A medida que nos acercábamos a la costa oeste, empezamos a ver asentamientos, y algunos eran sorprendentemente grandes. Cenwulf, que había luchado con nosotros en Cynuit y era un buen hombre, nos contó que los bótanos de Cornwalum extraían estaño de debajo de la tierra y se lo vendían a los extranjeros. Lo sabía porque su padre había sido comerciante y navegaba frecuentemente por aquella costa.
—Si venden estaño —dije—, tienen que tener dinero.
—Que guardan buenos hombres —replicó Cenwulf con sequedad.
—¿Tienen rey?
Nadie lo sabía. Parecía probable, sin embargo, que tampoco fuéramos capaces de averiguar dónde vivía el rey o quién era; además, como sugirió Haesten, era muy probable que hubiera más de un rey. Sí tenían armas porque, una noche, cuando el
Jyrdraca
fondeó en una cala, una flecha salió volando de lo alto de un acantilado y fue engullida por el mar junto a los remos. Bien podríamos no habernos enterado nunca, pero dio la casualidad de que yo estaba mirando hacia arriba y la vi, emplumada con plumas grises y sucias, precipitándose desde el cielo para desaparecer con un chapoteo. Una flecha, y no siguieron más, así que quizá se tratara de un aviso; esa noche echamos el ancla, y al alba vimos un par de vacas pastando junto a un arroyo: Leofric echó mano de su hacha.
—Las vacas están ahí para matarnos —nos advirtió Haesten con su nuevo y no demasiado pulido inglés.
—¿Las vacas van a matarnos? —le pregunté divertido.
—Lo he visto antes, señor. Ponen vacas para llevarnos a tierra. Luego atacan.
Tuvimos misericordia con las vacas, y remamos hacia la salida de la cala. Entonces oímos un aullido tras nosotros y vi a un montón de hombres armados que salían de detrás de arbustos y árboles. Me quité uno de los brazaletes de plata del brazo izquierdo y se lo entregué a Haesten. Era su primer brazalete, y dado que se trataba de un danés, se sentía desmesuradamente orgulloso de él. Se pasó toda la mañana sacándole brillo.
La costa se volvió más agreste y nos resultaba más difícil encontrar refugio, pero el tiempo era apacible. Capturamos una pequeña embarcación de ocho remos que regresaba a Irlanda, y la aligeramos de dieciséis piezas de plata, tres cuchillos, un montón de lingotes de estaño, un saco de plumas de ganso y seis pieles de cabras. Pocas riquezas acumulábamos, pero la panza del
Jyrdraca
estaba quedando abarrotada de pieles, lana y lingotes de estaño.
—Tenemos que venderlo todo —dijo Leofric.
La cuestión era dónde y a quién. No conocíamos a nadie que comerciara por aquellos lares. Lo que teníamos que hacer, pensaba yo, era tomar tierra junto a alguno de los asentamientos mayores y robarlo todo. Quemar las casas, matar a los hombres, saquear la casa del jefe del poblado y regresar al mar. Pero los bótanos tenían puestos de vigía en los cabos y siempre nos veían venir; cada vez que nos acercábamos a alguna de las ciudades, había hombres armados esperándonos. Habían aprendido a lidiar con los vikingos, motivo por el cual, me contó Haesten, los hombres del norte navegaban ahora con flotas de cinco o seis barcos.
—Las cosas mejorarán —dije— cuando doblemos por la costa. —Sabía que Cornwalum terminaba en algún lugar del oeste, y podríamos entonces dirigirnos hacia el mar del Saefern, donde encontraríamos algún barco danés que regresara de Irlanda, pero Cornwalum parecía no tener fin. Cada vez que divisábamos un cabo que yo pensaba podía señalar el fin del territorio, acabábamos decepcionándonos, pues detrás siempre había otro acantilado, otra ensenada, otro cabo, y en ocasiones la marea iba con tanta fuerza que, incluso cuando navegábamos hacia el oeste, regresábamos al este. Ser vikingo estaba resultando más difícil de lo que creía, me convencí más aún de ello cuando, al cuarto día de navegación, el viento refrescó del oeste, las olas se levantaron, con las crestas hechas jirones y chubascos negros empezaron a rasgar el cielo bajo; pusimos rumbo norte para buscar refugio al abrigo de un cabo. Soltamos el ancla y esperamos; el
Jyrdraca
se sacudía con violencia y tiraba de la larga cuerda de cuero trenzado como un caballo asustadizo.
El temporal tardó toda la noche y todo el día siguiente en pasar el cabo. El mar rompía en los acantilados en grandes estallidos blancos. Estábamos a salvo, pero se nos acababa la comida, y yo casi había decidido que debíamos abandonar los planes de convertirnos en ricos y regresar al Uisc, donde podríamos fingir que sólo habíamos estado patrullando la costa. Pero al segundo amanecer al abrigo de aquel acantilado, a medida que el viento y la lluvia remitían hasta convertirse en una fría llovizna, vimos aparecer un barco al este de la lengua de tierra.
—¡Escudos! —gritó Leofric, y los hombres, helados y disgustados, buscaron sus armas y formaron una fila en la borda del barco.
Era más pequeño que el nuestro, mucho más pequeño. Rechoncho, de proa alta y con un recio mástil que sostenía una verga amplia, donde estaba recogida la sucia vela. Media docena de remeros lo propulsaban y el timonel lo dirigía directamente hacia el
Jyrdraca;
cuando se acercaron y la pequeña proa partió el agua en espuma blanca, vi que en el mástil llevaban atada una rama verde.
—Quieren hablar —dije.
—Esperemos que quieran comprar —rezongó Leofric.
Había un sacerdote en la pequeña embarcación. No me di cuenta al principio, pues parecía tan harapiento como el resto de la tripulación, pero gritó que deseaba hablar con nosotros, y lo hizo en danés, aunque no demasiado bien, así que dejé que el barco se acercara por el flanco resguardado del viento, desde donde aquellos hombres podrían ver la hilera de guerreros armados con escudos que les esperaba. Cenwulf y yo subimos al cura a nuestro barco. Pretendieron acompañarle dos hombres más, pero Leofric los amenazó con una lanza y prefirieron esperar a su barco, que se apartó un poco mientras el cura hablaba con nosotros.
Se llamaba padre Mardoc y, en cuanto subió a bordo y se sentó en uno de los bancos mojados del
Jyrdraca,
vi la cruz colgada en su pecho.
—Detesto a los cristianos —dije—, ¿qué me impide convertirte en comida para Njord?
Hizo caso omiso de mi amenaza, o quizás ignoraba que Njord era uno de los dioses del mar.
—Os traigo un regalo —comenzó— de mi señor —y sacó de debajo de su capa dos brazaletes bastante machacados.
Los acepté. Eran baratijas, no más que un par de aros de cobre, viejos, mugrientos y llenos de verdín, sin apenas valor, y por un momento me sentí tentado de lanzarlos al mar a modo de desprecio, pero eché cuentas y nuestro viaje había sacado tan poco beneficio que valía la pena conservar incluso aquellos ridículos tesoros.
—¿Quién es tu señor? —pregunté.
—El rey Peredur.
Casi me pongo a reír. ¿El rey Peredur? Lo mínimo que se le podía pedir a un rey era que fuera famoso, pero yo jamás había oído hablar de Peredur, lo que indicaba que probablemente no fuera más que un jefecillo local con un título rimbombante.
—¿Y por qué ese tal Peredur —pregunté— me envía estos miserables regalos?
El padre Mardoc aún no sabía mi nombre y estaba demasiado asustado para preguntarlo. Se encontraba rodeado de hombres armados con cuero, malla, escudos, espadas, hachas y lanzas, y creía que todos éramos daneses, pues yo había ordenado a los miembros de la tripulación del
Jyrdraca
que llevaban cruces o crucifijos que los escondieran debajo de la ropa.
Sólo hablábamos Haesten y yo, y si al padre Mardoc le pareció raro, se lo guardó para sí. Lo que sí me dijo fue que su señor, el rey Peredur, había sido atacado traicioneramente por un vecino llamado Callyn, que las fuerzas de Callyn habían tomado una elevada fortaleza junto al mar, y que Peredur nos pagaría bien si le ayudábamos a recapturar la fortaleza, a la que llamaban Dreyndynas.
Envié al padre Mardoc a sentarse en la proa del
Jyrdraca
mientras discutíamos su petición. Algunas cosas eran evidentes. Que nos pagaran bien no quería decir que nos convertirían en hombres ricos, sino que Peredur intentaría engatusarnos con lo menos posible y, probablemente, una vez nos lo hubiese dado, procuraría recuperarlo matándonos a todos.
—Lo que tendríamos que hacer —aconsejó Leofric— es buscar a ese tal Callyn y ver qué nos paga él.
Buen consejo donde los hubiera, pero el problema era que ninguno de nosotros sabía cómo encontrar a Callyn, de quien más tarde supimos que también era rey, y que tampoco significaba demasiado, pues cualquier hombre con un séquito de más de cincuenta hombres armados se llamaba a sí mismo rey en Cornwalum. Así que me acerqué a la proa del
Jyrdraca y
hablé de nuevo con el padre Mardoc. Me dijo que Dreyndynas era una fortaleza elevada, construida por las gentes antiguas, y que guardaba la carretera hacia el este. Mientras Callyn dominara la fortaleza, la gente de Peredur seguiría en sus manos.
—Tenéis barcos —señalé.
—Como Callyn —dijo—, y no podemos transportar ganado en los barcos.
—¿Ganado?
—Tenemos que vender el ganado para vivir —repuso él.
Así que Callyn había rodeado a Peredur y nosotros representábamos una posibilidad de nivelar la balanza en aquella pequeña guerra.
—¿Y cuánto nos va a pagar tu rey? —pregunté.
—Cien piezas de plata —respondió él. Desenvainé a
Hálito-de-Serpiente.
—Yo profeso la religión de los auténticos dioses —le dije—, y soy siervo de Hoder, y a Hoder le gusta la sangre. Hace muchos días que no le sirvo nada.
El padre Mardoc estaba aterrorizado, algo sensato por su parte. Parecía joven, aunque era difícil de decir porque su pelo y barba eran tan espesos que la mayoría del tiempo no era más que una nariz rota y un par de ojos rodeados de una grasienta maraña negra. Me dijo que había aprendido a hablar danés cuando fue hecho esclavo por un jefe llamado Godfred, pero que había logrado escapar cuando Godfred asaltó las Sillans, unas islas que quedaban bastante lejos, en el baldío mar al oeste.
—¿Hay riquezas en las Sillans? —le pregunté.
Había oído hablar de las islas, aunque algunos hombres aseguraban que eran míticas y otros que iban y venían con las lunas, pero el padre Mardoc me dijo que existían y que las llamaban las Islas de los Muertos.
—¿Así que nadie vive allí? —quise saber.
—Algunos —respondió—, pero los muertos tienen allí sus casas.
—¿También son ricos?
—Vuestros barcos se lo han llevado todo —respondió.
Luego me prometió que Peredur sería más generoso, aunque no sabía cuánto. Dijo que el rey estaba dispuesto a pagar mucho más de cien monedas de plata por nuestra ayuda, así que le indicamos que gritara a su barco que nos guiaran por la costa hasta el poblado de Peredur. No dejé que el padre Mardoc regresara a su barco, pues serviría de rehén si lo que nos había contado era falso y Peredur nos estaba tendiendo una emboscada.
No fue así. El hogar de Peredur era un amasijo de edificios construidos en una pronunciada colina junto a una cala, sólo protegido por una empalizada de espinos. La gente vivía dentro de la empalizada. Algunos eran pescadores, otros ganaderos ninguno muy rico. El rey, sin embargo, poseía un edificio de techo alto donde nos dio la bienvenida, aunque no antes de que tomáramos más rehenes. Tres rehenes, que nos aseguraron eran hijos de Peredur. fueron puestos bajo custodia en el
Jyrdraca,
y di órdenes a la tripulación de que los mataran a los tres si yo no regresaba. Después bajé a tierra con Haesten y Cenwull. Fui vestido para la guerra, con cota de malla y casco pulido, y la gente de Peredur nos observó aterrorizada al pasar. Aquel lugar apestaba a pescado y a mierda. La gente iba vestida con harapos, y sus casas no eran sino tugurios construidos en las laderas de la empinada colina coronada con el salón de Peredur. Había una iglesia junto al salón, con la paja del techo completamente cubierta de moho y rematada con una cruz de madera blanqueada por el mar, probablemente recogida de la playa.
Peredur me doblaba en edad, era un hombre rechoncho con mirada aviesa y barba oscura bifurcada. Nos dio la bienvenida desde un trono, que no era más que una silla con el respaldo alto, y espero nuestras reverencias, pero ninguno estaba por la labor, lo que sin duda no le gustó. Una docena de hombres lo acompañaban, evidentemente sus cortesanos, aunque ninguno parecía muy pudiente y eran todos ancianos, salvo por uno mucho más joven que llevaba hábito de monje cristiano, y destacaba en aquella casa ennegrecida por el humo como un cuervo entre una bandada de gaviotas, pues llevaba el hábito negro limpio, el rostro bien afeitado y el pelo primorosamente tonsurado. Era apenas mayor que yo, delgado y de rostro adusto, y su mirada era inteligente. También mostraba una expresión de evidente disgusto por nuestra presencia. Éramos paganos, o al menos Haesten y yo éramos paganos, y le había dicho a Cenwulf que mantuviera la boca cerrada y el crucifijo oculto, así que el monje supuso que los tres éramos daneses. El monje hablaba danés mucho mejor que el padre Mardoc.
—El rey os saluda —dijo—. Tenía una voz tan fina como sus labios, y tan poco amistosa como sus ojos verde claro—. Os saluda y quiere saber quién sois.
—Mi nombre es Uhtred Ragnarson —respondí.
—¿Y qué hacéis aquí, Uhtred Ragnarson? —preguntó el cura.
Le observé. No sólo lo miré, lo estudié como un hombre estudiaría un buey antes de matarlo, de un modo que sugería que me estaba preguntando por dónde cortar; él entendió el significado y no esperó la respuesta a la pregunta, una respuesta obvia dado que éramos daneses. Estábamos allí para robar y matar, por supuesto. ¿Qué otra cosa pensaba que podía hacer un barco vikingo?
Peredur habló con el monje y ambos murmuraron durante algún tiempo. Mientras lo hacían, observé la estancia buscando alguna evidencia de riqueza. No vi casi nada, salvo tres huesos de ballena apilados en una esquina, pero estaba claro que Peredur poseía algún tesoro, pues él lucía un gran y pesado torqués de bronce, anillos de plata en los dedos rechonchos, un broche de ámbar en el cuello de su capa y un crucifijo de oro oculto en los pliegues roídos de la capa. Tendría el tesoro enterrado, pensé, pero dudé de que ninguno de nosotros acabara convirtiéndose en un hombre rico con aquella alianza; a decir verdad, tampoco nos estábamos haciendo ricos con el viaje, y por lo menos Peredur nos daría de comer mientras regateábamos.
—El rey —el monje interrumpió mis pensamientos— desea saber cuántos hombres podéis dirigir contra el enemigo.