Read Tartarín de Tarascón Online
Authors: Alphonse Daudet
Al decir esto, la diligencia lanzó un suspiro; después prosiguió:
—¡Ay señor Tartarín, cuánto me acuerdo de mi buen Tarascón! ¡Aquéllos sí que eran buenos tiempos para mí! ¡Tiempos de juventud! ¡Había que verme salir de mañana, lavadita y reluciente, con las ruedas recién barnizadas, los faroles que parecían dos soles y la baca siempre untada de aceite! Y qué bonito cuando el postillón chasqueaba el látigo, canturreando: «¡Lagadigadeou! ¡La Tarasca! ¡La Tarasca!», y el conductor, con el cornetín terciado y la gorra bordada sobre la oreja, echando, con toda la fuerza de su brazo, el perrillo, siempre furioso, en la baca de la imperial, se lanzaba a lo alto con el grito de: «¡Arrea! ¡Arrea!» Entonces, mis cuatro caballos arrancaban al ruido de los cascabeles, los ladridos y las tocatas; se abrían las ventanas, y todo Tarascón miraba con orgullo la diligencia correr por la carretera real. ¡Qué hermosa carretera, señor Tartarín! Ancha, bien conservada, con sus mojones kilométricos, sus montoncitos de grava regularmente espaciados, y a derecha e izquierda lindas llanuras de olivares y viñedos… Además, ventorros de diez en diez pasos, paradas de cinco en cinco minutos… ¿Y los viajeros? ¡Qué buenas personas! Alcaldes y curas que iban a Nîmes a ver al prefecto o al obispo; honrados pañeros que regresaban del Mazet como Dios manda; colegiales de vacaciones, aldeanos de blusa bordada, afeitaditos aquella misma mañana, y arriba, en la imperial, ustedes, los señores cazadores de gorras, siempre de tan buen humor y cantando cada cual la
suya
, por la noche, al resplandor de las estrellas, cuando volvían a casa… Y ahora, ¡cuán diferente!… ¡Dios sabe las gentes que llevo! Montones de infieles que no se sabe de dónde vienen y que me llenan de bichos; negros, beduinos, soldadotes, aventureros de todos los países, colonos harapientos que me apestan con sus pipas, y, a todo esto, hablando una lengua que no hay quien la entienda. Además, ¡ya ve usted cómo me tratan! ¡Nunca me cepillan, nunca me lavan!… ¡Untarme los ejes! ¡Ni por asomo!… En lugar de aquellos caballetes, buenos y tranquilos, estos caballitos árabes, que tienen el demonio en el cuerpo, se pelean y se muerden, bailan como cabras al correr y me rompen las varas a coces… ¡Ay!, ¡ay!… ¿Ve usted?… Ya empiezan… ¿Y las carreteras? Por aquí aún es soportable, porque estamos cerca del Gobierno; pero allá lejos…, nada, ni siquiera camino. Vamos como podemos a través de montes y llanos, entre palmeras enanas y lentiscos… Ni una parada fija. Nos detenemos donde al conductor le place, unas veces en una granja, otras veces en otra. Hay ocasiones en que ese bribón me hace dar un rodeo de dos leguas para ir a casa de un amigo a tomar ajenjo o champoreau… Después, ¡arrea, postillón! Hay que recuperar el tiempo perdido. El sol abrasa, el polvo quema. ¡Arrea! Tropezón por aquí, vuelco por allá… ¡Arrea! ¡Arrea! Pasamos ríos a nado, me constipo, me mojo, me ahogo… ¡Arrea! ¡Arrea! ¡Arrea! Luego, por la noche toda chorreando —buena cosa para mi edad y mi reuma—, tengo que dormir a la intemperie, en el patio del parador, abierto a todos los vientos. Después, chacales y hienas vienen a husmear mis arcones, y los merodeadores, que temen al relente, se calientan en mis departamentos… Ahí tiene usted la vida que llevo, señor Tartarín, y la que he de llevar hasta el día en que, quemada por el sol, o podrida por las humedades de las noches, caiga —porque no podré hacer otra cosa— en una revuelta de esta carretera infame, para que los árabes pongan a hervir su alcuzcuz con los despojos de mi viejo esqueleto…
—¡Blidah! ¡Blidah! —dijo el conductor, abriendo la portezuela.
Vagamente, a través de los cristales empañados, Tartarín de Tarascón entrevió una plaza de linda subprefectura, regular, con soportales y naranjos, en medio de la cual unos soldaditos de plomo hacían el ejercicio a la clara bruma rósea de la mañana. Los cafés abrían sus puertas. En un rincón, un mercado con hortalizas… Era encantador; pero allí nada había que oliese aún a león.
—¡Al sur!… ¡Más al sur! —murmuró el buen Tartarín, acurrucándose en un rincón.
En aquel momento se abrió la portezuela. Entró una bocanada de aire fresco, trayendo en sus alas, con el perfume de los naranjos floridos, a un señor muy bajito, con levita color de avellana, viejo, seco, arrugado, acompasado, con una cara como el puño de grande, una corbata de seda negra de cinco dedos de alta, una cartera de cuero y un paraguas: el perfecto notario de aldea.
Al ver el material de guerra del tarasconés, el caballero, que se había sentado enfrente, mostrose excesivamente sorprendido y se puso a mirar a Tartarín con insistencia molesta.
Cambiaron el tiro, y la diligencia se puso en marcha. El caballero no dejaba de mirar a Tartarín… Por fin, el tarasconés se amoscó.
—¿Le asombra esto? —preguntó, mirando también cara a cara al caballero.
—No, señor… Me molesta —respondió el otro con toda calma.
Y lo cierto es que con su tienda de campaña, el revólver, los dos fusiles enfundados y el cuchillo de monte —sin contar su natural corpulencia—, Tartarín de Tarascón ocupaba mucho sitio.
La contestación del caballero le disgustó.
—¿Se imagina usted, por ventura, que voy a cazar leones con su paraguas? —preguntó arrogantemente el gran hombre.
El caballero echó una mirada a su paraguas, sonrió dulcemente, y siempre con la misma flema, dijo:
—Entonces, caballero, usted es…
—¡Tartarín de Tarascón, cazador de leones!
Al pronunciar estas palabras, el intrépido tarasconés sacudió la borla de la
chechia
como una melena. En la diligencia hubo un movimiento de estupor.
El fraile trapense se persignó, las
cocottes
lanzaron chillidos de espanto y el fotógrafo de Orleansville acercose al cazador de leones soñando con el honor insigne de retratarle.
Pero el señor bajito no se inmutó:
—¿Y ha matado usted ya muchos leones, señor Tartarín? —preguntó tranquilamente.
El tarasconés echó a mala parte la pregunta.
—¡Si he matado muchos!… ¡Ya quisiera usted tener en la cabeza tantos cabellos como leones he matado!
Y toda la diligencia se echó a reír, fijándose en los tres pelos amarillos erizados en el cráneo del señor bajito.
El fotógrafo de Orleansville tomó la palabra:
—Terrible profesión la de usted, señor Tartarín… A veces suelen pasarse malos ratos… Por eso aquel pobre señor Bombonnel…
—¡Ah, sí!… El cazador de panteras… —interrumpió Tartarín harto desdeñosamente.
—Pero ¿le conoce usted? —preguntó el caballero.
—¡Anda, si le conozco!… Hemos ido de caza juntos más de veinte veces.
El caballero se sonrió.
—¿De modo que usted también caza panteras, señor Tartarín? —le preguntó.
—Algunas veces…, por pasatiempo… —respondió el tarasconés, rabioso.
Y levantando la cabeza, añadió con heroico ademán, que inflamó los corazones de ambas
cocottes
:
—Eso no puede compararse con el león.
—Al fin y al cabo —insinuó el fotógrafo de Orleansville—, una pantera no es más que un gato grande…
—¡Cabal! —afirmó Tartarín, sin que le disgustara rebajar un poco la gloria de Bombonnel, especialmente delante de las señoras.
En aquel momento la diligencia se detuvo; el conductor abrió la portezuela y, dirigiéndose al viejecito, le indicó respetuosamente:
—Ya ha llegado usted.
Levantose el señor bajito, bajó y, antes de cerrar la portezuela, dijo:
—¿Me permite que le dé un consejo, señor Tartarín?
—¿Cuál, señor mío?
—Escuche. Me parece usted una buena persona y voy a decirle la verdad. Vuélvase inmediatamente a Tarascón, señor Tartarín… Aquí va usted a perder el tiempo… Panteras, todavía quedan algunas en la provincia; pero, ¡vaya!, ésa es caza demasiado pequeña para usted… Los leones se acabaron. En Argelia ya no queda ni uno… El último acaba de matarlo mi amigo Chasaing.
Dicho esto, el señor bajito saludó, cerró la portezuela y se fue riendo, con su cartera y su paraguas.
—Conductor —preguntó Tartarín haciendo un gesto—. ¿Quién es ese tipo?
—¡Cómo! ¿No le conoce?… Es el señor Bombonnel.
Apeose Tartarín de Tarascón en Milianah, dejando que la diligencia siguiese su camino hacia el sur.
Dos días de tumbos y dos noches sin pegar los ojos para mirar por la portezuela y ver si en los campos o en las cunetas de la carretera aparecía la sombra formidable del león, tantos insomnios, bien merecían algunas horas de descanso. Además, ¿por qué no decirlo?, desde el contratiempo habido con Bombonnel, el leal tarasconés, a pesar de sus armas, su gesto terrible y su gorro encarnado, sentíase molesto ante el fotógrafo de Orleansville y de las dos señoritas del 3o. de húsares.
Atravesó, pues, las anchas calles de Milianah, llenas de hermosos árboles y de fuentes; pero mientras buscaba hotel adecuado a sus gustos, el pobre no podía quitarse de la memoria las palabras de Bombonnel… ¡Si fuese cierto que ya no había leones en Argelia!… ¿A qué, entonces, tantas carreras, tantas fatigas?…
De pronto, al volver una esquina, nuestro héroe se encontró cara a cara… ¿con quién? Adivinadlo… Con un soberbio león, situado ante la puerta de un café regiamente sentado sobre sus cuartos traseros, dando al sol la bermeja melena.
—¿Pues no decían que ya no los hay? —exclamó el tarasconés echándose atrás de un salto…
Bajó el león la cabeza al oír esta exclamación y cogiendo con la boca una escudilla de madera puesta en la acera delante de él, la tendió humildemente hacia Tartarín, que estaba inmóvil de estupor. Un árabe que pasaba por allí echó una moneda de cobre en el platillo; el león movió la cola… Entonces, Tartarín lo comprendió todo. Vio lo que la emoción le había impedido ver al principio, esto es, la multitud agrupada alrededor del pobre león, ciego y domesticado, y dos negrazos armados de garrotes, que lo paseaban por la ciudad como un saboyano pasea su marmota.
Al tarasconés se le subió la sangre a la cabeza.
—¡Miserables! —exclamó con voz de trueno—. ¡Rebajar de ese modo a un animal tan noble!
Y, lanzándose sobre el león, le arrancó el inmundo platillo de las reales mandíbulas… Los dos negros, tomándole por un ladrón, se precipitaron sobre el tarasconés, con los garrotes en alto… Aquello fue terrible… Los negros pegaban, las mujeres chillaban, los niños reían. Un viejo zapatero judío gritaba desde el fondo de su tugurio: «¡Al juez de paz! ¡Al juez de paz!» Hasta el león, en las tinieblas de su noche, trató de lanzar un rugido, y el desgraciado Tartarín, después de lucha desesperada, rodó por el suelo sobre monedas y barreduras.
En aquel momento, un hombre atravesó la multitud, separó a los negros con una palabra, a las mujeres y a los chicos con un ademán, levantó a Tartarín, le cepilló, le quitó el polvo y le sentó, falto de aliento, en un poyo.
—¿Qué es esto, príncipe?… ¿Usted aquí?… —exclamó el buen tarasconés, frotándose las costillas.
—Sí, valiente amigo, aquí estoy… En cuanto recibí su carta, dejé a Baya al cuidado de su hermano, alquilé una silla de postas, y después de recorrer cincuenta leguas a mata caballo, llego aquí en momento oportuno para librar a usted de la brutalidad de estos rústicos… ¿Qué ha hecho usted, ¡santo Dios!, para meterse en semejante barullo?
—¡Qué quiere usted, príncipe!… Al ver a este desventurado león con el platillo en los dientes, vencido, humillado, escarnecido, sirviendo de chacota a esta pordiosería musulmana…
—Se equivoca usted, noble amigo. Este león es para ellos objeto de respeto y veneración. Es un animal sagrado que forma parte de un gran convento de leones, fundado hace trescientos años por Mahomed-ban-Auda, una especie de Trapa formidable y feroz, llena de rugidos y olores de fiera, donde unos monjes extraños crían y domestican cientos de leones y los envían por toda el África septentrional, en compañía de hermanos mendicantes… Con las limosnas que los hermanos reciben se sostienen el convento y su mezquita; y si los dos negros han mostrado tanto furor hace un instante, es porque están convencidos de que por una moneda, por una sola moneda de la cuestación robada o perdida por culpa de ellos, el león que conducen los devoraría inmediatamente.
Al oír este relato inverosímil y, no obstante, verídico, Tartarín de Tarascón se deleitaba y sorbía aire ruidosamente.
—De todo esto, lo que me interesa —dijo a modo de conclusión— es que, con permiso del señor Bombonnel, aún quedan leones en Argelia…
—¡Que si quedan!… —confirmó el príncipe con entusiasmo—. Mañana iremos a dar una batida a la llanura del Cheliff, y ya verá usted…
—¡Cómo, príncipe!… ¿También usted se propone cazar?
—¡Pardiez! ¿Se figura que le voy a dejar solo en medio de África, rodeado de tribus feroces, cuya lengua y costumbres desconoce usted?… ¡No, no, ilustre Tartarín; yo no le abandono!… Allí donde usted vaya iré yo.
—¡Oh, príncipe, príncipe!…
Y Tartarín, radiante, estrechó contra su corazón al valiente Gregory, pensando con orgullo que, a ejemplo de Julio Gerard, Bombonnel y demás famosos cazadores de leones, iba a tener un príncipe extranjero que le acompañara en sus cacerías.
Al día siguiente, a primera hora, el intrépido Tartarín y el no menos intrépido príncipe Gregory, seguidos de media docena de cargadores negros, salían de Milianah y bajaban hacia la llanura del Cheliff por un caminito delicioso, sombreado de jazmineros, tuyas, algarrobos y olivos silvestres, entre dos setos de jardincillos indígenas y millares de alegres fuentes vivas que caían de roca en roca cantando… Un paisaje del Líbano.
Tan cargado de armas como el gran Tartarín, el príncipe Gregory se había encasquetado además un quepis magnífico y extraño, con galones de oro y guarnición de hojas de roble bordadas con hilo de plata, que daba a su alteza falso aspecto de general mexicano o de jefe de estación de las orillas del Danubio.
Aquel diablo de quepis intrigaba mucho al tarasconés; y como pidiera tímidamente algunas explicaciones:
—Es prenda indispensable para viajar por África —respondió el príncipe con gravedad; y sacando el brillo a la visera con el revés de la manga, informó a su cándido compañero tocante a la importancia del quepis en nuestras relaciones con los árabes—: el terror que esta insignia militar tiene por sí sola el privilegio de inspirarles es tan grande, que la administración civil se ha visto obligada a imponer el quepis a todos los empleados, desde el peón caminero hasta el registrador. En suma, para gobernar Argelia —conste que es el príncipe quien lo dice—, no se necesita una gran cabeza, ni aun siquiera cabeza. Basta un quepis, un buen quepis galoneado, reluciente, en la punta de un garrote, como el birrete de Gessler.