraban la nieve recién caída a través de un mundo nuevo y limpio. La nieve estaba suspendida sobre ramas y arbustos, mientras que el hielo cubría la superficie de zanjas y estanques. Vi la cola de un zorro cruzar un campo, y pensé que aquella primavera habría una plaga de aquellos bichos, pues nadie había salido a cazarlos, que los corderos morirían de manera sangrienta y las ovejas balarían de pena.
Cippanhamm apareció ante nuestra vista antes de mediodía, aunque estuvimos viendo la gran humareda que despedían los cientos de cocinas durante toda la mañana. Nos detuvimos al sur de la ciudad, justo donde la carretera surgía de un robledal, y los daneses debieron vernos, pero nadie vino de las puertas a ver quiénes éramos. Hacía demasiado frío para que los hombres se movieran. Vi guardias en las murallas, pero ninguno se quedaba allí demasiado: se retiraban a cualquier lugar cálido que encontraran entre sus cortas expediciones por las murallas de madera. Aquellas murallas presentaban un aspecto abigarrado, todas llenas de escudos azules, blancos y rojos como la sangre y, dado que allí se encontraban los hombres de Guthrum, también negros.
—Deberíamos contar los escudos —dijo Alfredo.
—No servirá de nada —le contesté—. Llevan dos o tres escudos por persona y los cuelgan todos para que parezca que son más hombres.
Alfredo temblaba e insistí en que buscáramos refugio. Regresamos al abrigo del bosque, siguiendo un camino que conducía al río, y a unos dos kilómetros río arriba encontramos un molino. Se habían llevado la muela, pero el edificio seguía intacto y estaba bien construido, con muros de piedra y un tejado de paja trenzada sujeto por vigas recias. Había un hogar en la estancia que había habitado la familia del molinero, pero no dejé que Egwine lo encendiera por si el humo atraía la curiosidad de los daneses de la ciudad.
—Espera a la noche —le dije.
—Estaremos helados para entonces —rezongó.
—Pues no haber venido —espeté.
—Tenemos que acercarnos más a la ciudad —dijo Alfredo.
—Vos no —le dije—. Iré yo. —Había visto animales amarrados al oeste de las murallas, y pensé que podía coger nuestro mejor caballo, acercarme hasta la puerta oeste y contar todos los caballos que viera. Eso nos daría un número bastante aproximado de sus fuerzas, pues casi todos los hombres tendrían caballo. Alfredo quería venir, pero yo me negué. Era inútil que fuera más de un hombre, y sensato que el que lo hiciera hablara danés, así que le dije que lo vería en el molino al caer la noche y cabalgué hacia el norte. Cippanhamm estaba construida en una colina casi completamente rodeada por el río, así que no podía rodear limpiamente la ciudad, pero me acerqué tanto a las murallas como pude, miré al otro lado del río y no vi caballos en la orilla más lejana, lo que sugería que los daneses guardaban sus nobles brutos en el lado oeste. Me acerqué hasta allí, oculto por los bosques nevados, y aunque los daneses sin duda me verían, no iban a molestarse en perseguir a un solo hombre en la nieve, así que acabé encontrando el cercado donde los caballos se estremecían de frío. Pasé el día contando. La mayoría estaban en los campos junto al complejo real, y había cientos. Al final de la tarde había hecho una estimación de doce centenares; los mejores caballos estarían en la ciudad, pero mis cálculos valían. Le darían a Alfredo una idea de las fuerzas de que disponía Guthrum. ¿Pongamos dos mil hombres? Y en el resto de Wessex, en las ciudades ocupadas por los daneses, habría otros mil. Era una fuerza poderosa, pero no lo suficiente para capturar el reino. Eso tendría que esperar hasta la primavera, cuando llegaran refuerzos de Dinamarca o de los tres reinos conquistados de Inglaterra. Regresé al molino de agua cuando ya oscurecía. Había escarcha y el cielo estaba tranquilo. Tres grajos sobrevolaron el río al desmontar. Pensé que uno de los hombres de Alfredo podría cepillar a mi caballo; lo único que quería era calor, y resultaba evidente que Alfredo se había arriesgado a encender un fuego, pues del agujero en el techo de hierba salía humo.