Te Daré la Tierra (19 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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El ilustre personaje se puso en pie dando por finalizada la entrevista. Martí se despidió, inclinando la cabeza con un medido gesto que indicaba respeto aunque no sumisión. Al retirarse pudo lanzar de refilón una mirada al reloj de arena de la chimenea y se dio cuenta de que uno de los hombres más influyentes de la ciudad le había dedicado más de una hora de su valiosísimo tiempo. A la salida saludó amablemente a Conrad Brufau, que lo miró asombrado al constatar que el ilustre consejero había destinado a aquel visitante más del triple del tiempo que acostumbraba a emplear en despachar a cualquiera que entrara en sus dependencias en demanda de algo. Cuando ya llegaba al pie de la escalera que daba al patio de carruajes Martí Barbany se detuvo un instante; no sabía bien si su entrevista había sido franca y positiva o tenía alguna faceta que por el momento se le escapaba y que le iba a introducir en un juego harto peligroso.

21
El Papa de Roma

Roma, verano de 1052

Ermesenda de Carcasona embarcó en Cadaqués con destino final en Ostia, el puerto de Roma, de paso para el castillo de Sant'Angelo, residencia del pontífice Víctor II. Lo hizo en compañía del obispo Guillem de Balsareny y en una nave de un palo y vela cuadra con bandera del condado de Gerona, cuya navegación tenía justa fama de ser de las más seguras del Mediterráneo. Sabedora de que dicha plaza estaba bajo la influencia de Hugo de Ampurias, al que la intolerable actitud de su nieto, que había repudiado a su hija, había irritado hasta el paroxismo, se hizo acompañar por una mesnada de los normandos de Roger de Toëny cuya sola presencia intimidaría al más osado de los combatientes y que posteriormente habría de acudir a su encuentro en el puerto de Ostia para escoltarla en su periplo por la bota itálica. Llegaron a Cadaqués al amanecer del tercer día y la compañía de normandos se desplegó en herradura para proteger el embarque. Ermesenda y el obispo fueron conducidos a bordo en una chalupa, empujada por la boga de ocho remeros, hasta la nave. La pequeña embarcación se acercó a la más grande; Ermesenda fue ascendida en un inmenso cesto de mimbre hasta la cubierta del barco. Una vez aupada, el artilugio descendió y subió varias veces hasta que el venerable clérigo y las damas de compañía de Ermesenda, que venían en una segunda barca, estuvieron a bordo. La nave se había dispuesto para que la condesa viuda de Gerona gozase a bordo de las máximas comodidades. El capitán, viejo lobo de mar de experiencia contrastada, le cedió su cabina y colocó a las damas en un compartimiento arreglado junto a la segunda cubierta. Al obispo lo instaló en el castillo de popa, en el camarote del contramaestre, y en el sollado la escolta armada que la acompañaba. La travesía transcurrió sin novedad y al cabo de nueve días la condesa y su séquito arribaban a su destino. La tropa de sus caballeros la aguardaba y el gran normando ya tenía preparadas dos carretas con los correspondientes servidores para conducirla hasta el castillo de Sant'Angelo. El trayecto duró dos jornadas. A la vista de la tremenda fortaleza con sus torres redondas, sus inacabables almenas y sus poderosos merlones, el ánimo de los viajeros se estremeció. No así el de Ermesenda, que observaba imperturbable a su yerno Roger de Toëny y al obispo.

—¿Qué es lo que os acongoja? ¿Acaso turba vuestro ánimo un montón de piedras más o menos grande? Si así es, os diré que cualquier farallón de mis Pirineos es más importante que este castillo, y ha sido hecho por la naturaleza, así que no hay por qué amedrentarse.

Poco tiempo después de que llegaran al castillo y fueran convenientemente alojados, recibieron la noticia de que el Pontífice los recibiría de inmediato.

Ermesenda vistió sus mejores galas sin descuidar detalle alguno: el Santo Padre debía encontrarse ante una mujer poderosa, aunque a la vez humilde y afligida por una tremenda angustia. Escogió para ello un brial ricamente recamado de perlas, de escote cerrado hasta el cuello y de severo color negro; las mangas iban ceñidas a sus brazos y ajustadas a sus muñecas. Presentaba un rostro demacrado, sin una gota de albayalde en sus mejillas. Cuando el bruñido metal del espejo reflejó su imagen, la condesa se sintió altamente satisfecha. Unos golpes discretos sonaron en su puerta.

—Pasad, Guillem.

El obispo apareció ante ella. Su aspecto era el de un hombre realmente acongojado.

—Señora, ¿estáis preparada?

—Evidentemente, obispo. No me he vestido de esta guisa para asistir a un baile de carnaval.

—Pues vamos ya, señora. El protocolo indica que debemos estar en la antesala del camarlengo un tiempo antes de ser recibidos por el Pontífice.

—Aguardad un instante, Guillem.

Un autoritario gesto indicó a una de las damas de compañía que debía clavarle en el pelo un prendedor negro que sujetaba una mantilla de encaje gris que cayó desmayadamente sobre su rostro, como si fuera una cortinilla.

—¿Os parece bien mi atuendo, Guillem?

—Excelente: decoroso y sencillo. El toque final de ocultar vuestro rostro me parece un detalle que denota una modestia y un recato que sin duda serán gratísimos a ojos del Pontífice.

—Y que además me servirá para observar sin ser observada. ¡Qué incauto sois! —Ermesenda ahogó una carcajada irónica—. Claro que en vuestra diócesis de Vic no necesitáis usar estratagemas de alta política. Adelante, estoy lista.

El asombrado religioso partió detrás de la condesa. En la puerta de la cámara les aguardaba un monje y dos guardias: el primero les haría de cicerone y los segundos cautelarían su paso por las dependencias de Sant'Angelo. Pasillos, salones, escaleras sin fin, todas ellas vigiladas por guardias que se turnaban en sus paseos ante las infinitas estancias.

Tras el largo deambular llegaron ante la cámara del cardenal Bilardi, secretario pontificio y camarlengo. El sacerdote acompañante habló unas breves palabras con el oficial que guardaba su puerta y éste, tras consultar con alguien que no estaba a su vista, les introdujo en la salita donde el alto eclesiástico recibía previamente a los visitantes del Pontífice. Pese a estar avisada del lujo que presidía la residencia de los papas, Ermesenda no pudo dejar de admirar los ricos artesonados de los techos, los soberbios tapices que ornaban las paredes y los maravillosos lienzos y esculturas que jalonaban el recorrido.

Después de una breve espera, el camarlengo apareció en la puerta de su despacho, solemne y mayestático, vistiendo una túnica de holgadas mangas, ceñida a la cintura por una ancha faja de terciopelo grana. De su pecho colgaba una cadena de oro provista de un hermoso y trabajado crucifijo. El eclesiástico se adelantó hasta la condesa y el obispo palideció al observar que ésta lo recibía sin alzarse de su asiento, como si estuviera en Gerona recibiendo la pleitesía de un clérigo de poco rango de cualquiera de sus parroquias.

El avezado secretario, haciendo gala de su mejor estilo florentino y como si no se hubiera dado cuenta de la descortesía, entendiendo que procedía de una poderosa condesa catalana que regía de facto aquella complicada tierra, cuyos enrevesados conflictos de poder, marcados por pactos feudales y lazos de parentesco, eran tan difíciles de interpretar, la saludó gentil y caballeroso.

—Mi querida condesa, ignoro las circunstancias que os han obligado a visitarnos, pero celebro que con tal motivo gocemos los romanos de vuestra presencia.

La condesa, misteriosa y solemne, respondió:

—Mi querido Bilardi, hasta hoy solamente os había conocido por referencias a través de las nuevas que me trae de Roma mi buen servidor Guillem de Balsareny. Desde hoy podré afirmar sin desdoro que el camarlengo del Santo Padre es un caballero que no desentonaría como embajador en cualquier cancillería europea.

Ermesenda se había ya apuntado una victoria empleando el viejo subterfugio del halago al que tan sensibles son los hombres, incluidos, cómo no, los que dedican su vida al servicio de la Iglesia. Pero Bilardi se dio cuenta de inmediato.

—Señora, soy consciente de que el ser humano puede subsistir treinta días sin comer, tres sin beber agua y uno sin ser halagado, y esto último también reza para los clérigos cuya gran mayoría, aquí en Roma, peca de vanidades mundanas. Sin embargo, agradezco vuestra cortesía. Pero decidme, condesa, ¿a qué debemos el honor de vuestra visita?

—No quisiera creer que el cardenal camarlengo no está al corriente de los mensajes que el Santo Padre envía a sus feligreses por medio de sus servidores a lo largo de toda la cristiandad.

Guillem parecía descompuesto. Bilardi, el temido y poderoso secretario pontificio, no estaba acostumbrado a aquel lenguaje directo que empleaba Ermesenda.

—Señora, el Papa tiene su forma de actuar en cada momento.

—No creo yo que lleve su correspondencia personalmente. El Pontífice me envió aviso de un suceso de suma gravedad y aquí estoy para arreglar en lo posible el desaguisado. Os rogaría que no me obligarais a explicar dos veces la misma historia y me gustaría que estuvierais presente en la entrevista que está a punto de producirse, ya que vuestro consejo y experiencia pueden ser muy valiosos tanto para el Papa como para esta pobre y angustiada viuda.

Bilardi meditó un momento. Jamás nadie en toda su larga experiencia al servicio del Pontífice se había atrevido a ser tan claro ni concluyente, saltándose los laberínticos ceremoniales y los crípticos mensajes a que tan proclives eran los embajadores de todos los reinos que visitaban al Santo Padre.

—Está bien, condesa, si éste es vuestro deseo... Mi intención era conocer la trama que afecta a Barcelona desde el punto de vista político para exponer al Santo Padre la historia de manera que ganáramos tiempo. Comprended que el Santo Padre acostumbra a despachar en una jornada no menos de veinte visitantes y por ende procuro tener a Su Santidad previamente informado.

Ermesenda no dio su brazo a torcer.

—Monseñor, desde muy pequeña aprendí que nadie como el que la sufre es capaz de explicar la historia. Asimismo me consta que el único capital irrecuperable que tiene el hombre es el tiempo. No os preocupéis, llevadme ante el Vicario de Cristo y dejad que hable con él.

—Que así sea.

Guillem cruzó con el camarlengo una mirada expiatoria pidiendo perdón en nombre de su señora y ambos se dispusieron a comparecer en audiencia privada ante Víctor II.

Bilardi indicó con un autoritario ademán al capitán de la guardia pontificia que no era necesaria su escolta y caminó ante la condesa y el obispo hasta las imponentes puertas que protegían la sala de audiencias.

Tras hacerse anunciar, y apenas el mayordomo de día hubo pregonado la presencia de los augustos huéspedes, las hojas de las puertas se abrieron y entraron en el magnífico salón los visitantes catalanes.

La distancia que mediaba entre el quicio y el trono era considerable. Ermesenda calculó que sería más o menos el quíntuplo del salón más grande que ella hubiera conocido anteriormente. El trono papal estaba instalado en una plataforma separada del suelo por cinco escalones y bajo un dosel blanco y dorado. Todo ello recordaba al visitante su pequeñez y le invitaba a arrodillarse ante el representante de Cristo en la tierra. Víctor II lucía en todo su esplendor vestido con una inmaculada sotana alba y cubría su cabeza con la tiara papal, que reservaba para recibir a los altos dignatarios de la tierra a fin de recordarles que él era el rey de reyes, el máximo poder establecido y que cualquier poder terrenal estaba bajo su imperio.

Ermesenda ascendió los escalones e inclinó la cabeza ante el Pontífice y el obispo Guillem lo hizo un peldaño por debajo. El Papa les dio a besar su anillo pastoral y, pese a conocer exactamente quiénes eran sus visitantes, permitió que Bilardi hiciera la presentación oficial de los mismos.

Un profundo silencio se hizo en el gran salón, pues el protocolo obligaba a aguardar a que el Santo Padre abriera el diálogo.

La voz del Papa sonó rotunda y sus ecos retumbaron en la inmensa bóveda. Víctor II no era, como Bilardi, un diplomático. Consciente de su poder, podía permitirse ir al fondo del asunto sin perder el tiempo en vanas divagaciones.

—Me alegro de veros, hija querida, y os agradezco la premura con la que habéis acudido a mi reclamo. Nuestro servidor y sin embargo amigo, el obispo De Balsareny, se ha mostrado como siempre competente y eficaz. Hablemos, pues, del delicado asunto que nos concierne y sabed que he recabado vuestro consejo, pues sois la persona más informada en lo concerniente a lo que conviene a aquella querida tierra de Cataluña, tan amada por mí desde el sitio de Barbastro donde, por cierto, este vuestro nieto, que tantos motivos de preocupación nos causa ahora, dio muestras de un valor ejemplar que no se corresponde con la torpeza que ha cometido después. De ser el bastión que guarda a la cristiandad frente al poder sarraceno ha pasado a ser un ejemplo pernicioso que a todos perjudica. Hablad, Ermesenda, y procurad exponer libremente cuanto tengáis en vuestra cabeza sin tener en cuenta ante quien estáis. Sed lo más escueta y clara posible.

La condesa, consumada diplomática y avezada comediante, comenzó con un inmenso suspiro acompañado de un sollozo.

—Calmaos, Ermesenda, estáis ante el pastor que cuida a sus ovejas. Alzad vuestro velo y no lloréis, habéis llegado al final de vuestro camino.

La condesa retiró de su rostro la red de encaje que velaba sus ojos y miró al Papa frente a frente.

—Gracias, Santo Padre, pero cuando una débil mujer ha luchado con todas sus fuerzas para resguardar la única y verdadera fe frente a enemigos poderosísimos, y ve cómo al final de sus días un retoño de su propia sangre pone en riesgo lo conseguido con tantas tribulaciones y trabajos, entonces el desánimo y la angustia se apoderan de su alma y piensa en rendirse.

—Querida hija, sabemos de vuestras luchas y quebrantos, y no consentiremos que tal ocurra. Os enviamos mensaje acerca de las nuevas que recibimos, con el fin de que pudierais comprobar de manera fehaciente nuestras sospechas. Decidme pues qué es lo que está ocurriendo en Barcelona.

—Santidad, si no lo remediáis, viviremos tiempos de locura. Mi nieto Ramón Berenguer ha concebido una pasión infame por una mujer casada, para más escarnio, esposa del conde Ponce de Tolosa, cuestión que podrá traer no pocas y graves consecuencias políticas en la Septimania. Se dispone a vivir en concubinato con ella, para escándalo de sus súbditos y perjuicio de la religión.

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