Svein, el del caballo blanco (16 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Svein, el del caballo blanco
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—En Dyflin —contesté.

—¿Es allí dónde fuisteis con el barco del rey? —preguntó el cura respondón de antes.

—Patrullamos la costa —le dije—, nada más.

—El valor de la bandeja —empezó a decir Alewold, después se detuvo.

—Es mucho mayor que la deuda que Mildrith heredó —contesté. Probablemente no era cierto, pero andaba cerca, y veía claramente que a Alewold no le importaba. Iba a conseguir lo que quería.

La deuda quedó saldada. Yo insistí en que lo hicieran constar por escrito, tres veces, y los sorprendí con que sabía leer al descubrir que el primer pedazo de pergamino no hacia ninguna mención a que la Iglesia cedía sus derechos sobre la futura producción de mi hacienda, pero eso quedó corregido y dejé que el obispo se quedara con una copia mientras yo me guardaba dos.

—No compareceréis por deudas —me dijo el obispo mientras sellaba el lacre de la última copia—, pero aún queda la cuestión del
wergild
de Oswald.

—Confío en vuestro buen y sabio juicio, obispo —le dije, y abrí la bolsa que llevaba colgada de la cintura y saqué un pedazo de oro, asegurándome de que veía que había más en su interior al colocar la pepita sobre la bandeja—. Oswald era un ladrón.

—Su familia jurará que no lo era —contestó el cura.

—Y yo traeré hombres que jurarán que sí —repuse. Un juicio se basaba fundamentalmente en juramentos, pero ambas partes llevaban tantos mentirosos como eran capaces de encontrar, y por lo general se fallaba a favor de los mejores mentirosos o, si los dos eran igualmente convincentes, a favor de quien gozaba de la simpatía de la asistencia. Aunque, sin duda, era mucho mejor gozar de la simpatía del juez. La familia de Oswald podría tener muchos seguidores cerca de Exanceaster, pero el oro es harto mejor argumento en un tribunal.

Y así resultó. Para asombro de Mildrith, la deuda quedó saldada y a la familia de Oswald le fue denegado un
wergild
de doscientos chelines. Ni siquiera me molesté en acudir al tribunal, confié en el persuasivo poder del oro, y, como esperaba, el obispo desestimó en tono autoritario la demanda por
wergild
, alegando que era bien sabido que Oswald había robado árboles de mi propiedad, así que gané. Eso no me convirtió en más popular. Para la gente del valle del Uisc era un intruso northumbria, y lo que era peor, se sabía que era un pagano, pero nadie se atrevía a enfrentarse a mí porque no iba a ninguna parte más allá de mis propiedades sin mis hombres, y mis hombres no iban a ninguna parte sin sus espadas.

La cosecha estaba en los almacenes. Era la época en que solían llegar los daneses, cuando podían estar seguros de encontrar comida para sus ejércitos, pero ni Guthrum ni Svein cruzaron la frontera. Lo que sí llegó en cambio fue el invierno; sacrificamos el ganado, salamos la carne, curtimos las pieles e hicimos gelatina de pezuña de ternero. Yo prestaba atención a las campanas en las iglesias, por si sonaban a deshora, pues eso habría indicado que atacaban los daneses, pero las campanas no sonaron.

Mildrith rezaba porque la paz continuara y yo, dado que era joven y estaba aburrido, rezaba porque ocurriera lo contrario. Ella rezaba al dios cristiano y yo me llevé a Iseult a los bosques e hice un sacrificio a Hoder, Odín y Thor, y los dioses estaban escuchando, pues en la oscuridad, tras el árbol de la horca, donde las tres hilanderas confeccionan nuestras vidas, un hilo rojo fue unido a la mía. El destino lo es todo, y justo después de Yule, las hilanderas trajeron un mensajero real a Oxton y él, a su vez, me trajo un llamamiento. Parecía posible que Iseult hubiera acertado en sus sueños, y que Alfredo estuviera dispuesto a darme poder, pues el rey me llamo a Cippanhamm. Me habían convocado para el
witan.

C
APÍTULO
V

Mildrith estaba entusiasmada con la convocatoria. El
witan
proporcionaba consejo al rey y su padre jamás había sido suficientemente rico o importante para recibir la invitación, así que se mostraba loca de alegría porque el rey requiriera mi presencia. El
witangemot,
como se llamaba a la reunión, tenía lugar siempre durante la festividad de san Esteban, el día después de Navidad, pero mi presencia se requería para el duodécimo día de Navidad, y eso le dio tiempo a Mildrith a prepararme la ropa necesaria. Había que teñirla, rascarla, secarla y cepillarla; tres mujeres se encargaron de la tarea y tres días costó que Mildrith quedara satisfecha y convencida de que no iba a avergonzarla apareciendo en Cippanhamm como un vagabundo. Ella no fue convocada, ni tampoco esperaba acompañarme, pero se tomó como una cuestión personal contarles a todos nuestros vecinos que iba a aconsejar al rey.

—No deberías llevar eso —me dijo, refiriéndose a mi amuleto del martillo de Thor.

—Siempre lo llevo —respondí.

—Pues escóndetelo —replicó—, ¡y no te pongas beligerante!

—¿Beligerante?

—Escucha lo que otros tengan que decir. Sé humilde, y recuerda felicitar a Odda
el Joven.

—¿Por qué?

—Porque va a casarse. Dile que rezo por los dos. —Estaba contenta de nuevo, convencida de que al pagar mi deuda con la Iglesia había recuperado el favor de Alfredo, ni siquiera perdió su buen humor cuando le anuncié que me llevaba a Isault conmigo. Torció un poco el gesto al recibir la noticia, pero después dijo que era lo correcto llevar a Iseult a Alfredo—. Si es una reina —comentó—, debería estar en la corte de Alfredo. Éste no es un lugar adecuado para ella. —Insistió en llevar unas monedas de plata a la iglesia de Exanceaster, donde donó el dinero a los pobres y dio gracias por haber recuperado el favor de Alfredo. También dio gracias a Dios por la buena salud de nuestro hijo, Uhtred. Lo veía poco, porque aún era un bebé y nunca tuve demasiada paciencia con los niños, pero las mujeres de Oxton me aseguraban constantemente que era un chico fuerte y lozano.

Nos dimos dos días para el viaje. Me lleve a Haesten y a seis hombres de escolta, pues aunque los hombres del alguacil patrullaban las carreteras, había muchos lugares desprotegidos donde los forajidos asaltaban a los viajeros. Vestíamos cota de malla o túnicas de cuero, espadas, lanzas, hachas y escudos. Todos íbamos a caballo. Iseult montaba una pequeña yegua negra que le había comprado; también le había regalado una capa de piel de nutria, y cuando atravesábamos poblados la gente se la quedaba mirando, pues cabalgaba como un hombre, con el pelo negro recogido con una cadena de plata. Se arrodillaban ante ella, lo mismo que ante mí, y pedían limosna. No se había traído a su doncella porque yo recordaba lo abarrotadas que estaban todas las tabernas y casas de Exanceaster cuando se reunía el
witan, y
la convencí de que ya nos costaría encontrar alojamiento para nosotros, no digamos para una doncella más.

—¿Qué quiere el rey de ti? —me preguntó mientras cabalgábamos por el valle del Lisc. La lluvia se acumulaba en largos surcos, reflejaba el sol de invierno, y los bosques relucían con el lustre de las hojas de acebo y el colorido de las bayas de serbal, saúco y tejo.

—¿Pero eso no me lo tendrías que decir tú a mí? —le pregunté.

Sonrió.

—Ver el futuro es como viajar por una carretera que no conoces. Por lo común no se suele ver demasiado lejos y, cuando lo consigues, no es más que un atisbo. Y mi hermano no me hace soñar sobre todo.

—Mildrith cree que el rey me ha perdonado —le dije.

—¿Y lo ha hecho?

Me encogí de hombros.

—Quizá. —Lo esperaba, pero no porque quisiera el perdón de Alfredo, sino porque quería el mando de la flota otra vez. Quería estar con Leofric. Quería el viento en mi rostro y la lluvia marítima sobre mis mejillas—. Es bastante raro, sin embargo —proseguí—, que no me haya convocado para todo el
witangemot.

—¿Es posible —sugirió Iseult— que hayan tratado primero las cuestiones religiosas?

—No me querría allí, entonces —coincidí.

—Pues puede que sea eso. Hablan de su dios, pero al final tienen que hablar de los daneses, y para eso te ha convocado. Sabe que te necesita.

—O puede que me quiera allí para la fiesta —sugerí.

—¿La fiesta?

—La fiesta de la duodécima noche —le aclaré, y ésa me pareció la explicación más convincente; que Alfredo había decidido perdonarme y, para demostrar su aprobación, me permitía asistir a la fiesta de invierno. Confiaba en secreto que fuera así, pero era una esperanza extraña. Sólo unos meses antes había estado dispuesto a matar a Alfredo; con todo, ahora, aunque seguía detestándolo, quería su aprobación. Así es la ambición. Si no podía subir con Ragnar, me labraría una reputación con Alfredo.

—Tu camino, Uhtred —prosiguió Iseult— es como una hoja brillante en un páramo oscuro. Lo veo claramente.

—¿Y la mujer de oro?

No contestó.

—¿Eres tú? —pregunté.

—El día que nací yo se ocultó el sol —me dijo—, así que soy una mujer de oscuridad y de plata, no de oro.

—¿Quién es ella?

—Alguien que está lejos. Uhtred, muy lejos. —Y no quiso decir más. Quizá no supiera más, quizá sólo hacía una suposición.

Llegamos a Cippanhamm de noche, el undécimo día de Yule. Aún había escarcha en los surcos y el sol era una enorme bola roja posada sobre la maraña de ramas negras al entrar por la puerta oeste de la ciudad. La ciudad estaba llena, pero a mí me conocían en la taberna Rey de Codornices donde trabajaba Eanflaed, la puta pelirroja, y ella nos encontró alojamiento en un establo medio derruido en el que habían encerrado a una veintena de perros. Los perros, me contó, pertenecían a Huppa, el
ealdorman
de Thornsaeta, pero ella estaba convencida de que los animales sobrevivirían una noche o dos en el patio.

—Quizás Huppa no piensa lo mismo —me dijo—, pero se puede pudrir en el infierno.

—¿No paga? —le pregunté.

Por respuesta, escupió, después me miró con curiosidad.

—Me han contado que Leofric anda por aquí.

—¿Sí? —dije, animado por la noticia.

—Yo no lo he visto —me dijo—, pero alguien me ha contado que lo ha visto en el salón real. Igual se lo ha traído Burgweard —Burgweard era el comandante de la flota, el que quería que los barcos salieran a navegar de dos en dos siguiendo el ejemplo de los discípulos de Cristo—. Aunque preferiría que no fuera así —concluyó Eanflaed.

—¿Y eso?

—Porque no ha venido a verme —replicó indignada—. ¡Por eso! —Tenía unos cinco o seis años más que yo, la cara ancha, la frente alta y el pelo rizado. Era popular, tanto que gozaba de bastante libertad en la taberna, pues debía sus beneficios mucho más a sus habilidades que a la calidad de la cerveza. Sabía que era muy cariñosa con Leofric, pero sospechaba por mi tono que deseaba más que cariño—. ¿Quién es? —me pregunto señalando con la cabeza a Iseult.

—Una reina —contesté.

—Así le llaman ahora, supongo. ¿Cómo está tu mujer?

—Pues allí, en Defhascir.

—Eres como todos los demás. —Se estremeció—. Si tenéis frío esta noche, meted otra vez a los perros dentro. Me voy a trabajar.

Tuvimos frío, pero yo dormí bastante bien y, a la mañana siguiente, el duodécimo día de Navidad, dejé a mis seis hombres en la Rey de Codornices y me llevé a Iseult y Haesten a los edificios reales, que quedaban detrás de su propia empalizada en el sur de la ciudad, donde el río lamía las murallas. Era lógico que un hombre asistiera al
witangemot
con su séquito, aunque no fuera costumbre que se trataran de un danés y una britana, pero Iseult quería ver a Alfredo, y yo quería complacerla. Además, aquella noche era el gran festín, y aunque le advertí que las fiestas de Alfredo no eran gran cosa, Iseult quería ir de todos modos. Haesten, con su cota de malla y su espada, estaba allí para protegerla, pues sospechaba que no se le permitiría entrar en el salón donde el
witangemot
se reunía, así que probablemente tuviera que esperar hasta la noche para ver al rey.

El guardián de la puerta exigió que entregáramos nuestras armas, cosa que hice muy a mi pesar, pero ningún hombre, salvo las propias tropas del rey, podía presentarse armado en presencia de Alfredo. La discusión del día había empezado ya, nos dijo el guardián, así que nos apresuramos por los establos y la nueva capilla real con sus torres gemelas. Un grupo de sacerdotes estaba arremolinado en la puerta principal del gran salón, y yo reconocí a Beocca, el antiguo capellán de mi padre, entre ellos. Le sonreí a modo de saludo, pero su rostro, al acercarse a nosotros, estaba alicaído y pálido.

—Llegas tarde —espetó.

—¿No os alegráis de verme? —le pregunté sarcástico.

Levantó los ojos para mirarme. Beocca, a pesar de su cojera, el pelo rojo y la mano izquierda paralizada, había adquirido un aire severo de autoridad. Ahora era un capellán real, confesor y confidente del rey, y las responsabilidades habían labrado surcos en su rostro.

—He rezado —me dijo—, para no ver jamás este día. —Se persignó—. ¿Quién es ésa? —me preguntó mirando a Iseult.

—Una reina de los britanos —dije.

—¿Una qué?

—Una reina. Está conmigo. Desea ver a Alfredo.

No sé si me creyó, pero tampoco pareció importarle. Estaba distraído, preocupado, y como vivía en un mundo extraño de privilegios reales y piedad obsesiva, supuse que su tristeza se debía a alguna disputa teológica menor. Había sido el cura de misa durante mi infancia en Bebbanburg y, tras la muerte de mi padre, había huido de las tierras de Northumbria porque no podía soportar vivir entre los paganos daneses. Acabó encontrando refugio en la corte de Alfredo, y se había convertido en amigo del rey. También era amigo mío, al fin y al cabo, era el hombre que había conservado los pergaminos que legitimaban mi derecho a reclamar Bebbanburg, pero en aquel duodécimo día de Yule estaba cualquier cosa menos contento de verme. Me agarró del brazo y tiró de mí hacia la puerta.

—Tenemos que entrar —me dijo—, y que Dios te proteja en su misericordia.

—¿Protegerme?

—Dios es misericordioso —añadió Beocca—, y debes rezar por esa misericordia. —Entonces los guardias abrieron la puerta

Y entramos en el gran salón. Nadie detuvo a Iseult y, de hecho, había otra veintena de mujeres observando los procedimientos en un extremo del salón.

* * *

También había más de cien hombres, aunque sólo unos cincuenta formaban parte del
witangemot,
y dichos jefes y altos eclesiásticos se hallaban sentados en sillas y bancos dispuestos en semicírculo frente a la tarima donde Alfredo, dos curas y su esposa, Ælswith, que estaba embarazada, se encontraban. Detrás de ellos, envuelto en un paño rojo, había un altar con gruesos candelabros y un pesado crucifijo de plata, y frente a las paredes, rodeándolo todo, había plataformas sobre las que, habitualmente, la gente dormía o comía para resguardarse de las terribles corrientes de aire. Aquel día, sin embargo, las plataformas estaban abarrotadas con los seguidores de los jefes y los nobles del
witan,
y entre ellos, por supuesto, había numerosos curas y monjes, pues la corte de Alfredo más parecía un monasterio que un salón real. Beocca hizo un gesto para que Iseult y Haesten se unieran a los espectadores, después me condujo al semicírculo de consejeros privilegiados.

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