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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (15 page)

BOOK: Svein, el del caballo blanco
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—Deja en paz a Iseult y a su doncella —le dije, y provoqué aún más lágrimas. No eran días felices.

Fue la época en que Iseult aprendió a hablar inglés, o al menos la versión northumbria del inglés, pues sobre todo aprendía de mí.

—Eres mi hombro —me dijo. Era el hombre de Mildrith y el hombro de Iseult. Me dijo que había vuelto a nacer el día en que llegué a la casa de Peredur—. Había soñado contigo —me dijo—, alto y de cabellos dorados.

—¿Ahora ya no sueñas? —le pregunté, pues sabía que sus poderes de adivinación procedían de los sueños.

—Sigo soñando —me dijo con sinceridad—. Mi hermano me habla.

—¿Tu hermano? —le pregunté sorprendido.

—Éramos gemelos —me contó—. Mi hermano nació primero y después, al nacer yo, él murió. Se fue al mundo de las sombras y me cuenta lo que ve desde allí.

—¿Y qué ve?

—Ve a tu rey.

—Alfredo… —dije con amargura—. ¿Eso es bueno o malo? —No lo sé. Los sueños son borrosos.

No tenía nada de cristiana. Creía que todos los lugares y todas las cosas tenían su propio dios o diosa: un arroyo una ninfa, un bosque una dríada, un árbol un espíritu, un dios para el fuego y otro para el mar. El dios cristiano, como Thor u Odín, era una deidad más entre aquella multitud de poderes, y sus sueños, me dijo, eran como escuchar a escondidas a los dioses. Un día, mientras cabalgaba conmigo por las colinas sobre el mar vacío, me dijo de repente que Alfredo me daría poder.

—Me detesta —le dije—. No me va a dar nada.

—Te dará poder —repuso sin más. Me la quedé mirando mientras ella observaba el punto en que las nubes se fundían con las olas. Llevaba el cabello negro suelto, y la brisa marina se lo revolvía—. Me lo ha dicho mi hermano —añadió—. Alfredo te dará poder, recuperarás tu hogar del norte y tu mujer será una criatura de oro.

—¿Mi mujer?

Se me quedó mirando, y había tristeza en su rostro.

—Ahí lo tienes —me dijo—, ahora ya lo sabes. —Y espoleó su caballo y lo hizo correr por la cresta de la colina, con el pelo al viento y los ojos bañados en lágrimas. Quería saber más, pero me había dicho lo que había soñado y debía contentarme con ello.

Al final del verano, llevamos a los cerdos a los bosques para que se alimentaran con las nueces y bellotas caídas. Compré sacos de sal, porque la matanza se acercaba y habría que poner la carne de nuestros cerdos y demás ganado en barriles de salmuera para alimentarnos durante el invierno. Parte de aquella comida provendría de los hombres que arrendaban tierra al borde de la hacienda, y fui a visitarlos para que supieran que esperaba un pago en trigo, cebada y ganado; y para mostrarles lo que les ocurriría si intentaban engañarme, compré una docena de buenas espadas a un herrero de Exanceaster. Entregué las espadas a mis hombres, y a medida que se acortaban los días, practicamos con ellas. Mildrith podría no creer que se avecinaba la guerra, pero yo no creía que Dios hubiera cambiado los corazones daneses.

El final del otoño trajo a Oxton abundantes lluvias y al alguacil de la comarca. Se llamaba Harald, y estaba a cargo de mantener la paz en Defnascir. Vino a caballo, y con él traía otros seis jinetes, todos vestidos con cota de malla y cascos, y todos con espadas y lanzas. Lo esperé en la casa, le hice desmontar y entrar en la penumbra cargada de humo. Se acercó con cautela, esperando una emboscada. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, me vio de pie frente al hogar central.

—Habéis sido convocado ante el tribunal de la comarca —me dijo.

Los hombres de Harald lo habían seguido a la casa.

—¿Traéis espadas a mi casa? —pregunté.

Harald miró a su alrededor y vio a mis hombres armados con hachas y lanzas. Había visto acercarse a los jinetes, había convocado a mis hombres y les había ordenado que se armaran.

Harald tenía reputación de ser un hombre decente, razonable y justo, y sabía que las armas en una casa podían conducir a una matanza.

—Esperad fuera —les dijo; yo hice una señal a mis hombres para que bajaran las armas—. Habéis sido convocado… —volvió a decir Harald.

—Os he oído.

—Tenéis una deuda que saldar —prosiguió—, la muerte de un hombre que enmendar.

No dije nada. Uno de mis perros gruñó un poco y yo lo acaricié para que se callara.

—El tribunal se reunirá el día de Todos los Santos —prosiguió Harald—, en la catedral.

—Estaré allí —le dije.

Se quitó el casco para revelar una calva rodeada de pelo castaño. Tenía al menos diez años más que yo, era un hombre grande, al que le faltaban dos dedos en la mano del escudo. Cojeaba ligeramente al acercarse a mí. Yo calmé a los perros, esperé.

—Estuve en Cynuit —me dijo en voz baja.

—Como yo —contesté—, aunque los hombres finjan que no.

—Sé lo que hicisteis allí —prosiguió.

—Y yo también.

No hizo caso de mi hosquedad. Me mostraba simpatía, aunque yo era demasiado orgulloso como para demostrar que la apreciaba.

—El
ealdorman
ha enviado hombres —me avisó— para tomar este lugar en cuanto tenga lugar el juicio.

Oí un grito ahogado a mis espaldas y reparé en que Mildrith había entrado en la estancia. Harald le hizo una reverencia.

—¿Nos van a quitar la casa? —preguntó Mildrith.

—Si no se paga la deuda —aclaró Harald—, la tierra será entregada a la Iglesia. —Observó las nuevas vigas como preguntándose por qué habría construido una nueva casa en una tierra condenada a ser entregada a Dios.

Mildrith se acercó y se quedó a mi lado. Estaba claramente preocupada por el anuncio de Harald, pero hizo un gran esfuerzo por recomponerse.

—Siento mucho lo de vuestra esposa —dijo.

Una chispa de dolor cruzó el rostro de Harald mientras se persignaba.

—Llevaba enferma mucho tiempo, señora. Fue una bendición de Dios, creo yo, que se la llevara.

No sabía que era viudo, ni me importaba demasiado.

—Era una buena mujer —dijo Mildrith.

—Lo era.

—Rezo por ella.

—Gracias por eso —repuso Harald.

—Como rezo por Odda
el Viejo
—prosiguió Mildrith.

—Alabado sea Dios, aún sigue con vida. —Harald volvió a persignarse— Aun así, está débil y sufre mucho. —Se tocó el cuero cabelludo, mostrando el lugar en que Odda había sido herido.

—¿Y quién será el juez? —pregunté con rudeza, interrumpiéndolos a los dos.

—El obispo —contestó Harald.

—¿No va a ser el
ealdorman?

—Está en Cippanhamm.

Mildrith insistió en ofrecer a Harald y sus hombres cerveza y comida. Ella y Harald hablaron durante largo rato, compartiendo noticias de vecinos y familia. Ambos eran de Defnascir, y yo no, así que conocía a pocos de ellos, pero agucé los oídos cuando Harald dijo que Odda
el Joven
iba a casarse con una joven de Mercia.

—Está exiliada allí —dijo—, con su familia.

—¿Bien nacida? —preguntó Mildrith.

—Extremadamente —repuso Harald.

—Les deseo mucha felicidad —dijo Mildrith con evidente sinceridad. Estaba contenta aquel día, la había atemperado la compañía de Harald, aunque cuando se marchó, me regañó por haber sido grosero—. Harald es un buen hombre —insistió—, un hombre amable. Te habría aconsejado. ¡Te habría ayudado!

No le hice ni caso, pero dos días más tarde acudí a Exanceaster con Iseult y todos mis hombres. Incluyendo a Haesten, poseía entonces dieciocho guerreros; los había armado, les había dado escudos y cueros, y los conduje por el mercado que siempre acompañaba las sesiones del tribunal. Había zancudos y malabaristas, un hombre que escupía fuego y un oso danzarín. Había cantantes, arpistas, cuentacuentos, mendigos, y corrales de ovejas, Cabras, vacas y cerdos, gansos, patos y gallinas. Había buenos quesos, pescado ahumado, vejigas de tocino, tarros de miel, bandejas de manzanas y cestos de peras. Iseult, que no había estado antes en Exanceaster, se quedó fascinada con el tamaño de la ciudad, la vida, el bullicio y la disposición de las casas, y yo vi que la gente se persignaba al verla, pues habían oído hablar de la reina de las sombras que vivía conmigo en Oxton, y sabían que era una extranjera y una pagana.

Los mendigos se apiñaban a la puerta del obispo. Había una tullida con un niño ciego, hombres que habían perdido brazos y piernas en las guerras, una veintena de ellos, y les lancé unos cuantos peniques. Entonces, dado que iba a caballo, agaché la cabeza para pasar por el arco del patio frente a la catedral, donde una docena de felones encadenados aguardaban su destino. Un grupo de monjes jóvenes, nerviosos por los hombres encadenados, trenzaban colmenas de abejas, mientras que una veintena de hombres armados se apiñaban alrededor de tres hogueras. Examinaron con desconfianza a mis seguidores cuando un joven cura, con las manos al viento, apareció presuroso saltando entre los charcos.

—¡No se pueden llevar armas en el recinto! —me dijo con severidad.

—Ellos las llevan —le dije señalando a los hombres que se calculaban a las llamas.

—Son los hombres del alguacil.

—Cuanto antes terminemos con mis asuntos —le dije—, antes se marcharán mis armas.

Levantó la mirada, evidentemente nervioso.

—¿Vuestros asuntos?

—Tengo una cita con el obispo.

—El obispo está recogido en oración —me informó con tono reprobador, como si yo hubiera tenido que saberlo—. Y no puede ver a todos los hombres que vienen aquí. Podéis hablar conmigo.

Sonreí y levanté un poco la voz.

—En Cippanhamm, hace dos años —dije—, vuestro obispo era amigo de Eanflaed. Pelirroja, trabaja en la taberna Rey de Codornices. Su oficio es el de puta.

El cura empezó otra vez a manotear, en un intento de convencerme de que bajara la voz.

—Yo he estado con Eanflaed —dije—, y ella me habló del obispo. Dijo…

Los monjes dejaron de fabricar colmenas y se pusieron a escuchar, pero el cura me cortó, casi gritando. —Puede que el obispo tenga un momento libre. —Pues decidle que estoy aquí —contesté complacido.

—¿Sois Uhtred de Oxton? —preguntó.

—No —repuse—. Soy el señor Uhtred de Bebbanburg.

—Sí, señor.

—A veces conocido como
Uhtredcerwe
—añadí con malicia. Uhtred
el Pérfido.

—Sí, señor —repitió el cura a toda prisa.

El obispo se llamaba Alewold y era realmente obispo de Cridianton, pero aquel lugar no se consideraba tan seguro como Exanceaster, así que durante años los obispos de Cridianton moraban en la ciudad mayor, una solución que, como Guthrum había demostrado, no era la más sabia de las decisiones. Los daneses de Guthrum habían saqueado la catedral y la casa del obispo, que estaba escasamente amueblada, y encontré a Alewold sentado tras una mesa que parecía haber pertenecido a un carnicero, pues su pesada superficie estaba toda marcada de tajos y manchada de sangre antigua. Me miró indignado.

—No tendríais que estar aquí —me dijo malicioso.

—¿Por qué no?

—Mañana tenéis un asunto que atender ante el tribunal.

—Mañana —le dije— presidiréis ese tribunal como juez. Hoy sois obispo.

Lo reconoció con un leve movimiento de cabeza. Era un hombre anciano, con los carrillos muy colgantes y reputación de juez severo. Había estado con Alfredo en Scireburnan cuando los daneses llegaron a Exanceaster, motivo por el que seguía con vida y, como todos los obispos de Wessex, era un ferviente seguidor del rey. No albergaba ninguna duda de que el desagrado que Alfredo sentía por mí le era conocido a Alewold, lo que quería decir que podía esperar poca clemencia por parte del tribunal.

—Estoy ocupado —dijo Alewold, y señaló unos pergaminos sobre la mesa manchada. Dos escribanos compartían la mesa, y media docena de curas resentidos se habían reunido tras la silla del obispo.

—Mi esposa —le dije— heredó una deuda con la Iglesia.

Alewold miró a Iseult, que había entrado sola conmigo. Parecía hermosa, orgullosa y rica. Llevaba plata en la garganta y en el pelo, y cerraba su capa con dos broches, uno de azabache y otro de ámbar.

—¿Vuestra esposa? —preguntó el obispo cargado de mala intención.

—Vengo a saldar esa cuenta —dije, ignorando su pregunta, y le puse una bolsa llena de monedas y la enorme bandeja de plata que habíamos sacado del barco de Ivar sobre la mesa de carnicero. La plata sonó satisfactoriamente al caer y de repente, en aquella habitación oscura mal iluminada por tres lamparuchas y una ventana pequeña barrada con madera, pareció que hubiese salido el sol. La pesada plata brilló y Alewold se la quedó mirando.

Hay curas buenos. Beocca es uno de ellos, y Willibald otro, pero he descubierto en mi larga vida que la mayoría de los eclesiásticos predican los méritos de la pobreza cuando ellos codician riquezas. Adoran el dinero, y la Iglesia atrae dinero como una vela atrae a las polillas. Sabía que Alewold era un hombre codicioso, con tanta codicia por la plata como por las delicias de una puta pelirroja de Cippanhamm, y no podía apartar los ojos de la bandeja. Alargó los brazos y acarició el grueso borde, como si apenas pudiera creer lo que estaba viendo, entonces acercó la bandeja hacia sí y examinó los doce apóstoles.

—Una custodia —exclamó reverencialmente.

—Una bandeja —dije yo como quien no quiere la cosa.

Uno de los curas se inclinó sobre el hombro de uno de los escribanos.

—Una obra irlandesa —dijo.

—Parece irlandesa —coincidió Alewold, después me miró sospechosamente—. ¿Se la devolvéis a la Iglesia?

—¿Devolvérsela? —pregunté inocentemente.

—La bandeja ha sido claramente robada —dijo Alewold—, y hacéis bien, Uhtred, en devolverla.

—Encargué la bandeja para vos —respondí.

Le dio la vuelta a la bandeja, con algo de esfuerzo pues era pesada, y en cuanto la hubo girado, señaló las marcas en la plata.

—Es vieja —comentó.

—La encargó en Irlanda —le dije grandilocuentemente—, sin duda los hombres que la trajeron del otro lado del mar la trataron con brusquedad.

Sabía que estaba mintiendo. No me importaba.

—Hay plateros en Wessex que podrían haberos hecho una custodia —espetó uno de los curas.

—Pensé que la luciríais —contesté, y me incliné hacia delante y le arrebaté la bandeja al obispo de las manos—, pero si preferís filigrana sajona —proseguí—, podría…

—¡Devolvedla! —dijo Alewold, y cuando no hice ningún movimiento para obedecer, su voz se tornó suplicante—. Es un objeto muy hermoso. —Ya la veía en su iglesia, o en su casa, y la quería. Se hizo el silencio mientras la observaba. Si hubiese sabido de su existencia, si se lo hubiese contado a Mildrith, habría tenido una respuesta preparada, pero tal como había conducido la situación, conseguí que le superara el deseo por la pesada plata. Una doncella trajo una jarra y él la despidió. Era, caí en la cuenta, pelirroja—. ¿Habéis encargado la bandeja? —dijo Alewold con tono escéptico.

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