Wulfhere suspiró.
—Eres de Northumbria —prosiguió—, y no sé cómo serán las cosas allí, pero esto es el Wessex de Alfredo. Puedes hacer lo que quieras en Wessex menos mearte en su iglesia, y eso es justo lo que acabas de hacer. Te has meado encima, hijo, y ahora la Iglesia te va a mear encima a ti. —Hizo una mueca cuando la lluvia golpeó con más fuerza sobre la tienda. Después frunció el ceño mientras miraba el charco que se extendía en la entrada. Se quedó callado durante un largo rato, antes de darse la vuelta y mirarme de un modo extraño—. ¿Piensas que algo de esto es importante?
Lo pensaba, pero estaba tan sorprendido por su pregunta, hecha en un tono quedo y cargado de amargura, que me quedé sin habla.
—¿Piensas que la muerte de Ubba supone alguna diferencia? —preguntó, y de nuevo volví a pensar que no había comprendido bien—. Incluso si Guthrum firma la paz —prosiguió—, ¿crees que hemos ganado? —Su tosco rostro parecía de repente salvaje—. ¿Cuánto tiempo será rey Alfredo? ¿Cuánto pasará antes de que los daneses gobiernen aquí?
Seguía sin tener nada que decir. Etelwoldo, me percaté, lo escuchaba con atención. Anhelaba ser rey, pero no tenía seguidores, y Wulfhere había sido claramente nombrado su guardián para evitar que diera problemas. Pero las palabras de Wulfhere sugerían que los problemas surgirían igualmente.
—Limítate a hacer lo que quiere Alfredo —me aconsejó el noble—, y después busca un modo de mantenerte con vida. Es lo único que podemos hacer todos. Si Wessex cae, todos buscaremos un modo de seguir con vida, pero mientras tanto, ponte el hábito de los cojones y terminemos de una vez con esto.
—Nos lo pondremos los dos —intervino Etelwoldo, que recogió el hatillo y lo abrió, mostrándome dos hábitos.
—¿Tú también? —le gruñó Wulfhere—. ¿Estás borracho?
—Me arrepiento de haber estado borracho. O estaba borracho y ahora estoy arrepentido. —Me sonrió socarrón, después se puso el hábito por la cabeza—. Acompañaré a Uhtred al altar —dijo con la voz amortiguada por la ropa.
Wulfhere no podía impedirlo, pero Wulfhere sabía, como yo, que Etelwoldo se burlaba del rito. Y yo sabía que Etelwoldo me estaba haciendo un favor, aunque por lo que yo sabía no me debía ninguno. Aun así, se lo agradecí, de modo que me puse el hábito de los cojones y, mano a mano con el sobrino del rey, me dirigí a mi humillación pública.
* * *
Significaba poco para Alfredo. Contaba con una veintena de grandes señores en Wessex, y al otro lado de la frontera, en Mercia, había aún más señores y jefes que vivían bajo el yugo danés, pero que lucharían por Wessex si Alfredo les daba la oportunidad. Todos aquellos grandes señores le podían proporcionar soldados, podrían unir espadas y lanzas al estandarte del dragón de Wessex, mientras que yo nada podía darle salvo mi espada,
Hálito-de-Serpiente.
Cierto, era un señor, pero estaba lejos de Northumbria y no comandaba hombres, de modo que mi único valor para él se situaba en un futuro lejano. Eso aún no lo comprendía. A su debido tiempo, a medida que el mandato de Wessex se extendiera hacia el norte, mi valor aumentaría, pero entonces, en el 877, cuando no era más que un veinteañero cabreado, no sabía nada, nada aparte de mis propias ambiciones.
Y aprendí humillación. Incluso hoy, toda una vida después, recuerdo la amargura de aquella postración penitente. ¿Por qué me obligó Alfredo a algo así? Le había conseguido una gran victoria, y aun así insistía en avergonzarme, ¿por qué? ¿Porque había interrumpido un servicio eclesiástico? En parte por eso, pero sólo en parte. Amaba a su dios, amaba la Iglesia, y creía apasionadamente que la supervivencia de Wessex dependía de la obediencia a la Iglesia, así que la protegería con tanta fiereza como lucharía por su país. Y amaba el orden. Había un lugar para todas las cosas, yo no encajaba, y él creía genuinamente que si conseguía de mí la obediencia a Dios, podría formar parte de su bienamado orden. En pocas palabras, me consideraba un cachorro rebelde que necesitaba unos buenos azotes antes de unirme a la disciplinada jauría.
Así que fui obligado a postrarme.
Y Etelwoldo se puso en ridículo.
No al principio. Al principio fue todo solemnidad. Todos los hombres del ejército de Alfredo estaban allí para ser testigos, y formaron dos filas bajo la lluvia. Las filas llegaban hasta el altar bajo las lonas donde Alfredo y su esposa esperaban con el obispo y la caterva de curas.
—De rodillas —me dijo Wulfhere—. Tienes que ir de rodillas —insistió con tono neutro—, y arrastrarte hasta el altar. Besa el mantel del altar, y después te quedas tumbado boca abajo.
—¿Y después qué?
—Después Dios y el rey te perdonarán —me miró fijamente—. Hazlo y punto —gruñó.
Así que lo hice. Me hinqué de rodillas y me arrastré por el barro; las filas de hombres en silencio me observaron, y entonces Etelwoldo, bien cerca de mí, empezó a desgañitarse acusándose de ser un pecador. Levantó los brazos al cielo, se dejó caer de bruces, aulló que se arrepentía y se desgañitó con lo de que era un pecador; al principio los hombres sintieron vergüenza, pero después empezaron a divertirse.
—¡He conocido mujeres! —gritó Etelwoldo a la lluvia—. ¡Y eran mujeres malas! ¡Perdonadme!
Alfredo parecía furioso, pero no podía evitar que un hombre se pusiera en ridículo ante Dios. Quizá pensara que el remordimiento de Etelwoldo era genuino.
—¡He perdido la cuenta de cuántas mujeres! —se desgañitaba Etelwoldo, y golpeaba el barro con los puños—. Oh, Dios, ¡me encantan las tetas! Dios, adoro a las mujeres desnudas. ¡Dios, perdóname por eso! —La risa empezó a extenderse, y todos los hombres debieron de recordar que Alfredo, antes de que la piedad se apoderara de él, había sido famoso por todas las mujeres que perseguía—. ¡Tienes que ayudarme, Dios! —berreaba Etelwoldo mientras nos arrastrábamos hacia el altar—. ¡Envíame un ángel!
—¿Para tirártelo? —gritó alguien desde la multitud, y la risa se convirtió en carcajada.
Ælswith fue despachada con premura, no fuera a oír algo indecoroso. Los curas susurraban, pero la penitencia de Etelwoldo, aunque extravagante, parecía real. Estaba llorando. Yo sabía que por dentro se partía de risa, pero él aullaba como si su alma estuviera agonizando.
—¡No me envíes más tetas, Dios! —berreaba—. ¡No más tetas! —Se estaba poniendo en ridículo, pero como los hombres ya lo consideraban ridículo, no le importaba—. ¡Mantenme alejado de las tetas, Dios! —gritaba, y fue entonces cuando se marchó Alfredo, consciente de que la solemnidad del día se había ido al garete, y la mayoría de los curas se marcharon con él, de modo que Etelwoldo y yo nos arrastramos hasta un altar vacío, donde Etelwoldo devolvió su hábito manchado de barro y se apoyó en la mesa.
—Lo detesto —dijo en voz baja, y yo sabía que se refería a su tío—. Lo detesto —prosiguió—, y ahora me debes un favor, Uhtred.
—Vaya que sí —respondí.
—Ya pensaré en algo —repuso.
Odda
el Joven
no se había marchado con Alfredo. Parecía divertido. Mi humillación, que sin duda había pensado que iba a disfrutar, se había convertido en una chanza, y era consciente de que los hombres le observaban, juzgaban su veracidad. Se acercó a un hombre enorme que era evidentemente uno de sus guardaespaldas. Aquel hombre era alto y tenía un pecho amplísimo, pero era su rostro lo que llamaba la atención, pues parecía como si le hubieran estirado demasiado la piel de la cara, de modo que era incapaz de cualquier expresión aparte del odio puro y un hambre voraz. La violencia exudaba de aquel hombre como el hedor de un perro mojado, cuando me miró sentí los ojos implacables de una bestia y entendí instintivamente que aquel sería el hombre que me mataría si Odda tenía la oportunidad de acabar conmigo. Odda no era nada, el hijo mimado de un hombre rico, pero su dinero le otorgaba poder para mandar sobre asesinos. Entonces Odda tiró de la manga del gigante y ambos se dieron la vuelta y se marcharon.
El padre Beocca era el único cura que se había quedado junto al altar.
—Bésalo —me ordenó—, y después túmbate.
En vez de eso, me puse en pie.
—Besadme vos el culo, padre —repliqué. Estaba enfadado, y mi ira asustó a Beocca, que dio un paso atrás.
Pero había hecho lo que el rey quería. Había mostrado mi arrepentimiento públicamente.
* * *
El hombre alto que estaba junto a Odda
el Joven
respondía al nombre de Steapa. Steapa
Snotor,
lo llamaban los hombres, o Steapa
el Listo.
—Es un chiste —me aclaró Wulfhere, mientras yo me arrancaba el hábito y me volvía a poner la cota.
—¿Un chiste?
—Porque es más burro que un arado —repuso Wulfhere—. Tiene sopas en lugar de sesos. Es imbécil, pero no es un guerrero imbécil. ¿No lo viste en Cynuit?
—No —repliqué sin más.
—¿Y por qué te interesa Steapa? —preguntó Wulfhere.
—Por nada —repuse. Le había preguntado al
ealdorman
quién era el guardaespaldas de Odda, para saber el nombre del hombre que podía intentar matarme, pero aquel posible asesinato no era asunto de Wulfhere.
Wulfhere vaciló, pues quería indagar más, pero decidió que mejor se quedaba con aquella respuesta.
—Cuando vengan los daneses —dijo—, serás bienvenido entre mis hombres.
Etelwoldo, el sobrino de Alfredo, sostenía mis dos espadas, sacó a
Hálito-de-Serpiente
de su vaina, y se quedó mirando los dibujos enroscados de la hoja.
—Si los daneses vienen —hablaba con Wulfhere—, tenéis que dejarme pelear.
—Tú no sabes pelear.
—Pues tenéis que enseñarme. —Volvió a meter a
Hálito-de-Serpiente
en su funda—. Wessex necesita un rey que sepa pelear —prosiguió—, en lugar de rezar.
—Tendrías que vigilar esa lengua, muchacho —le contestó Wulfhere—, no te la vayan a cortar. —Le arrebató las espadas a Etelwoldo y me las tendió—. Los daneses vendrán —me dijo—, así que únete a mí cuando lo hagan.
Asentí, pero no dije nada. «Cuando los daneses vengan —pensé—, planeo estar con ellos.» Me habían criado los daneses tras ser capturado a la edad de diez años, y podían haberme matado, pero lo que hicieron fue tratarme bien. Había aprendido su idioma y adorado a sus dioses hasta no saber si era danés o inglés. Si el conde Ragnar
el Viejo
no hubiese muerto, jamás los habría abandonado, pero había muerto, asesinado en una noche de traición y fuego, y yo había huido al sur, hacia Wessex. Ahora regresaría. En cuanto los daneses se marcharan de Exanceaster, me uniría al hijo de Ragnar, Ragnar
el Joven,
si es que seguía vivo. El barco de Ragnar
el Joven
se contaba entre los de la flota que había perecido en la gran tormenta. Veintenas de barcos se habían hundido, y los restos de la flota habían llegado hasta Exanceaster, donde los barcos eran ahora reducidos a cenizas en la orilla, junto a la ciudad. No sabía si Ragnar había sobrevivido. Confiaba en que así fuera, y recé para que pudiera escapar de Exanceaster y ofrecerle mi espada, para cargar con ella contra Alfredo de Wessex. Algún día vestiría a Alfredo con un hábito y lo haría reptar de rodillas hasta un altar dedicado a Thor. Después lo mataría.
Esos eran mis pensamientos camino de Oxton, la hacienda que Mildrith había aportado a nuestro matrimonio; era un hermoso lugar, pero tan hasta arriba de deudas que suponía más una carga que un placer. La granja se encontraba en las laderas de las colinas que descendían hasta a la amplia desembocadura del Uisc, y tras la casa había densos bosques de robles y fresnos, de los que fluían arroyos claros que atravesaban los campos de centeno, trigo y cebada. La casa era un edificio lleno de humo construido con barro, boñigas, roble y paja de centeno, y tan largo y bajo que parecía un montículo verde cubierto de musgo, del que salía humo por el agujero central del techo. En el corral había cerdos, gallinas y montañas de estiércol tan grandes como la casa. El padre de Mildrith la había cultivado, ayudado por un administrador llamado Oswald, una verdadera comadreja, y aún me causó más problemas aquel domingo lluvioso de camino a la granja.
Me sentía furioso, resentido y con ánimo de venganza. Alfredo me había humillado, y Oswald tuvo poco acierto al elegir aquella tarde de domingo para bajar un roble de los bosques. Me regocijaba en los placeres de la venganza, dejando que mi caballo tomara el camino del bosque, cuando vi ocho bueyes tirando del enorme tronco hacia el río. Tres hombres guiaban a los bueyes, y un cuarto, Oswald, iba montado encima del tronco con un látigo. Me vio y bajó de un salto, y por un instante pareció como si quisiera correr hacia los árboles, pero después reparó en que no podía evitarme, así que se limitó a esperarme allí de pie, hasta que llegué junto al tronco.
—Señor —me saludó Oswald. Estaba sorprendido de verme. Probablemente creía que había muerto con los demás rehenes, y esa convicción lo volvió descuidado.
Mi caballo estaba nervioso por el hedor a sangre que despedían los costados de los bueyes, y dio unos pasitos nerviosos hacia delante y atrás, hasta que lo calmé dándole unas palmadas en el cuello. Entonces miré el tronco de roble, que debía de medir doce metros y era tan grueso como un hombre de alto.
—Buen árbol —le dije a Oswald.
El miró hacia Mildrith, que venía a nuestro encuentro montando una yegua.
—Buen día, señora —dijo, quitándose el sombrero de lana que llevaba encima del frondoso pelo rojo.
—Un día lluvioso, Oswald —le respondió ella. Su padre había nombrado al administrador, y Mildrith tenía en él una confianza inocente.
—He dicho —hablé más alto— que es un buen árbol. ¿Dónde lo habéis talado?
Oswald se metió el sombrero en el cinto.
—Arriba del todo, señor —respondió con vaguedad.
—¿Arriba del todo… en mis tierras?
Vaciló. Sin duda se sintió tentado de afirmar que procedía de la tierra de un vecino, pero esa mentira pronto se habría descubierto, así que no dijo nada.
—¿En mis tierras? —volví a preguntar.
—Sí, señor —admitió.
—¿Y adonde va?
Volvió a vacilar, pero no tuvo más remedio que responder.
—Al molino de Wigulf.
—¿Wigulf va a comprarlo?
—Lo va a partir, señor.
—No he preguntado qué va a hacer con él —repuse—, sino si lo va a comprar.
Mildrith, al detectar la dureza en mi voz, intervino para comentar que su padre enviaba a veces madera al molino de Wigulf, pero yo le pedí que se callara.