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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y los hombres hormiga (26 page)

BOOK: Tarzán y los hombres hormiga
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—Debemos ir por la galería —susurró Komodoflorensal, dirigiéndose apresuradamente a la puerta que daba a ésta.

Cuando llegó a ella alguien puso una mano en el cerrojo desde el otro lado e intentó abrir la puerta, que lo tenía echado.

—¡Kalfastoban! —gritó una voz desde la galería—. ¡Déjanos entrar! Los esclavos no han ido por aquí. ¡Ven, abre enseguida!

Tarzán de los Monos echó un rápido vistazo alrededor. Hizo una mueca de desagrado, pues una vez más era él la bestia acorralada. Midió la distancia que había desde el suelo hasta la trampilla del techo y luego, tomando carrera, dio un ágil salto. Había olvidado en qué medida la reducción de su peso afectaba a su agilidad. Esperaba atravesar la abertura con la mano, pero lo que hizo fue pasar completamente por ella y aterrizar de pie en una cámara oscura. Se volvió y miró a sus amigos, abajo. El semblante de ambos mostraba consternación, pero no sabía el motivo. Él mismo estaba muy sorprendido.

—¿Es demasiado alto para vosotros? —preguntó.

—¡Demasiado! —respondieron.

Entonces se colgó en la abertura, cabeza abajo, agarrándose al borde de la trampilla con las corvas. Los golpes en la puerta de la galería se hicieron insistentes y en la que daba a los alojamientos de Hamadalban una voz de hombre había sustituido a la de la mujer. El tipo exigía enojado que lo dejaran entrar.

—¡Abre! —gritó—. ¡En nombre del rey, abre!

—¡Abre tú! —gritaba el tipo que había estado llamando a la otra puerta, pensando que la petición de abrir procedía del interior de la cámara en la que quería entrar.

—¿Cómo quieres que abra? —gritó el otro—. ¡La puerta está cerrada por tu lado!

—No está cerrada por mi lado. Lo está por el tuyo —gritó el otro, furioso.

—¡Mientes! —acusó el que quería entrar desde los aposentos de Hamadalban— y pagarás por ello cuando informe al rey.

Tarzán se balanceó boca abajo en la cámara con los brazos extendidos hacia sus compañeros.

—Levanta a Talaskar hacia mí —indicó a Komodoflorensal, y cuando el otro lo hizo agarró a la chica por las muñecas y la levantó todo lo que pudo hasta que ella logró agarrarse a una parte de su arnés de cuero y sujetarse sin caer. Luego Tarzán la cogió de nuevo y la levantó aún más, y de este modo consiguió ella subir a la cámara superior.

Los furiosos guerreros de las dos puertas estaban tratando de entrar por la fuerza en la cámara. Daban golpes tan fuertes en los robustos paneles que amenazaban con hacerlos astillas en cualquier momento.

—Llénate la bolsa de velas, Komodoflorensal —dijo Tarzán—, y después salta para cogerte a mis manos.

—He cogido todas las velas que he podido mientras estábamos en el almacén —respondió el otro—. ¡Sujétate fuerte! Voy a saltar.

Un panel se astilló y volaron trozos de madera hasta el centro de la galería justo cuando Tarzán agarraba las manos que Komodoflorensal le tendía y, un instante después, cuando ambos hombres se arrodillaban en la oscuridad del desván y miraban hacia la cámara de abajo, la puerta opuesta se abrió de golpe y los diez guerreros que componían el ental irrumpieron en la habitación pisándole los talones a su vental.

Por un instante miraron alrededor con sorpresa y luego los golpes en la otra puerta llamaron su atención. Una sonrisa cruzó el rostro del vental mientras corría a abrir la puerta de la galería. Enojados guerreros se precipitaron sobre él, pero, tras aclarar el malentendido que se había producido cuando ambos grupos intentaban entrar en la cámara, todos se echaron a reír un poco avergonzados.

—Pero ¿quién estaba aquí? —preguntó el vental que había traído a los soldados de la cantera.

—Kalfastoban y el esclavo de túnica verde llamado Caraftap —respondió una mujer que pertenecía a Hamadalban.

—¡Deben de estar escondidos! —dijo un guerrero.

—¡Registrad los aposentos! —ordenó el vental.

—No tardaremos mucho en encontrarlos —dijo otro guerrero, señalando hacia el suelo del almacén.

Los otros miraron y vieron que una mano humana descansaba en el suelo. Los dedos parecían una garra congelada en posición de asir algo. Anunciaban la muerte. Uno de los guerreros se acercó corriendo al almacén, abrió la puerta y sacó a rastras el cuerpo de Caraftap, cuya cabeza colgaba de un jirón de carne. El guerrero dio un paso atrás, atónito. Todos miraron enseguida alrededor.

—Ambas puertas estaban cerradas por dentro —lijo el vental—. El que haya hecho esto tiene que estar aquí dentro aún.

—No puede haber sido nada humano —susurró una mujer que los había seguido desde los aposentos contiguos.

—Registradlo todo con atención —ordenó el vental, que, como era un hombre valiente, entró primero en una cámara y después en otra. En ésta encontró a Kalfastoban con el corazón atravesado.

—Es hora de que salgamos de aquí si es que hay alguna salida —susurró Tarzán a Komodoflorensal—. Uno de ellos atisbará directamente este agujero.

Con gran cautela los dos hombres fueron palpando las paredes del desván en direcciones opuestas. Una gran capa de polvo, acumulado durante mucho tiempo, se levantaba alrededor y los asfixiaba, lo que demostraba que la habitación llevaba años sin ser utilizada, quizá siglos. Después Komodoflorensal oyó chistar al hombre-mono, que los llamaba para que se acercaran a él.

—Venid los dos. He encontrado algo.

—¿Qué has encontrado? —preguntó Talaskar aproximándose.

—Una abertura cerca de la parte inferior de la pared —respondió Tarzán—. Es suficientemente grande para que un hombre pase por ella arrastrándose. Komodoflorensal, ¿crees que correríamos algún riesgo si encendiéramos una vela?

—No, ahora es mejor no hacerlo —respondió el príncipe.

—Entonces iré sin ella —anunció el hombre-mono—, porque debemos ver adónde conduce este túnel, si es que va a algún sitio.

Se puso a cuatro patas y Talaskar, que estaba de pie a su lado, notó que se apartaba. No lo veía: el desván estaba demasiado oscuro.

Los dos esperaron, pero Zuanthrol no regresó. Oyeron voces en la habitación de abajo. Se preguntaron si los guerreros investigarían pronto el desván, pero en realidad no había motivos para tener miedo: seguramente pensarían que era más seguro esperar que meterse en aquel agujero oscuro en busca de una cosa desconocida que era capaz de arrancar la cabeza del cuerpo de un hombre. Cuando bajara, porque tendría que bajar, estarían preparados para destruirla o capturarla; pero entretanto se contentaban con esperar.

—¿Qué habrá sido de él? —susurró Talaskar con ansiedad.

—Te preocupas mucho por él, ¿no? —preguntó Komodoflorensal.

—¿Por qué no iba a hacerlo? —dijo la muchacha—. Tú también, ¿no?

—Sí —respondió Komodoflorensal.

—Es un hombre maravilloso —dijo la muchacha.

—Sí —coincidió Komodoflorensal.

Como en respuesta a su deseo, oyeron un silbido bajo desde las profundidades del túnel en el que Tarzán se había metido.

—¡Venid! —susurró el hombre-mono.

Lo siguieron; primero Talaskar, avanzando a gatas, a través de un sinuoso túnel, palpando en la oscuridad, hasta que al fin una luz resplandeció ante ellos y vieron a Zuanthrol que encendía una vela en una pequeña cámara, de la altura justa para que un hombre alto permaneciera erguido.

—He llegado hasta aquí —les dijo—. Es un buen escondrijo, donde podríamos tener luz sin miedo a ser descubiertos. Aquí podemos detenernos con relativa comodidad y seguridad hasta que haya explorado el túnel. Por lo que he visto, no se ha utilizado en toda la vida de ningún veltopismakusiano vivo, o sea que es poco probable que a nadie se le ocurra buscarnos aquí.

—¿Crees que nos seguirán? —preguntó Talaskar.

—Creo que sí —respondió Komodoflorensal—, y, como no podemos regresar, será mejor que sigamos adelante enseguida, pues es razonable suponer que el otro extremo de este túnel da a otra cámara. Posiblemente allí encontraremos una vía de escape.

—Tienes razón, Komodoflorensal —coincidió Tarzán—. No ganaremos nada quedándonos aquí. Iré delante. Deja que Talaskar me siga y tú ve detrás. Si esto resulta ser un callejón sin salida, no estaremos peor por haberlo investigado.

Alumbrando el camino con velas, los tres se arrastraron penosa y dolorosamente por el suelo desigual y rocoso del túnel, que se curvaba con frecuencia a un lado y a otro, como si rodeara diferentes cámaras hasta que, para su alivio, el pasadizo de pronto se hizo más grande, tanto en anchura como en altura, de modo que pudieron avanzar en posición erecta. El túnel descendía entonces de forma brusca a un nivel inferior y unos instantes después los tres salieron a una pequeña cámara. Talaskar puso de pronto una mano en el brazo de Tarzán, ahogando un leve grito.

—¿Qué es eso, Zuanthrol? —preguntó en un susurro, palpando la oscuridad que se extendía al frente.

En el suelo, a un lado de la habitación, se vislumbraba apenas una figura agazapada junto a la pared.

—¡Y eso! —exclamó la muchacha, señalando hacia otro lado de la habitación.

El hombre-mono apartó de su brazo la mano de la muchacha y avanzó apresuradamente, sosteniendo su vela en alto con la mano izquierda y llevándose la derecha a la espada. Se acercó a la figura agazapada y se inclinó para examinarla. Le puso una mano encima y tocó un montón de polvo.

—¿Qué es? —preguntó la chica.

—Era un hombre —respondió Tarzán—, pero lleva muerto muchos años. Estaba encadenado a esta pared. Incluso la cadena se ha podrido.

—¿Y el otro también? —preguntó Talaskar.

—Hay varios —dijo Komodoflorensal—. ¿Los veis? Allí y allí.

—Al menos no pueden detenernos —dijo Tarzán, y cruzó de nuevo la habitación para ir hacia el umbral de una puerta que había al otro lado.

—Pero posiblemente indican algo —aventuró Komodoflorensal.

—¿Qué indican? —preguntó el hombre-mono.

—Que este corredor se conectaba con los aposentos de un veltopismakusiano muy poderoso —respondió el príncipe—. Tan poderoso que podía deshacerse de sus enemigos de esta manera, sin preguntar; y también indica que todo esto sucedió muchos años atrás.

—Eso parece, por el estado de los cuerpos —terció Tarzán.

—No del todo —replicó Komodoflorensal—. Las hormigas los habrían reducido a este estado en poco tiempo. En épocas pasadas, los muertos se dejaban en el interior de las cúpulas y las hormigas, que eran nuestros carroñeros, no tardaban en ocuparse de ellos. Pero las hormigas a veces atacaban a los vivos.

Pasaron de ser un estorbo a ser una amenaza, y entonces se tuvieron que tomar toda clase de precauciones para no atraerlas. También peleamos con ellas. Hubo grandes batallas en Trohanadalmakus entre los minunianos y las hormigas y miles de nuestros guerreros fueron devorados vivos. Aunque matamos a miles de millones de hormigas, sus reinas se reproducían más deprisa de lo que nosotros eliminábamos a las asexuadas obreras que nos atacaban con sus soldados. Pero por fin volvimos nuestra atención a sus nidos. La carnicería fue terrible, pero logramos matar a sus reinas y desde entonces no han entrado hormigas en nuestras cúpulas. Viven alrededor, pero nos temen. Sin embargo, no nos arriesgamos a atraerlas de nuevo dejando a nuestros muertos dentro de las cúpulas.

—Entonces, ¿crees que este corredor conduce a los aposentos de algún gran noble? —preguntó Tarzán.

—Creo que en otra época era así. Las épocas traen cambios. Es posible que el final haya sido tapiado. La cámara a la que conduce puede que haya alojado al hijo de un rey cuando estos huesos aún estaban frescos; hoy en día tal vez sea un barracón para soldados, o un establo para diadets. Lo único que sabemos con seguridad —concluyó Komodoflorensal— es que no ha sido utilizado por el hombre desde hace mucho tiempo; por lo tanto, probablemente los veltopismakusianos actuales lo desconocen.

Más allá de la cámara de la muerte el túnel descendía rápidamente a niveles inferiores y, por último, entraba en una tercera cámara más grande que las dos anteriores. En el suelo yacían los cuerpos de muchos hombres.

—Éstos no estaban encadenados a las paredes —observó Tarzán.

—No; murieron peleando, como puedes ver por sus espadas desenvainadas y la posición de sus huesos.

Los tres se detuvieron un momento para examinar la cámara y entonces llegó a sus oídos el sonido de una voz humana.

CAPÍTULO XIX

A
MEDIDA medida que transcurrían los días y Tarzán no regresaba a su casa, su hijo se fue intranquilizando. Se enviaron corredores a las aldeas próximas, pero todos regresaron con la misma información: nadie había visto al Gran Bwana. Korak envió entonces mensajes al telégrafo más cercano preguntando a los principales puntos de África dónde habría podido aterrizar el hombre-mono, si alguien lo había visto o se había enterado de algo referente a él; pero la respuesta era siempre negativa.

Y al fin, vestido con taparrabo y provisto únicamente de sus armas primitivas, Korak tomó el sendero con una veintena de los waziri más veloces y más valientes en busca de su padre. Registraron la jungla y el bosque larga y diligentemente, requiriendo a menudo los servicios de las aldeas cercanas a su búsqueda, hasta que hubieron peinado como con un peine fino una gran zona de la región. Pese a toda su atención y prontitud no descubrieron ni una sola pista del destino o el paradero de Tarzán de los Monos. Por ello, desalentados aunque infatigables, siguieron buscando en kilómetros de enmarañada jungla o en tierras rocosas inhospitalarias como los espinos enanos que crecían dispersos en ellas.

* * *

Y en la cúpula real de Elkomoelhago, zagosoto de Veltopismakus, tres personas se detuvieron en una cámara oculta, de muros de roca, y escucharon una voz humana que al parecer les llegaba procedente de la misma roca de las paredes que los rodeaba. En el suelo se hallaban los huesos de hombres muertos mucho tiempo atrás. En torno a ellos se levantaba el impalpable polvo de los siglos.

La muchacha se apretó a Tarzán.

—¿Quién es? —preguntó en un susurro.

Tarzán hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Es una voz de mujer —dijo Komodoflorensal.

El hombre-mono alzó la vela por encima de su cabeza y dio un paso hacia la pared de la izquierda; entonces se detuvo y señaló. Los otros miraron en la dirección indicada por su dedo y vieron una abertura en la pared a un hual o dos por encima de su cabeza. Tarzán entregó su vela a Komodoflorensal, cogió su espada y la dejó en el suelo; luego dio un ágil salto hasta la abertura. Durante unos instantes se quedó agarrado a los bordes, escuchando, y después se dejó caer de nuevo en la cámara.

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