Read Tartarín de Tarascón Online
Authors: Alphonse Daudet
El tarasconés fue el único que no tembló…
—¡Por fin! —exclamó dando un salto, apoyando la culata en el hombro…
¡Pim!… ¡Pam!… Se acabó… El león tenía dos balas explosivas en la cabeza…
Durante un minuto, bajo el fondo abrasado del cielo africano, hubo una especie de tremendos fuegos artificiales: sesos saltando, sangre humeante y vellones rojos desparramados. Después, todo cesó, y Tartarín distinguió… dos negrazos furiosos que corrían hacia él, con los garrotes levantados. ¡Los dos negros de Milianah!
¡Oh, miseria! Era el león domesticado, el pobre ciego del convento de Mohamed, lo que las balas tarasconesas acababan de matar.
¡De buena se libró Tartarín, por vida de Mahoma! Ebrios de furor fanático, los dos negros mendicantes lo hubieran hecho trizas de seguro si el Dios de los cristianos no hubiese enviado en su ayuda un ángel libertador, el guarda de campo del pueblo de Orleansville, que llegó, sable en mano, por un estrecho sendero.
La vista del quepis municipal calmó súbitamente la cólera de los negros. Apacible y majestuoso, el hombre de la placa levantó acta del asunto, ordenó a los querellantes y al delincuente que le siguieran, y se dirigió a Orleansville, donde el cuerpo del delito fue depositado en el juzgado.
El proceso fue largo y terrible. Después de la Argelia de las tribus, que acababa de recorrer, Tartarín de Tarascón conoció la otra Argelia, no menos ridícula y formidable: la Argelia de las ciudades, pleiteadora y leguleya. Conoció los enredos judiciales que se amañan en el fondo de los cafés, los curiales de baja estofa, los legajos que huelen a ajenjo, las corbatas blancas moteadas de champoreau; conoció los procuradores, los adjuntos, los agentes de negocios, todas aquellas langostas de papel sellado, hambrientas y flacas, que le comen al colono hasta las correas de las botas y lo desmenuzan hoja por hoja, como un plantío de maíz…
En primer lugar, se trataba de saber si el león había sido muerto en territorio civil o militar. En el primer caso, el asunto correspondía al tribunal de comercio; en el segundo, Tartarín sería sometido a consejo de guerra, y ante la idea de un consejo de guerra, el impresionable tarasconés se veía ya fusilado al pie de las murallas o pudriéndose en el fondo de un silo…
Lo terrible era que la delimitación de los dos territorios es muy vaga en Argelia… Por fin, al cabo de un mes de idas y venidas, intrigas y esperas al sol en los patios de las oficinas árabes, se llegó al acuerdo de que si, por una parte, el león había sido muerto en territorio militar, por otra parte Tartarín, cuando disparó, estaba en territorio civil. El asunto se juzgó, pues, por lo civil, y a nuestro héroe se le impusieron
dos mil quinientos francos
de indemnización y las costas.
¿Cómo pagar todo aquello? Los pocos duros que se libraron de la
razzia
del príncipe ya se le habían ido tiempo atrás en papel sellado y en ajenjos judiciales.
El desgraciado cazador de leones se vio, pues, reducido a vender la caja de armas al por menor, carabina por carabina. Vendió los puñales, los kris malayos, las llaves inglesas… Un tendero de comestibles le compró las conservas alimenticias. Un farmacéutico, lo que quedaba del esparadrapo. Hasta las botas de montar pasaron, detrás de la tienda de campaña perfeccionada, al puesto de un baratillero, que las elevó a la categoría de curiosidades cochinchinas… Pagado todo, no le quedó a Tartarín más que la piel del león y el camello. Embaló cuidadosamente la piel y la expidió a Tarascón, a nombre del bizarro comandante Bravidá —luego veremos lo que fue de este fabuloso despojo—. Respecto al camello, contaba con él para regresar a Argel; pero no montándolo, sino vendiéndolo para pagar la diligencia. El animal, por desgracia, tenía difícil colocación, y nadie ofreció por él ni un ochavo.
Sin embargo, Tartarín quería regresar a Argel a toda costa. Tenía prisa por volver a ver el corselete azul de Baya, su casita y sus fuentes, por descansar en los tréboles blancos de su claustrillo, mientras le llegaba el dinero de Francia. Nuestro héroe no vaciló; consternado, pero no abatido, resolvió andar el camino a pie, sin dinero, a cortas jornadas.
El camello no le abandonó en tal circunstancia. Aquel extraño animal había tomado inexplicable cariño a su amo, y al verle salir de Orleansville, echó a andar religiosamente detrás de él, acomodando su paso al del héroe y sin separarse de éste ni una pulgada.
Al pronto, Tartarín llegó a enternecerse; aquella fidelidad y aquella abnegación a toda prueba le conmovían hasta lo más hondo. Luego, el pobre animal no exigía gasto alguno; se alimentaba con nada. Pero, al cabo de algunos días, el tarasconés empezó a cansarse de llevar siempre pegado a los talones un compañero melancólico que tantas desventuras le recordaba. A esto vino a añadirse el desabrimiento; le molestaba indeciblemente aquella tristeza, aquella giba, aquel andar de palomino atontado. En una palabra: le tomó tirria y no pensaba más que en la manera de deshacerse de él; pero el animal, terne que terne… Tartarín trató de perderle; pero el camello le volvía a encontrar; trató de correr, pero el camello corría más… Le gritaba «¡Vete!», tirándole piedras. El camello se detenía y le miraba con tristeza; después, al cabo de un rato, volvía a ponerse en marcha y acababa por alcanzarle. Tartarín tuvo que resignarse.
Cuando a los ocho días largos de marcha el tarasconés, lleno de polvo y rendido de fatiga, vio de lejos relumbrar las primeras terrazas de Argel entre el verdor de los campos; cuando se encontró a las puertas de la ciudad, en la ruidosa avenida de Mustafá, entre zuavos, biskris y mahoneses, todo bullendo alrededor de él y mirándole desfilar con su camello, se le acabó la paciencia. «¡No! ¡No!» —dijo—. «No es posible… Yo no puedo entrar en Argel con semejante animal»; y aprovechando una aglomeración de coches, dio un rodeo por el campo y se metió en una zanja.
Al poco rato vio encima de su cabeza, en la calzada de la carretera, al camello, que corría a grandes zancadas, alargando el cuello ansiosamente.
Entonces, aliviado de un gran peso, el héroe salió de su escondrijo y entró en la ciudad por un sendero apartado que corría a lo largo de las tapias de su huerto.
Al llegar delante de su casa morisca, Tartarín se detuvo asombrado. Caía la tarde; la calle estaba desierta. Por la puerta baja en forma de ojiva, que la negra había olvidado cerrar, oíanse risas, ruido de copas, detonaciones de botellas de champaña, y dominando todo aquel escándalo, una voz de mujer, que cantaba alegre y clara:
¿Te gusta, Marco la Bella,
danzar en salón florido?…
—¡Trueno de Dios! —exclamó el tarasconés, palideciendo y entrando precipitadamente en el patio.
¡Desdichado Tartarín! ¡Qué espectáculo le esperaba!… Bajo los arcos de aquel gracioso claustro, entre botellas, pasteles, almohadones esparcidos, pipas, tamboriles y guitarras, Baya, de pie, sin chaqueta azul ni corselete, sin más que una camisola de gasa plateada y un ancho pantalón de color rosa tierno, cantaba «Marco la Bella», con una gorra de oficial de marina en la oreja… A sus pies, tendido en una esterilla, atracado de amor y de pasteles, Barbassou, el infame capitán Barbassou, reventaba de risa escuchándola.
La aparición de Tartarín, demacrado, polvoriento, echando chispas por los ojos y con la
chechia
erizada, cortó en seco la amable orgía turcomarsellesa. Baya lanzó un grito de galguita asustada y corrió a esconderse en la casa. Barbassou no se inmutó, sino que, riendo a más y mejor, le dijo:
—¡Hombre, señor Tartarín! ¿Qué le parece a usted todo esto? ¿Se convence de que Baya sabe francés?
Tartarín de Tarascón dio un paso adelante, furioso:
—¡Capitán!
—
Digo-li que ven gue, moun bon!
—exclamó la mora, asomándose a la galería del primer piso, con lindo mohín canallesco.
El pobre hombre, aterrado, se dejó caer sobre un tambor. ¡Su mora sabía hasta el marsellés!
—¡Cuando yo le decía que desconfiara usted de las argelinas! —dijo sentenciosamente el capitán Barbassou—. ¡Lo mismo que su príncipe montenegrino!…
Tartarín levantó la cabeza.
—¿Sabe usted dónde está el príncipe? —preguntó.
—No está muy lejos. Reside por cinco años en la hermosa prisión de Mustafá. El bribón se ha dejado coger con las manos en la masa… Por lo demás, no es ésta la primera vez que le ponen a la sombra… Su alteza cumplió otra vez tres años de presidio en otra parte… ¡Hombre, creo que fue en Tarascón!
—¡En Tarascón! —exclamó Tartarín, súbitamente iluminado—. Por eso no conocía más que una parte de la ciudad…
—¡Claro!… Tarascón visto desde el presidio… ¡Ah, pobre señor Tartarín!… Hay que abrir mucho el ojo en este país endemoniado; si no, se expone uno a cosas muy desagradables… Por ejemplo, el asunto de usted con el almuédano…
—¿Qué asunto?… ¿Qué almuédano?…
—¡Toma!… El almuédano de enfrente, que hacía el amor a Baya… El
Akbar
lo contaba el otro día, y todo Argel se ríe aún… Es tan gracioso ese almuédano, que desde lo alto del alminar, cantando sus oraciones, hacía declaraciones amorosas a la pequeña en las propias narices de usted y le daba citas invocando el nombre de Alá…
—Pero ¿en este país son todos unos bribones? —aulló el desventurado Tartarín.
Barbassou hizo un gesto de filósofo.
—Amigo, ya lo sabe usted, en los países nuevos… Pero no haga usted caso… Si quiere usted creerme, vuélvase pronto a Tarascón.
—¡Volver!… Fácil es decirlo… ¿Y el dinero?… ¿No sabe usted que me han desplumado allá…, en el desierto?
—¡No ha de quedar por eso! —respondió el capitán riendo—. El Zuavo sale mañana, y si usted quiere, yo le repatrio… ¿Le parece a usted bien, colega?… Pues ya no hay más que una cosa que hacer… Aún quedan algunas botellitas de champaña, media empanada…; siéntese ahí, y ¡fuera rencores!…
Después de un minuto de vacilación, impuesta por su dignidad, el tarasconés se decidió. Sentose y brindaron; Baya volvió a bajar al oír el ruido de las copas; cantó el final de «Marco la Bella», y la fiesta se prolongó hasta hora avanzada de la noche.
A eso de las tres de la mañana, el buen Tartarín, con la cabeza ligera y los pies pesados, volvía de acompañar a su amigo el capitán, cuando, al pasar por delante de la mezquita, el recuerdo del almuédano y de sus bromas le hizo reír, y de pronto cruzó por su mente una extraña idea de venganza. La puerta estaba abierta. Entró, siguió largos corredores alfombrados con esterillas, subió, subió más y acabó por llegar a un reducido oratorio turco: una lámpara de hierro, pendiente del techo, se balanceaba, bordando las blancas paredes de sombras caprichosas.
Allí estaba el almuédano, sentado en un diván, con su gran turbante, su pelliza blanca y su pipa de Mostaganem, con su vaso grande de ajenjo fresco, bebiendo religiosamente, mientras llegaba la hora de llamar a los creyentes a la oración… Al ver a Tartarín, soltó la pipa, lleno de espanto.
—Ni una palabra, señor cura —dijo el tarasconés, que tenía una idea…—. ¡Ea, pronto! ¡Dame el turbante, la pelliza!…
Y el cura turco, temblando de pies a cabeza, le dio el turbante, la pelliza y todo lo que quiso. Tartarín se disfrazó y salió gravemente a la terraza del alminar.
El mar relucía a lo lejos. Las blancas azoteas centelleaban a la luz de la luna. Oíanse en la brisa marina melancólicos sones de guitarras trasnochadoras… El almuédano de Tarascón se recogió un momento, y después, levantando los brazos, empezó a salmodiar con voz sobreaguda:
—
La Alá il Alá
… Mahoma es un embustero… El Oriente, el Corán, las
bachagas
, los leones, las moras. ¡Nada hay que valga un pito!… Ya no hay
teurs
… No hay más que tramposos… ¡Viva Tarascón!
Y mientras en caprichosa jerigonza, mezcla de árabe y provenzal, el ilustre Tartarín lanzaba a las cuatro esquinas del horizonte, al mar, a la ciudad, al llano y a la montaña, su chistosa maldición tarasconesa, la voz clara y grave de los demás almuédanos le contestaba, perdiéndose de alminar en alminar, y los últimos creyentes de la ciudad alta se daban devotamente golpes de pecho.
Las doce del día. El Zuavo se dispone a salir. Arriba, en el balcón del café Valentín, los señores oficiales de la guarnición asestan el catalejo, y por orden de grados, el coronel a la cabeza, lo cogen para mirar el barco feliz que va a Francia. Es la mejor distracción del estado mayor… Abajo relumbra la rada. Las culatas de los viejos cañones turcos enterrados a lo largo del muelle brillan al sol. Los pasajeros se apresuran. Biskris y mahoneses amontonan equipajes en las barcas.
Tartarín de Tarascón no lleva equipaje. Vedle ahí, que baja por la calle de la Marina y atraviesa el mercado chico, lleno de plátanos y sandías, acompañado por su amigo Barbassou. El desdichado tarasconés dejó en tierra de moros su caja de armas y sus ilusiones, y ahora se dispone a bogar hacia Tarascón, con las manos en los bolsillos… Apenas ha saltado a la chalupa del capitán, un animal se precipita, sin aliento, desde lo alto de la plaza, y se dirige hacia él, galopando. Es el camello, el camello fiel, que lleva veinticuatro horas buscando a su amo por toda Argel.
Tartarín, al verle, cambia de color y finge no conocerle; pero el camello sigue en sus trece. Bulle a lo largo del muelle. Llama a su amigo y le mira con ternura: «Llévame», parece decirle con sus tristes ojos. «Llévame en la barca, lejos, muy lejos de esta Arabia de cartón pintarrajeado, de este Oriente ridículo, lleno de locomotoras y diligencias, donde, dromedario venido a menos, no sé qué será de mí. Tú eres el último turco; yo soy el último camello… ¡No nos separaremos jamás, oh gran Tartarín!»
—¿Es de usted ese camello? —preguntó el capitán.
—No, señor —contesta Tartarín, temblando ante la idea de entrar en su pueblo con aquella escolta ridícula; y, renegando impúdicamente del compañero de sus infortunios, rechaza con el pie el suelo africano y da a la barca el impulso de salida…
El camello husmea el agua, alarga el cuello, hace crujir sus coyunturas, y lanzándose detrás de la barca a cuerpo descubierto, nada en conserva hacia el Zuavo, con su giba combada, que flota como una calabaza seca, y su largo cuello levantado por encima del agua a manera de espolón de trirreme.
Barca y camello se colocan al costado del paquebote.