El señor Philander lanzó otra furtiva mirada por la popa.
Con su flexibilidad felina, el león avanzaba a saltos y se encontraba ya apenas a cinco pasos de ellos.
El señor Philander soltó el brazo del profesor y salió disparado en una orgía de velocidad que hubiera provocado la envidia de cualquier equipo universitario de atletismo.
—Como iba diciendo, señor Philander… —gritó el profesor Porter que, metafóricamente hablando, había decidido de pronto «mantener alto su pabellón deportivo». También echó una fugaz mirada hacia atrás y había visto las crueles pupilas amarillas y las entreabiertas fauces del león, que estaba a una distancia aterradoramente próxima a su persona.
Con los faldones de su levita ondulantes y la seda de su sombrero de copa reluciente, el profesor Archimedes Q. Porter galopó bajo la claridad lunar, pisando los talones al señor Samuel T. Philander.
Frente a ellos, una avanzada de selva se alargaba hacia un promontorio estrecho y rumbo a tal refugio de arbolado dirigió el señor Samuel T. Philander sus prodigiosos saltos, brincos y zancadas. Y precisamente entre las sombras de aquel mismo paraje, dos ojos agudos observaban la carrera con calculado interés.
Tarzán de los Monos contemplaba la escena, decorado su semblante por una sonrisa, producto de aquella extraña carrera de persecución.
Sabía que los dos ancianos estaban a salvo en lo que se refería a un posible ataque por parte del león. El hecho de que Numa no se preocupase lo más mínimo de caer sobre aquella presa tan fácil indicaba a Tarzán, conocedor de todo lo relacionado con la vida en la selva, que Numa tenía el estómago lleno.
El león podía seguir acechándolos hasta que el hambre le acosara; pero lo más probable era que, si no provocaban sus iras, el animal se cansara pronto del juego y se retirase a su cubil de la jungla.
En realidad, el único peligro serio estribaba en que uno de los hombres tropezase y fuera a dar con sus huesos en el suelo. Entonces, aquel demonio amarillo se precipitaría automáticamente sobre el caído y la instintiva alegría de matar resultaría demasiado tentadora para que el felino la resistiese.
Ello indujo a Tarzán a descender hasta la rama más baja y situarse directamente en la línea por la que llegarían los fugitivos. Y cuando el señor Samuel T. Philander alcanzó aquel punto, entre jadeos y resoplidos, excesivamente agotado para subirse a la salvación de la rama, Tarzán alargó el brazo, cogió al hombre por el cuello de la chaqueta, lo levantó en peso y lo depositó a su lado.
Unos segundos después llegaba el profesor al alcance de la amistosa mano de Tarzán, que repitió la operación e izó al anciano hasta la seguridad de la rama, en el instante en que el burlado Numa, con un rugido, saltaba en vano para atrapar una presa que ya se había desvanecido en el aire.
Durante unos minutos, ambos ancianos permanecieron aferrados a la rama, mientras trataban de recobrar el aliento, respirando entrecortadamente. Apoyada la espalda en el tronco del árbol, Tarzán los observaba, entre divertido y curioso.
El profesor fue quien rompió el silencio.
—Me atribula profundamente, señor Philander, que haya dado muestras de tal escasez de aplomo y viril valentía en presencia de un ser de orden inferior y que, a causa de su inmensa pusilanimidad, me haya obligado a esforzarme de un modo tan excepcional y desacostumbrado, al objeto de poder reanudar mi exposición verbal. Como iba diciendo, señor Philander, cuando me interrumpió, los árabes…
—Profesor Archimedes Q. Porter —le cortó el señor Philander en tono gélido—, llega un momento en que la paciencia se convierte en crimen y la mutilación se engalana con el manto de la virtud. Me ha acusado de cobardía. Ha insinuado que usted sólo corrió desaladamente para alcanzarme y no para escapar a las garras del león. ¡Ándese con ojo, profesor Archimedes Q. Porter! Soy un hombre desesperado. Si se le atormenta y se le hace sufrir durante demasiado tiempo, hasta al gusano se le agota la paciencia y se revuelve.
—¡Está bien, está bien, señor Philander, tengamos la fiesta en paz! —Puso vaselina el profesor Porter—. Repórtese.
—De acuerdo, profesor Archimedes Q. Porter. Pero, créame, señor, estoy a punto de olvidar el extraordinario prestigio que ha alcanzado usted en el mundo de la ciencia e incluso las canas que peina.
El profesor continuó sentado, en silencio, durante unos minutos. Luego, la oscuridad ocultó la torva sonrisa que contrajo su rostro sembrado de arrugas. Al final, dijo:
—Mire,
Flaco
Philander —articuló en tono pendenciero—, si está buscando singular combate, despréndase de la chaqueta y descienda al duro suelo, donde tendré la satisfacción de arrearle unos cuantos mamporros en la cabeza, como le sacudí hace sesenta años en el callejón de detrás del establo de Porky Evans.
—¡Archy! —Jadeó atónito el señor Philander—. ¡Señor, qué bien suena eso! Cuando se comporta como un ser humano, me encanta, Archy; pero me parece que han transcurrido algo así como veinte años que se olvidó de conducirse como un ser humano.
El profesor alargó su delgada y temblorosa mano a través de la oscuridad hasta que encontró el hombro de su viejo amigo.
—Perdóneme,
Flaco
—susurró—. No han llegado a ser veinte años, y Dios sabe lo que me he esforzado en ser «humano», por Jane y también por usted, desde que Él, se me llevó a mi otra Jane.
Otra mano envejecida partió del costado del señor Philander, fue a tomar la que descansaba en su hombro, y ningún otro mensaje hubiese podido transmitir mejor la corriente de afecto que se trasladó de un corazón a otro.
Transcurrieron varios minutos sin que intercambiaran palabra. Al pie del árbol, el león paseaba nerviosamente de un lado a otro. El tercer ocupante del árbol quedaba oculto entre las densas sombras próximas al tronco. También permanecía en silencio, inmóvil como una estatua allí esculpida.
—Desde luego, me izó usted justo a tiempo —manifestó por último el profesor—. Quiero darle las gracias. Me salvó la vida.
—No he sido yo quien le subió aquí, profesor —contradijo el señor Philander—. ¡Santo Dios! La excitación ha hecho que me olvide de que a mí también me elevó desde el suelo una fuerza ajena… Debe de haber algo o alguien aquí, en el árbol, con nosotros.
—¿Cómo? —Se extrañó el profesor Porter—. ¿Está completamente seguro de eso, señor Philander?
—Absolutamente seguro, profesor. —Repuso el señor Philander. Añadió—: Y creo que deberíamos dar las gracias a esa parte. Puede que esté sentado junto a usted, profesor.
—¿Eh? ¿Cómo dice? Vaya, vaya, señor Philander, vaya, vaya —articuló el profesor Porter, al tiempo que se desplazaba con disimulo para situarse más cerca del señor Philander.
En aquel preciso instante Tarzán de los Monos pensó que Numa llevaba ya demasiado tiempo paseándose ociosamente bajo el árbol, así que alzó la joven cabeza hacia las alturas celestes y a los aterrados oídos de los ancianos llegó el espeluznante ululato con que los antropoides anunciaban su desafío.
Acurrucados en la rama sobre la que se aguantaban precariamente, los dos temblorosos amigos vieron que el león interrumpía de golpe su inquieto paseo al oír aquel alarido que ponía los pelos de punta y helaba la sangre. El felino erizó las orejas, salió disparado hacia la selva y se perdió de vista instantáneamente tragado por la espesura.
—Hasta el león tiembla de miedo —susurró el señor Philander.
—De lo más extraordinario, de lo más extraordinario —murmuró a su vez el profesor Porter, y se agarró frenéticamente al señor Philander para recobrar el equilibrio, que un repentino estremecimiento había puesto en grave riesgo. Por desgracia para ellos, el centro de equilibrio del señor Philander se hallaba en aquel momento sobre el mismísimo filo del vacío, así que sólo faltaba el leve impulso que proporcionó el peso adicional del cuerpo del profesor Porter para que su fiel secretario se viniera abajo.
Durante unos segundos ambos hombres se tambalearon inseguros y luego, al tiempo que se mezclaban los gritos nada académicos de cada uno de ellos, cayeron de cabeza, frenéticamente abrazados.
Permanecieron inmóviles en el suelo, porque ambos tenían la certeza de que cualquier movimiento les iba a informar de que tenía tantas magulladuras y se habían roto tantos huesos que les iba a ser imposible alejarse de allí por su propio pie.
Al final, el profesor Porter probó a desplazar una pierna. Con gran sorpresa, comprobó que respondía como en épocas tan remotas que ya se le habían olvidado. Dobló entonces la compañera y volvió a estirarla.
—De lo más extraordinario, de lo más extraordinario —musitó.
—Gracias a Dios, profesor —susurró el señor Philander, fervorosamente—, ¿no se ha muerto, pues?
—Vamos, hombre, vamos, señor Philander, venga ya —amonestó el profesor Porter—. De todas formas, no estoy muy seguro aún.
Con infinito cuidado, el profesor Porter agitó el brazo derecho… ¡Aleluya! Estaba intacto. Con el aliento contenido, levantó el brazo izquierdo por encima del postrado cuerpo… ¡lo movía!
—De lo más extraordinario, de lo más extraordinario —articuló.
—¿Está haciendo señas a alguien, profesor? —inquirió el señor Philander con voz que rezumaba excitación.
El profesor Porter no se dignó responder a una pregunta tan pueril. En vez de contestar levantó despacio la cabeza del suelo y la movió arriba y abajo, a un lado y a otro media docena de veces.
—De lo más extraordinario —musitó su frase favorita—. Sigue intacta.
El señor Philander no se había movido del punto donde cayó; ni siquiera se atrevía a intentarlo. ¿Cómo iba uno a moverse si tenía rotos los brazos, las piernas y la columna vertebral?
Tenía un ojo hundido en el lodo, mientras con el otro miraba de soslayo las extrañas maniobras del profesor Porter.
—¡Qué pena! —Exclamó el señor Philander a media voz—. La conmoción cerebral conduce a la absoluta aberración del intelecto. Verdaderamente, ¡qué pena! ¡Y una persona tan joven todavía!
El profesor Porter se dio media vuelta y quedó boca abajo. Arqueó la espalda hasta adoptar una postura semejante a la que adoptaría un gato ante la proximidad de un perro que le ladra. Después se sentó y procedió a tentarse diversas zonas de su anatomía.
—¡Todo está donde debe! —se maravilló—. ¡De lo más extraordinario!
Se levantó, lanzó una mirada crítica a la aún postrada figura de don Samuel T. Philander y le afeó:
—¡Vamos, vamos, señor Philander! No es el momento de entregarse alegremente a la incuria y a la pereza. Debemos ponernos en pie y en marcha.
El señor Philander levantó el ojo que tenía hundido en el fango y dedicó al profesor Porter una mirada llena de silenciosa cólera. Después intentó incorporarse; no pudo recibir mayor sorpresa que la de comprobar que sus esfuerzos se veían automáticamente coronados por el éxito más prodigioso.
Sin embargo, continuaba hirviendo de rabia ante la cruel injusticia de la insinuación del profesor Porter, y estaba a punto de soltarle un exabrupto digno del ultraje cuando sus ojos repararon en la curiosa figura erguida a unos pasos de distancia que los escudriñaba con absorta atención.
El profesor Porter había recuperado su reluciente chistera de seda que, tras frotarla esmeradamente con la manga de la chaqueta, dejándola tan reluciente como antes, se volvió a encasquetar. Al observar que el señor Philander le indicaba algo situado a su espalda, el profesor Porter se volvió para ver a un gigante casi desnudo por completo —sólo llevaba un taparrabos y unos cuantos adornos de metal— que permanecía inmóvil ante él.
—¡Buenas noches, señor! —el profesor se quitó el sombrero al saludar.
Por toda contestación, el gigante les indicó mediante una seña que le siguieran y echó a andar playa adelante, en la misma dirección por la que ambos ancianos habían llegado.
—Creo que lo más discreto es seguirle —opinó el señor Philander.
—Vaya, vaya, señor Philander —replicó el profesor—. Hace un momento adelantaba usted sus más lógicos argumentos en apoyo de la hipótesis de que el campamento se encontraba en dirección sur. Le manifesté mi escepticismo al respecto, pero acabó por convencerme; de modo y manera que ahora tengo el convencimiento absoluto de que hemos de marchar hacia el sur si queremos encontrar a nuestros amigos. En consecuencia, yo continuaré hacia el sur.
—Pero, señor Porter, es muy posible que ese hombre conozca el terreno mejor que nosotros. Parece ser natural de esta parte del mundo. Acompañémosle aunque sólo sea un corto trecho.
—Venga, venga, señor Philander —repitió el profesor—. Soy hombre difícil de persuadir, pero cuando me he convencido de algo, mi decisión es irrevocable. Seguiré en la dirección oportuna, aunque tenga que dar una vuelta completa al continente africano para llegar a mi destino.
Tarzán interrumpió la discusión. Al ver que aquellos extraños individuos no le seguían, el hombre-mono había vuelto junto a ellos. De nuevo les hizo una seña, pero los dos ancianos hicieron caso omiso.
Así que Tarzán de los Monos perdió la paciencia ante la estúpida ignorancia de la pareja. Agarró por el hombro al asustado señor Philander y antes de que el digno caballero llegase a alguna conclusión acerca de si iba a matarle o a dejarlo lisiado de por vida, Tarzán había pasado un extremo de su cuerda alrededor del cuello del anciano.
—¡Muy bien, muy bien! —Recriminó el profesor Porter—. ¿No le da vergüenza someterse a semejante humillación?
Pero apenas habían salido de su boca tales palabras cuando también se vio apresado y con la cuerda alrededor del cuello. Acto seguido, Tarzán se encaminó hacia el norte, mientras tiraba de los entonces asustadísimos profesor Porter y su secretario.
Sumidos en un silencio mortal anduvieron durante lo que a los desesperanzados y exhaustos ancianos les parecieron varias horas. Pero, por fin, al coronar un cerro, experimentaron la inmensa alegría de divisar la cabaña a menos de cien metros de distancia.
Allí, Tarzán les quitó el lazo del cuello, señaló la pequeña construcción y se desvaneció en la jungla.
—¡Extraordinario, de lo más extraordinario! —el profesor se quedó boquiabierto—. Reconozca, señor Philander, que yo tenía razón, como de costumbre. A no ser por su obstinación, nos habríamos librado de una serie de contratiempos ultrajantes en grado sumo, por no llamarlos peligrosos incidentes. En lo sucesivo, procure seguir los consejos de una mente más madura y experta cuando necesite que le guíen sabiamente.