Taras Bulba

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Authors: Nikolái V. Gógol

Tags: #Aventuras, Drama

BOOK: Taras Bulba
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Taras Bulba es la encarnación del héroe cosaco que, en el siglo XVI, lucha contra los turcos, tártaros y polacos. El sentido del honor, fuerza y valor hacen de Taras Bulba un personaje literario de gran interés y un ejemplo de héroe nacional.

Feroces, crueles, valientes y apasionados, los cosacos hacen temblar la estepa bajo los cascos de sus caballos. Y entre ellos se encuentra Taras Bulba, un anciano lleno aún de fuerza e inteligencia que junto a sus hijos, Ostap y Andrí, avanzará por tierras polacas con intención de vengar su fe ortodoxa burlada por los católicos. Ninguna guarnición, ciudad amurallada o iglesia podrán detenerlos, hasta que la desgracia se cierna sobre ellos y el apuesto y enamoradizo Andrí haga que su padre maldiga el día en que lo engendró. “Taras Bulba”, una anomalía entre la obra más conocida de Gogol, es una aventura trepidante, una sinfonía en perpetuo crescendo, en la que cada capítulo es más intenso y sorprendente que el anterior; un fresco tan afinadamente dibujado y tan vívido que resulta absolutamente intemporal.

Nikolái V. Gógol

Taras Bulba

ePUB v1.0

Pepotem
20.06.12

Título original:
Taras Bulba

Nikolái V. Gógol, 1835.

Traducción: J. Pérez Mauras

Editor original: Pepotem (v1.0)

ePub base v2.0

Capítulo I

—A ver vuélvete… ¡Tiene gracia! ¿Qué significa ese hábito sacerdotal? ¿Así visten ustedes, tan mal pergeñados, en su academia? Con estas palabras acogió el viejo Bulba a sus dos hijos que acababan de terminar sus estudios en el seminario de Kiev y que entraban en este momento en el hogar paterno, después de haberse apeado de sus caballos.

Los recién llegados eran dos jóvenes robustos, de tímidas miradas, cual conviene a seminaristas recién salidos de las aulas. Sus semblantes, llenos de vida y de salud, empezaban a cubrirse del primer bozo, aun no tocado por el filo de la navaja. La acogida de su padre les había turbado, y permanecían inmóviles, con la vista fija en el suelo.

—Esperen ustedes, esperen; déjenme que los examine a mi gusto. ¡Jesús! ¡Qué vestidos tan largos! —dijo volviéndolos y revolviéndolos en todos sentidos. ¡Diablo de vestidos! ¡En el mundo no se han visto otros semejantes! Vamos, pruebe uno de los dos a correr: seguro estoy de que se enreda con él y da de narices en el suelo.

—Padre, no te burles de nosotros —dijo por fin el mayor.

—¡Miren el señorito! ¿Por qué no puedo burlarme de ustedes?

—Porque, porque… aunque seas mi padre, juro por Dios, que si continúas burlándote, te apalearé.

—¿Cómo, hijo de perro? ¿A tu padre? —dijo Taras Bulba retrocediendo algunos pasos asombrado.

—Sí, a mi mismo padre, cuando se me ofende, no miro quién lo hace.

—¿Y de qué modo quieres batirte conmigo, a puñetazos?

—Me es completamente igual de un modo que otro.

—Vaya por los puñetazos —repuso Taras Bulba arremangándose las mangas. Voy a ver si sabes manejar los puños.

Y he aquí que padre e hijo, en vez de abrazarse después de una larga ausencia, empiezan a asestarse vigorosos puñetazos en los costados, en la espalda, en el pecho, en todas partes, tan pronto retrocediendo como atacando.

—Miren ustedes, buenas gentes: el viejo se ha vuelto loco, ha perdido de repente el juicio —exclamaba la pobre madre, pálida y flaca, inmóvil en las gradas, sin haber tenido tiempo aún de estrechar entre sus brazos a sus queridos hijos. ¡Vuelven los muchachos a casa, después de más de un año de ausencia, y he aquí que su padre inventa, Dios sabe qué bestialidad… darse de puñetazos!

—¡Se bate como un coloso! —decía Bulba deteniéndose—. ¡Sí, por Dios! Muy bien —añadió, abrochando su vestido—; aunque mejor hubiera hecho en no probarlo. Éste será un buen cosaco. Buenos días, hijo, abracémonos ahora.

Y padre e hijo se abrazaron.

—Bien, hijo; atiza buenos puñetazos a todo el mundo como lo has hecho conmigo; no des cuartel a nadie. Esto no impide que estés hecho un adefesio con ese hábito. ¿Qué significa esa cuerda que cuelga? Y tú, estúpido, ¿qué haces ahí con los brazos cruzados? —dijo, dirigiéndose al hijo menor. ¿Por qué, hijo de perro, no me aporreas también?

—Miren que ocurrencia —decía la madre abrazando al más joven de sus hijos. ¿En dónde se ha visto que un hijo aporree a su propio padre? ¿Y es este el momento de pensar en ello? Un pobre niño, que acaba de hacer tan largo camino, y está tan cansado (el pobre niño tenía más de veinte años y una estatura de seis pies), tendrá necesidad de descansar y de comer un bocado; ¡y él quiere obligarle a batirse!

—¡Eh! ¡Eh! Me parece que tú eres un mentecato —decía Bulba. Hijo, no escuches a tu madre, es una mujer y no sabe nada. ¿Necesitan ustedes que les acaricien? Las mejores caricias, para ustedes son una buena pradera y un buen caballo. ¿Ven ese sable? pues esa es la madre de ustedes. Todas esas tonterías que tienen ustedes en la cabeza, no son más que sandeces; yo desprecio todos los libros en que estudian ustedes, y las A B C, y las filosofías, y todo eso; los escupo.

Aquí Bulba añadió una palabra que no puede pasar a la imprenta.

—Vale más —añadió— que en la próxima semana les mande al
zaporojié
[1]
. Allí es donde se encuentra la ciencia; allí está la escuela de ustedes, y también allí es donde se les desarrollará la inteligencia.

—¡Que! ¿Sólo permanecerán aquí una semana? —decía la anciana madre con voz plañidera y bañada en llanto. ¡Los pobres niños no podrán divertirse ni conocer la casa paterna! ¡Y yo no tendré tiempo siquiera para hartarme de contemplarlos!

—Cesa de aullar, vieja; un cosaco no ha nacido para vegetar entre mujeres. Tú les ocultarías debajo de las faldas a los dos, como una gallina clueca sus huevos. Anda, vete. Ponnos sobre la mesa cuanto tengas para comer. No queremos pasteles con miel ni guisaditos. Danos un carnero entero o una cabra; tráenos aguamiel de cuarenta años; y danos aguardiente, mucho aguardiente; pero no de ese que está compuesto con toda especie de ingredientes, pasas y otras porquerías, sino aguardiente puro, que bulla y espume como un rabioso.

Bulba condujo a sus hijos a su aposento, de donde salieron a su encuentro dos hermosas criadas, cargadas de
monistes
[2]
. Séase porque se asustaron por la presencia de sus jóvenes señores, séase por no faltar a las púdicas costumbres de las mujeres, el caso es que las dos criadas echaron a correr lanzando fuertes gritos, y largo tiempo después todavía se ocultaban el rostro con sus mangas.

La habitación estaba amueblada conforme al gusto de aquella época, cuyo recuerdo sólo se ha conservado por los
douma
[3]
y las canciones populares, que recitaban en otro tiempo, en Ukrania los ancianos de luenga barba, acompañados de la bandola, entre una multitud que formaba círculo en torno suyo, conforme al gusto de aquel tiempo rudo y guerrero, que vio las primeras luchas sostenidas por la Ukrania contra la unión
[4]
. Todo respiraba allí limpieza. El suelo y las paredes estaban cubiertos de una capa de arcilla luciente y pintada. Sables, látigos (
nagaï kas
), redes de cazar y pescar, arcabuces, un cuerno artísticamente trabajado que servía para guardar la pólvora, una brida con adornos de oro, y trabas adornadas con clavitos de plata colgaban en torno del aposento. Las ventanas, sumamente pequeñas, tenían cristales redondos y opacos, como los que aún existen en algunas iglesias; no se podía mirar a la parte exterior sino levantando un pequeño marco movible. Los huecos de esas ventanas y de las puertas estaban pintados de encarnado. En los ángulos, encima de aparadores, había cántaros de arcilla, botellas de vidrio de color obscuro, copas de plata cincelada, y copitas doradas de diferentes estilos, venecianas, florentinas, turcas y circasianas, llegadas por diversos conductos a manos de Bulba, cosa nada extraña en aquellos tiempos de empresas guerreras. Completaban el mueblaje de aquella habitación unos bancos de madera chapados de corteza de abedul. Una mesa de colosales proporciones estaba situada debajo de las santas imágenes, en uno de los ángulos. El ángulo opuesto estaba ocupado por una alta y ancha estufa que constaba de una porción de divisiones, y cubierta de baldosas barnizadas. Todo eso era muy conocido de nuestros jóvenes, que iban todos los años a pasar las vacaciones al lado de sus padres; digo iban, e iban a pie pues no tenían aún caballos; por otra parte, el traje no permitía a los estudiantes el montar a caballo. Hallábanse todavía en aquella edad en que cualquier cosaco armado podía tirarles impunemente de los largos mechones de cabello de la coronilla de su cabeza. Sólo a su salida del seminario fue cuando Bulba les mandó dos caballos jóvenes para hacer su viaje.

Bulba, con motivo de la vuelta de sus hijos, hizo reunir todos los centuriones de su
polk
[5]
que no estaban ausentes; y cuando dos de ellos acudieron a su llamado, con el
ï ésaoul
[6]
Dimitri Tovkatch, su camarada, les presentó sus hijos diciendo:

—¡Miren qué muchachos! Bien pronto les enviaré a la
setch
[7]
.

Los visitantes felicitaron a Bulba y a los dos jóvenes, asegurándoles que harían muy bien, y que no había escuela mejor para la juventud que en el
zaporojié
[8]
.

—Vamos, señores y hermanos —dijo Taras— siéntense donde les plazca; y ustedes, hijos míos, ante todo, bebamos un vaso de aguardiente. ¡Qué Dios nos bendiga! ¡A la salud de ustedes, hijos míos! ¡A la tuya, Eustaquio! ¡A la tuya, Andrés! ¡Dios quiera que la victoria les acompañe siempre en la guerra, que derroten a los paganos y a los tártaros! y si los polacos intentan algo contra nuestra santa religión, ¡a ellos también! ¡Veamos! venga tu vaso. ¿Es bueno el aguardiente? ¿Cómo se llama el aguardiente en latín? ¡Qué bobos eran los latinos! ni siquiera sabían que hubiese aguardiente en el mundo. ¿Cómo se llamaba aquel que escribió versos latinos? Yo no, soy muy sabio y he olvidado su nombre. ¿No se llamaba Horacio?

—¡Miren que zorro! —se dijo por lo bajo el hijo mayor, Eustaquio— el viejo perro lo sabe todo, y aparenta no saber nada.

—Creo que el
gandulifis
[9]
ni siquiera les ha dejado oler el aguardiente —continuó Bulba. Convengan ustedes hijos míos, en que les han sacudido de lo lindo, con escobas de abedul, las espaldas, los riñones y todo lo que constituye un cosaco; o tal vez, para hacerles hombres y juiciosos les han aplicado sendos latigazos no solamente los sábados, sino también los miércoles y jueves.

—No debemos recordar nada de lo pasado, padre —respondió Eustaquio— lo pasado, pasado.

—¡Que lo prueben ahora! —dijo Andrés— ¡qué se atreva alguien a tocarme la punta del dedo! Que se ponga algún tártaro al alcance de mis manos, y sabrá lo que es un sable cosaco.

—¡Bien, hijo mío, bien! ¡Vive Dios que has hablado bien! ¡Toda vez que es así, por Dios que acompaño a ustedes! ¿Qué diablos tengo que esperar aquí? ¿Convertirme en un plantador de trigo negro, en un hombre casero, en un pastor de ovejas y de cerdos? ¿Acariciar a mi mujer? ¡No, lléveme el diablo! Soy cosaco, y he de dejarme de todo eso. ¡Qué me importa que no haya guerra! Iré a disfrutar con ustedes; sí, por Dios, iré.

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