Hoder es el dios de la noche, y a él le recé. Lancé mi viejo casco por la borda a modo de ofrenda, pues todos temíamos la oscuridad que nos había engullido, y era de veras oscura, pues habían llegado unas nubes del oeste para emborronar el cielo. Ni luna, ni estrellas. Durante un tiempo se apreció el brillo de una hoguera en la orilla norte, pero se desvaneció y nos quedamos ciegos. El viento sopló y el mar nos balanceaba; subimos los remos a bordo y dejamos que el agua y el aire nos transportaran, dado que no podíamos ni ver ni navegar. Yo me quedé en cubierta, escrutando la oscuridad. Iseult se quedó conmigo, bajo mi capa, y recordé su rostro de felicidad al vernos enzarzarnos en la batalla.
El alba era gris, el mar era gris manchado aquí y allá de bandas blancas, el viento frío, y no había tierra a la vista, pero dos aves blancas volaron sobre nosotros, lo que yo interpreté como una señal, y remamos en la dirección en que se habían marchado; mas tarde, aquel mismo día, bajo una lluvia fría y sobre un mar amargo, divisamos tierra: resultó ser otra vez la Isla de los Frailecillos, donde nos resguardamos en una cala y encendimos hogueras en la orilla.
—Cuando los daneses se enteren de lo que hemos hecho… —comentó Leofric.
—Vendrán a por nosotros —terminé la frase por él.
—Muchos, demasiados de ellos vendrán a por nosotros.
—Pues ha llegado la hora de volver a casa —repuse.
Los dioses habían sido benevolentes con nosotros y, al alba del día siguiente, en un mar tranquilo, remamos hacia el sur en busca de tierra y seguimos la costa hacia el oeste. Rodearíamos los salvajes cabos donde nadaban las marsopas, viraríamos hacia el este, y encontraríamos nuestro hogar.
* * *
Mucho más tarde, descubrí qué había hecho Svein después de que nos separáramos, pero como lo que hizo afectó mi vida y empeoró mi enemistad con Alfredo, voy a contarlo ahora.
Sospecho que la idea de un altar de oro en Cynuit había estado consumiendo su corazón, pues llevó su sueño a Glwysing, donde se reunían sus hombres. Glwysing era otro reino de los britanos al sur de Gales, un lugar de buenas bahías en que su rey recibía bien a los daneses, pues su presencia evitaba que los hombres de Guthrum intentaran un asalto por la frontera mercia.
Svein ordenó a un segundo barco y su tripulación que lo acompañaran, y juntos atacaron Cynuit. Llegaron al alba, ocultos por una niebla, y me puedo imaginar aquellos barcos con testa de bestia aparecer en la niebla gris de la mañana como monstruos de una pesadilla. Subieron río arriba, con los remos chapoteando, vararon los barcos y las tripulaciones bajaron a la orilla, hombres con malla y cascos, daneses de lanza, daneses de espada, y encontraron la iglesia y el monasterio a medio construir.
Odda
el Joven
estaba construyendo su iglesia, como había prometido, pero sabía que estaba demasiado cerca del mar, de modo que había decidido construirla como fortaleza. La torre de la iglesia iba a ser de piedra, y suficientemente alta para que los hombres pudieran utilizarla como atalaya. Los monjes y curas estarían rodeados por una empalizada y un foso de agua, pero cuando Svein tomó tierra no había nada concluido, así que era indefendible. Además, no había más que una escasa tropa de cuarenta hombres y murieron o huyeron todos a los pocos minutos del desembarco danés. Los daneses quemaron el poco trabajo que se había hecho, y derribaron la cruz de madera que por costumbre señalaba el monasterio y que era lo primero que había sido erigido.
Los constructores eran monjes, la mayoría novicios, y Svein los reunió a todos y les exigió que le mostraran dónde estaban ocultos los objetos valiosos. Les prometió misericordia si decían la verdad, cosa que hicieron. No había nada de demasiado valor, y desde luego, ningún altar de oro, pero había que comprar madera y víveres, así que los monjes guardaban un arcón de peniques de plata, suficiente recompensa para los daneses. Después derruyeron la torre de la iglesia a medio construir, destrozaron la empalizada sin acabar, y sacrificaron parte del ganado. Svein preguntó entonces dónde estaba enterrado Ubba, y sólo recibió por respuesta un silencio hosco, sacó otra vez las espadas y preguntó por segunda vez, y los monjes se vieron obligados a confesar que la iglesia estaba siendo construida directamente sobre la tumba del jefe danés. Aquella tumba había sido un túmulo de tierra, pero los monjes cavaron y lanzaron el cadáver al río; cuando los daneses oyeron aquella historia, la misericordia abandonó sus corazones.
Los monjes fueron obligados a meterse en el río hasta que encontraron algunos huesos, huesos que fueron a parar a una pira itineraria construida con la madera de los edificios a medio construir. Era, se mirara por donde se mirara, una pira enorme, y cuando estuvo encendida y los huesos ardían en su corazón, los monjes fueron arrojados a las llamas. Mientras sus cuerpos ardían, los daneses eligieron a dos chicas, capturadas en los refugios de los soldados, las violaron, las estrangularon y enviaron sus almas a hacer compañía a Ubba en el Valhalla. Nosotros nos enteramos de aquella incursión por dos niños que habían sobrevivido ocultándose en un campo de ortigas, y por algunas personas de una aldea vecina que se acercaron hasta allí para ver de dónde procedía aquella columna de humo hediondo.
—Svein el del Caballo Blanco hizo esto —les dijeron, y fueron obligados a repetir las palabras. Era costumbre danesa dejar testigos de su horror, de modo que los cuentos extendieran el miedo y convirtieran en cobardes a otras gentes que de otro modo se atreverían a armarse. Y desde luego que la historia de los monjes calcinados y las chicas asesinadas corrió por Wessex como el viento por la hierba seca. Se exageró, como suele hacerse con ese tipo de historias. Los monjes muertos pasaron de dieciséis a sesenta, las chicas violadas de dos a veinte, y la plata del arcón de peniques a un tesoro digno de los dioses. Alfredo le envió un mensaje a Guthrum, exigiendo saber por qué no debía hacer matar a los rehenes que estaban en sus manos, y Guthrum le envió un regalo en oro, dos evangelios capturados, y una carta para él humillante en la que aseguraba que los dos barcos no formaban parte de sus tuerzas, sino que eran piratas del otro lado del mar. Alfredo le creyó, así que los rehenes siguieron con vida y la paz se mantuvo, pero el rey ordenó que todas las iglesias de Wessex maldijeran a Svein. El jefe danés tenía que ser condenado por toda la eternidad, sus hombres arder en los fuegos del infierno, y sus hijos y los hijos de sus hijos llevar la marca de Caín. Le pregunté a un cura cuál era esa marca, y él me explicó que Caín era el hijo de Adán y Eva y el primer asesino, pero no sabía qué marca llevaba. Pensaba que Dios la reconocería.
Así que los dos barcos de Svein zarparon, dejando una columna de humo en la orilla de Wessex, y yo no sabía nada de aquello. Con el tiempo, me enteraría. Por el momento, regresaba a casa tomando todas las precauciones.
Regresamos lentamente, resguardándonos cada noche, siguiendo nuestros pasos de vuelta hasta la colina ennegrecida, donde se había erguido el poblado de Peredur, y aún más adelante, bajo el sol y la lluvia estival, hasta regresar al Uisc.
El
Heahengel estaba
ya a flote, y con el mástil montado, lo que significaba que Leofric podía llevárselo junto con el
Eftwyrd,
pues el
Jyrdraca
ya no existía, de vuelta a Hamtun. Repartimos antes el botín y, aunque Leofric y yo nos quedamos con la mayor parte, todos los hombres se marcharon cargados de dinero. Yo me quedé con Haesten e Iseult, y me los llevé a Oxton, donde Mildrith lloró de alivio porque me creía muerto. Le conté que habíamos estado patrullando la costa, cosa que era cierta, que habíamos capturado un barco danés cargado de riquezas, y dejé caer las monedas y los lingotes por el suelo. Le regalé un brazalete de ámbar y un collar de azabache, y aquellos regalos hicieron que se olvidara de Iseult, que la observaba con ojos grandes y oscuros. Si Mildrith reparó en las joyas de la britana, no dijo nada.
Habíamos regresado a tiempo para la cosecha, aunque era poca, pues había llovido mucho aquel verano. El centeno tenía hongos negros, lo que significaba que ni siquiera servía de forraje, aunque la paja estaba en suficiente buen estado para cubrir el salón que construí. Siempre he disfrutado construyendo. Construí mi salón de arcilla, grava y paja, todo bien mezclado para hacer muros espesos y fuertes. Vigas de roble sostenían las paredes, y viguetas del mismo material afianzaban un techo alto y largo que parecía de oro la primera vez que lo cubrimos de paja. Pintamos las paredes con cal en polvo disuelta en agua, y uno de los aldeanos vertió sangre de buey en la mezcla, de modo que quedaron del color de un cielo de verano en la puesta de sol. La enorme puerta de la casa miraba al este, hacia el Uisc, y le pagué a un hombre de Exanceaster para que labrara las jambas y los dinteles con lobos retorcidos, pues el estandarte de Bebbanburg, mi estandarte, era una cabeza de lobo. Mildrith quería que las tallas representaran santos, pero tuvo que apechugar con los lobos. Pagué bien a los constructores, y cuando otros hombres supieron que tenía plata, vinieron a buscar trabajo. Aunque estaban allí para construir mi casa, sólo contraté a los que tenían experiencia en la batalla. Los equipé con palas, hachas, azuelas, armas y escudos.
—Estás montando un ejército —me acusó Mildrith. Su alivio al verme regresar pronto se agrió cuando se hizo evidente que no había vuelto más cristiano que cuando la dejé.
—¿Diecisiete hombres un ejército?
—Estamos en paz —replicó. Se lo creía porque los curas lo predicaban, y los curas sólo decían lo que les indicaban los obispos que dijeran, que a su vez recibían órdenes de Alfredo. Un cura peregrino pidió cobijo una noche e insistió en que la guerra con los daneses había terminado.
—Seguimos teniendo daneses en la frontera —le dije.
—Dios ha apaciguado sus corazones —insistió el cura, y me contó que Dios había matado a los hermanos Lothbrok, Ubba, Ivar y Halfdan, y que el resto de los daneses estaban tan conmocionados por sus muertes que ya no se atrevían a luchar contra los cristianos—. Lo que digo es cierto, señor —me dijo el cura convencido— Lo he oído predicar en Cippanhamm, y el rey estaba allí y alabó al Señor por la verdad del sermón. Debemos convertir nuestras espadas en rejas de arado, y en guadañas nuestras lanzas.
Me reía ante la idea de convertir a
Hálito-de-serpiente
en una herramienta para arar los campos de Oxton, pero claro, yo tampoco me creía las tonterías del cura. Los daneses esperaban su hora, eso era todo; aun así, es cierto que todo parecía pacífico a medida que el verano discurría imperceptiblemente hacia el otoño. Ningún enemigo cruzó la frontera de Wessex, ni tampoco ningún barco asaltó nuestras costas. Trillamos el grano, atrapamos perdices, cazamos ciervos en las colinas, colocamos las redes en los ríos y practicamos con las armas. Las mujeres hilaron, recogieron nueces, setas y moras. Teníamos manzanas y peras, pues era la época de la abundancia, la época en que se engorda al ganado antes de la matanza de invierno, dominios como revés y, cuando terminé de construir mi nueva casa. di una fiesta. Mildrith vio la cabeza de buey encima de la puerta, y supo que era una ofrenda para Thor, pero no dijo nada.
Mildrith detestaba a Iseult, algo poco sorprendente, pues le había contado que Iseult era reina de los britanos y que la mantenía cautiva por el rescate que ofrecerían. Yo no tenía noticia alguna de que tal rescate fuera a llegar nunca, pero la historia servía para explicar en parte su presencia. Aunque a Mildrith le sentó mal que la muchacha britana recibiera su propia casa.
—Es una reina —le dije.
—Una reina a la que te llevas de caza —me reprochó Mildrith.
Hacía más que eso, pero Mildrith decidió hacer oídos sordos a la mayoría de cosas. Estaba satisfecha con poco más que su iglesia, su bebé y una rutina invariable. Organizaba a las muchachas que muñían a las vacas, preparaban la mantequilla, hilaban la lana y recogían miel, y le producía un inmenso orgullo que todo aquello se hiciera bien. Si venía un vecino de visita, una oleada de pánico recorría la casa mientras la limpiaba de arriba abajo, y se preocupaba mucho por la opinión de los vecinos. Quería que pagara el
wergild
de Oswald. A Mildrith no le importaba que lo hubiera sorprendido robando, porque pagar el
wergild
supondría la paz en el valle del Uisc. Incluso quería que visitara a Odda
el Joven.
—Podríais ser amigos —me rogó.
—¿De esa serpiente?
—Y Wirken dice que no has pagado el diezmo.
Wirken era el cura de Exanmynster, un hombre al que yo odiaba.
—Se bebe y se come el diezmo —rugí. El diezmo era el pago que todos los propietarios de las tierras debían hacer a la Iglesia y, por derecho, tendría que haberle enviado a Wirken parte de mi cosecha, pero no lo había hecho. Con todo, el cura venía a Oxton a menudo, cuando pensaba que estaba cazando, se comía mi comida, se bebía mi cerveza y estaba engordando a mi costa.
—Viene a rezar con nosotros —dijo Mildrith.
—Viene a llenarse la panza —dije.
—Y dice que el obispo se quedará con las tierras si no pagamos las deudas.
—La deuda será saldada.
—¿Cuándo? ¡Tenemos el dinero! —Señaló la casa nueva—. ¿Cuándo?
—Cuando yo quiera —le gruñí. No le dije cuándo ni cómo porque, si lo hacía, Wirken el cura lo sabría, y el obispo también lo sabría. No bastaba con pagar la deuda. El padre de Mildrith había donado insensatamente parte de nuestra producción futura a la iglesia; yo quería que nos liberaran de esa carga para que la deuda no se prolongara hasta la eternidad, y para conseguirlo tenía que sorprender al obispo, así que mantuve a Mildrith en la ignorancia, e inevitablemente aquellas discusiones terminaban en llanto. Estaba aburrida de ella y Mildrith lo sabía. Un día la descubrí pegando a la doncella de Iseult. La chica era una sajona que yo le había entregado a Iseult como sirvienta, pero también trabajaba en la lechería y Mildrith la estaba azotando porque no le había dado la vuelta a algunos quesos. Me llevé a Mildrith a rastras y eso, por supuesto, provocó otra discusión. Y resultó que Mildrith no estaba tan sorda porque me acusó de intentar engendrar bastardos en Iseult, cosa bastante cierta, pero yo le recordé que su propio padre había sembrado el valle con unos cuantos, de los que al menos media docena trabajaban ahora para nosotros.