Authors: Eiji Yoshikawa
Tras una cortés despedida, el hombre se marchó. Hiyoshi, aferrado a la manga de Oetsu, miró atrás varias veces.
—Dime, tiíta, ¿quién era ese señor?
—Se llama Sutejiro. Es un mayorista que vende cerámica de muchos países.
Hiyoshi permaneció un rato silencioso mientras seguían avanzando.
—¿Dónde está ese país de los Ming? —preguntó de improviso, pensando en lo que acababa de oír.
—Se refería a China.
—¿Dónde está? ¿Es muy grande? ¿También allí hay castillos, samurais y batallas?
—No seas tan latoso y cállate, ¿quieres?
Oetsu agitó la manga con irritación, pero un rapapolvo de su tía no tenía más efecto en Hiyoshi que el de una brisa suave. Estiró el cuello y miró fijamente el cielo azul. Era tan maravilloso que apenas podía soportarlo. ¿Por qué tenía aquel color azul tan increíble? ¿Por qué los seres humanos estaban confinados a la tierra? Si la gente fuese capaz de volar como los pájaros, él mismo probablemente podría viajar al país de los Ming. En realidad, los pájaros pintados en el incensario eran los mismos que los de Owari. Recordó que las ropas de la gente eran diferentes, así como las formas de las embarcaciones, pero los pájaros eran los mismos. Tal vez era así porque los pájaros no tenían patria; el cielo y la tierra eran una sola patria para ellos.
Pensó que le gustaría visitar distintos países.
Hiyoshi nunca había reparado en lo pequeña y pobre que era la casa a la que regresaba, pero cuando él y Oetsu se asomaron al interior, el chiquillo comprendió por primera vez que incluso a mediodía era tan oscura como un sótano. No se veía a Chikuami por ninguna parte. Tal vez había salido para hacer algún recado.
—Sólo causa dificultades —dijo Onaka tras enterarse de las últimas trastadas de Hiyoshi.
Exhaló un profundo suspiro, pero su expresión era impasible y en su mirada no había reproche. Más bien le impresionaba lo mucho que había crecido su hijo en dos años. Hiyoshi miró con suspicacia el bebé que succionaba el seno de su madre. En algún momento la familia había aumentado con un nuevo miembro sin que él se enterase. Sin previo aviso, cogió la cabeza del bebé, forcejeando para separarla del pezón, y le miró atentamente la cara.
—¿Cuándo ha nacido este bebé? —preguntó.
En vez de responderle, su madre le dijo:
—Te has convertido en un hermano mayor. Tendrás que comportarte como es debido.
—¿Cómo se llama?
—Kochiku.
—Es un nombre extraño —dijo con excitación, al tiempo que experimentaba una sensación de poder sobre la criatura, pues un hermano mayor podría imponer su voluntad a su hermano menor.
—A partir de mañana te llevaré sujeto a la espalda, Kochiku —le prometió, pero movía al bebé con torpeza, y Kochiku se echó a llorar.
Su padrastro apareció precisamente cuando Oetsu se marchaba. Onaka había dicho a su hermana que Chikuami se había cansado de los intentos de acabar con su pobreza. Bebía
sake
en las tabernas del pueblo, y al entrar en la casa su rostro tenía un color muy subido. En cuanto vio a Hiyoshi, lanzó un aullido.
—¡Sinvergüenza! ¿Te han expulsado del templo y vuelves aquí?
Había transcurrido más de un año desde que Hiyoshi regresara del templo. Tenía once años. Cada vez que Chikuami le perdía de vista, aunque sólo fuese por un momento, iba de un lado a otro en su busca, rugiendo a voz en cuello:
—¡Mono! ¿Todavía no has cortado la leña? ¿Por qué no? ¿Por qué has dejado el cubo en el campo?
Si Hiyoshi se atrevía a iniciar una réplica, la áspera y dura mano de su padrastro le golpeaba de inmediato en la cabeza. En tales momentos su madre, con el bebé atado a la espalda mientras ella pisaba cebada o cocinaba, se obligaba a desviar la vista y guardar silencio, pero tenía una expresión dolorida, como si fuese ella quien recibía las bofetadas.
—Es natural que un mocoso de once años eche una mano a su familia trabajadora. Si crees que puedes escabullirte y pasar el tiempo jugando, voy a romperte el culo de una patada.
El deslenguado Chikuami hacía sudar a Hiyoshi, pero tras su expulsión del templo y su regreso a casa el muchacho trabajaba con ahínco, como si hubiera cambiado. En las ocasiones en que su madre trataba imprudentemente de protegerlo, la aspereza de las manos y la voz de Chikuami se abatía sobre ella con severidad. Decidió que sería mejor fingir que hacía caso omiso de su hijo. Ahora Chikuami no solía ir a los campos, pero a menudo se ausentaba de casa. Iba al pueblo, regresaba borracho y gritaba a su esposa e hijos.
—Por mucho que me mate trabajando, la pobreza de esta casa nunca cesará —se quejaba—. Hay demasiados parásitos y los impuestos sobre la tierra aumentan sin cesar. Si no fuera por estos niños, me convertiría en un samurai sin amo, ¡un
ronin
!, y me dedicaría a beber delicioso
sake
. ¡Ah, estas cadenas en mis manos y pies!
Tras despotricar de esa guisa, obligaba a su esposa a contar el poco dinero que tenían y luego enviaba a Otsumi o Hiyoshi a comprar
sake
, incluso en plena noche.
A veces, cuando su padrastro estaba ausente, Hiyoshi daba rienda suelta a sus sentimientos. Onaka le abrazaba y consolaba.
—Madre, quiero salir de casa y trabajar de nuevo —le dijo un día.
—Quédate aquí, por favor. Si no fuera porque tú estás a mi lado...
El llanto de la mujer hizo ininteligible el resto de sus palabras. A cada lágrima que vertía, ladeaba la cabeza y se enjugaba los ojos. Hiyoshi no podía decir nada a su llorosa madre. Quería salir corriendo de allí, pero sabía que debía quedarse donde estaba y soportar la desdicha y la amargura que imperaban en la casa. Cuando se apenaba por su madre, los deseos naturales de la infancia, jugar, comer, aprender, correr, crecían en su interior como otras tantas malas hierbas. Todo esto tenía como contrapartida las airadas palabras que Chikuami dirigía a su madre y los puñetazos que llovían sobre su propia cabeza.
—¡Que coma mierda! —musitó, su alma desafiante inflamada dentro de su pequeño cuerpo.
Finalmente decidió insistir hasta el punto de enfrentarse a su temible padrastro.
—Envíame a trabajar de nuevo —le dijo—. Prefiero servir a alguien que quedarme en esta casa.
Chikuami no discutió.
—Muy bien —le dijo—. Ve adonde quieras y come el arroz de otros. Pero la próxima vez que te echen no vuelvas a esta casa.
Lo decía en serio y, aunque se daba cuenta de que Hiyoshi sólo tenía once años, discutía con él como entre iguales, cosa que le enfurecía aún más.
El siguiente empleo de Hiyoshi fue el de aprendiz en la tintorería del pueblo.
—Es un bocazas, y descarado por añadidura —dijo de él uno de los trabajadores que manejaba la prensa de teñir—. Siempre está buscando un lugar soleado donde escarbarse la mugre del ombligo.
Poco después, el intermediario hizo llegar a su familia la noticia: «Me temo que no sirve para nada». Y Hiyoshi regresó a casa.
Chikuami le miró furibundo.
—Bueno, Mono, ¿qué te parece? ¿Ha de alimentar la sociedad a un holgazán como tú? ¿Todavía no comprendes el valor que tienen los padres?
El muchacho deseaba proclamar que no era tan malo, pero en lugar de eso replicó:
—Eres tú el que ya no trabaja los campos, y sería mejor que no te dedicaras solamente a beber y jugar en el mercado de caballos. Todo el mundo se apiada de mi madre.
—¡Cómo te atreves a hablar así a tu padre!
El grito atronador de Chikuami hizo callar a Hiyoshi, pero ahora su padrastro empezaba a ver bajo una luz diferente, y se dijo que poco a poco estaba haciéndose adulto. Cada vez que Hiyoshi salía al mundo y regresaba a casa, era visiblemente mayor. Los ojos que juzgaban a sus padres y su hogar estaban madurando con rapidez, y el hecho de que Hiyoshi le mirase con los ojos de un adulto irritaba, asustaba y disgustaba profundamente al padrastro.
—Anda, date prisa y búscate otro trabajo —le ordenó.
Al día siguiente, Hiyoshi dio comienzo a su nuevo empleo, en el establecimiento del tonelero del pueblo. Antes de que transcurriera un mes estaba de vuelta.
—No puedo tener en mi casa a un chiquillo tan perturbador como éste —se había quejado la dueña de la tienda.
La madre de Hiyoshi no podía entender qué quería decir eso de «perturbador». Otros lugares en los que Hiyoshi inició su aprendizaje fueron el taller del yesero, la cantina del mercado de caballos y la herrería. En cada ocasión aguantó en su empleo entre seis y seis meses. Poco a poco los lugareños conocieron sus idas y venidas, y su reputación se hizo tan mala que nadie quería actuar como intermediario para conseguirle trabajo.
—Ah, ese chico de la casa de Chikuami. Es un deslenguado y no sirve para nada.
Como es natural, esta situación desazonaba a la madre de Hiyoshi. La conducta de su hijo la ponía en una situación delicada, y reaccionaba a los chismorreos apresurándose a desaprobarle, como si su carácter cada vez más turbulento no tuviera remedio.
—No sé qué podría hacerse con él —decía—. Detesta las labores del campo y no hay manera de que se establezca en casa.
En la primavera de su decimocuarto año, la madre de Hiyoshi le dijo:
—Esta vez es absolutamente preciso que conserves el trabajo. Si te vuelven a echar, mi hermana no podrá mirar a la cara al maestro Kato, y todo el mundo se reirá y dirá: «¿Otra vez?». No lo olvides, si fracasas de nuevo, no te perdonaré.
Al día siguiente su tía le llevó a Shinkawa para tener una entrevista. La mansión grande e imponente que visitaron pertenecía a Sutejiro, el mercader de cerámica. Ofuku era ahora un joven pálido de dieciséis años. Gracias a la ayuda que prestaba a su padre adoptivo, el muchacho había aprendido el funcionamiento del negocio.
En el almacén de cerámica se aplicaba de una manera estricta la distinción entre superiores y subordinados. Durante su primera entrevista, Hiyoshi se arrodilló respetuosamente en la terraza de madera mientras Ofuku estaba sentado en el interior, comiendo pastelillos y charlando alegremente con sus padres.
—Bueno, aquí tenemos al monito de Yaemon. Tu padre murió y el lugareño Chikuami se convirtió en tu padrastro. ¿Y ahora quieres servir en esta casa? Tendrás que trabajar con ahínco.
El muchacho dijo esto en un tono de voz tan de adulto, que cualquiera que hubiese conocido a Ofuku de niño no habría creído que se trataba de la misma persona.
—Sí, señor —replicó Hiyoshi.
Le llevaron a los aposentos de la servidumbre, desde donde oía las risas de la familia del dueño en la sala de estar. El hecho de que su amigo no le hubiera dado la menor muestra de simpatía le hizo sentirse todavía más solo.
—¡Eh, Mono! —Ofuku no tenía pelos en la lengua—. Mañana levántate temprano y ve a Kiyosu. Como llevarás género a un oficial, carga los paquetes en la carreta de mano ordinaria. Cuando regreses, pasa por la agencia del consignatario y comprueba si ha llegado la cerámica de Hizen. Si te entretienes por el camino o regresas tarde, como hiciste el otro día, no se te permitirá la entrada en la casa.
La respuesta de Hiyoshi no era un simple «sí» o «sí, señor». Al igual que los empleados que llevaban mucho más tiempo en la tienda, decía:
—Desde luego, señor, y con el mayor respeto, señor.
Con frecuencia Hiyoshi tenía que hacer recados que le llevaban a Nagoya y Kiyosu. Aquel día se fijó en las paredes blancas y los altos muros de piedra del castillo de Kiyosu, y se preguntó qué clase de gente residía allí y qué podría hacer para vivir él también.
Sus cavilaciones le hicieron sentirse tan pequeño y desdichado como una lombriz, lleno de frustración. Al cruzar el pueblo, empujando la pesada carreta cargada de objetos de cerámica envueltos en paja, oía las palabras familiares:
—¡Vaya, vaya, por ahí va un mono!
—¡Un mono empujando una carreta de mano!
Cortesanas con velo, pueblerinas bien vestidas y las bonitas esposas jóvenes de buenas familias susurraban todas por igual, le señalaban y se quedaban mirándole cuando él pasaba. Hiyoshi ya había adquirido habilidad para discernir en seguida a las bonitas. Lo que más le irritaba era que le mirasen fijamente como si fuera una especie de monstruo.
El gobernador del castillo de Kiyosu era Shiba Yoshimune, uno de cuyos principales servidores se llamaba Oda Nobutomo. En el lugar donde confluían el foso del castillo y el río Gojo, aún se podía percibir la presencia de la grandeza en declive del antiguo shogunado Ashikaga, y la prosperidad que persistía allí, incluso en medio de las muchas turbulencias que agitaban el mundo, mantenía la reputación de Kiyosu como la ciudad más atractiva de todas las provincias.
Para sake, ve a la tienda de sake.
Para buen té, ve a la tienda de té.
Mas para cortesanas, no hay como el Sugaguchi de Kiyosu.
En el barrio de placer de Sugaguchi, los aleros de los burdeles y las casas de té festoneaban las calles. Durante el día, las jóvenes que trabajaban en los burdeles cantaban mientras jugaban a perseguirse mutuamente. Hiyoshi pasó entre ellas empujando su carretilla, sumido en sus pensamientos. Seguía preguntándose cómo podría llegar a ser grande. Incapaz de dar con una respuesta, se decía: «Algún día..., algún día...», y mientras avanzaba iba devanando una fantasía tras otra. La ciudad rebosaba de todas las cosas que a él le estaban negadas: alimentos deliciosos, casas opulentas, vistosos equipos militares y sillas de montar, ricas prendas de vestir y piedras preciosas.
Pensando en su flaca y pálida hermana que vivía en Nakamura, observaba el vapor que se alzaba de los recipientes para hacer bolas de masa hervida en las tiendas de dulces y deseaba poder comprarle algunas. O al pasar ante una antigua farmacia miraba extasiado los sacos de hierbas medicinales y se decía: «Madre, si pudiera darte medicinas como éstas, apuesto a que pronto estarías mucho mejor». En sus sueños era omnipresente el deseo de mejorar las desdichadas vidas de su madre y Otsumi. En la única persona en quien no pensaba lo más mínimo era en Chikuami.
Cuando se aproximaba al castillo, su mente estaba deslumbrada por sus habituales ensoñaciones. «Algún día..., algún día..., pero ¿cómo?», tal era su único pensamiento mientras avanzaba.
—¡Idiota!
En un cruce muy concurrido se encontró de repente en el centro de una ruidosa multitud. Había chocado con su carretilla contra un samurai montado a quien seguían diez servidores que portaban lanzas y un caballo de refresco. Cuencos y platos envueltos en paja habían caído al suelo, rompiéndose en pedazos. Hiyoshi se tambaleaba inseguro entre el estropicio.