Taras no pudo menos de observar que, en las melancólicas filas de los cosacos, la tristeza, poco conveniente a los valientes, empezaba a abatir poco a poco todas las cabezas, pero el viejo cosaco guardaba silencio, quería darles tiempo de acostumbrarse al pesar que les causaba la marcha de sus compañeros, y, sin embargo, preparábase en secreto para despertarles de repente con el ¡
hurra
! del cosaco, para reanimar con un nuevo poder el temple de su alma. La raza eslava, grande y fuerte, se distingue de las otras razas, como el mar profundo de los humildes ríos. Cuando el huracán estalla, se vuelve atronadora y rugiente, levanta gigantescas olas, lo cual no pueden hacer los grandes ríos; pero cuando reina la calma, el mar, más sereno que los ríos de rápida corriente, extiende su inmensa sábana de cristal, eterno deleite de los ojos.
Taras mandó a sus criados que desembalaran uno de los carros, que estaba apartado de los otros. Era el más grande y más pesado de todo el campamento cosaco; sus fuertes ruedas estaban reforzadas por dobles aros de hierro; una enorme carga ocupaba dicho vehículo, cubierto con una alfombra y con gruesas pieles de buey, y fuertemente atado con cuerdas embreadas. Este carro contenía todos los pellejos y barriles del buen vino añejo que se conservaba desde mucho tiempo en las bodegas de Taras, el cual se había reservado este pesado armatoste para el caso solemne en que, si llegaba un momento de crisis y si se presentaba un caso digno de ser transmitido a la posteridad, cada cosaco, sin exceptuar a ninguno, pudiese beber un trago de este vino precioso, a fin de que, en este supremo instante, se despertase en todos ellos un gran sentimiento también. Por orden del
polkovnik
, los criados se dirigieron apresuradamente al carro, cortaron las ruedas, quitaron las pesadas pieles de buey, y bajaron los pellejos y los barriles.
—Beban todos —dijo Bulba— todos cuantos son, sírvanse de sus vasijas, de copas, cántara para abrevar los caballos, un guante o una gorra, o bien de sus dos manos.
Y todos los cosacos presentaron el uno una copa, el otro la cántara que le servía de abrevadero de su caballo; éste un guante, aquel una gorra, y otros en fin presentaron sus dos manos juntas. Los criados de Taras pasaban entre las filas, repartiendo el contenido de los pellejos y barriles; pero Taras ordenó que nadie bebiese antes de que él hiciese señal de beber todos de un solo trago. Veíase que Taras tenía algo que decir. Sabía éste perfectamente que por muy bueno que sea el vino añejo, y muy capaz de fortalecer el corazón del hombre, si se le añade una palabra bien dicha, esta dobla la fuerza del vino y del corazón.
—Señores hermanos —dijo Taras Bulba— les hago este obsequio, no para darles, las gracias por el honor de haberme hecho
ataman
, por muy grande que sea este honor, ni para honrar la despedida de nuestros compañeros; no, una y otra cosa serían más adecuadas en otro tiempo que en el presente. Tenemos ante nosotros una fatigosa tarea, que reclama todo el valor cosaco. Bebamos, pues, compañeros, bebamos de un solo trago; primeramente y ante todo por la santa religión ortodoxa, porque llegue un día en que la misma santa religión se extienda por todos los ámbitos del planeta que habitamos, y que todos los paganos entren en el gremio de la iglesia de Cristo. Bebamos al mismo tiempo por la
setch
; que se conserve enhiesta largos años para exterminio de los paganos, a fin de que todos los años salgan de ella multitud de héroes más grandes los unos que los otros; y bebamos al mismo tiempo por nuestra propia gloria, a fin de que nuestros nietos y los hijos de nuestros nietos digan que en otro tiempo hubo cosacos que no deshonraron a la fraternidad, ni abandonaron a sus compañeros. Así, pues, ¡por la religión, señores hermanos, por la religión!
—¡Por la religión! —gritaron con toda la fuerza de sus pulmones todos los que formaban las filas más próximas.
—¡Por la religión! —repitieron los más apartados; y jóvenes y viejos, todos los cosacos, bebieron por la religión.
—¡Por la
setch
! —dijo Taras, alzando cuanto pudo su copa encima de su cabeza.
—¡Por la
setch
! —respondieron las filas vecinas.
—¡Por la
setch
! —repitieron con voz sorda los viejos cosacos, atusándose sus bigotes grises.
Y agitándose como los halcones cuando sacuden sus alas, los jóvenes cosacos dijeron:
—¡Por la
setch
!
Y la llanura oyó repetir en lontananza el brindis de los cosacos.
—Ahora el último trago, compañeros. Por la gloria, y por todos los cristianos que viven en este mundo.
Y todos los cosacos bebieron otro trago por la gloria, y por todos los cristianos que viven en el mundo. Y por largo tiempo repetíase en todas las filas de todos los
koureni
.
—¡Por todos los cristianos que viven en este mundo!
Las copas estaban ya vacías, y los cosacos continuaban con las manos levantadas. Aunque sus ojos, animados por el vino, brillasen de alegría, sin embargo, estaban meditabundos. En aquel instante no se acordaban ni del botín de guerra, ni de la dicha de encontrar ducados, armas preciosas, vestidos recamados y caballos circasianos; estaban pensativos como las águilas posadas sobre las cimas de las peñascosas montañas, desde donde se distingue a lo lejos extenderse el mar inmenso, con los buques, las galeras, las embarcaciones de toda especie que surcan sus aguas, con sus orillas que desaparecen en lontananza cubiertas de un vaporoso velo y coronadas de ciudades que parecen moscas y de bosques tan bajos como la hierba. Como águilas, contemplaban los alrededores de la llanura, y su destino que parecía dibujarse en el horizonte. Toda esta llanura, con sus caminos y sus tortuosos senderos, quedará convertida en inmenso osario, se saturará de su sangre cosaca, se llenará de destrozos de carros, de lanzas rotas y de sables quebrados; a lo lejos rodarán cabezas pobladas de espesos cabellos, cuyas trenzas estarán entremezcladas por la sangre cuajada, y cuyos bigotes caerán sobre la barba; las águilas vendrán a picotear en sus ojos. Pero este campo de muerte tan vasto y tan extensamente libre es hermoso. Ni una sola acción heroica debe perecer, y la gloria cosaca no se perderá como un grano de pólvora caído de la cazoleta. Vendrá, vendrá un tocador de bandola, con la barba gris hasta el pecho; o tal vez algún anciano, lleno aún de valor viril, pero de blanca cabeza y de alma inspirada, que dirá de ellos una palabra grave y poderosa; y su nombradía se extenderá por el universo entero, y todo cuanto venga al mundo después hablará de ellos; pues una palabra poderosa se esparce a lo lejos semejante a la campana de bronce en la cual el fundidor ha derramado plata pura y preciosa en gran cantidad, a fin de que la voz sonora llame a todos los cristianos a la santa oración, por las ciudades y pueblos, los castillos y las chozas.
Nadie, en la ciudad sitiada, había sospechado que la mitad de los zaporogos hubiesen dejado el campamento para lanzarse en persecución de los tártaros. Desde lo alto de la torre de las Casas Consistoriales, los centinelas colocados allí habían visto desaparecer solamente una parte de los bagajes detrás de los bosques inmediatos; pero pensaron que los cosacos preparaban una emboscada. El ingeniero inglés era de este mismo parecer. Sin embargo, las palabras del
kochevoi
no habían sido vanas: el hambre se hacía sentir de nuevo entre los habitantes. La guarnición, según costumbre de los tiempos pasados, no había calculado lo que necesitaba para vivir. Probóse una nueva salida, pero la mitad de los que la intentaron sucumbió bajo los golpes de los cosacos, y la otra mitad fue rechazada hasta la ciudad sin conseguir su objeto. Sin embargo, la salida fue aprovechada por los judíos, pues averiguaron cuanto les importaba saber; esto es, por qué los zaporogos habían partido y hacia qué sitio se dirigían, con qué jefes, con qué
koureni
, cuántos eran, cuántos quedaron, y qué pensaban hacer. En una palabra, al cabo de algunos minutos se sabía todo en la ciudad. Los coroneles recobraron valor y se prepararon a librar batalla. Por el movimiento y ruido que se hacía en la ciudad, Taras adivinó sus preparativos y por su parte preparóse también: arregló su tropa, dio órdenes, dividió los
koureni
en tres cuerpos, y formó con los bagajes una trinchera a su alrededor, especie de combate en que los zaporogos eran invencibles. Mandó que dos
koureni
se emboscasen cubriendo parte de la llanura de estacas puntiagudas, de armas destrozadas, de astillas de lanzas, en fin, de toda clase de obstáculos, con la idea de aprovechar la primera ocasión para echar en ella a la caballería enemiga. Cuando todo estuvo así dispuesto, dirigió la palabra a los cosacos, no para reanimarles y darles valor, sino porque necesitaba explayar su corazón.
—Señores míos, deseo manifestarles lo que es nuestra fraternidad. Ustedes han sabido por sus padres y abuelos en qué honor tenían todos nuestra tierra. Ella se ha dado a conocer a los griegos; ha tomado piezas de oro a Tzargrad
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ha tenido ciudades suntuosas, y templos, y
kniaz
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:
kniaz
de sangre rusa, y
kniaz
de su sangre, pero no católicos herejes. Los paganos lo han robado todo, todo se ha perdido. Sólo nosotros hemos quedado, pero huérfanos, y como una viuda que ha perdido un esposo poderoso; y al par que nosotros, también ha quedado huérfana nuestra tierra. He ahí, compañeros, en que tiempo nos hemos estrechado la mano en señal de fraternidad; no existe lazo más sagrado que este de la fraternidad. El padre ama a su hijo, la madre ama a su hijo, y éste ama a su padre y a su madre, pero, ¿qué significa eso, hermanos? también las fieras aman a sus hijos. Pero emparentar por el alma y no por la sangre, he ahí lo que sólo es dado al poder del hombre. En otros países se han encontrado compañeros; pero compañeros como en Rusia en parte ninguna. Ha sucedido, no a uno de ustedes, sino a muchos, extraviarse en extranjera tierra; ¡pues bien! ustedes lo han visto: allí hay hombres también, también hay allí criaturas de Dios y les hablan como a uno de ustedes. Pero cuando se trata de decir una palabra salida del corazón, ustedes lo saben bien, son hombres de espíritu, y, sin embargo, no son de los de ustedes. Son hombres, pero no son los mismos hombres. No, hermanos, amar como ama un corazón ruso, amar, no solamente por el espíritu, sino por todo lo que Dios ha dado al hombre, por todo lo que hay en ustedes, ¡ah! —dijo Taras, con un gesto de decisión, sacudiendo su cabeza gris y levantando la punta de su bigote— no, nadie puede amar así. Sé perfectamente que ahora se han introducido en nuestro país pérfidas costumbres: hay algunos que sólo piensan en sus montones de trigo y de heno, en sus caballadas; sólo se preocupan en que su aguamiel se conserve en sus bodegas; imitan, ¡el diablo lo sabe! los usos paganos; se avergüenzan de su lenguaje; el hermano no quiere hablar con su hermano, y aun llega a venderle como se vende en un mercado a una bestia; prefieren el favor de un rey extranjero, y no ya de un rey, sino el menguado favor de un magnate polaco que con su bota amarilla les golpea el hocico, a toda la fraternidad. Pero, a pesar de esto, en el último de los cobardes, aunque se haya manchado de lodo y de servilismo, hay todavía un grano de sentimiento ruso; y un día ¡desventurado! se despertará y herirá con los dos puños los faldones de su caftán; apretará su cabeza entre sus dos manos y maldecirá su cobarde vida, dispuesto a comprar de nuevo por el suplicio una innoble existencia. Que sepan todos, pues, lo que significa en Rusia la fraternidad. Y si ha llegado el momento de morir, ciertamente que ninguno de ellos ¡ninguno! morirá como nosotros. Esto no es dado a su naturaleza de ratón.
Esto dijo el
ataman
; y concluida su peroración, meneó todavía su cabeza que había encanecido en la vida de cosaco. Todos los que le escuchaban quedaron profundamente conmovidos por este discurso que penetró hasta el fondo de sus corazones. Los guerreros más antiguos permanecieron inmóviles, inclinando sus cabezas grises hacia tierra; una lágrima brillaba en sus viejas pupilas, que enjugaron lentamente con la manga, y todos a una, como impulsados por un mismo resorte, hicieron a la vez su gesto acostumbrado para expresar que se ha tomado un partido, y menearon resueltamente sus cabezas. Taras había puesto el dedo en la llaga.
Veíase salir de la ciudad el ejército enemigo al son de las trompetas y clarines, así como los nobles polacos, con la mano en la cadera, y rodeados de un numeroso séquito. El obeso coronel daba órdenes. Adelantáronse rápidamente hacia los cosacos, amenazándoles con sus miradas y con sus mosquetes, al abrigo de sus brillantes corazas de cobre. Los cosacos, al ver que habían avanzado hasta ponerse a tiro, los recibieron con una lluvia de plomo, y continuaron tirando sin interrupción. El ruido de sus descargas sonaba en las vecinas llanuras, como un trueno continuo. El campo, de batalla estaba cubierto de densa humareda, y los zaporogos disparaban sin interrupción. Los de las últimas filas se limitaban a cargar las armas que alargaban a los más avanzados, con asombro de los polacos que no podían comprender cómo los cosacos tiraban sin volver a cargar sus mosquetes. En las espesas oleadas de humo que envolvían a los contendientes, no se veían las pérdidas que se experimentaban en las filas; pero los polacos, sobre todo, sentían que las balas llovían espesas, y cuando retrocedieron para alejarse de aquella humareda y para recobrarse, vieron perfectamente que sus escuadrones habían sufrido muchas bajas. Los cosacos habían perdido tres hombres todo lo más, y continuaban incesantemente su fuego de mosquetería. El ingeniero extranjero asombróse de esta táctica que nunca había visto emplear, y dijo en alta voz:
—¡Son muy valientes los zaporogos! He ahí cómo es preciso que se batan en todos los países.
Aconsejó entonces dirigir los cañones hacia el campamento fortificado de los cosacos. Las piezas de bronce atronaron el espacio con su rugiente voz; la tierra trepidó a lo lejos, y la llanura quedó envuelta en oleadas de humo. El olor de la pólvora se extendía por las plazas y las calles de las poblaciones próximas y lejanas; sin embargo, los artilleros habían apuntado muy alto. Las balas rojas describieron una curva demasiado grande; pasaron silbando por encima de la cabeza de los cosacos y se hundieron en el suelo abriendo surcos profundos, a lo lejos, en la tierra negra. En vista de tanta torpeza, el ingeniero francés apuntó por sí mismo los cañones, aunque los cosacos lanzaban una espesa lluvia de balas.