Los fugitivos fueron conducidos enseguida a la sala del trono de Adendrohahkis, donde el gran gobernador estrechó a su hijo entre los brazos y lloró de felicidad al ver que había regresado sano y salvo. No olvidó a Tarzán, aunque tardó un poco en acostumbrarse al hecho de que ese hombre, no mayor que ellos, era el gran gigante que había residido entre ellos unas cuantas lunas atrás.
Adendrohahkis llamó a Tarzán al pie del trono y allí, ante los nobles y guerreros de Trohanadalmakus, lo nombró zertol, o príncipe, o le entregó diadets y riquezas y le asignó aposentos adecuados a su rango, rogándole que permaneciera siempre entre ellos.
A Janzara, Zoanthrohago y Oratharc les concedió la libertad y les dio permiso para que se quedaran a vivir en Trohanadalmakus, y luego Komodoflorensal llevó a Talaskar al pie del trono.
—Y ahora pido para mí un regalo, Adendrohahkis —dijo—. Como zertolosto, la costumbre me da derecho a casarme con una princesa prisionera tomada de otra ciudad; pero en esta esclava he encontrado a la que amo. Déjame renunciar a mis derechos al trono y, en su lugar, tenerla a ella.
Talaskar levantó la mano para protestar, pero Komodoflorensal no la dejó hablar, y entonces Adendrohahkis se levantó y bajó los escalones hasta donde se encontraba Talaskar, y allí le cogió la mano y la llevó con él al trono.
—La costumbre te obliga a casarte con una princesa, Komodoflorensal —dijo—, pero la costumbre no es la ley. Un trohanadalmakusiano puede casarse con quien le plazca.
—Y aunque estuviera obligado por ley —dijo Talaskar— a casarse con una princesa, aún podría hacerlo conmigo, pues soy la hija de Talaskhago, rey de Mandalamakus. Mi madre fue capturada por los veltopismakusianos unas lunas antes de que yo naciera, cosa que ocurrió en la misma cámara en la que Komodoflorensal me encontró. Ella me enseñó a quitarme la vida antes que aparearme con alguien de menos categoría que un príncipe; pero habría olvidado sus enseñanzas si Komodoflorensal hubiera sido hijo de una esclava. Que era hijo de un rey no lo soñé hasta la noche en que salimos de Veltopismakus, y ya le había entregado mi corazón mucho antes, aunque él no lo supiera.
Transcurrieron unas semanas y no se produjo ningún cambio en Tarzán de los Monos. Era feliz viviendo con los minunianos, pero añoraba a su gente y a la compañera que estaría apesadumbrada por él, y por esto decidió partir, cruzar el bosque de espinos y encaminarse hacia su casa, confiando en la posibilidad de escapar a los incontables peligros que infestarían su camino; quizá recuperaría su tamaño normal en algún momento durante el largo viaje.
Sus amigos trataron de disuadirlo, pero estaba decidido y por fin, sin más dilación, partió hacia el sudeste en la dirección en la que creía que se encontraba el punto por el que había entrado en la tierra de los minuni. Un kamak, un cuerpo que constaba de mil guerreros montados, lo acompañó hasta el gran bosque y allí, con unos días de retraso, lo encontró el hijo de la Primera Mujer. Los minunianos se despidieron de él y, mientras los observaba alejarse montados en sus ágiles monturas, se le hizo un nudo en la garganta, cosa que sólo le ocurría en las pocas ocasiones de la vida en que sintió añoranza del hogar.
El hijo de la Primera Mujer y su salvaje banda escoltaron a Tarzán hasta el lindero del bosque de espinos. No podían ir más allá. Unos instantes más tarde lo vieron desaparecer entre aquéllos, haciéndoles un gesto de despedida con la mano. Durante dos días Tarzán, de un tamaño no mayor que un minuniano, se abrió paso a través del bosque de espinos. Se encontró con pequeños animales que ahora eran tan grandes que le resultaban peligrosos, pero no se vio ante nada a lo que no pudiera hacer frente. Por la noche dormía en las madrigueras de los animales subterráneos más grandes alimentándose de aves y huevos.
Durante la segunda noche despertó con náuseas y con la sensación certera de que corría peligro. En la madriguera que había elegido para pasar la noche la oscuridad era total. De pronto se le ocurrió que tal vez estuviera a punto de recuperar su estatura normal, y que ello le ocurriera mientras yacía enterrado en aquel pequeño agujero significaría la muerte, pues quedaría aplastado, estrangulado o asfixiado antes de recuperar el conocimiento.
Se sentía mareado, como lo haría alguien que estuviera a punto de desmayarse. Se puso de rodillas y recorrió a gatas la pronunciada pendiente que llevaba hasta la superficie. ¿Llegaría a tiempo? Avanzó dando tumbos y, de pronto, percibió un estallido de aire fresco. Se puso en pie, tambaleante. ¡Estaba fuera! ¡Era libre!
Detrás oyó un rugido bajo. Agarró su espada y se precipitó hacia delante entre los espinos. Hasta dónde llegó o en qué dirección avanzó no lo sabía. Aún era de noche cuando trastabilló y cayó al suelo, inconsciente.
U
N WAZIRI, que regresaba de la aldea de Obebe el caníbal, vio un hueso junto al sendero. Esto, en sí mismo, no era un hecho notable, pues en las sendas vírgenes de África se encuentran muchos. Pero éste le hizo detenerse. Era el hueso de un niño. Tampoco era esto suficiente para que se parara un guerrero que se apresuraba a cruzar una región hostil de regreso a su propia aldea.
Pero Usula había oído contar extrañas historias en la aldea de Obebe, el caníbal, donde los rumores que habían llegado hasta él le hicieron llegar en busca de su amado amo, el Gran Bwana. Obebe no había visto ni oído nada de Tarzán de los Monos. Ni había visto al gigante blanco desde hacía años. Aseguró a Usula este hecho muchas veces; pero por otros miembros de la tribu el waziri se enteró de que un hombre blanco había sido prisionero de Obebe durante un año o más y que hacía algún tiempo que se había escapado. Al principio Usula pensó que este hombre blanco podía ser Tarzán, pero cuando comprobó el plazo de tiempo que había transcurrido desde que ese hombre había sido capturado, supo que no podía ser su amo, y entonces emprendió el camino de regreso a casa. Pero cuando vio aquel hueso de niño en el sendero al cabo de varios días, recordó la historia de la desaparecida Uhha y se detuvo, unos instantes, a examinarlo.
Y al mirarlo vio algo más: una bolsita hecha de pellejo, tirada entre otros huesos a pocos pasos del camino. Usula se inclinó a recogerla. La abrió y vertió parte del contenido en su mano. Sabía qué eran aquellas cosas y sabía que habían pertenecido a su amo, pues Usula era un jefe que sabía muchas cosas de los asuntos de su amo. Se trataba de los diamantes que le habían robado al Gran Bwana muchas lunas antes los hombres blancos que habían encontrado Opar. Se las llevaría a la mujer del Gran Bwana.
Tres días más tarde, cuando avanzaba en silencio por el sendero próximo al Gran Bosque de Espinos, se detuvo de pronto, asiendo con fuerza su pesada lanza. En un pequeño claro vio a un hombre, un hombre semidesnudo, que yacía en el suelo. El hombre estaba vivo —lo vio moverse— pero ¿qué hacía? Usula se acercó con sigilo, sin hacer ruido. Cambió de lugar para observar al hombre desde otro ángulo y entonces vio algo horrible. El hombre era blanco y yacía junto a los restos de un búfalo que llevaba muerto mucho tiempo, devorando los restos de pellejo que se adherían a sus huesos.
El hombre levantó un poco la cabeza y Usula, al verle mejor la cara, lanzó un grito de horror. El hombre levantó la mirada y sonrió. ¡Era el Gran Bwana!
Usula corrió a él y lo puso de rodillas, pero el hombre sólo reía y balbuceaba como un niño. A su lado, enganchado en uno de los cuernos del búfalo, estaba el medallón de oro con los grandes diamantes incrustados. Usula lo puso al cuello del hombre. Construyó cerca de allí un refugio resistente y cazó para obtener comida, y permaneció muchos días con el hombre hasta que éste recuperó las fuerzas, aunque no la razón. Y así, en este estado, el leal Usula llevó a su amo a casa.
Encontraron en su cuerpo numerosas heridas y magulladuras, algunas antiguas, otras nuevas; algunas insignificantes, otras graves, y pidieron a Inglaterra que enviaran un médico a África para recomponer aquel cuerpo que había sido Tarzán de los Monos.
Los perros que habían amado a lord Greystoke se apartaban de esta criatura descerebrada. Jad-bal-ja, el león dorado, gruñía cuando el hombre se acercaba a su jaula.
Korak paseaba de un lado a otro, aturdido y desesperado, pues su madre se hallaba de vuelta de Inglaterra, y ¿qué efecto produciría en ella este golpe terrible? No se atrevía ni a pensar en ello.
* * *
Khamis, el hechicero, había buscado incansablemente a Uhha, su hija, desde que el diablo del río se la había llevado de la aldea de Obebe el caníbal. Había realizado peregrinaciones a otras aldeas y algunas de ellas muy alejadas de su región, pero no había encontrado ni rastro de ella ni de su secuestrador.
Regresaba de otra infructuosa búsqueda que lo había llevado lejos de la aldea de Obebe hacia el este, rodeando el Gran Bosque de Espinos, a pocos kilómetros al norte del Ugogo. Era primera hora de la mañana, acababa de levantar su solitario campamento e iniciado el último tramo de su viaje a casa, cuando sus aguzados ojos descubrieron algo que yacía en el lindero de un pequeño claro situado a un centenar de metros a su derecha. Apenas vislumbró algo que no pertenecía a la vegetación que lo rodeaba. No sabía lo que era; pero el instinto le hizo investigar. Se acercó con cautela e identificó aquella cosa como una rodilla humana que asomaba por la hierba baja que cubría el claro. Se acercó más y de pronto entrecerró los ojos y emitió un extraño sonido al ahogar un grito en una reacción mecánica de sorpresa, pues lo que vio fue el cuerpo del diablo del río que yacía de espaldas, con una rodilla doblada, la rodilla que había visto asomar en la hierba.
Se aproximó con la lanza a punto hasta estar junto al cuerpo inmóvil. ¿Estaba muerto el diablo del río, o estaba dormido? Puso la punta de la lanza sobre el pecho e hizo presión. El diablo no despertó. ¡No estaba dormido! Pero tampoco daba la impresión de que estuviera muerto. Khamis se arrodilló y puso una oreja sobre el pecho del otro. ¡No estaba muerto!
El hechicero pensó con rapidez. En el fondo no creía en los diablos del río; sin embargo, existía la posibilidad de que hubiera cosas semejantes y quizás éste fingía estar inconsciente, o estaba temporalmente ausente de la forma carnal que adoptaba como disfraz para poder ir entre los hombres sin levantar sospechas. Pero también era el secuestrador de su hija. Este pensamiento lo llenó de rabia y de valor. Debía arrancar la verdad de aquellos labios aunque la criatura fuera un diablo.
Desenrolló un poco de cuerda de fibra de su cintura, volvió el cuerpo de espaldas y rápidamente le ató las muñecas detrás. Luego se sentó a esperar. Transcurrió una hora antes de que aparecieran señales de que recuperaba el conocimiento, y entonces el diablo del río abrió los ojos.
—¿Dónde está Uhha, mi hija? —preguntó el hechicero.
El diablo del río trató de liberarse, pero las ligaduras eran demasiado fuertes. No respondió a la pregunta de Khamis. Era como si no le hubiera oído. Dejó de forcejear y volvió a echarse de espaldas, descansando. Al cabo de un rato abrió los ojos una vez más y se quedó mirando a Khamis, pero no dijo nada.
—¡Levántate! —ordenó el hechicero, y le aguijoneó con la lanza.
El diablo del río se puso de costado, dobló la rodilla derecha, se apoyó en un codo y por fin se puso en pie. Khamis le pinchó para que fuera en la dirección del sendero. Hacia el atardecer llegaron a la aldea de Obebe.
Cuando los guerreros, las mujeres y los niños vieron a quién traía Khamis a la aldea se excitaron mucho, y de no haber sido por el hechicero, del que tenían miedo, probablemente habrían pasado a cuchillo y lapidado al prisionero para matarlo antes de que hubiera cruzado las puertas de la aldea. Pero Khamis no quería matar al diablo del río; todavía no. Primero quería obligarlo a decirle la verdad respecto a Uhha, aunque hasta entonces había sido incapaz de arrancarle una sola palabra. Las incesantes preguntas, reforzadas por numerosos pinchazos con la lanza, no habían dado ningún fruto.
Khamis arrojó a su prisionero a la misma cabaña de la que había escapado el diablo del río; pero lo ató firmemente y dejó a dos guerreros de guardia. No tenía intención de perderlo de nuevo. Obebe vino a verlo. También él lo interrogó, pero el diablo del río se limitó a mirar a la cara del jefe con aire estúpido.
—Le haré hablar —dijo el hechicero—. Él sabe lo que ha sido de Uhha, y hasta que me lo diga nadie lo matará.
—Hablará antes de morir —dijo Obebe.
—Es un diablo del río y jamás morirá —dijo Khamis, volviendo a la antigua controversia.
—Es Tarzán —exclamó Obebe, y los dos aún discutían cuando estuvieron fuera del alcance del oído del prisionero que yacía en la sucia choza.
Después de haber comido los vio calentando hierros en una fogata cerca de la choza del hechicero, que estaba en cuclillas ante la entrada preparando rápidamente numerosos talismanes: trozos de madera envueltos en hojas, fragmentos de piedra, algunos guijarros y un rabo de cebra…
Los aldeanos se fueron congregando en torno a Khamis hasta que el prisionero ya no pudo verlo. Un poco más tarde, entró un muchacho negro y habló a los guardias, que sacaron al prisionero y lo empujaron rudamente hacia la choza del hechicero.
Allí se encontraba Obebe, según pudo ver cuando los guardias se abrían paso entre la multitud, de pie junto al fuego en el centro del círculo. Era una hoguera pequeña, suficiente para mantener calientes un par de hierros.
—¿Dónde está Uhha, mi hija? —preguntó Khamis. El diablo del río no respondió. Ni una sola vez había hablado desde que Khamis lo capturara.
—Quemadle uno de los ojos —dijo Obebe—. ¡Esto le hará hablar!
—¡Cortadle la lengua! —gritó una mujer—. ¡Cortadle la lengua!
—¡Si lo hacemos no podrá decir nada, necia! —le replicó Khamis.
El hechicero se puso en pie y volvió a formular la pregunta, pero no recibió respuesta. Entonces dio un fuerte golpe al diablo del río en la cara. Khamis había perdido los estribos de tal modo que ni siquiera temía a un diablo del río.
—¡Me responderás ahora! —gritó, y se inclinó para coger un hierro al rojo vivo.
—¡Primero el ojo derecho! —ordenó Obebe.
* * *
El médico entró en el bungaló del hombre-mono; lady Greystoke lo trajo con ella. Eran tres viajeros cansados y sucios de polvo los que habían desmontado ante la entrada: el famoso médico de Londres, lady Greystoke y Flora Hawkes, su doncella. El médico y lady Greystoke fueron de inmediato a la habitación donde Tarzán permanecía sentado en una improvisada silla de ruedas. Cuando entraron los miró con expresión de no reconocerlos.