Te Daré la Tierra (33 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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—Es posible.

—¿Puedo saber quién es la escogida?

—Todavía no. Cada cosa a su tiempo.

—Pero, sin embargo, partes para un largo viaje.

—Eso no es obstáculo, madre. El tiempo y la distancia lo ponen a prueba. Es como el fuego y el viento; si la hoguera es pequeña la apaga y si es firme la aviva, lo mismo ocurre con el amor.

—Yo no pienso igual. El amor es algo que hace que dos personas quieran estar juntas pase lo que pase. Si prefieres partir a permanecer junto a la persona amada es que tu amor no es suficientemente fuerte.

—Madre, hasta que no desterréis la amargura que anida en vuestro pecho, no seréis feliz.

—Fueron muchos los años que estuve sola y yo dejé, en mal momento, todo por tu padre.

—Gracias a él puedo ayudaros ahora, como lo hago.

—Hubiera preferido pasar estrecheces y tenerlo siempre a mi lado como cualquier mujer.

Martí no quiso insistir. Siempre que se rozaba el tema de su padre acababa discutiendo con su madre y no era ni el día ni el momento oportuno.

Pasaron la jornada juntos, viendo las mejoras hechas mediante los envíos de dinero que Martí había realizado. Al día siguiente después del almuerzo, partió para Barcelona con un amargo regusto en los labios y la sensación de que aquella despedida era por mucho tiempo.

—Explicadme, amigo mío, a qué se debe vuestra expresión de gozo —decía el arcediano Llobet a Martí, que había ido a despedirse del sacerdote al regresar a Barcelona.

—Me conocéis demasiado bien, no puedo ocultaros nada. Eudald, me he enamorado de la criatura más hermosa que han visto mis ojos. Y ella me corresponde.

El hombre de Dios lo miró con sorna.

—¿Y quién es aquella afortunada dama que preside vuestros sueños?

—Laia, la hija del consejero Montcusí.

—¡Ay, amigo mío! Conozco bien al consejero y me consta que jamás consentirá en que un advenedizo le quite a la niña de sus ojos. Creedme, partid para vuestro viaje y comprobaréis que el tiempo y la distancia harán que veáis las cosas desde otra perspectiva. Dejad todo como está y no tentéis a la fortuna que hasta ahora os ha acompañado.

—Me pedís un imposible. Mis sentimientos son firmes, así que mis propósitos también lo son —zanjó Martí con enojo y se marchó.

Por fin llegó el día en que Martí se vio preparado para abordar su reto.

La nave estaba prácticamente acabada, y ya puesta en el mar aguardaba a que los diversos oficiales remataran aquellas funciones que requerían que el casco estuviera ya a flote. Había conversado con Jofre sobre el tiempo que iba a mediar desde el momento que conociera la carga que habría de alojar en su nave y el instante de levar anclas. Jofre establecería el rumbo en cuanto supiera los puertos que debería tocar según los planes que determinara Martí durante su periplo. Ya acordados todos los detalles, fijaron un plan para comunicarse a través de mensajes que Martí iría enviando por medio de capitanes amigos de Jofre con los que establecería contacto al llegar a los diferentes puertos.

Tras todo esto, únicamente faltaba despedirse de Laia, hallar un barco que se ajustara a sus deseos y que navegara en cabotaje. Jofre, que conocía a todos los marinos que surcaban el Mediterráneo, halló el que convenía. Era una nave de aspecto muy marinero que debería de andar como el viento. Se dedicaba al transporte de pequeñas mercancías que requerían un traslado rápido y eficaz. Su carga era escasa y la bodega estaba ocupada únicamente por velas de repuesto. Su capitán era un griego, viejo lobo de mar, de aspecto algo simiesco, cuadrado como un barril y patizambo, cuyos pies se agarraban a la tablazón de la cubierta cual ventosas de cefalópodo y que olía las tempestades horas antes de que estallaran. Había surcado a lo largo de su vida todos los mares conocidos. Basilis Manipoulos era su nombre, y el
Stella Maris,
su barco. El 1 de septiembre de 1053 zarparían de Barcelona.

42
Lisístrata

Campamento de Ramón Berenguer, noviembre de 1053

La temida excomunión papal había llegado antes de que terminara el año, y la necesidad de dar al condado un heredero era para ella más acuciante que nunca. Así que, harta de las ausencias de su marido, proyectó un viaje, para muchos descabellado.

El campamento estaba instalado en un altozano desde el que se dominaba el río Ebro. Ermengol d'Urgell había acudido a la llamada de su primo Ramón Berenguer I de Barcelona para ayudarlo en su lucha contra el califa Muhammad II de Tortosa, que se negaba a pagar las parias convenidas. Las tropas catalanas eran numerosas y los mejores y más ilustres nombres de la nobleza le acompañaban en aquella aventura que iba a ser, a la vez que rentable, una cumplida venganza contra el islam, que un año antes había invadido las tierras del Penedès y destruido la ciudad de Manresa. Un mar de tiendas se extendía desde la ribera del río hasta el altozano, y la intención del conde era llegarse hasta las murallas de Tortosa y hacer tal exhibición de hombres y de máquinas de guerra que el califa considerara que sería más rentable acordar una paz honrosa y pagar las parias que asistir impotente a la destrucción de su ciudad.

Un grupo reducido de jinetes se acercaba. La condesa Almodis, su dama de confianza Lionor y su diminuto confidente viajaban dentro de un carruaje tirado por un tronco de seis caballos con el auriga encaramado en el pescante y un postillón a horcajadas sobre el primer cuartago. Su escolta, constituida por ocho jinetes, cabalgaba rodeando al pesado carromato. La condesa, apartando la cortinilla de cuero que cubría una de las ventanillas, asomó la cabeza e interrogó al caballero cuyo estribo quedaba a la altura de la portezuela:

—Mi buen Gilbert, ¿cuánto tiempo nos queda de camino hasta llegar al campamento?

El señor d'Estruc, que tantas aventuras y sinsabores había sufrido al servicio de la condesa, había sido nombrado por Ramón Berenguer jefe de la guardia de Almodis.

—Señora, los estandartes ya se divisan. Si seguimos a este paso, antes del anochecer estaremos en el campamento.

—Decid al cochero que arree a los caballos. Quiero sorprender a mi marido antes del crepúsculo.

—Lo que ordenéis, condesa.

Almodis bajó la cortinilla y el restallar del látigo sobre las cabezas de los equinos y los gritos del auriga estimulándolos le indicaron que había sido obedecida.

El centinela de la puerta principal dio la voz reglamentaria y el oficial de guardia acudió al instante para ascender por la escalerilla hasta el puesto levantado en lo alto de la estacada y observar, desde allí, quiénes eran los miembros del grupo que se aproximaba. Apantalló sus ojos con la mano izquierda y divisó una carreta de viaje rodeada de hombres armados; afinando la vista, observó que a la altura del pescante y en la punta de la lanza de uno de los caballeros lucían los colores de la casa condal de Barcelona en dos airosos gallardetes.

Su voz resonó desde lo alto.

—¡Guardia, a formar!

Los hombres, que estaban descansando, salieron precipitadamente de sus tiendas sin tiempo de ajustar yelmos, lorigas, petos y espaldares. Al que no se le desajustaba una cosa lo hacía la otra; alguno formó con las grebas sueltas sin tiempo para fijárselas. Cuando el grupo llegaba a la entrada del campamento, el cuerpo de guardia, lanza en ristre, formaba junto a ella. El capitán de Almodis y el jefe de la tropa intercambiaron las voces reglamentarias.

—¡Ah de la guardia!

—¿Quién va?

—La condesa de Barcelona, doña Almodis de la Marca, y su escolta.

—Tengan sus mercedes el sosiego de aguardar a que cumpla con lo establecido y realice la comprobación.

Cuando el oficial se preparaba para descender de la pequeña atalaya, Almodis asomó por la ventanilla del carruaje y apuntó:

—Miradme bien y dadme asimismo la oportunidad de veros. Quiero ver el rostro del oficial que tras este agotador viaje está demorando mi encuentro con mi esposo, el conde de Barcelona.

El hombre, demudado y sin apearse de su lugar, gritó más que ordenó:

—¡Abran las puertas! ¡Que suenen los tambores y las trompetas saludar a Almodis de la Marca, condesa de Barcelona!

Siguiendo la costumbre romana y visigótica, la inmensa tienda de Ramón Berenguer, junto a la de su primo, Ermengol d'Urgell, ocupaban el centro del campamento justo en el cruce de las dos vías principales. Ambos pabellones eran redondos, con el techo cónico, pero el del conde de Barcelona tenía además, en su parte posterior, un salón cuadrado, oculto por un grueso cortinón de damasco, en el que había una antesala en cuyo centro se veía una gran mesa que servía para celebrar las reuniones con sus capitanes; un amplio biombo de cinco hojas, que ocultaba su lecho de campaña, y a un costado, un pequeño altar en el que se celebraban las victorias y se pedía ayuda celestial antes de entrar en combate.

En aquel instante, los dos primos estaban junto a sus ingenieros, que les mostraban unos pergaminos extendidos sobre la mesa en los que se detallaban máquinas de guerra y tres torres de asalto.

El sonido de las trompetas y tambores les indicó que un suceso anómalo turbaba la rutina de los tediosos días de espera.

El conde llamó a Gualbert Amat, que acudió presto a su reclamo.

—Id a ver lo que ocurre y decidme a qué se debe que se toquen honores a estas inusuales horas.

—A vuestras órdenes, señor.

Partió Amat a cumplir la diligencia y ambos primos continuaron su tarea.

El ruido del grupo visitante se adelantó al senescal, y cuando éste se asomó a la puerta principal de la tienda de su señor, se encontró con que Almodis, sin esperar siquiera a que el postillón colocara el pequeño escabel junto a la portezuela del carruaje a fin de facilitarle el descenso, ya bajaba. La dama le indicó, llevándose el índice a los labios, que guardara silencio.

La expresión de asombro del noble divirtió a la condesa.

—Mi buen Amat, os agradeceré infinitamente que me ayudéis y guardéis silencio. Vos sabéis como buen soldado que la sorpresa es la mitad de la victoria. En cambio, sí os pido que os ocupéis de mis hombres: proporcionadles descanso, alimentos y pienso para los caballos.

Un asombrado Amat, sin opción ante la reconocida autoridad de la condesa, saludó a Gilbert d'Estruc, que observaba divertido la escena desde lo alto de su silla, y se dispuso a obedecer las órdenes recibidas.

Sin oposición alguna, Almodis se introdujo en la tienda de su esposo. Antes de llegar al cortinón que separaba la sala de reuniones del resto de la estructura, se compuso el tocado ante el bruñido metal que presidía la antesala; se sacudió las ropas y ahuecó su escote hasta que el canalillo, que anunciaba el origen de sus poderosos senos, asomara provocador. Las voces que llegaban desde el interior le indicaron que el conde se hallaba completamente ajeno a la sorpresa que iba a recibir. Almodis hinchó el pecho y expiró el aire despacio. Luego, con un gesto rápido, apartó la cortina. Aunque el viaje hubiera sido mucho más fatigoso y desapacible, la expresión de asombro de su esposo y de todos los presentes le compensó con creces el esfuerzo.

Un pesado silencio se instaló entre todos; luego, como si hubieran recibido una orden, los ingenieros recogieron sus planos y todos fueron saliendo, dando por sobreentendido que la condesa no había hecho aquel largo y agitado camino para entrevistarse con ellos.

La pareja condal se quedó frente a frente.

—Amada mía, ignoro si vivo una realidad o mi ofuscada mente me está proporcionando el más hermoso y enfebrecido de los sueños.

—No soy un espejismo, esposo mío: existo.

Ramón se adelantó y tomándola en sus brazos la condujo hasta el lecho.

Cuando ya se iba a desembarazar de sus vestiduras, Almodis colocó la mano derecha sobre el pecho de su esposo y lo detuvo.

—Ahora no, Ramón —murmuró—. Hay tiempo para hablar y tiempo para hacer, y el tiempo de hacer aún no ha llegado.

—Pero...

Almodis acarició mimosa los labios de su esposo y le espetó:

—Cada cosa a su tiempo. Habéis venido a algo, ¿no es cierto? Si me queréis a mí, traedme las parias de Tortosa, y esa misma noche seré vuestra como nunca lo haya sido hasta ahora.

TERCERA PARTE
Oriente y Occidente
43
El periplo de Martí Barbany

Febrero de 1054

Martí, situado en el castillo de popa del bajel y protegido por la toldilla, rememoraba una y otra vez los últimos aconteceres antes de su partida, de la que ya hacía cinco meses. La mar estaba en calma y la nave ya había sobrepasado la punta de la bota itálica. Al atravesar el estrecho de Mesina tuvo la fortuna de poder contemplar en la madrugada la Fata Morgana y pensó en el milagro de su vida. ¿Quién le hubiera podido decir dos años antes que viviría aquel momento, en vez de estar acudiendo a las ferias de los pueblos colindantes, con los carros de la masía de su madre, a vender los productos de la tierra y los animales del corral? Hasta aquel instante había visitado nueve puertos y en todos y cada uno de ellos había hecho negocio siguiendo los consejos de Baruj en cuanto a la legalidad de los mismos, y sintiéndose en todo momento atendido por los socios del barcelonés, que le informaron de lo que era más conveniente mercar teniendo en cuenta la ruta que su embarcación al mando de Jofre, su amigo y socio, iba a comenzar desde Barcelona. En cada escala tuvo buen cuidado de realizar las operaciones referidas a asegurar la nave siguiendo puntualmente las instrucciones dadas por el sabio cambista. En alguno de los puertos, y aprovechando que la nave iba a estar cargando y descargando varios días, se había desplazado al interior, abarcando de esta manera más posibilidad de negocio. En aquellos momentos navegaba hacia Ciprius.
[12]
Su mente le devolvía a la última vez que, sin ver a Laia, tuvo noticias de ella.

Aguardaba nervioso en la puerta de la casa de Adelaida, observando el principio de la misma, alimentando la esperanza de ver la sombra inconfundible de su amada. Súbitamente, una embozada avanzó mirando con recelo a uno y a otro lado, temerosa sin duda, de encontrarse a alguien. Al observar más detenidamente reconoció el caminar de Aixa, que acudía a la cita sin su ama. Todavía recordaba sus palabras: «Amo, mi señora no puede acudir. En casa se han torcido las cosas y creo que también a mí me vigilan. Os traigo una misiva».

La carta de Laia estaba destrozada de las veces que la había leído, de modo que la podía recitar de memoria. Una vez más la extrajo del bolsón que siempre llevaba en bandolera y se dispuso a leerla por enésima vez.

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