—¡Pan! ¡Pan!
Pero sus fuerzas no igualaban a su rabia; Andrés le rechazó, y cayó rodando por tierra. Pero el joven cosaco, movido a compasión, le arrojó un pan, que el otro se puso a devorar ansiosamente; y en la misma plaza expiró este hombre entre horribles convulsiones. Casi a cada paso encontraba víctimas del hambre. A la puerta de una casa estaba sentada una anciana, no pudiéndose decir si estaba muerta o viva, pues permanecía inmóvil y con la cabeza inclinada sobre su seno. Del techo de una casa vecina pendía del extremo de una cuerda el cadáver, largo y flaco de un hombre que, no habiendo podido sobrellevar hasta el fin sus sufrimientos, se había ahorcado. A la vista de todos estos horrores, el joven cosaco no pudo menos de preguntar a la tártara:
—¿Pero es posible que en tan corto espacio de tiempo, no hayan encontrado todas esas gentes nada para sostener su vida? En tales extremos el hombre puede alimentarse de substancias que la ley prohibe.
—Todo se ha comido —respondió la tártara— todos los animales; no se encuentra ya un caballo, ni un perro, ni un ratón en toda la ciudad. Nunca habíamos hecho provisión de comestibles, pues todo lo traían del campo.
—Pero, muriendo tan cruelmente, ¿cómo pueden pensar aún en defender la ciudad?
—Tal vez el
vaivoda
se hubiera rendido; pero ayer por la mañana el
polkovnik
, que se halla en Boujany, envió un halcón con un billete en el cual encargaba que siguiéramos defendiéndonos, que él avanzaba para hacer levantar el sitio, y que no esperaba más que otro
polk
con el fin de obrar juntos; mientras tanto, nosotros esperamos a cada momento su socorro… Pero henos aquí delante de la casa.
Andrés había visto ya de lejos una casa que no se asemejaba a las otras y que parecía haber sido construida por un arquitecto italiano. Era de ladrillos, y tenía dos pisos. Las ventanas de la planta baja estaban guarnecidas con adornos de piedra en relieve; el piso superior se componía de pequeños arcos formando galería; entre los pilares y los esconces, veíanse rejas de hierro con los escudos de la familia. Una espaciosa escalera de ladrillos pintados descendía hasta la plaza. En sus últimos peldaños estaban sentados dos guardias que sostenían con una mano sus alabardas y con la otra sus cabezas: parecían más bien dos estatuas que dos seres vivientes; no prestaron ninguna atención a los que subían la escalera, al extremo de la cual Andrés y la tártara encontraron un caballero cubierto con una rica armadura y con un libro de oraciones en la mano; levantó lentamente sus pesados párpados; pero, a una palabra de la tártara, los volvió a dejar caer sobre las páginas de su libro.
Andrés y su guía entraron en una espaciosa sala que parecía destinada para las recepciones, la cual estaba llena de soldados, coperos, cazadores y criados de toda especie que cada noble polaco creía necesarios a su categoría. Todos estaban sentados y silenciosos. Sentíase el olor de un cirio que acababa de apagarse, y se veían arder otros dos colocados en candeleros de la altura de un hombre, a pesar de que hacía largo rato que la claridad del día penetraba por la ancha ventana enrejada. Andrés iba a adelantarse hacia una gran puerta de encina, adornada con escudos y cinceladuras; pero la tártara le detuvo, y le mostró una puertecita practicada en el muro del lado. Entraron en un corredor, y luego en un aposento que Andrés examinó con atención. El débil rayo de luz que se filtraba por una rendija del ventanillo pintaba una línea luminosa en una cortina de seda encarnada, en una cornisa dorada y en un marco de cuadro. La tártara dijo al joven que se quedase en aquella estancia, abriendo en seguida la puerta de otra pieza en donde había luz artificial. Andrés oyó el débil cuchicheo de una voz que le hizo estremecer. En el momento de abrirse la puerta distinguió la esbelta figura de una joven. La tártara volvió enseguida, diciéndole que entrase. Cuando pasó el umbral de la puerta, ésta se volvió a cerrar tras él. En el aposento ardían dos cirios, y una lámpara delante de una santa imagen, a cuyos pies, según costumbre católica, había un reclinatorio. Pero no era eso lo que el joven buscaba: volvió, pues, la cabeza a otro lado, y vio a una mujer que parecía haberse detenido al hacer un movimiento rápido: la joven se precipitaba hacia él, pero se quedó inmóvil; hasta él mismo permaneció clavado en su sitio. Esa joven no era la que él creía volver a ver, la que había conocido: era mucho más hermosa. En otro tiempo había en ella algo incompleto, no acabado: ahora parecíase a la creación de un artista que acabara de recibir la última mano; en otro tiempo era una jovencita delgada, ahora era ya una mujer, y en todo el esplendor de su belleza. Sus ojos levantados no expresaban ya un simple bosquejo del sentimiento, sino el sentimiento completo. No habiendo tenido tiempo para enjugar su llanto, las lágrimas daban a sus mejillas un barniz brillante. Su cuello, espaldas y garganta habían llegado a los verdaderos límites de la hermosura en todo su desarrollo. Una parte de sus espesas trenzas estaban sujetas a la cabeza por un peine y las otras caían en largas ondulaciones sobre sus espaldas y brazos. Su extrema palidez no alteraba su belleza, antes al contrario, le comunicaba un encanto irresistible. Andrés sentía como un terror religioso, manteniéndose en su inmovilidad ella quedó también sorprendida al aspecto del joven cosaco que se presentaba con todas las ventajas de su varonil belleza. La firmeza brillaba en sus ojos cubiertos por aterciopeladas cejas, y la salud y la frescura en sus tostadas mejillas; su negro bigote relucía como la seda.
—Yo no puedo darte las gracias, generoso caballero —dijo la joven con trémula voz. Dios sólo puede recompensarte.
Bajó los ojos que cubrieron sus blancos párpados guarnecidos de largas y sombrías pestañas; su cabeza se inclinó, y un ligero rubor coloreó la parte inferior de su semblante. Andrés no sabía qué contestarle; hubiera querido expresarle cuanto su alma sentía, y expresárselo con el mismo fuego con que lo sentía, pero le fue imposible: su boca parecía cerrada por un poder desconocido; faltábale el sonido a su voz; comprendía que él, educado en un seminario, y llevando después una existencia guerrera y nómada, no podía contestar a la joven, y se indignó contra su naturaleza cosaca.
En este momento, la tártara entró en el aposento; había tenido ya tiempo de cortar en pedazos el pan que trajera Andrés, y presentólo a su ama en una bandeja de oro. La joven la miró, luego miró el pan, deteniendo por fin su mirada sobre el cosaco. Esta mirada, conmovida y llena de reconocimiento, en la que se leía la impotencia de expresarse con la lengua, fue mejor comprendida por Andrés que lo hubiesen sido largos discursos. Su alma se sintió aliviada, pareciéndole que se la habían desatado. Iba a hablar, cuando de repente la joven se volvió hacia su sirvienta, y le dijo con inquietud:
—¿Y mi madre? ¿Le has llevado pan?
—Duerme.
—¿Y a mi padre?
—Ya se lo he llevado. Me ha dicho que vendría en persona a dar las gracias a este caballero.
La joven, tranquilizada con esto, tomó el pan y lo llevó a sus labios. Andrés la contemplaba con inexplicable alegría romper el pan y comérselo con avidez, cuando de repente recordó aquel loco furioso a quien había visto morir por haber devorado un pedazo de pan. Palideció, y agarrándola por el brazo:
—Basta —le dijo— no comas más. Hace tanto tiempo que no has tomado alimento que el pan te haría mal.
La joven dejó enseguida caer su brazo, y volviendo a poner el pan en el plato, miró a Andrés como lo hubiera hecho un niño dócil.
—¡Oh, soberana mía! —exclamó Andrés con transporte— manda lo que quieras; pídeme la cosa más imposible del mundo, y te obedeceré; dime que haga lo que no haría ningún hombre, y lo haré me perdería por ti: te juro por la santa cruz, que me es imposible decirte cuan dulce sería eso para mí. Poseo tres pueblos; me pertenece la mitad de los caballos de mi padre; todo lo que mi madre le ha dado en dote y todo lo que ella le oculta es mío; ningún cosaco tiene armas semejantes a las mías; por un solo sablazo se me da una caballada y tres mil carneros; ¡pues bien! ¡Todo eso lo abandonaré, lo quemaré, aventaré sus cenizas por una sola palabra tuya, por un solo movimiento de tus cejas negras! Tal vez lo que digo no son más que locuras y necedades; sé perfectamente que yo, que he pasado la vida en la
setch
, no puedo hablar como se habla en los palacios de los reyes, príncipes y nobles señores. Veo que eres una criatura de Dios muy diferente de nosotros, y que aventajas en mucho a las otras mujeres de la nobleza.
Con creciente sorpresa, sin perder una sola palabra, pues prestaba toda su atención, la joven escuchó ese discurso lleno de franqueza y de calor, en el que se descubría una alma joven y fuerte. Inclinó hacia delante su hermoso rostro y quiso hablar; pero se detuvo bruscamente, pensando que aquel joven pertenecía a otro partido, y que su padre, sus hermanos y sus compañeros eran sus más acérrimos enemigos; y que los terribles zaporogos tenían bloqueada por todos lados la ciudad y condenados sus habitantes a una muerte segura. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Tomó un pañuelo bordado en seda, y, cubriéndose el rostro para ocultar su dolor, sentóse en una silla, en donde permaneció largo rato inmóvil, con la cabeza inclinada hacia atrás, y mordiéndose el labio inferior con sus dientes de marfil, como si hubiese sentido la picadura de alguna bestia venenosa.
—Dime una sola palabra —prosiguió Andrés, tomando su mano suave como la seda; pero ella guardaba silencio, sin descubrir su semblante, y permanecía inmóvil. ¿Por qué tanta tristeza?
La joven quitóse el pañuelo de los ojos, apartó los cabellos que cubrían su semblante, y con voz débil, semejante al triste y ligero ruido de los juncos agitados por el viento de la tarde, balbuceó:
—¿No soy digna de eterna compasión? Mi madre, ¿no es desgraciada? ¿No es mi suerte bien amarga? ¡Oh destino mío! ¿No eres mi verdugo? Tú has conocido a mis plantas a los nobles más dignos, a los más ricos caballeros, condes y barones extranjeros, y a toda la flor de nuestra nobleza. La mayor felicidad para todos ellos hubiese sido mi amor; no tenía que hacer más que escoger para que el más hermoso, el más noble fuese mi esposo. ¡Oh destino cruel! Por ninguno de ellos has hecho latir mi corazón; pero has hecho que ese débil corazón palpite por un extranjero, por un enemigo, desdeñando a los mejores caballeros de mi patria. ¿Qué delito he cometido para que me persigas ¡oh santa Madre de Dios! tan inhumanamente? Mis días se deslizaban en la abundancia y la riqueza. Los más delicados manjares, los vinos más preciosos servían para mi cotidiano alimento. ¿Y para qué? Para hacerme morir de una muerte horrible, como no muere ningún mendigo del reino; y es poco verme condenada a tan impía suerte, es poco verme obligada a presenciar, antes de mi propio fin, en medio de mil horrorosos sufrimientos, la agonía de mi padre y de mi madre, por quienes hubiera dado cien veces la vida; es poco todo eso: es preciso que antes que la muerte ponga término a mi existencia, que la vuelva a ver, que la oiga, que sus palabras me desgarren el corazón, que aumente la amargura de mi suerte, que me sea aún más penoso abandonar mi existencia, tan joven aún, que mi muerte sea más espantosa, y que al morir les llene aún más de reproches, a ti, mi cruel destino, y a ti (perdona mi pecado) ¡oh santa Madre de Dios!
Cuando calló, en su semblante, en su frente tristemente inclinada y en sus mejillas humedecidas por las lágrimas se pintaba una expresión de dolor y de abatimiento.
—No, no se dirá —exclamó Andrés— que la más bella y mejor de las mujeres tenga que sufrir una tan lastimosa suerte, cuando ha nacido para que todo lo que hay en el mundo de más elevado se incline ante ella como ante una santa imagen. ¡No, no morirás; juro por mi nacimiento y por cuanto amo que no morirás! Pero si nada puede salvarte, ni la fuerza, ni el valor, ni las súplicas; si nada puede conjurar tu desventurada suerte, moriremos juntos, y moriré antes que tú, en tu presencia, y tan sólo después de muertos nos podrán separar.
—No te engañes, caballero, ni me engañes —contestó ella meneando lentamente la cabeza. Sé perfectamente que no te es posible amarme, pues conozco tu deber. Tienes padre, amigos y una patria que te llaman, y nosotros somos tus enemigos.
—¿Qué me importan mis amigos, mi patria y mi padre? —prosiguió el joven cosaco levantando con altivez su frente e irguiendo su figura alta y esbelta como un junco del Dnieper—. Yo no tengo a nadie, a nadie, a nadie —repitió obstinadamente, haciendo un gesto con el cual un cosaco expresa un partido tomado y una voluntad irrevocable—. ¿Quién me ha dicho que la Ukrania es mi patria? ¿Quién me la ha dado por patria? La patria es lo que nuestra alma desea y adora, lo que amamos más que todo; mi patria eres tú; y esa patria no la abandonaré mientras viva, la llevaré en mi corazón. ¡Que vengan a arrancármela!
La joven permaneció inmóvil un instante, miróle fijamente en los ojos, y de repente, con esa impetuosidad de que es capaz una mujer que sólo vive por los impulsos del corazón, se precipitó hacia él, le estrechó en sus brazos y se puso a sollozar. En este momento resonaron en la calle gritos confusos y ruido de trompetas y timbales. Pero Andrés no los oía; sólo sentía la tibia respiración de su amada que le acariciaba la mejilla, sus lágrimas que le bañaban el semblante, sus largos cabellos que le envolvían la cabeza como una redecilla sedosa y odorífera.
De repente entró la tártara en el aposento lanzando gritos de alegría.
—Estarnos salvados —decía fuera de sí— los nuestros han entrado en la ciudad, y traen abundantes víveres y zaporogos prisioneros.
Pero ninguno de los dos jóvenes prestó atención a lo que ella decía. En el delirio de su pasión, el cosaco aplicó sus labios en la boca que rozara su mejilla, y esta boca no dejó de responder.
Y el cosaco quedó perdido, perdido para toda la caballería cosaca. Jamás sus ojos volverán a ver la
setch
, ni los villorrios de su padre, ni el templo de su Dios; y la Ukrania no volverá a ver tampoco uno de sus más valerosos hijos. ¡El viejo Taras Bulba se arrancará un puñado de sus cabellos grises, y maldecirá el día y la hora en que, para su propia afrenta, dio la vida a semejante hijo!
Todo era ruido y movimiento en la labor de los zaporogos; nadie podía explicarse exactamente cómo había entrado en la ciudad un destacamento de guardias reales; sólo más tarde se supo que todo el
kouren
de Péreiaslav, colocado delante de una de las puertas de la ciudad, se había embriagado completamente; no era, pues, de extrañar que la mitad de los cosacos que lo componían hubiese sido muerta y la otra mitad prisionera, sin tener tiempo de defenderse. Antes que los
koureni
inmediatos, despertados por el ruido, pudiesen tomar las armas, los guardias reales entraban ya en la ciudad, y sus últimas filas sostenían el fuego contra los zaporogos mal despiertos que se arrojaban sobre ellos en desorden. El
kochevoi
hizo reunir el ejército, y una vez formados los soldados en círculo, y el sombrero en la mano, guardaron profundo silencio, díjoles: