Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
—Que Elohim os guarde.
—Que Él esté contigo —respondió Martí—. ¿Está en casa don Baruj Benvenist?
—Mi padre está en su gabinete, pero si tenéis la amabilidad de aguardarlo sin duda os recibirá —explicó la niña, sin dar la menor muestra de timidez—. Mi nombre es Ruth, soy su hija pequeña. Pero pasad, no os quedéis en la puerta.
Martí, divertido ante el desparpajo de la muchacha, se atrevió a añadir:
—El mío es Martí Barbany. No tengo cita previa; he venido al albur de no ser recibido, pero debo tratar con él un asunto urgente. Por favor, consúltalo con tu padre, y si él decide que no procede, aguardaré a verlo en mejor ocasión.
—Mi padre ha hablado de vos en muchas ocasiones y siempre con buenas palabras. Si tenéis la amabilidad de seguirme, haré lo posible para que la espera os sea grata y breve. Venid.
La muchacha aguardó a que Martí atravesara el quicio de la puerta y tras cerrarla le indicó que la siguiera. El joven fue tras la niña sin dejar de admirar la donosura de su paso, la brevedad de su talle y la longitud de sus trenzas. Recorrieron el camino que Martí ya conocía y al llegar a la bifurcación del pasillo cuyo ramal derecho conducía al despacho del judío, la niña tomó la dirección contraria que llevaba directamente al jardín. Los olores transportaron a Martí a su última visita a la mansión de Bernat Montcusí y no pudo impedir el comparar ambos jardines. Sin duda el del
prohom
era mucho más fastuoso, pero el buen gusto, la frescura de los arbustos, la distribución de los árboles y lo singular del pozo de éste eran infinitamente más gratos a los sentidos.
La niña condujo a Martí bajo un frondoso castaño que, al caer la tarde, proyectaba en la hierba una sombra alargada y acogedora. Bajo el inmenso árbol se veían cuatro asientos y un banco rodeando una gran mesa de pino; colgada de una de sus ramas y sostenida por dos cuerdas adornadas con florecillas permanecía quieta la plancha de madera de un columpio.
—Aquí podréis aguardar a mi padre sin que os agobie el calor húmedo de la ciudad. Yo siempre que puedo me vengo aquí: es mi lugar favorito.
A Martí le hizo gracia la actitud de la niña y cuando se disponía a responder que aguardaría al cambista en cualquier lugar, ella se adelantó.
—Os voy a traer una limonada que os refrescará. La hago yo misma, y de paso comunicaré a mi padre que estáis esperándole.
Sin dar tiempo a que Martí pudiera darle las gracias, la muchacha desapareció de su vista con el grácil caminar de una gacela.
Desde la perspectiva del jardín, Martí observó la casa. Desde donde estaba pudo observar la galería que correspondía al despacho del judío y, más allá, dos entradas que supuso corresponderían a habitaciones particulares; a continuación la casa hacía un ángulo y las dependencias subsiguientes deberían ser las cocinas. En este cometido andaba su mente cuando ya regresaba la chiquilla, cargada con una bandeja sobre la que había una frasca colmada de un apetecible líquido amarillo y dos copas.
—Si no os importa, os acompañaré. Siempre es mejor beber en compañía que hacerlo solo.
Al tiempo, colocó en la mesa la bandeja y tomando la frasca, colmó las dos copas de limonada.
—Gracias —dijo Martí con una sonrisa—, eres muy gentil, pero no quiero que pierdas el tiempo conmigo. Cuando he llegado me ha parecido que te ibas a hacer algún recado. Por favor, no hagas cumplidos: yo esperaré a tu padre.
—No os preocupéis, mi recado puede esperar. Bebed y decidme qué os parece mi limonada.
Martí se llevo a los labios la copa y tras probarla halagó justamente a la muchacha.
—Deliciosa y refrescante, como tú.
La niña, con una soltura que no correspondía a su edad, comentó:
—Gracias por vuestro cumplido. Así es como yo creo que deben ser las muchachas si pretenden agradar a alguien. Lo que espera un hombre al llegar a su casa es un poco de paz y sobre todo alegría.
—Créeme si te digo que si practicas lo que dices no tendrás problema alguno en encontrar, cuando llegue el tiempo, un buen marido.
La muchacha ensayó una sonrisa encantadora.
En aquel momento la puerta que correspondía al despacho de Baruj se abrió y apareció en el marco la figura del judío, recogiendo el vuelo de su ropón bajó los escalones que mediaban entre la casa y el jardín. En tanto se aproximaba iba hablando en tono afable:
—Querido amigo, ¿a qué debo el honor de vuestra visita? Mi hija me ha comunicado vuestra presencia y he despachado en cuanto he podido mis diligencias para poder atenderos.
Martí se había puesto en pie y dejando la copa en la mesa se adelantó a su encuentro.
—He estado aguardando en deliciosa compañía. Debo felicitaros: vuestra hija es una encantadora criatura y una atenta anfitriona.
—Gracias por el cumplido; creo que tanto su madre como yo hemos pretendido enseñar las normas de la buena crianza a nuestras tres hijas, aunque a veces me pregunto si son tan bien aprendidas como han sido enseñadas.
La niña aguardaba sonriente. El judío se dirigió a ella.
—Ruth, por lo visto en esta ocasión lo has hecho muy bien. Por una vez y sin que sirva de precedente, estoy orgulloso de ti, aunque no me cabe duda que nuestro huésped ha sido de tu agradado; si no, ya hubieras buscado la excusa para traspasar la misión a alguna de tus hermanas. Ahora, si eres tan amable, despídete y ve adentro. Tu madre te espera.
La chiquilla, con un mohín caprichoso, preguntó a su padre:
—¿Puedo acabarme la limonada en vuestra compañía? Vos siempre me habéis dicho que no es norma de buena crianza dejar que un huésped beba solo.
—Ruth, no me vengas con argucias de mujer. Yo atenderé a nuestro huésped. Trae otra copa y retírate.
Martí observaba la escena divertido en tanto la muchacha tomaba la bandeja con su copa y tras una breve genuflexión se retiraba hacia la puerta de la cocina.
—Sabed excusarme. Nadie conoce la cruz de un padre que buscando al hijo ha traído al mundo a tres mujeres.
—Si sus hermanas son tan encantadoras como esta pequeña, os auguro una vejez dorada.
El judío sacudió la cabeza.
—Tengo mis dudas. La mujer es un espejo de mil facetas y en cada circunstancia y ocasión, a su absoluta conveniencia, muestra una u otra. Hoy le ha ilusionado vuestra compañía: tal vez la habéis tratado como a una mujer y a sus apenas once años, esto ha colmado su felicidad y ha mostrado su cara más amable. Pero ¡ay de mí cuando pretendo enfrentarme a las tres hermanas que, conchabadas con su madre, son más fuertes que yo! Antes de comenzar sé y me consta que tengo la batalla perdida.
En aquel momento regresaba Ruth con la copa para su padre. La dejó en la mesa e insistió:
—¿No permitís que me quede? Estaré callada y aprenderé sin duda muchas cosas. Vos habéis dicho en infinidad de ocasiones que el señor Barbany era un joven inteligente, y su conversación pura delicia.
El judío se dirigió a Martí.
—Ya veis que he hablado bien de vos; pero si así no fuera, esta lenguaraz habría comentado lo contrario sin el menor empacho. —Luego se dirigió a su hija—. Ruth, el señor Barbany ha venido a esta casa para algo concreto, e imagino que sus problemas no son aptos para que una jovencita de once años se entretenga. Hazme el favor de retirarte inmediatamente.
La muchacha no parecía demasiado dispuesta a obedecer, pero en aquel momento llegó hasta ellos una voz de mujer que la llamaba. Ruth, visiblemente contrariada, soltó un suspiro de exasperación y, tras un gracioso mohín, fue a reunirse con su madre, que la esperaba en la puerta.
Los dos hombres se quedaron frente a frente. El judío se sirvió una copa de limonada e invitó a Martí a sentarse.
—Bien, querido amigo, ponedme al corriente del motivo de vuestra visita, que intuyo importante cuando os habéis llegado a esta casa sin antes anunciaros. Veo además que habéis acudido en esta ocasión sin la compañía del padre Llobet, cosa que atribuyo a que son mis oídos los únicos destinatarios de vuestros desasosiegos.
Martí, admirando una vez más la notable perspicacia del cambista, respondió:
—Veréis, mi afecto por el padre Llobet y mi gratitud hacia él han hecho que en esta ocasión requiera vuestro consejo sin comunicarle parte de mis inquietudes. Creo que dada su situación es mejor que no sepa ciertas cosas que os voy a confesar y que a él pudieran comprometerle, caso de ser sabidas por otras personas.
—Entiendo. Soy todo oídos.
Martí se extendió a lo largo de un buen rato y puso al judío en antecedentes de sus intenciones al respecto de sus negocios y la extraña propuesta recibida por parte del consejero del conde. Al finalizar, Baruj, que no le había interrumpido una sola vez, se acarició su larga barba y tras una pausa habló.
—Me pedís un consejo harto complicado. Los de mi raza conocemos muy bien la forma de actuar de ciertos personajes venales, que venden sus influencias y sin cuya aquiescencia es casi imposible prosperar en esta ciudad. Al iniciar cualquier negocio nosotros siempre consideramos que tenemos un socio amagado que se lleva siempre una parte del pastel sin nada hacer ni nada arriesgar. Son como las sanguijuelas. Lo que hay que hacer es usarlos con mesura e inteligencia, pues al igual que estos asquerosos bichejos, si se les utiliza oportunamente pueden rendir beneficios realizando una sangría que os salve la vida; sin embargo, si os excedéis, pueden dejaros sin sangre.
Martí bebía las palabras de aquel hombre sabio. Éste prosiguió:
—En cualquier transacción mercantil, media un contrato a cuyas cláusulas se deben ajustar ambas partes, pero en el trato con estos personajes que, no debéis olvidar, abundan en la corte, no caben papeles, pues como es lógico ellos jamás ponen su rúbrica en documento alguno que les pueda comprometer. Si no les dais su parte, ya podéis hacer el hatillo e iros a otras tierras. Y remotas, muy remotas, pues su largo brazo llega muy lejos...
—Entonces, ¿qué puedo hacer?
—Usadlo cuando os convenga —replicó Baruj con una sonrisa traviesa.
—No os comprendo.
—¿No me decís que deberéis guardar su parte siempre y en cualquier negocio que deba de mediar su firma para su autorización?
—Eso he dicho y en eso he quedado.
—Pues recalcad bien el trato y procurad hacer negocios que no requieran de su visto bueno. Teniendo, eso sí, que darle su parte en otros, de manera que resultéis para él una buena inversión y que comprenda que si os corta las alas perderá unos pingües ingresos. Es decir: que si pretende toda la torta puede perder la tajada que le corresponde.
—¿Insinuáis que debo hacer un doble juego? —preguntó Martí, empezando a entender la propuesta.
—En efecto, enceladlo: que vea que si os permite prosperar en varios frentes, él se llevará su parte en algunos de ellos, pero no en todos. A vuestra discreción dejo que sepáis poner en el anzuelo suficiente carnaza para que os considere rentable y de esta manera os permita moveros sin reclamar parte alguna de los negocios que emprendáis sin su concurso.
—Me admira vuestra sutileza, Baruj. —Los labios de Martí dibujaban una sonrisa franca.
Benvenist hizo un gesto displicente.
—No creáis que es fruto de un día: son largos años los que han enseñado a los de mi raza a navegar por aguas procelosas. Los humanos son como lobos y para subsistir entre ellos hay que seguir las normas de Horacio el romano, que siguiendo el consejo de su maestro Epicuro recomienda la a
urea mediocritas,
es decir, vive lo mejor posible sin despertar la envidia de los demás.
—Y ¿en qué dirección creéis que debo de moverme para hurtarme de su influencia?
—Todo cuanto emprendáis en la ciudad pasa por su jurisdicción de una forma o de otra. Diferente es que os dediquéis al mar y que vuestra principal actividad se desarrolle extramuros: ahí no llega su influencia, pues chocaría con los intereses de los navegantes. Y creedme que el gran dinero, no exento de riesgos, claro, está en la navegación y en la importación de productos de allende los mares, y la autorización para este comercio en todas sus facetas depende del conde.
—Nada sé de ello y no me gusta intentar quimeras. ¿Veis manera de medrar en este campo sin estrellarme al primer intento?
—Podría ser. —El judío titubeó un instante, pero al final se decidió a proseguir—. Los míos están ensayando un tipo de actividad que podríamos estrenar con vos, lo que, si os soy franco, podría convenirnos también a nosotros, pues sin algún cristiano de confianza que sea la cabeza visible del negocio no nos será posible llevar a cabo el proyecto.
—Si tenéis la amabilidad de explicaros... —pidió, intrigado, Martí.
—Veréis. El gran riesgo de la navegación es que la mercancía, el barco o ambas cosas se pierdan. ¿Me seguís?
—Hasta ahí sí. Pero...
—Dejad que continúe. En primer lugar se debería comprar un barco de carga o tener, por lo menos, una tercería en alguno; esto correría de vuestra cuenta aunque yo os pueda asistir. Luego está vuestro tino para elegir la carga y el puerto o puertos en donde se deposite y recoja la mercancía.
—Os sigo, proseguid.
—Vos deberéis adelantaros. El comercio que os propongo no es el que se estila en nuestros días y que consiste en comprar en lugares lejanos y transportar la carga a Barcelona. —Martí escuchaba atento las palabras del judío—. El comercio del futuro consistirá en aprovechar al máximo las condiciones del tiempo y la capacidad de carga de las bodegas de los barcos y estudiar qué es lo que conviene suministrar en cada parada del viaje a las gentes que habiten aquel territorio. Atended: imaginad que os habéis adelantado un año al periplo de vuestra nave y habéis hecho tratos en varios reinos para transportar y a la vez cargar la mercancía que deberéis desembarcar en la siguiente estación. Os pongo un ejemplo: salís de Barcelona y os detenéis en Perpiñán, donde desembarcáis los productos que interesen a esta región y cargáis los que vuestro próximo destino requiera. En Palermo hacéis la misma operación; repetís en Brindisi y acabáis en Ragusa, y al regresar remacháis la operación en Barcelona, portando todo aquello que requiera y pueda comprar la ciudad. De esta manera aprovecháis la capacidad de vuestra nave al máximo, a la ida y a la vuelta, y le habéis sacado a la singladura un rendimiento pleno. No he de deciros que cuando vuestra nave regrese, ya deberéis estar viajando y comprando todos aquellos productos que representarán la carga del siguiente viaje.