Read Tarzán el indómito Online

Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el indómito (28 page)

BOOK: Tarzán el indómito
2.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

A menudo se forman extrañas amistades entre los animales inferiores de diferentes especies, pero con menos frecuencia entre el hombre y los félidos salvajes, debido al miedo innato que el primero tiene de los grandes felinos. Y así, por tanto, la amistad desarrollada tan de repente entre el león salvaje y el hombre salvaje no era inexplicable.

Tarzán se aproximó al avión con Numa caminando a su lado, y cuando se detuvo y levantó la mirada hacia la chica y el hombre, Numa también se detuvo.

—Había perdido la esperanza de encontraros —dijo el hombre-mono—, y es evidente que lo he hecho en el momento oportuno.

—Pero ¿cómo sabías que teníamos problemas? —preguntó el oficial inglés.

—Vi caer vuestro avión —respondió Tarzán—. Os estaba observando desde un árbol, junto al claro de donde despegasteis. No disponía de gran cosa para localizaros aparte de la dirección, pero al parecer recorristeis una considerable distancia hacia el sur después de desaparecer de mi vista detrás de las colinas. Os he estado buscando más al norte. Estaba a punto de darme la vuelta cuando he oído el disparo de pistola. ¿El avión no se puede reparar?

—No —respondió Smith-Oldwick—, no tiene solución.

—¿Cuáles son vuestros planes, pues? ¿Qué queréis hacer? —Tarzán dirigió la pregunta a la muchacha.

—Queremos llegar a la costa —respondió ella—, pero parece imposible.

—Debería haberlo pensado un poco antes —dijo el hombre-mono—, pero si Numa está aquí debe de haber agua a una distancia razonable. Hace dos días me tropecé con este león en la región wamabo. Lo liberé de una de sus trampas. Si ha llegado hasta este lugar debe de haber venido por algún sendero que desconozco; al menos no he cruzado ninguno ni he percibido el rastro de ningún animal desde que salí de la región fértil.

—Ha venido del sur —observó la muchacha—. También nosotros creíamos que debía de haber agua en aquella dirección.

—Vamos a averiguarlo —dijo Tarzán.

—Pero ¿y el león? —preguntó Smith-Oldwick.

—Eso tendremos que descubrirlo —respondió el hombre-mono—, y sólo podremos hacerlo si bajáis de ahí arriba.

El oficial se encogió de hombros. La muchacha volvió su mirada hacia él y observó el efecto de la propuesta de Tarzán. El inglés de pronto se puso blanco, pero había una sonrisa en sus labios mientras, sin decir una palabra, se deslizó por el borde del avión y saltó al suelo detrás de Tarzán.

Bertha Kircher se dio cuenta de que el hombre tenía miedo, pero no se lo reprochaba, y también advirtió el considerable valor que había demostrado al afrontar así un peligro que era muy real.

Numa estaba de pie al lado de Tarzán, levantó la cabeza y miró al joven inglés, gruñó una vez y miró al hombre-mono. Tarzán siguió asiendo la cabellera de la bestia y le habló en el lenguaje de los grandes simios. Para la muchacha y Smith-Oldwick aquellos sonidos guturales que surgían de unos labios humanos les parecieron extraños en extremo, pero, tanto si
Numa los
entendía como si no, produjeron en él el efecto deseado, pues dejó de gruñir y cuando Tarzán se puso al lado de Smith-Oldwick, Numa le acompañó y no molestó en modo alguno al oficial.

—¿Qué le has dicho? —preguntó la muchacha.

Tarzán sonrió.

—Le he dicho —respondió— que soy Tarzán de los Monos, poderoso cazador, matador de bestias, señor de la jungla, y que vosotros sois mis amigos. Nunca he estado seguro de que todas las demás bestias comprendieran el lenguaje de los mangani. Sé que Manu, el mono, habla casi la misma lengua y estoy seguro de que Tantor, el elefante, entiende todo lo que le digo. Los de la jungla somos grandes jactanciosos. En nuestro modo de hablar, en nuestro modo de nadar, en todos los detalles de nuestra conducta debemos impresionar a los demás con nuestro poder físico y nuestra ferocidad. Por eso gruñimos a nuestros enemigos. Lo hacemos para indicarles que tengan cuidado o caeremos sobre ellos y los haremos pedazos. Quizá Numa no entiende las palabras que utilizo, pero creo que mis tonos y mi actitud producen la impresión que deseo que transmitan. Ahora baja y te presentaré.

Bertha Kircher necesitó todo el valor que poseía para bajar al suelo al alcance de las garras y los colmillos de aquella bestia salvaje de la selva, pero lo hizo. Numa se limitó a exhibir los dientes y gruñir un poco cuando ella se acercó al hombre-mono.

—Creo que estaréis a salvo de él, siempre que yo me encuentre presente —dijo el hombre-mono—. Lo mejor es, simplemente, no hacerle caso. No os acerquéis de modo amenazador, pero sobre todo no deis muestras de miedo, y, si es posible, dejad que yo esté entre vosotros y él. Estoy seguro de que al final se marchará y es probable que no volvamos a verle.

A sugerencia de Tarzán, Smith-Oldwick sacó del avión el agua y las provisiones que quedaban y, tras distribuir la carga entre los tres, partieron hacia el sur. Numa no les siguió, sino que se quedó junto al avión observándoles hasta que por fin desaparecieron de su vista tras un recodo del desfiladero.

Tarzán había cogido el sendero de Numa con la intención de seguirlo hacia el sur, creyendo que les llevaría a un lugar donde hubiera agua. En la arena que cubría el suelo del desfiladero las huellas eran claras y fáciles de seguir. Al principio sólo eran visibles las huellas recientes de Numa, pero más tarde el hombre-mono descubrió las más antiguas de otros leones, y justo antes de oscurecer se detuvo en seco con evidente sorpresa. Sus dos compañeros le miraron interrogativamente, y como respuesta a las preguntas que suponía que se hacían señaló el suelo directamente delante de ellos.

—Mirad eso —indicó.

Al principio, ni Smith-Oldwick ni la muchacha vieron nada más que una confusión de huellas entremezcladas de patas almohadilladas en la arena, pero luego la muchacha descubrió lo que Tarzán había visto y una exclamación de sorpresa brotó de sus labios.

—¡Huellas de pies humanos!

Tarzán hizo un gesto de asentimiento.

—Pero no hay dedo gordo —señaló la muchacha.

—Los pies iban calzados con una sandalia blanda —explicó Tarzán.

—Entonces debe de haber una aldea de indígenas en algún lugar cercano —dijo Smith-Oldwick.

—Sí —respondió el hombre-mono—, pero no la clase de indígenas que cabría esperar en esta parte de África, donde todos los demás van descalzos con la excepción de algunos renegados de las tropas alemanas de Usanga, que utilizan zapatos del ejército alemán. No sé si lo podéis ver, pero para mí es evidente que el pie que iba dentro de la sandalia que dejó estas huellas no era el pie de un negro. Si las examináis con atención advertiréis que la impresión del talón y la punta del pie ha quedado bien marcada incluso a través de la suela de la sandalia. En la huella de un negro el peso recae más en el centro.

—Entonces ¿crees que estas huellas las hizo un blanco?

—Eso parece —respondió Tarzán—, y de pronto, para sorpresa de la muchacha y de Smith-Oldwick, se puso a cuatro patas y oliscó las huellas; otra vez la bestia que utilizaba los sentidos y el conocimiento de la selva propios de una bestia. Su aguzado olfato buscó en una área de varios metros cuadrados la identidad de los autores de las pisadas. Al final se puso en pie.

—No es el olor del gomangani —dijo—, ni es exactamente como el del hombre blanco. Vinieron tres por aquí. Eran hombres, pero no sé de qué raza.

No hubo ningún cambio aparente en la naturaleza del desfiladero excepto que se había ido haciendo cada vez más profundo a medida que la seguían hacia abajo, hasta que ahora los costados rocosos se elevaban muy por encima de ellos. En diferentes puntos había cuevas naturales, que parecían haber sido erosionadas por la acción del agua en alguna era olvidada y horadaban las paredes laterales a diferentes alturas. Cerca de ellos había una cavidad de éstas a nivel del suelo: una caverna arqueada con el lecho de arena blanca. Tarzán señaló con la mano.

—Esta noche nos guareceremos aquí —dijo, y luego, con una de sus lentas sonrisas raras, añadió—:
Acamparemos
aquí esta noche.

Tras haber comido su magra cena, Tarzán invitó a la muchacha a entrar en la caverna.

—Dormirás dentro —indicó—. El teniente y yo nos tumbaremos fuera, en la entrada.

CAPÍTULO XVI

EL ATAQUE NOCTURNO

Cuando la muchacha se volvió para desearles buenas noches, le pareció ver una sombra que se movía en la oscuridad, detrás de ellos, y casi simultáneamente estuvo segura de que oía ruidos de movimientos furtivos en la misma dirección.

—¿Qué es eso? —preguntó en un susurro—. Ahí afuera hay algo en la oscuridad.

—Sí —respondió Tarzán—, es un león. Hace un rato que está ahí. ¿No te habías fijado antes?

—¡Oh! —exclamó la muchacha, exhalando un suspiro de alivio—, ¿es nuestro león?

—No —dijo Tarzán—, no es nuestro león; es otro león y está cazando.

—¿Nos está acechando? —preguntó la muchacha.

—Así es —respondió el hombre-mono.

Smith-Oldwick asió el mango de su pistola.

Tarzán vio ese movimiento involuntario y meneó la cabeza.

—Deja eso donde está, teniente —dijo.

El oficial rió nerviosamente.

—No he podido evitarlo, amigo —dijo—; instinto de autoconservación y todo eso.

—Resultaría un instinto de autodestrucción —dijo Tarzán—. Al menos hay ahí tres leones cazando, observándonos. Si tuviéramos una fogata o hubiera luna les veríais los ojos con claridad. Puede que vengan por nosotros, pero hay probabilidades de que no lo hagan. Si estás muy ansioso por si lo hacen, dispara tu pistola y dale a uno de ellos.

—¿Y si nos atacan? —preguntó la muchacha—; no hay modo de escapar.

—Bueno, tendríamos que pelear con ellos —respondió Tarzán.

—¿Qué posibilidades tendríamos nosotros tres contra ellos? —siguió preguntando la muchacha.

El hombre-mono se encogió de hombros.

—Algún día hay que morir —dijo—. Sin duda, a vosotros os parece terrible, una muerte así; pero Tarzán de los Monos siempre ha esperado desaparecer de este modo. Pocos mueren de viejos en la jungla, ni me importaría morir así. Algún día Numa me alcanzará, o Sheeta, la guerrera negra. Ellos o algún otro. ¿Qué importa cuál sea, o si es esta noche, el año que viene o dentro de diez años? Después, todo seguirá igual.

La muchacha se estremeció.

—Sí —dijo con voz apagada, sin esperanza—, cuando todo haya terminado, todo seguirá igual.

Luego entró en la caverna y se echó sobre la arena. Smith-Oldwick estaba sentado en la entrada y se apoyó en la roca. Tarzán se agazapó en el otro extremo.

—¿Puedo fumar? —preguntó el oficial a Tarzán—. He estado atesorando unos cigarrillos, y si no ha de atraer a esas bestias de ahí me gustaría fumarme el último antes de morir. ¿Quieres uno? —y le ofreció un cigarrillo al hombre-mono.

—No, gracias —dijo Tarzán—, pero no importa que fumes. A ningún animal salvaje le gusta el humo del tabaco, o sea que no les atraerá.

Smith-Oldwick encendió su cigarrillo y se lo fumó lentamente. Había ofrecido uno a la muchacha pero ella lo había rechazado, y permanecieron en silencio durante un rato, el silencio de la noche quebrado de vez en cuando por el débil crujido de patas almohadilladas sobre las blandas arenas del suelo de la garganta.

Fue Smith-Oldwick quien rompió el silencio.

—¿No están inusualmente tranquilos para ser leones? —preguntó.

—No —respondió el hombre-mono—; el león que va rugiendo por la jungla no lo hace para atraer a la presa. Cuando acechan a su presa son muy silenciosos.

—Ojalá rugiera —dijo el oficial—. Ojalá hiciera algo, aunque fuera atacar. Saber que están ahí y verlos de vez en cuando como una sombra en la oscuridad y oír los débiles ruidos que nos llegan de ellos me está poniendo los nervios de punta. Pero espero —añadió— que no ataquen los tres a la vez.

—¿Tres? —dijo Tarzán—. Ahora hay siete.

—¡Por Dios! —exclamó Smith-Oldwick.

—¿No podríamos hacer una fogata —preguntó la muchacha— y ahuyentarlos?

—No sé si serviría de algo dijo Tarzán, —porque tengo la impresión de que estos leones son un poco diferentes de los que conocemos, y posiblemente por la misma razón por la que al principio me han desconcertado; me refiero a la aparente docilidad en presencia de un hombre que ha demostrado el león que ha estado hoy con nosotros. Hay un hombre ahí con esos leones.

—¡Es imposible! —exclamó Smith-Oldwick—. Lo harían pedazos.

—¿Qué te hace pensar que ahí hay un hombre? —preguntó la muchacha.

Tarzán sonrió y meneó la cabeza.

—Me temo que no lo entenderíais —respondió—. Nos resulta difícil entender cualquier cosa que se halle fuera de nuestros poderes.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó el oficial—. Bueno —dijo Tarzán—, si has nacido sin ojos no puedes entender las impresiones que los ojos de los demás les transmiten al cerebro, y como vosotros habéis nacido sin el sentido del olfato, me temo que no podéis comprender que yo sepa que ahí hay un hombre. ¿Quieres decir que hueles la presencia de un hombre? —preguntó la muchacha.

Tarzán hizo un gesto de asentimiento.

—¿Y de esa misma manera sabes el número de leones? —preguntó el hombre.

—Sí —respondió Tarzán—. No hay dos leones iguales ni que huelan igual.

El joven inglés meneó la cabeza.

—No —dijo—, no logro entenderlo.

—Dudo que los leones o el hombre estén ahí necesariamente para hacernos daño —dijo Tarzán—, porque no hay nada que les haya impedido hacérnoslo si lo hubiesen querido. Tengo una teoría, pero es completamente absurda.

—¿Cuál es? —preguntó la muchacha.

—Creo que están aquí —respondió Tarzán— para impedirnos que vayamos a algún lugar al que no desean que vayamos; en otras palabras, estamos bajo vigilancia y posiblemente mientras no vayamos a donde ellos no quieren, no nos molestarán.

—Pero ¿cómo vamos a saber cuál es el lugar adónde no quieren que vayamos? —preguntó Smith-Oldwick.

—No podemos saberlo —respondió Tarzán—, y lo más probable es que el lugar que estamos buscando sea donde no quieren que lleguemos.

—¿Quieres decir el agua? —preguntó la muchacha.

—Sí —respondió Tarzán.

Durante un rato permanecieron en silencio, roto sólo de vez en cuando por el ruido de algún movimiento en la oscuridad exterior. Debió de ser una hora más tarde cuando el hombre-mono se levantó sin hacer ruido y sacó la larga hoja de su cuchillo de la funda. Smith-Oldwick dormitaba apoyado en la pared rocosa de la entrada de la caverna, mientras que la muchacha, exhausta por la excitación y la fatiga del día, había caído en un profundo sueño. Un instante después de que Tarzán se levantara, Smith-Oldwick y la muchacha fueron despertados por una serie de estruendosos rugidos y el ruido de muchas patas almohadilladas que se precipitaban hacia ellos.

BOOK: Tarzán el indómito
2.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Cowboy in Charge by Barbara White Daille
Defiant Dragon by Kassanna
In Need of a Good Wife by Kelly O'Connor McNees
The Lazarus Secrets by Beryl Coverdale
The Unknown Mr. Brown by Sara Seale
Vegas Knights by Matt Forbeck
Lud-in-the-Mist by Hope Mirrlees