Como la guerra: Peredur nos ofreció a Haesten y a mí a dos de las sirvientas para sellar nuestro trato. Yo había enviado a Cenwulf de vuelta al
Jyrdraca
con un mensaje para Leofric en el que le avisaba de que estuviera listo para pelear por la mañana, y pensé que quizás Haesten y yo deberíamos regresar al barco, pero las sirvientas eran guapas, así que nos quedamos; tampoco hacía falta preocuparse: nadie intentaría matarnos por la noche, ni tampoco cuando Haesten y yo llevamos el primer tercio de la plata a la orilla para que un pequeño bote lo transportara a bordo.
—Hay dos veces eso esperándonos —le dije a Leofric.
Removió el saco de plata con el pie.
—¿Y dónde estabas anoche?
—En la cama, con una britana.
—Eres un
earsling
—dijo—. Así que, ¿con quién peleamos?
—Con un hatajo de salvajes.
Dejamos diez hombres de guardia. Si la gente de Peredur se tomaban en serio lo de capturar el
Jyrdraca,
aquellos diez habrían tenido guerra, y probablemente una guerra perdida, pero contábamos con los tres rehenes que podían o no ser hijos de Peredur, un riesgo que había que asumir, y no parecía demasiado alto porque Peredur había reunido a su ejército en la parte este del poblado. Digo ejército, aunque sólo eran cuarenta hombres, a los que yo sumaba treinta, y mis treinta estaban todos bien armados y parecían feroces con sus cueros. Leofric, como yo, vestía malla, como media docena de hombres de mi tripulación, y yo tenía un buen casco con visera, así que por lo menos servidor parecía señor de batallas.
Peredur vestía cuero, y se había atado colas de caballo negras al pelo y a las dos puntas de su barba, de modo que colgaban bastante y le daban un aspecto salvaje y fiero. Sus hombres estaban armados sobre todo con lanzas, aunque Peredur poseía una buena espada. Algunos de sus soldados portaban escudos y unos pocos lucían cascos, y aunque no dudé de su valentía, tampoco me parecieron formidables. Mi tripulación sí era formidable. Se había enfrentado a los barcos daneses de la costa de Wessex y había luchado en el muro de escudos de Cynuit. No albergaba ninguna duda de que podían destruir cualquier tropa que Callyn hubiera apostado en Dreyndynas.
Llegó la tarde antes de que subiéramos la colina. Tendríamos que haber atacado por la mañana, pero algunos de los hombres de Peredur se estaban recuperando aún de la resaca, y las mujeres de su asentamiento no dejaban de lloriquear tirando de unos y otros, porque no querían que murieran. Peredur y sus consejeros se reunieron en la plaza central y hablaron de cómo organizar la batalla, aunque yo no sabía de qué demonios había que hablar. Los hombres de Callyn estaban en el fuerte. Nosotros, fuera. Había que atacar a aquellos cabrones. Nada sutil, sólo un ataque, pero los britanos discutieron durante horas, y el padre Mardoc dijo una oración, o más bien la dijo a voces, pero entonces yo me negué a avanzar porque no habían cargado con el resto de la plata.
Llegó, transportada en un cofre por dos hombres, así que al fin, bajo el sol de la tarde, subimos la colina este. Algunas mujeres nos siguieron, aullando gritos de guerra, que fueron una pérdida de tiempo porque el enemigo estaba demasiado lejos para oírlos.
—Bueno, ¿qué hacemos? —me preguntó Leofric.
—Formar una cuña —indiqué—. Nuestros mejores hombres en la primera fila y tú y yo delante de ellos, y después nos cargamos a esos cabrones.
Hizo una mueca.
—¿Has asaltado alguna vez una fortaleza de las gentes antiguas?
—Nunca.
—Puede ser duro —me avisó.
—Si es muy duro —le dije—, nos cargamos a Peredur y a los suyos y nos llevamos la plata igualmente.
El hermano Asser, con su primoroso hábito negro embarrado hasta las faldas, se apresuró hacia mí.
—¡Vuestros hombres son sajones! —me dijo en tono acusador.
—Odio los monjes —le gruñí—. Los odio más de lo que odio a los curas. Me encanta matarlos. Me encanta destriparlos. Me gusta ver a esos cabrones morir. Ahora lárgate y muérete antes de que te rebane el cuello.
Se fue corriendo hacia Peredur con la noticia de que éramos sajones. El rey nos miró con aire taciturno. Pensaba que había reclutado una tripulación de vikingos daneses, y ahora que había descubierto que éramos sajones del oeste no parecía complacido, así que desenvainé a
Hálito-de-Serpiente y
la sacudí contra mi escudo de tilo.
—¿Queréis empezar esta batalla o no? —le pregunté a través de Asser.
Peredur decidió que quería pelear, o más bien que quería que peleáramos por él, así que subimos la colina a trancas y barrancas, y como tenía dos crestas falsas, se hizo bien entrada la tarde antes de que llegáramos a la cumbre estrecha y llana y viéramos las murallas de hierba de Dreyndynas en el cielo. Allí ondeaba un estandarte. Era un triángulo de tela, sujeto por un hasta en forma de cruz, y el estandarte mostraba un caballo blanco brincando en un verde prado.
Entonces me detuve. El estandarte de Peredur era la cola de un lobo colgada de un asta, pero yo no llevaba ninguno; como el de la mayoría de los sajones, el mío habría sido rectangular. Sólo conocía un pueblo que izara estandartes triangulares, y me volví hacia el hermano Asser, que sudaba colina arriba.
—Son daneses —le acusé.
—¿Y? —espetó—. Pensaba que erais daneses, y todo el mundo sabe que los daneses se enfrentarán a quien sea por plata, incluso a otros daneses. ¿Es que les tenéis miedo, sajón?
—Tu madre no te parió —le dije—, te echó al mundo de un pedo por un agujero del culo reseco.
—Habéis aceptado la plata de Peredur —dijo Asser—, tenéis que pelear.
—Una palabra más, monje, y te corto esas pelotas minúsculas. —Observaba el alto de la colina, intentaba hacer cálculos. Todo había cambiado desde que había visto el estandarte del caballo blanco: en lugar de luchar contra britanos salvajes y mal armados, teníamos que enfrentarnos a una tripulación de daneses letales; sin embargo, si yo estaba sorprendido, los daneses estaban igualmente perplejos de vernos. Se apiñaban en las murallas de Dreyndynas, de tierra, rodeadas por un foso y coronadas de espinos. Era una muralla difícil de atacar, pensé, sobre todo defendida por daneses. Conté cuarenta hombres en el horizonte y sabía que habría otros que no veía, y sólo el número me indicó que el asalto fracasaría. Podíamos iniciar el ataque, e incluso llegar hasta la empalizada de espinos, pero no creía que pudiéramos abrirnos paso a golpe de espada a través de ella, y los daneses se cargarían una veintena de los nuestros en el intento. Tendríamos suerte de poder retirarnos colina abajo sin mayores pérdidas.
—Estamos en la mierda —comentó Leofric.
—Hasta el cuello.
—¿Y ahora qué hacemos? ¿Nos volvemos contra ellos y nos llevamos el dinero?
No respondí a eso, porque los daneses habían apartado una sección de la valla de espinos y tres de ellos bajaban ahora de la muralla y se acercaban hacia nosotros. Querían hablar.
—¿Quién coño es ése? —preguntó Leofric.
Miraba al jefe danés. Era un tipo enorme, tan grande como Steapa
Snotor,
y vestía una malla bruñida con arena hasta deslumbrar. El casco, tan pulido como la malla, llevaba una máscara de jabalí, con un hocico ancho y recio, y de la coronilla del casco sobresalía una cola de caballo blanca. Vestía brazaletes sobre la malla, aros de plata y oro que lo delataban como jefe guerrero, un danés de espada, un señor de la guerra.
Caminaba por la colina como si la poseyera, y lo cierto es que la poseía, pues el fuerte estaba en sus manos.
Asser se apresuró hacia los daneses, con Peredur y dos de sus cortesanos. Yo les seguí y al llegar junto a ellos encontré a Asser intentando convertir a los daneses. Les dijo que Dios nos había traído y que los masacraríamos a todos, que lo mejor era rendirse ahora y entregar sus almas paganas a Dios.
—Os bautizaremos —dijo Asser— y grande será el alborozo en el cielo.
El jefe danés se quitó lentamente el casco: su rostro infundía casi tanto temor como la máscara de jabalí. Era un rostro amplio, endurecido por el sol y el viento, con los ojos inexpresivos del asesino. Tendría unos treinta años, llevaba una barba bien recortada y una cicatriz que le recorría toda la mejilla desde el rabillo del ojo izquierdo. Entregó el casco a uno de sus hombres y, sin decir una palabra, se levantó la falda de su cota y empezó a mearse en el hábito de Asser. El monje dio un salto atrás. El danés, aún meando, me miró.
—¿Quién eres tú?
—Uhtred Ragnarson. ¿Y tú?
—Svein, el del Caballo Blanco —replicó desafiante, como si yo tuviera que conocer su reputación; por un instante, me quedé en silencio. ¿Era éste el mismo Svein que había estado reuniendo tropas en Gales? ¿Entonces, qué estaba haciendo allí?
—¿Eres Svein de Irlanda? —pregunté.
—Svein de Dinamarca —repuso. Dejo caer la cota de malla y le echó una mirada asesina a Asser, que amenazaba a los daneses con la venganza celestial—. Si quieres vivir —le dijo al monje—, cierra ese sucio pico. —Asser lo cerró—. Ragnarson. —Svein volvió a mirarme—. ¿El conde Ragnar? ¿Ragnar Ravnson? ¿El Ragnar que sirvió a Ivar?
—El mismo —respondí.
—Entonces, ¿eres el hijo sajón?
—Lo soy. ¿Y tú? —pregunté—. ¿Eres el Svein que ha traído hombres de Irlanda?
—He traído hombres de Irlanda —admitió.
—¿Y estás reuniendo tropas en Gales?
—Hago las cosas que hago —repuso vagamente. Miró a mis hombres, evaluando qué tal pelearían. Después me miró a mí de arriba abajo, reparó en la malla y el casco, y especialmente en mis brazaletes, y cuando terminó la inspección indicó con un movimiento brusco de la cabeza que él y yo deberíamos hablar en privado.
Asser puso objeciones, asegurando que cualquier cosa que se dijera debía ser oída por todos, pero yo no le hice ni caso y seguí a Svein colina arriba.
—No podéis tomar la fortaleza —me dijo Svein.
—Cierto.
—¿Y qué vais a hacer?
—Pues volver al poblado de Peredur, por supuesto.
Asintió.
—¿Y si ataco el poblado?
—Lo tomarás —le dije—, pero perderás hombres. Quizás una docena.
—Que supondrá una docena menos de remeros —dijo pensativo, después miró a los dos hombres que esperaban detrás de Peredur, los que cargaban con la caja.
— ¿Es ése tu precio de la batalla?
—Aja.
—¿Nos lo partimos?
Vacilé por un instante.
—¿Y nos partimos lo que hay en el poblado? —le pregunté.
—De acuerdo —dijo, después miró a Asser, que cuchicheaba al oído de Peredur con urgencia—. Sabe lo que estamos planeando —comentó—, así que va a ser necesario un engaño. —Estaba intentando comprender qué quería decir, cuando me partió la cara. Me había atizado fuerte, mi mano se disparó hacia
Hálito-de-Serpiente y
sus dos hombres corrieron hacia él, espadas en mano—. Saldré del fuerte y me uniré a ti —me dijo Svein en voz baja, después, ya gritando, añadió—: ¡Cabrón, pedazo de cagarro de cabra!
Yo le escupí y sus dos hombres fingieron que nos apartaban. Después, regresé con Asser a grandes zancadas.
—Nos los vamos a cargar a todos —anuncié salvajemente—. ¡A todos!
—¿Qué os ha dicho? —preguntó Asser. Se temía, no sin equivocarse, que Svein y yo hubiésemos sellado nuestra propia alianza, pero el rápido despliegue de Svein le había metido la duda en el cuerpo, y yo la alimenté despotricando como un loco, gritando a Svein mientras se retiraba que iba a enviar su lamentable alma a Hel, que era la diosa de los muertos—. ¿Vais a pelear?
—¡Por supuesto que vamos a pelear! —le grité. Después me acerqué a Leofric—. Estamos en el mismo bando que los daneses —le dije en voz baja—. Nos cargamos a los britanos, capturamos la población y nos lo partimos todo con ellos. Díselo a los hombres, pero díselo discretamente.
Svein, fiel a su palabra, sacó a sus hombres de Dreyndynas. Esto tendría que haber puesto sobre aviso a Asser y a Peredur de la traición, porque ningún hombre sensato abandonaría una posición defensiva como aquella para enfrentarse a una batalla en campo abierto, pero lo atribuyeron a la arrogancia danesa. Supusieron que Svein creía que podría destruirnos a todos en campo abierto, y él volvió aún más creíble la suposición al disponer a veinte de los suyos a caballo, de modo que sugería que pretendía romper nuestro muro de escudos a golpe de hacha y espada, para después rematar a los supervivientes con las lanzas de la caballería. Montó su propio muro de escudos frente a los jinetes, y yo armé el mío a la izquierda de la línea de Peredur. Cuando estuvimos bien colocados, empezamos a insultarnos. Leofric recorría nuestra línea, susurrando a los hombres, y yo envié a Cenwulf y a un par más a la retaguardia, con sus propios hombres, y justo entonces vino Asser corriendo hacia nosotros.
—Atacad —exigió el monje— señalando a Svein.
—Cuando estemos listos —le dije, pues Leofric aún no había terminado de dar sus órdenes.
—¡Atacad ahora! —El monje me escupió, y por poco lo destripo allí mismo, lo que me habría ahorrado muchos disgustos futuros, pero me armé de paciencia y Asser regresó con Peredur, donde empezaron a rezar, ambos con las manos al cielo, exigiendo de Dios que enviara un fuego divino que calcinara a los paganos.
—¿Confías en Svein? —Leofric había vuelto a mi lado.
—Confío —le dije. ¿Por qué? Sólo porque era danés y a mí me gustaban los daneses. Estos días, por supuesto, todos coincidimos en que eran la semilla del diablo, paganos en los que no se podía confiar, salvajes, y cualquier cosa que queramos llamarlos, pero lo cierto es que los daneses son guerreros que respetan a los guerreros, y aunque es cierto que Svein habría podido convencerme para atacar a Peredur de modo que después pudiera atacarnos a nosotros, yo no lo creía así. Además, había algo en casa de Peredur que yo quería, y para conseguirlo, tenía que cambiar de bando.
—¡Jyrdraca!
—grité. Esa era nuestra señal, así que giramos los escudos a la derecha y nos abalanzamos sobre ellos.
Fue, por supuesto, una escabechina sencilla, los hombres de Peredur no tenían estómago para la batalla. Confiaban en que nosotros nos llevaríamos lo peor del asalto danés y que ellos podrían después saquear a los heridos de Svein, pero nos volvimos contra ellos y los hombres de Peredur huyeron sin más. Ahí fue cuando los jinetes de Svein espolearon a sus bestias, levantaron las lanzas, y cargaron.