Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
—Ya sabéis que las muchachas, al hacer el cambio, pasan por períodos de languidez. —A lo que añadía que el físico judío que la visitaba ya le había recetado elixir de hierro y otros reconstituyentes.
A la única que nadie consiguió engañar fue a Adelaida, la vieja ama de cría cuya casa visitaba a menudo, que en una ocasión comentó a Edelmunda: «Esta niña padece mal de amores». La dueña, que siempre las acompañaba en sus visitas, respondió: «Son manías de jovencitas. A mí me cuesta un padecer cada día para que coma lo que su edad requiere. Su padre, que la adora, está desesperado».
Así fueron las cosas hasta aquel día.
Edelmunda, la dueña que Montcusí había designado como celadora de Laia, temblaba en pie frente a su amo dado que la nueva de la que era portadora no era precisamente una noticia fácil de dar ni grata de recibir, y ella era muy consciente de los fulminantes ataques de ira de su patrón a quien nadie se atrevía a contrariar. Habían transcurrido cinco meses y, siguiendo estrictamente sus indicaciones, había acompañado todos los días a la muchacha en su diaria visita a la celda de la esclava. Ésta, por indicación expresa de Bernat, había sido curada y era atendida puntualmente, ya que su restablecimiento colaboraba de forma notable a tener a su pupila entregada y sumisa ante su tórrida pasión. La muchacha estaba pasando un vía crucis, ya que si bien sabía que de ella dependía no únicamente la vida, sino evitar una terrible muerte para Aixa, ignoraba cuánto tiempo iba a ser capaz de aguantar aquella ignominia. La esclava desconocía todo ello, ya que la primera vez que se cometió el sangriento desafuero, precisamente en su celda, había permanecido desmayada. Cada día se daba cuenta del demacrado rostro y de las inmensas ojeras que ensombrecían los ojos grises de su joven ama, pero lo atribuía al sufrimiento por la ausencia de Martí y al hecho de que todo el engranaje de misivas hubiera sido descubierto.
La vida de Laia era un infierno. Cada vez que su padrastro se presentaba en la cámara, temblaba, y durante el tiempo que abusaba de ella, intentaba que su mente se evadiera y vagara por otros parajes, imaginando un futuro lejos de aquel sátiro, de manera que ni tan siquiera llegaba a oír sus entrecortados gemidos. Mientras su cuerpo inmóvil sufría las acometidas del viejo, era consciente que había perdido el amor de Martí y de que su única solución era entrar en un convento y tomar los hábitos, a fin de ocultar al mundo su vergüenza. Su único asidero era saber que, mientras fuera capaz de soportar aquello, la vida de Aixa estaba a salvo.
Bernat Montcusí alzó la cabeza de los papiros y, mientras lacraba un pliego, exigió:
—¿Qué suceso tan urgente te hace perturbar mi trabajo?
La dueña permanecía en pie, retorciendo un pañuelo entre las manos.
—¡Habla, mujer!
—Veréis, señor, ha ocurrido un incidente que temo produzca incómodas consecuencias.
—¿De qué se trata? Y ¿de quién es la culpa?
La mujer temblaba.
—No es culpa, es accidente.
—¿Qué pasa, necia? ¡Habla de una vez!
—El caso es, amo... —La mujer respiró hondo y, con los ojos medio cerrados, lo dijo—: Creo que Laia está en estado de buena esperanza. Parirá en otoño de este año.
El intendente enrojeció. Su rostro, con las cejas enarcadas, anunciaba un estallido de ira realmente demoledor.
—¿Insinúas que está esperando un hijo?
Edelmunda mantenía la vista fija en el suelo.
—De no ser que padezca un mal que desconozco, es evidente.
—¡Y dices que no hay culpable!
—Señor, yo puse los medios, pero a veces las cosas no salen como esperamos.
—¿Y qué ha sido de todas las recetas de las que presumías para ganarte mis beneficios? —gritó Montcusí.
—Señor, os puedo asegurar que es la primera vez que el recurso de un trozo de tela empapado en vinagre y colocado en la entrada de la mujer no me ha surtido efecto.
Una larga pausa se estableció entre el consejero del conde y la mujer. El primero era consciente del peligro que corría caso de que aquello se supiera, y la mujer deseaba por cualquier medio deshacer aquel entuerto ya que su trabajo, si no otra cosa, peligraba.
—Señor, tengo medios para que el embarazo no llegue a buen fin.
—¡Estúpida! Si todos tus recursos son como el que presumías haberme prestado, renuncio desde este momento a todos ellos. Desaparece de mi vista. Cuando haya tomado una decisión, ya te haré llamar. Desde ahora te prohíbo hablar con nadie de este asunto. Si me desobedeces no tendrás ocasión de ver nacer el día. ¿Me has comprendido?
La mujer, creyendo que por el momento salía bien librada, asintió con la cabeza, y juró y perjuró que no abriría la boca ni para comer.
—Desde este mismo instante —prosiguió Bernat—, la esclava queda incomunicada. Nadie, absolutamente nadie, podrá visitarla.
El consejero rumió su desespero durante varios días y lentamente fue aclarando sus ideas y llegando a conclusiones.
Tras largos meses de tomar a Laia a su entero capricho, su pasión había disminuido notablemente. En primer lugar, al haber obtenido el objeto de su deseo, su libido se había atenuado; en segundo, la total pasividad de la muchacha le sacaba de sus casillas. Al principio pensó que su inexperiencia la impedía gozar del acto y creyó que al irse acostumbrando, su deseo aumentaría y un día u otro comenzaría a obrar como mujer; pero no fue así, ya que cuando la poseía creía estar haciendo ayuntamiento carnal con un cadáver. Además, su belleza se había ido marchitando día tras día. De modo que la noticia que le transmitió Edelmunda fue el golpe final y colaboró a que se hartara de su juguete. Por otra parte, la semana anterior y a través de su mayordomo, le habían liquidado un montante muy jugoso de los negocios que tenía con Martí Barbany, que con el tiempo podían ser mucho más numerosos y rentables, pues el año de anticipo había caducado. Su ausencia se acercaba al final del segundo año.
Un abanico de posibilidades se abrió en su mente. Si conseguía hacerlo ciudadano de Barcelona y le entregaba la mano de Laia, ésta tendría un padre para la criatura. No quería pensar en el aborto, pues era un pecado que desagradaba notablemente a Dios, que, en cambio, perdonaría sus debilidades de hombre. Él tendría controlado al ambicioso joven y teniendo la precaución de esconder a la esclava en cualquiera de sus posesiones, como la masía fortificada de Sallent, siempre tendría el silencio de su hijastra asegurado y su presencia cuando la requiriera. Otra medida urgía: nadie en la residencia debía conocer el estado de Laia. Para ello, la enviaría a Sallent junto a Edelmunda. Una vez recuperada su figura, permitiría que volviera a ver a Aixa, siempre vigilada por alguien, para que supiera que todo dependía de ella y que su silencio garantizaría la supervivencia de la mora. Todo ello bullía en su cabeza e iba tomando cuerpo lentamente.
Sus dudas y vacilaciones duraron una semana: dio vueltas y vueltas al asunto y, tomada la decisión, mandó aparejar su carruaje y partió en dirección de la Pia Almoina donde residía su confesor que también lo era de la condesa Almodis, el padre Eudald Llobet.
Al ver el escudo del carruaje que se acercaba, el religioso de la portería hizo avisar al padre Llobet. Bernat Montcusí se apeó sin dar tiempo al postillón a abrir la portezuela, y seguido por el vuelo de su capotillo se introdujo en el edificio. El acólito regresó al instante diciendo que el clérigo aguardaría al visitante en su despacho. Tras atravesar las estancias del inmenso edificio fue introducido a la presencia del monje.
Eudald Llobet cuidaba de cualquier feligrés que requiriera de su consejo, pero como humano tenía sus filias y sus fobias, y el sinuoso consejero, pese a que en ocasiones había hecho valer su influencia para con él, no era, precisamente, personaje de su agrado: lo hallaba viscoso y frío como una serpiente.
—Bienvenido a esta casa, Bernat. De haberlo solicitado, hubiera ido yo a visitaros.
—Las circunstancias me han urgido y he intentado ganar tiempo viniendo yo.
—Entonces acomodaos y explicadme el motivo de vuestra visita.
El consejero tomó asiento frente al canónigo.
—¿Y bien?
—Eudald, el asunto que me trae ante vos es sumamente delicado y debe ser abordado con suma cautela, pues, amén de perjudicar mi buen nombre como tutor, puede desgraciar la vida de Laia, mi pupila, a quien tanto amo, y hacer que un baldón infamante caiga sobre mi casa.
—Me alarmáis, Bernat. Os escucho.
—Bien. Empezaré contándoos lo que acontece y luego aguardaré vuestro consejo para no faltar a lo que ordena la Santa Madre Iglesia y salir de este mal paso.
El sacerdote se removió, inquieto, y aguardó a que su visitante se explicara.
—Veréis, vos conocéis la veleidad de las mujeres: inconstantes como cometas a merced del viento. Vuestra experiencia sabe de la fragilidad de sus sentimientos y el cambio que sufre su organismo al pasar de púberes a hembras hechas y derechas. Mi protegida se encaprichó en su frivolidad de Martí Barbany, el joven que vos me enviasteis para demandar mi anuencia a fin de abrir un comercio de objetos lujosos. Luego me ganó su carácter y su empuje y por vos le atendí en otras demandas y negocios que me expuso. El caso fue que en el mercado de esclavos conoció a Laia, se entrevistaron varias veces a escondidas con la ayuda de infieles servidores, y mi hijastra le hizo concebir vanas esperanzas. No olvidemos que él no la merece, ya que ni tan siquiera es todavía ciudadano de Barcelona. El muchacho vino a solicitar mi venia para cortejarla, pero a mi pesar y en contra de mis sentimientos, tuve que oponerme. No obstante, lo hice en la esperanza de que con el tiempo el amor de Laja sirviera de acicate para que él resolviera su situación y sus éxitos me permitieran dar vía libre al enlace. Pero hete aquí que vuestro pupilo partió de viaje y año y medio después de su partida, Laia acudió a mí una noche, llorando y explicándome sus furtivos encuentros y el compromiso que había adquirido. Entonces me rogó que interviniera para hacerle llegar una misiva indicándole que su relación había terminado y que ya no le amaba. Como comprenderéis, la reprendí por su frivolidad: le afeé su conducta y la reconvine diciéndole que no se debía jugar a la ligera con los sentimientos de las personas, pero sospeché que un nuevo amor rondaba por su alocada cabeza y que había caído en las redes de algún jovencito picaflor de la corte. Efectivamente, mi pálpito no iba errado. Me confesó que se había enamorado de nuevo y esta vez, para más inri, de un hombre casado: un noble de los que mariposean alrededor de los poderosos. No sé quién es ni quiere confesarlo, mas intuyo que es el hijo de algún notable cuya alcurnia la obnubiló. Ella, que ignoraba su condición de casado y que jamás podría tomarla como esposa siendo plebeya, se entregó como una estúpida y tras la coyunda quedó preñada; pero en cuanto el galán supo de sus labios el embarazo, puso pies en polvorosa y se negó a reconocer a la criatura.
La expresión de Llobet era impenetrable.
—Proseguid.
—Tengo la obligación de velar por ella, se lo prometí a mi mujer en su lecho de muerte. Bien, entonces me asaltó la duda: ella se niega en redondo a acusar a quien la desvirgó; por tanto, o ponía los medios para abortar este embarazo o debía buscar a alguien digno de ella que la tomara por esposa. Vos me conocéis bien. Como hijo de la Iglesia jamás cometería asesinato semejante consintiendo un aborto. Únicamente me quedaba una solución, que a vos encomiendo y que es el asunto que me ha traído hasta aquí. Nadie de linaje la tomaría por esposa y a nadie que persiga mi dinero, pues ella algún día me ha de heredar, entregaría. Solamente me queda una solución. Vuestro pupilo, a quien ella defraudó, es un hombre que ya a ser muy rico. Ya empieza a serlo, y no es noble pero sí será ciudadano de esta ciudad... Sobre todo si pongo mi empeño en ello. Si el muchacho la quiere todavía, podríais allanar la dificultad del embarazo; estoy seguro de que vuestra influencia zanjaría cualquier inconveniente. Él tomaría una esposa a la que amó hasta hace poco, sería ciudadano de Barcelona y haría de padre para la criatura que Laia va a traer al mundo; mi pupila salvaría su honra y el tiempo curaría las heridas achacando la conducta de mi ahijada a pecados de juventud.
El padre Llobet meditó unos instantes. Además de fino conocedor de las miserias humanas era un hombre experimentado, que antes de ser religioso había transitado muchos caminos: conocía profundamente al consejero y percibió que, tras aquella extraña historia, latía un misterio que por el momento escapaba a sus alcances.
—Hace mucho que no os veo en mi confesonario, Bernat.
El otro se desconcertó un punto ante la extraña respuesta.
—Cierto, tenéis razón. Mis ocupaciones me absorben y para cumplir como buen cristiano debo acudir a la iglesia de Sant Miquel, que está más cerca de mi casa. Mas no comprendo qué tiene que ver vuestro comentario con el asunto que me trae hasta vos esta tarde.
—Pensaba que mientras lo medito, os podría confesar aquí mismo en mi despacho, para que los dos, en gracia, pidamos a Dios que nos ilumine en decisión tan importante.
—Me confesé el viernes. Estoy en gracia de Dios, no necesito pedir perdón por mis faltas.
Eudald Llobet, que conocía la escrupulosa conciencia del consejero al respecto del sacramento, intuyó que guardaba en su alma secretos e intenciones que no quería exponer en una confesión.
—Bien, dejad que medite cómo abordar esta situación. Tengo entendido que Martí aún ha de tardar en llegar.
—Eso no importa, enviaré a mi hija a que cumpla su embarazo sin ver a nadie y acompañada de su dueña y de una partera de confianza, a una de mis propiedades. Allí se quedará hasta que dé a luz. Tendrá a su hijo, que crecerá fuera de la ciudad, y cuando convenga regresará... Ya veremos si en calidad de hijo, de adoptado, o de lo que se me ocurra. Para entonces todo habrá pasado y nadie sospechará nada.
Tras buscar acomodo para los animales y encontrar hospedaje en una de las casas de la aldea, Martí se dispuso a comer algo, acompañado por su fiel camellero, antes de entregarse al descanso. La aldea tendría unas diez o doce casuchas, pero sus gentes, a pesar de la pobreza que se palpaba, eran acogedoras y hospitalarias. Una anciana de cabello níveo, totalmente vestida de negro y calzando sus pies con una especie de botas de cuero vuelto de algún animal peludo, los atendió. Nada preguntó al respecto de lo que querrían cenar pues únicamente había un asado de cabrito untado con miel y especias, medio dulce y rodeado de zanahorias, un pan negro de centeno que ella misma cocía en un horno de piedra que tenía en el exterior y una especie de cuenco lleno de una espesa leche agria. El frío era extremo y colmaron su apetito junto al fuego de una gran chimenea que presidía la única estancia, pero más que las ardientes brasas lo que en realidad calentó su organismo fue un licor transparente que al entrar abrasaba las entrañas pero que posteriormente era una bendición, y que la mujer sirvió en unos vasos de vidrio del tamaño de un dedal. La anciana iba y venía en silencio sirviendo la cena. Cuando ya estuvieron hartos, Martí comenzó a informarse hablando su latín de Barcelona y, para su sorpresa, la mujer le entendió en otro idioma parecido con giros diferentes.