—¡Eustaquio, Eustaquio mío!
Delante de él el mar Negro brillaba y se extendía como una inmensa sábana; en los lejanos juncos oíase el grito de la gaviota, y sobre su encanecido bigote caían las lágrimas una tras otra.
Taras no pudo dominarse por más tiempo.
—Suceda lo que Dios quiera —dijo— iré a saber lo que ha sido de él. ¿Está vivo? ¿Ha bajado ya al sepulcro, o bien no está aún en él? Yo lo sabré, cueste lo que cueste; yo lo sabré.
Y ocho días después, hallábase ya en la ciudad de Oumana, a caballo, la lanza en la mano; el sable al lado, el saco de viaje colgado del pomo de la silla; una orza de harina de avena, cartuchos, trabas para el caballo, y otras municiones completaban su equipaje. Dirigióse enseguida a una miserable y sucia casucha cuyas deslucidas ventanas apenas se veían; el tubo de la chimenea estaba cerrado por un tapón, y el techo, agujereado por todas partes, estaba cubierto de gorriones; delante de la puerta de entrada había un montón de basura. En la ventana estaba asomada una judía luciendo una gorra adornada con perlas ennegrecidas.
—¿Está tu marido en casa? —dijo Bulba bajando de su caballo, y atando las riendas en un anillo de hierro clavado en la pared.
—Sí —dijo la judía, que se apresuró a salir con una abundante ración de trigo para el caballo y una jarra de cerveza para el jinete.
—¿En dónde está tu judío?
—Rezando, sus oraciones —murmuró la judía saludando a Bulba, y deseándole buena salud en el momento en que llevaba la jarra a sus labios.
—Quédate aquí, da de beber a mi caballo: yo iré solo a hablarle. Tengo un asunto que tratar con él.
Este judío era el famoso Yankel, el cual se había hecho arrendador y posadero, todo en una pieza. Habiéndose apoderado poco a poco de los negocios de todos los hidalguillos del contorno, había insensiblemente chupado su dinero y hecho sentir su presencia de judío en todo el país. A tres millas a la redonda, no quedaba ya una sola casa que estuviese en buen estado: todas se derrumbaban de puro viejas; la comarca entera había quedado desierta como después de una epidemia o de un incendio general. Si Yankel hubiese vivido allí una docena de años más, es probable, que expulsara de ella hasta a las autoridades. Taras entró en el aposento.
Yankel oraba, con la cabeza cubierta con un largo velo bastante sucio, y se había vuelto para escupir por última vez, según el rito de su religión, cuando notó la presencia de Bulba, que estaba en pie detrás de él. El judío no vio de pronto sino los dos mil ducados ofrecidos por la cabeza del cosaco; pero avergonzado de su avaricia, esforzóse por aplacar su eterna sed de oro.
—Escucha, Yankel —dijo Taras al judío, que se impuso el deber de saludarle y que se dirigió prudentemente a cerrar la puerta, a fin de no ser visto de nadie— te he salvado la vida: los cosacos te hubieran despedazado como a un perro. A tu vez préstame ahora un servicio.
El semblante del judío sombreóse ligeramente.
—¿Qué servicio? Si es alguna cosa que yo pueda hacer, ¿por qué no?
—No digas nada. Condúceme a Varsovia.
—¿A Varsovia?… ¡Cómo! ¿A Varsovia? —dijo Yankel; y alzó las cejas y los hombros en señal de asombro.
—No repliques. Condúceme a Varsovia. Suceda lo que suceda, quiero verle todavía una vez más, volver a hablarle.
—¿A quién?
—A él, a Eustaquio, a mi hijo.
—¿Es que su señoría no ha oído decir que ya…?
—Lo sé todo, todo; han ofrecido dos mil ducados por mi cabeza. Los imbéciles, saben lo que vale. Yo te daré cinco mil, yo. Toma ahora, estos dos mil que te entrego, y lo restante te lo daré cuando vuelva.
El judío tomó enseguida una toalla y envolvió con ella los ducados.
—¡Ah! ¡Qué hermosa moneda! ¡Ah! ¡Qué buena moneda! —exclamó, dando vueltas a un ducado entre sus dedos y probándole con los dientes— pienso que el hombre a quien su señoría ha quitado esos hermosos ducados no habrá vivido una hora más en este mundo, sino que se habrá ido derechito al río para ahogarse en él, después de haber dejado de poseer tan excelentes ducados.
—No te hubiera rogado que me acompañases, y tal vez no equivocara el camino de Varsovia; pero puedo ser reconocido y preso por esos malditos polacos, pues no estoy acostumbrado a fingir. Pero ustedes los judíos han sido creados para eso. Engañarían ustedes al diablo en persona, pues conocen todas las picardías. Por eso he venido a encontrarte. Por otra parte, nada hubiera hecho solo en Varsovia. Vamos, engancha pronto los caballos a la carreta, y condúceme a escape.
—¿Y piensa su señoría que basta sacar un animal del establo, engancharlo a una carreta y arrear? ¿Piensa su señoría que se le puede conducir así sin ocultarlo primero cuidadosamente?
—¡Pues bien! ocúltame, ocúltame como sabes hacerlo; en un tonel vacío, ¿no es verdad?
—¡Bah! ¿Piensa su señoría que se le puede ocultar en un tonel? ¿Ignora acaso que todos creerán que hay aguardiente en é1?
—¡Pues que lo crean!
—¡Cómo! ¡Que crean que contiene aguardiente! —exclamó el judío, agarrando con ambas manos sus largas y flotantes trenzas y levantándolas hacia el cielo.
—¿De qué te admiras?
—¿Ignora su señoría que el buen Dios ha creado el aguardiente para que todos puedan probarlo? La gente de allá bajo son todos muy glotones y borrachos; cualquier hidalguillo es capaz de correr veinte leguas para alcanzar el tonel, agujerearlo, y cuando vea que no sale nada, dirá en seguida: "Un judío no conducirá un tonel vacío; de seguro que hay algo dentro. ¡Que se agarre al judío, que se agarrote al judío y que se quite al judío todo su dinero y que se le meta en la cárcel!". Eso dirán, porque cuánto hay de malo recae siempre sobre el judío; porque todo el mundo trata al judío como a un perro; porque dicen que un judío no es un hombre.
—¡Pues bien! ¡Entonces méteme en un carro de pescado!
—¡Imposible! Dios sabe que es imposible: en Polonia están ahora los hombres hambrientos como lobos; querrán robar el pescado, y encontrarán a su señoría.
—¡Pues bien! Condúceme al diablo, pero condúceme.
—Escuche, escuche, señor mío —dijo el judío bajando sus mangas sobre los puños y acercándosele con las manos separadas— he aquí lo que haremos; en todas partes se construyen ahora fortalezas y ciudades; han venido del extranjero ingenieros franceses, y por los caminos se transportan infinidad de ladrillos y piedras. Su señoría se esconde en el fondo de mi carro, y yo lo cubro con ladrillos. Su señoría es robusto, goza de excelente salud; de manera que podrá llevar algún peso encima sin inquietarse por eso; y yo haré una pequeña abertura debajo, a fin de poder alimentarle.
—Haz lo que quieras con tal que me conduzcas.
Una hora después salía de la ciudad de Oumana un carro cargado de ladrillos y tirado por dos rocines. Sobre uno de ellos se había encaramado Yankel, y sus largas melenas ondulaban por encima de su capote de judío, mientras que se sostenía sobre su cabalgadura, larga como un poste de camino real.
En la época que tiene lugar esta historia, todavía no existían en la frontera ni aduaneros ni inspectores (ese terrible espantajo de los hombres de empresa), y todos podían transportar lo que les venía en gana. Si, por otra parte, algún individuo se tomaba el trabajo de registrar o inspeccionar las mercancías, era, las más de las veces, por puro pasatiempo, sobre todo cuando había entre ellas objetos agradables a la vista y sus puños infundían respeto a los que debía registrar. Pero los ladrillos no excitaban la envidia de nadie; así que entraron sin obstáculo en la ciudad por su puerta principal. Bulba, desde su estrecha jaula, podía oír solamente el ruido de los carros acompañado de los gritos de los conductores, y nada más. Yankel, brincando sobre su caballito cubierto de polvo, entró, después de hacer algunos rodeos, en una callejuela estrecha y sombría que llevaba el nombre de Cenagosa y Judería al mismo tiempo porque, en efecto, se encontraban reunidos todos los judíos de Varsovia. Esta calle tenía todo el aspecto de un corral; parecía que el sol no penetraba jamás en ella, y levantábanse a un lado y otro casas de madera enteramente negras, con largas estacas que salían de las ventanas y que aumentaban aún su obscuridad. De trecho en trecho veíanse, algunos lienzos de pared de ladrillos colorados, ennegrecidos en varios sitios. De distancia en distancia un trozo de muralla enyesada en su parte superior, brillaba a los rayos del sol con insoportable resplandor. Todo presentaba allí sorprendentes contrastes: tubos de chimenea, andrajo y trozos de marmitas. Cada uno arrojaba a la calle todo lo que tenía de inútil y sucio, ofreciendo a los transeúntes ocasión de manifestar sus diversos sentimientos con motivo de esos andrajos. Un hombre a caballo podía tocar con la mano las pértigas que atravesaban la calle de una a otra casa, a lo largo de las cuales pendían medias, calzones cortos y una oca ahumada. Algunas veces mostrábase en una ventana destrozada un lindo rostro de judía, rodeado de perlas ennegrecidas. Una porción de niños judíos, sucios, harapientos, de cabellos, crespos, gritaban y se revolcaban en el lodo.
Un judío de cabellos rojos y semblante lleno de pecas, que le daban la apariencia de un huevo de gorrión, asomóse por la ventana, entablando enseguida con Yankel una conversación en su lengua barrueca, y luego entró Yankel en el patio. Otro judío que pasaba por la calle se detuvo, tomó parte en la conversación, y cuando Bulba logró por fin salir de debajo de los ladrillos, vio a los tres judíos que hablaban entre sí acaloradamente.
Yankel se volvió hacia el cosaco, y le dijo que todo se haría conforme deseaba, que su hijo estaba encerrado en la cárcel de la ciudad, y que, a pesar de lo difícil que era comprar la guardia, esperaba, sin embargo, arreglárselas para procurarle una entrevista.
Bulba entró en un aposento con los tres judíos.
Estos empezaron a conversar en su incomprensible lengua. Taras los examinaba uno a uno. Parecía que alguna cosa le había en extremo conmovido; en sus facciones rudas e insensibles brillaba la llama de la esperanza, de esa esperanza que algunas veces visita al hombre cuando se halla en el último grado de la desesperación; su viejo corazón latía violentamente, como si de repente se hubiese rejuvenecido.
—Escuchen, judíos —les dijo, y su acento atestiguaba la exaltación de su alma— todo lo pueden ustedes en el mundo, un objeto perdido en el fondo del mar lo encontrarían; y dice un proverbio que un judío se robará a sí mismo, por poco que lo desee. ¡Liberten a mi Eustaquio, proporciónenle la ocasión de escaparse de las manos del diablo! He prometido doce mil ducados a ese hombre; añadiré doce más, todos mis vasos preciosos, todo el oro que tengo enterrado, mi casa, mis últimos vestidos; todo lo venderé haciendo además un contrato por el que me obligaré a partir con ustedes todo cuanto pueda adquirir en la guerra durante mi vida.
—¡Oh! ¡Imposible, querido señor, imposible! —dijo Yankel con un suspiro.
—¡Imposible! —dijo otro judío.
Los tres judíos se miraron en silencio.
—No obstante, si se probase —dijo el tercero echando sobre sus dos compañeros tímidas miradas— tal vez con la ayuda de Dios…
Los tres judíos se pusieron a conversar en su lengua. Bulba no pudo entender nada de lo que decían, a pesar de prestar toda su atención; oyó solamente pronunciar a menudo el nombre: de Mardoqueo y nada más.
—Escuche, mi señor —dijo Yankel— primero es preciso consultar a un hombre que no tiene igual en el mundo, es un hombre sabio como Salomón; y si éste no puede nada, nadie en el mundo podrá. Quédese aquí, tome la llave, y no deje entrar a nadie, absolutamente a nadie.
Los judíos salieron a la calle.
Taras cerró la puerta, y miró por la ventanita hacia esta calle sucia de la Judería. Los tres judíos se detuvieron en ella y hablaron entre sí con animación. Pronto se les reunieron dos judíos más, primero uno y después otro, y Bulba oyó repetir de nuevo el nombre de Mardoqueo. ¡Mardoqueo! Los judíos volvían continuamente sus miradas hacia uno de los lados de la calle. Por fin, por uno de los ángulos, detrás de una sucia casucha, apareció un pie calzado con zapato judío, y flotaron los faldones de un caftán corto. «¡Ah! ¡Mardoqueo! ¡Mardoqueo!», exclamaron los judíos a una sola voz. Un judío flaco menos largo que Yankel pero mucho más arrugado, y notable por la enormidad de su labio superior, se acercó al grupo impaciente. Entonces los judíos apresuráronse a hacerle su narración, durante la cual Mardoqueo volvióse varias veces para mirar la ventanita, por lo que Taras pudo comprender que se trataba de él. Mardoqueo gesticulaba moviendo ambas manos, escuchaba, interrumpía, escupía de lado, y levantando los faldones de su traje, metía las manos en los bolsillos para sacar de ellos una especie de castañuelas, operación que permitía notar sus asquerosos calzones. Por fin, los judíos se pusieron a gritar tan fuerte, que uno de ellos, que estaba de centinela, tuvo que hacerles señas de que callasen, y Taras, empezó a temer por su seguridad; pero tranquilizóse, pensando que los judíos podían conversar libremente en la calle, sin que el mismo diablo pudiese comprender su enrevesada lengua.
Dos minutos después los tres judíos entraron a la vez en el aposento. Mardoqueo se acercó a Taras, diole un golpe en la espalda, y dijo:
—Cuando queremos hacer algo, lo hacemos en debida forma.
Taras examinó aquel nuevo Salomón que no tenía igual en el mundo, y concibió alguna esperanza. Efectivamente, su vista podía inspirar cierta confianza. Su labio superior era un verdadero espantajo; no cabía duda que había llegado a ese desenvolvimiento extraordinario por causas ajenas a la naturaleza. Quince pelos solamente componían la barba del Salomón, y todos al lado izquierdo. Su rostro llevaba las huellas de tantos golpes, recibidos por premio de sus hazañas, que sin duda hacía largo tiempo había perdido la cuenta de ellas, y se había acostumbrado a mirarlas como manchas de nacimiento.
Mardoqueo se alejó pronto con sus compañeros, admirados de su sabiduría. Bulba se quedó solo. Hallábase en una situación extraña, desconocida, y por primera vez en su vida, experimentó cierta inquietud. Su alma era presa de una excitación febril. Ya no era aquel Bulba inflexible, inalterable, fuerte como un roble; habíase vuelto pusilánime; ahora era débil. Temblaba al más ligero ruido y a cada nueva figura de judío que aparecía al extremo de la calle. En esta situación permaneció toda la mañana; no bebió ni comió, y sus ojos no se apartaron un instante de la ventanilla que daba a la calle. En fin, por la tarde, ya casi al anochecer, llegaron Mardoqueo y Yankel. El corazón de Taras desfalleció.