Te Daré la Tierra (35 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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El interpretador de sueños dudó un momento, pues sabía de la costumbre de Muhammad de matar al mensajero cuando éste era portador de noticias que le desagradaban. Al punto dio con la fórmula para volver en su favor la nueva y tornar el caos en beneficio.

—Señor, el cielo os envía una clara señal al respecto de lo que debéis hacer para que dentro de algunos años este mal paso se convierta en acertada decisión. El sueño os indica que la traición invade vuestro reino. Los insidiosos os acechan inundándolo todo con una marea roja, augurio, si no lo remediáis, de grandes males. Pactad con el enemigo, sufragad las parias que ajustéis, conseguidlas de las familias que no os son afectas, requisad los caudales de estos malos súbditos, dad a sus hijos en calidad de rehenes. De esta manera cobraréis de un flechazo dos piezas y os libraréis por muchos años de los ambiciosos cachorros de estos nobles. Ganad tiempo y libraos, por el momento, de este terrible enemigo.

El consejo del astrólogo fue definitivo. Al cabo de un tiempo y protegido por una bandera blanca de paz y el guión verde con la salamandra roja, distintivo de la ciudad de Tortosa, salía un escuadrón de caballería acompañando al emir que portaba las instrucciones del rey de la taifa, para acordar las fórmulas del encuentro entre ambos soberanos y ajustar las condiciones de la rendición.

Las que puso Ramón Berenguer fueron durísimas. Treinta mil mancusos de oro todos los años, doscientos esclavos varones a la entrega de la ciudad y cien doncellas vírgenes para el servicio de sus capitanes.

El emir, tras exponer las pretensiones del barcelonés a su señor, regresó para acordar las formalidades de la rendición. Muhammad II, siguiendo el consejo de su astrólogo, se deshizo de sus enemigos, requisó sus bienes y sus hijos e hijas fueron entregados en calidad de rehenes y de esclavos.

Éstas eran las nuevas que un agitado Delfín traía a su señora, a pesar de los obstáculos que, cumpliendo órdenes, le ponía el jefe de la guardia.

Almodis se asomó a la puerta del pabellón e indicó al capitán que dejara paso libre a su bufón. Delfín entró en la tienda sujeto al brial de su ama, intentando ajustar sus pequeños pasos a los de su señora. Ya en el interior, la condesa se sentó en un pequeño trono e indicando al hombrecillo que se acomodara en el escabel de sus pies le pidió que se explicara.

—Señora, las parias de Tortosa son ya vuestras. La
host
barcelonesa no ha tenido casi bajas. El rey Muhammad II se ha rendido a las tropas de vuestro esposo. Hoy, a lo más tardar por la noche, lo tendréis de regreso.

Antes de la caída del sol, por los toques de cuerno en la puerta sur, supo Almodis que Ramón Berenguer entraba en el campamento.

Dejando la tropa bajo el mando del senescal y apenas acompañado por un puñado de caballeros que se las veían y deseaban para poder seguir el tranco de su caballo, el conde de Barcelona regresaba de la guerra. Sin aguardar a que un palafrenero tomara la brida de su negro garañón que, empapado en sudor, rebosando espuma por los ollares, tascaba el bocado, desmontó y se precipitó hacia la entrada de su pabellón.

Almodis lo aguardaba sola en el centro de la estancia. La cortina se apartó y apareció ante ella su esposo con la loriga y la sobrevesta llenas de polvo, y las espuelas sujetas a los escarpes, rojas de la sangre de los ijares de su cabalgadura; su rostro era una máscara de barro y suciedad surcado por goterones de sudor. Los esposos se abrazaron apasionadamente.

—Bien hallado, esposo mío. Jamás en toda mi vida os vi más apuesto y garrido. Sois la encarnación de Aquiles en vuestra particular
Ilíada
y de Ulises el viajero en cuanto al disfraz que traéis, de vuestra
Odisea.

—Pues, como este último, vengo a reclamar mi premio. Os he añorado mucho, mi fiel Penélope.

—Esta noche será la más hermosa de vuestra vida. Os aseguro que no la olvidaréis jamás. No permitiré que ninguna esclava os bañe y os acicale, quiero ser yo misma la que se ocupe de estos menesteres. Seré de una vez vuestra esclava, vuestro paje, vuestro copero y vuestra concubina.

Almodis, tras ordenar a su dama Lionor que únicamente ella y Delfín permanecieran durmiendo y comiendo por turnos en la antesala del dormitorio para proveer de todo aquello que la pareja condal necesitara, se dirigió a Ramón.

—Seguidme.

El conde fue detrás de su esposa y pasó al interior de la tienda. Una humeante bañera de cinc le aguardaba. Ella vertió en el agua el líquido de tres pomos que tomó de una mesilla, y cuando un olor a espliego se esparcía por la estancia, susurró:

—No hagáis nada, yo me encargo de todo.

Entonces comenzó a desnudar a su esposo. Ramón Berenguer, terror de la morisma de Tortosa, ronroneaba como un gato feliz.

A indicación de Almodis ascendió los tres peldaños situados al costado de la bañera y se introdujo en el agua.

—Relajaos y cerrad los ojos.

Cuando, a indicación de la condesa, los volvió a abrir, lo que vieron sus ojos le pareció una visión de las huríes del paraíso de las que tan encarecido elogio hacían los hijos del islam. El cuerpo desnudo de Almodis, cubierto únicamente por su rojiza cabellera y por un finísimo velo transparente, refulgía a la luz de un candelabro que iluminaba el regio pabellón con reflejos dorados.

Ramón la miró poseído por su prolongada continencia.

—Y ahora dejadme hacer a mí.

La voz de la mujer le sonó a cantos de sirena.

Al finalizar el baño y tras secar con un gran paño el cuerpo de su amado, le indicó que se trasladara al inmenso lecho de campaña. Entonces comenzó, como una gata en celo, a lamer las huellas de sus cicatrices. De esta manera se inició una jornada que enlazó tres días y tres noches y en las que Almodis siguió puntualmente las consejas de Florinda.

Cuando ya Ramón salió del dormitorio y convocó a sus capitanes, el senescal se interesó por su descanso tras la batalla.

El conde respondió risueño.

—Todas las batallas que he sostenido en mi vida, amigo mío, son pura fantasía al lado de la que he mantenido estas noches.

45
Famagusta

El
Stella Maris,
después de haber arriado todo el velamen y a la voz de
«Fondo ferro!»
del contramaestre, echaba el rezón a quinientas brazas de la costa, en una ensenada vecina, pues tras intentarlo vieron que la rada que se abría a los pies del castillo de Famagusta estaba atestada de barcos. Cuando echaron el ancla, Basilis ordenó que soltaran un largo de calabrote equivalente a cuatro veces la eslora de su nave para asegurarse de que el ancla había hecho presa en el fondo. Después, toda la tripulación deseosa de bajar a tierra se afanó en dejar el bajel en estado de revista, pues conocían bien al griego y sin este requisito nadie hubiera desembarcado. Nombradas las guardias y antes de que las dos chalupas comenzaran a hacer viajes a tierra, Basilis, desde el castillete de popa, se dirigió a sus hombres.

—Hatajo de escoria, vais a bajar a tierra a dejaros en tres días la paga de tres meses. No me importa, mejor os diré, me conviene ya que de esta guisa regresaréis a bordo sin un mal maravedí y no tendré que ir a buscaros uno por uno a las tabernas del puerto ni a las mancebías de mujeres. Procurad que ningún cornudo chipriota pretenda vengar su honor metiéndoos una cuarta de hierro en las costillas. Demasiadas mujeres hay, sin compromiso, que agradecerán que cozáis vuestro pan en su horno, aceptando gustosas el alivio de vuestras vergas sin necesidad de meteros en episodios gratuitos con sus maridos o con la autoridad, y tened muy presente que no pagaré ni un maldito dirham de rescate si alguno de vosotros queda preso en una mazmorra. Habéis puesto vuestro miserable pulgar en mi hoja de enrolamiento y hasta que el
Stella Maris
regrese a Barcelona, vuestro asqueroso culo me pertenece. Id y acabaos el vino de Ciprius si así os conviene, pero no me hagáis ir a buscaros. El que tal haga juro por mis muertos que se acordará de Basilis Manipoulos.

Y con esta diatriba el griego despidió a sus hombres.

Martí aguardó a que todo el mundo hubiera desembarcado y tras despedirse del capitán y reiterarle su gratitud, se dispuso a hacer lo propio.

Los marineros de la chalupa, con una boga sostenida fruto de muchos años de práctica, lo dejaron en la arena de la playa. Martí, tomando su hatillo, saltó ágilmente y al volverse para dar el último adiós al
Stella Maris
se sintió embargado por un cálido sentimiento hacia aquella nave que junto a otras muchas se mecía airosa en medio de la bahía, y hacia su patizambo capitán.

En lo alto del acantilado, al que se ascendía mediante unos escalones tallados en la piedra, aguardaban a los pasajeros que desearan arribar a Famagusta unas ligeras carretas tiradas por escuálidos jamelgos que por un módico precio hacían el servicio.

Martí, tras acordar el montante del pago con el auriga que ocupaba el pescante de la carreta cuyo caballo presentaba el mejor aspecto, ocupó el asiento de atrás y colocó sus pertenencias junto a él. Ya en marcha, pidió consejo al hombre al respecto de una buena posada en la que pudiera acomodar su molida persona durante la estancia en Famagusta, ya que las coyunturas de sus maltrechos huesos crujían, tras soportar el relente de tantas madrugadas, más sonoramente que las ballestas del desvencijado carromato. El hombre le recomendó el mesón del Minotauro, situado cerca de la rada del puerto antiguo y regentado por al marido de su hermana. Allí dirigió sus pasos. Martí indagó su nombre y el individuo respondió:

—Preguntad por Nikodemos y decid que os envía Elefterios.

La posada o mesón del Minotauro era una vetusta construcción cuya antigüedad databa del tiempo de la quinta satrapía, durante la dominación persa, y edificada sobre las ruinas de unos antiguos baños públicos cuyas paredes habían desafiado el paso de los años. Martí descendió del carruaje y después de ajustar lo pactado con el auriga, tomar su faltriquera y colocarse su saco en bandolera, entró en el establecimiento. Atravesó el zaguán y se sorprendió al observar las dimensiones de la entrada, que no conjugaban ciertamente con la fachada del edificio. Unos comerciantes que al escuchar su habla presumió eran griegos, ocupaban en aquel momento el espacio del fondo junto a la ventana. Avanzó hasta el mostrador y se dirigió al mesonero que atendía a los nuevos huéspedes.

—Que Dios os guarde, buen hombre. Busco a Nikodemos, creo que es el dueño del mesón. Me envía Elefterios.

—Ante él estáis, soy yo mismo. ¿De qué conocéis al bergante de mi cuñado?

—Me ha traído en su carro hasta aquí, desde el fondeadero donde ha quedado mi barco, y me ha hablado de vos encarecidamente.

El otro, ante el halago, cambió el registro al respecto de su cuñado.

—Nada tengo que decir de él personalmente, pero ya sabéis lo que son las familias: no quiso continuar el negocio de mi suegro y desde aquel momento le dieron carta de naturaleza de oveja descarriada. Como comprenderéis no voy a andar con pleitos con su hermana, que es mi mujer, porque ellos no se entiendan. Cada cual a lo suyo, ¿no creéis?

—Cierto. Así se evitan pleitos y disgustos.

Una pequeña pausa y Martí prosiguió.

—Necesito posada, por el momento, para una noche, ¿me la podéis facilitar?

—Además de venir recomendado, éste es mi oficio. ¿La queréis con ventana a la calle o no os importa que sea interior?

—Donde tenga menos ruido. Pienso cenar primero, para que el gusanillo del hambre no me despierte, y luego dormiré hasta dolerle al catre.

—Os voy a dar la última habitación al fondo del pasillo de tal manera que no oiréis ni a los que de noche vayan a aliviarse, pues nadie tendrá que pasar frente a vuestra puerta.

—¿Cuál es su precio?

—Si me vais a pagar en dinero griego, dos dracmas, también acepto dirhams.

—Tengo moneda barcelonesa, ¿la admitís?

—Todo lo que venga de esta ciudad es bien recibido: los catalanes son serios en sus asuntos y sus monedas, ya sean sueldos, dineros, mancusos jafaríes o sargentianos o libras, no fluctúan y además os haré un buen cambio.

A Martí le pareció bien la oferta y cerraron el trato.

El chipriota condujo a su nuevo huésped a su habitación. Era una pieza grande con el suelo de terrazo rojo y partida en su mitad por una arco recuerdo del antiguo destino del edificio. Un arcón para guardar objetos, una silla y un aguamanil con su correspondiente batea y debajo de él un cubo; finalmente, tras el arco, un lecho grande provisto con un abultado colchón de lana y cubierto con una buena frazada, constituían su mobiliario.

El hombre aguardó a que su huésped emitiera una opinión.

—En verdad que me place, os quedo muy agradecido.

—Entonces, si no deseáis algo más en lo que yo pueda serviros...

—Sí, si sois tan amable.

—Para eso estamos.

—Dos cosas se me ocurren.

—Mandad lo que queráis.

—Mañana he de acudir a Pelendri y me convendría que me buscarais un transporte para tal cometido.

—Puedo avisar, si os place, a mi cuñado; no me agrada deber privanzas.

—Me satisface, no había atinado, y al decirme que la relación familiar era complicada, he preferido no implicaros.

—¿A qué hora requerís el servicio?

—A media mañana.

—¿Os parece bien poco antes del mediodía?

—Me conviene.

—¿Qué otra cosa necesitáis que yo pueda facilitaros?

—Un lugar en el que pueda cenar buen marisco.

—Estáis a media legua del puerto. Id al Mejillón de Oro.

—Gracias por vuestra información.

—Perdonadme, pero os aconsejo que vayáis en carruaje, a estas horas no es recomendable deambular en solitario.

—No temáis por mí, he hecho demasiadas leguas por estos mundos, para que me sorprenda algún imprevisto.

—De día no hay embarazo, pero al anochecer merodean aves de muy diversos plumajes y no siempre con buenos propósitos.

—Os lo reitero: no os preocupéis, iré prevenido.

Cuando el hombre partió, Martí puso en orden sus cosas y tras lavarse en el aguamanil y vestirse convenientemente, tomó de su saco una daga corta de buena empuñadura de marfil, se la guardó al cinto y se dispuso a acudir al Mejillón de Oro.

46
Descubierta

El deseo era irrefrenable. Bernat Montcusí llevaba meses luchando contra su libido, mas una y otra vez caía en el mismo pecado de lujuria que acució a los viejos de la Biblia que se regodearon en el baño de la casta Susana. En los nudos de los troncos de los árboles veía los incipientes pechos de la muchacha y en la silueta de un laúd pulsado por un músico callejero que reclamaba la limosna de las buenas gentes frente al Palacio Condal, la voluptuosa curva de sus caderas. Las idas y venidas al confesonario se hacían día a día más y más frecuentes; a veces, estando en su despacho, le asaltaba la desazón de perderla y regresaba súbitamente a su mansión inquiriendo dónde había ido, en qué momento y para qué, y pagaban su malhumor sirvientes, lacayos, esclavos y hasta cualquier persona que fuera a visitarlo. Cuando por alguna inocente circunstancia Laia se retrasaba, al verla llegar, y sin tener en cuenta si había o no criados presentes, armaba un escándalo totalmente desproporcionado, avergonzando a la muchacha, que se retiraba a sus habitaciones totalmente desconsolada y hecha un mar de lágrimas.

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