Te Daré la Tierra (41 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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Martí le entregó la carta y éste, extrayendo del fondo de su bolsa un frasquito de tinta y un cálamo, apoyó el papiro en la mesa y trazó en un margen la señal de la X y la P encerradas en un extraño círculo que Martí recordó haber observado en el cuadrito de la pared del cuartucho del puerto. Cuando terminó, hizo un garabato debajo.

—Dejadlo secar.

—Mirad, Hasan, quiero que sepáis que, si lo que estoy cociendo en mi mente sale como espero, os haré el hombre más rico de Famagusta.

—Mi fortuna es haberos conocido. Además, un hombre es tanto más rico cuanto menos necesita. Yo ya soy el más acaudalado de esta isla. Id con vuestro dios y que Él os acompañe.

Martí, emocionado, abrazó a Hasan y éste recogió sus bártulos y marchó hacia el puerto sin añadir palabra.

52
El cerco de la presa

Los sucesos se precipitaron. Laia daba vueltas a su cabeza intentando ganar tiempo y aguardando que el milagro sucediera. Su yo más íntimo alojaba la quimera de que le llegaran nuevas de que Martí regresaba o estaba a punto de hacerlo. Mientras tanto, vagaba como alma en pena por la mansión, ideando cómo ponerse en contacto con Omar, al que había conocido en una ocasión y sabía dónde encontrarlo, y pasando, siempre que podía hacerlo, por delante de la puerta que daba a la escalera que descendía al sótano, invariablemente custodiada por un centinela.

Después de comer, unos nudillos tocaron a su puerta y, sin aguardar la venia, Bernat Montcusí se introdujo en su aposento. Laia, que estaba recostada en su cama, se puso en pie de un salto. El hombre tomó asiento en una silla y la invitó a hacer lo mismo. Sin embargo, Laia permaneció en pie.

—Me apena que no te sientes a la mesa a comer conmigo. Es una descortesía, pero no me preocupa. Lo que sí lo hace es lo que me comunica vuestra aya: que las bandejas que se te suben de las cocinas regresan intactas a las mismas.

—No tengo apetito —musitó Laia, incapaz de mirar a su padrastro a la cara.

—Es una lástima, porque había dado órdenes de que sirvieran a vuestra esclava, a la que por cierto la última vez observé muy desmejorada, la misma cantidad de alimentos que tú consumieras. No de la misma calidad, como es obvio. Bien, si te niegas a comer, ella habrá de ayunar.

Laia sintió una oleada de ira que sacudía su cuerpo.

—Nunca fuisteis santo de mi devoción y jamás llegué a comprender cómo mi madre os aceptó como marido. Sin embargo, jamás os hubiera creído capaz de las iniquidades que estáis cometiendo.

—He de cuidar de ti, querida. Tu madre me lo encomendó encarecidamente. Si no quieres comer, debo poner los medios para obligarte a ello. No quiero que se marchite la flor de tu rostro. Un jardinero debe cuidar las rosas puestas a su cargo, y yo no hago otra cosa.

—¿Qué debo hacer para que tengáis misericordia de Aixa?

—Si escribes de buen grado la carta que te dictaré y me indicas la manera de hacerla llegar a vuestro galán, tal vez sea clemente.

Sin responder, Laia se instaló en su escritorio, dispuesta a escribir, al dictado de aquel depravado, lo que éste quisiera. Tiempo habría después para aclarar lo que conviniese. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por salvar a Aixa. Aparejó los útiles de la escritura y preguntó con voz inusitadamente serena:

—¿Pergamino o vitela?

Bernat, gratamente sorprendido por el talante de la muchacha, intentó ser amable.

—Emplea el mismo papiro que solías utilizar. Nada ha de sorprender a tu enamorado.

A Laia, la frase de Bernat le suscitó una idea. Tenía por costumbre emplear tinta verde, hacer una pequeña cruz al costado de la fecha y salpicar con gotas de agua de rosas las misivas que enviaba a Martí; en esta ocasión soslayó las tres rutinas, intentando dar sentido a las mismas, en la esperanza de que él, al recibir su carta, se diera cuenta de la anomalía y de alguna manera la interpretara. Tomó de su carpeta un pergamino y abriendo un tinterillo de tinta negra mojó el extremo de la pluma de ganso y alzó su mirada aguardando las instrucciones del viejo.

—Emplea tu mejor letra. Si voy demasiado rápido, dímelo.

Barcelona, septiembre de 1054

Apreciado amigo:

Os envío estas letras por medio de mi aya Edelmunda pues Aixa ha enfermado del pecho y mi tutor ha tenido a bien enviarla al campo a restablecerse. El tiempo y la distancia ayudan a aclarar las cosas y en muchas circunstancias nos hacen ver claramente cuán cerca hemos estado de equivocarnos. Pienso que la proximidad deforma nuestra visión.

Soy aún muy joven e inexperta, pero lo bastante mujer como para intuir que he estado a punto de cometer un error de gran trascendencia. Lo peor es que os hubiera arrastrado conmigo, haciéndoos sufrir mi torpeza, siendo como es que os tengo en gran aprecio.

Martí, mi corazón os estima como amigo mas no como otra cosa. Mi padrastro, que es extremadamente cuidadoso en ofrecer su hospitalidad y en la elección de las gentes que acuden a nuestra casa, os tiene en gran consideración y, sin saber que os he estado viendo, me ha comentado en alguna ocasión que se precipitó al negaros el permiso para cortejarme, pues sin duda alcanzaréis en Barcelona un grado de notoriedad importante. Pero soy yo, Martí, la que veo claramente que no sois el hombre que me podría hacer feliz y seguramente tampoco yo la mujer que os corresponde. Es por ello por lo que os relevo del compromiso que adquiristeis y asimismo me considero liberada del mismo. Perdonadme el daño que os pueda haber causado y sabed excusar mi inexperiencia.

Sed feliz y a vuestro regreso nada hagáis por verme. Mi decisión es definitiva.

Atentamente, vuestra amiga,

Laia

Tras este final, el consejero, sin aguardar a que esparciera por el escrito polvos secantes, tomó en sus manos la misiva y la releyó con atención no exenta de deleite.

—Las cosas como son, Laia: has demostrado ser una muchacha juiciosa y obediente. Mi postura queda a salvo de cualquier sospecha. Dame el contraste.

Laia extrajo de la escribanía el pequeño sello y se lo entregó.

El hombre tomó una barra de lacre rojo que previamente había calentado en el pabilo encendido de una candela y dejó caer una gruesa gota en el doblez del pergamino; después tomó el marchamo y oprimiéndolo contra el lacre autenticó la misiva.

—Ahora, dime, ¿cuál es la rutina que la víbora que tengo recluida empleaba para hacerle llegar vuestras noticias?

Laia dudó unos instantes, pero la esperanza de poder mejorar la condición de la esclava pudo más.

—He de hacer llegar la nota al encargado del comercio de Martí. Su nombre es Omar.

—Muy bien —dijo Bernat con una sonrisa—. Estás remediando parte del dislate cometido. Verás las ventajas que te reporta obedecerme. Si sigues así, las condiciones de tu vida, y por ende las de tu esclava, pueden mejorar mucho. Y, para que veas que no te miento, voy a permitir que la visites. Eso sí, acompañada de Edelmunda.

Con estas palabras, y tras acariciarle la nuca, Bernat Montcusí salió de la estancia.

54
El parto

Las comadres iban y venían por la estancia trajinando sus cometidos sin tener en cuenta el número y rango de los presentes. En el adoselado lecho yacía una parturienta de más de treinta y tres años, a la que todos daban por estéril a causa de la edad. De su matrimonio con Hugo el Piadoso había tenido un hijo, y de su enlace con Ponce de Tolosa cuatro, tres varones y una hembra, pero el tiempo de su fertilidad parecía ya lejano, pues en ocasiones se le había retirado el período, hasta el punto que sabios de la corte y algún que otro físico judío habían insinuado que la condesa había entrado en el climaterio. Yacía ésta sudorosa, con un rictus firme en sus labios y una decisión absoluta en su mirada. La partera era consciente de la responsabilidad que había aceptado y no descartaba un castigo cruel si por un fallo atribuible a ella algo no salía como era debido. Su larga experiencia le decía que la cuerda siempre se rompía por la parte más débil y que los físicos especialistas en partos jamás asumían culpa alguna si algo fracasaba, aunque en aquella ocasión el físico judío que asistía a la parturienta le inspiraba gran confianza. Halevi gozaba en el condado de gran predicamento, y su consejo siempre era atinado, pero de cualquier manera la manipulación de la mecánica del alumbramiento recaía totalmente en sus manos.

Frente al lecho, Ramón Berenguer I, pálido y expectante; tras él, y colocado en un sitial finamente tallado, el obispo de la catedral, Odó de Montcada, vestido de ceremonial y provisto de báculo y anillo, con la mirada torva y el gesto avinagrado ya que, si bien su cargo le obligaba a estar presente en el alumbramiento, tal escena, por las peculiares condiciones adulterinas de la pareja condal, no era de su agrado, de modo que estaba allí más en calidad de funcionario obligado a cumplir el protocolo y dar testimonio, que como obispo. A la derecha, se hallaba el notario mayor, Guillem de Valderribes, que debía dar fe de que el nato era el auténtico hijo de la condesa de Barcelona; el juez de palacio, Ponç Bonfill i March, y por último, a un lado, el confesor de Almodis, el padre Llobet, y el físico Halevi, y al otro un espacio libre, para que la partera y sus ayudantas pudieran maniobrar sin obstáculos, en el que se veía una mesa de torneadas patas cubierta con un mantel de seda y sobre ella todo el instrumental referido a los alumbramientos: cuerdas trenzadas, hierros y tenazas con las puntas envueltas en trapos para tirar de la criatura en cuanto asomara sin causarle el menor perjuicio, un rodillo de cuero para empujar en el vientre de la parturienta de arriba abajo y de esta manera colocar al feto en el canal de parto. La estancia estaba en penumbra según la costumbre; en los ángulos del lecho lucían instalados cuatro ambleos de grandes dimensiones que proporcionaban luz a la zona. A la derecha del inmenso tálamo una gran chimenea suministraba calor a la estancia; en ella, sobre los ardientes leños y soportada por unos gruesos morillos acabados en cabeza de leones, un panzudo caldero de cobre del cual las mujeres iban extrayendo el agua a cazos según requirieran la partera o el físico. Sobre la campana, ornándola, había una panoplia de grandes proporciones en la que aparecían sujetas las seis espadas de los antepasados del actual conde Ramón Berenguer I y sobre los recuadros de los ventanales lobulados del palacio, cubiertos por una tupida arpillera, lucían los escudos de la casa condal de Barcelona.

La partera introdujo sus dedos en el dilatado sexo de la condesa cubierto con un fino trapo de lino y palpó con tiento; apenas un leve parpadeo de Almodis denunció el acto, la partera se volvió hacia el físico y musitó:

—Ya quiere venir.

El físico la apartó con cuidado y se colocó de manera que pudiera controlar la aseveración. Cuando apartó la mano, dio una orden.

—Colocad a la señora en la silla de partos.

Estaba ésta apartada a un lado y de inmediato fue transportada al costado del lecho. Era una pieza grande de madera de haya, amplia, con el asiento de cuero almohadillado abierto por la parte delantera, debajo de la cual se alojaba una jofaina extraíble. De la base de sus brazos, que asimismo tenían dos abrazaderas del mismo material con sendas hebillas para sujetar a la parturienta, sobresalían dos vástagos curvos en forma de uve en cuyos extremos se afirmaban sendas formas abarquilladas en las que deberían apoyarse las pantorrillas de la mujer para facilitar así la salida del neonato mientras la placenta iba a parar a la palangana.

Las forzudas mujeres que acompañaban a la partera tomaron a la condesa por las axilas y por las corvas de las rodillas y con sumo cuidado la instalaron en la silla adecuando su postura al artilugio. Cuando le iban a sujetar los brazos con las correas, sonó la voz de ella ronca y rotunda.

—No hace falta que me atéis. La condesa de Barcelona sabrá aguantar el dolor, sea cual sea.

Y volviéndose hacia el físico y tomándolo de la ancha manga de su hopalanda, ordenó:

—Si habéis de sajar, hacedlo sin contemplaciones. No quiero que mi hijo sufra al salir como la última vez y que al fin nazca muerto o afectado de cualquier cosa debido a malos usos que debieran haberse evitado. Su vida para Barcelona es mucho más importante que la mía, y tened en cuenta que atribuiré a vuestra responsabilidad el hecho de darme a conocer en cuanto nazca cualquier detalle que ataña a la criatura. Y no me refiero únicamente a su sexo sino también a cualquier señal, característica o especial condición del nacido.

—No os entiendo, señora.

—Ni falta que hace, ya me entiendo yo.

Luego, dirigiéndose al obispo, al notario mayor y al juez de palacio, ordenó:

—Y vos, señores, si no os es molestia, en tan trascendental momento, dirigid vuestras miradas a otro lado: mi sexo no es un circo. Ya tendrán tiempo sus mercedes de llevar a cabo su cometido sin que tenga yo que sufrir el oprobio de verme observada como una res en la feria.

Almodis, sudorosa y agitada, con guedejas de pelo adheridas a su frente, volvió su rostro hacia el físico y, obediente, tragó la pócima, mezcla de láudano y adormidera que éste, en una copa de oro, acercaba a sus labios. Una nube evanescente nubló su mirada y su mente empezó a elucubrar sobre las últimas palabras que algunas noches antes dejó junto a su oído el buen Delfín, su fiel bufón, que tantas horas de tedio le había aliviado desde que llegara de Tolosa.

Apenas se instaló en su nueva morada, Almodis tuvo buen cuidado de escoger un lugar en el que se sintiera totalmente a resguardo de comidillas, miradas inoportunas e insidias palaciegas. Demandó a su esposo que le concediera una estancia para ella sola y éste le asignó una muy cerca de su cámara en un torreón aledaño que antes había sido una salita de música pero que, dadas las circunstancias y las bárbaras costumbres de las gentes de palacio, mucho más proclives a la guerra que al cultivo de las bellas artes, había caído rápidamente en desuso. El caso fue que ella dedicó sus horas a procurarse con esmero aquellos muebles y utensilios que le recordaran a su adorado país. La estancia, como casi todas las de palacio, estaba presidida por una pequeña chimenea, ante la que colocó un banco mudéjar de agradables proporciones, junto al que destacaban un sitial, un pequeño escabel donde acostumbraba a sentarse Delfín y desde el que aliviaba el tedio de su añoranza con sus charlas o tañendo la cítara; su rueca, un tambor de madera, cuyo tamaño se podía graduar según el cañamazo en el que se estuviera trabajando, un reclinatorio, un almohadón para posar sus pies durante la gélidas veladas de invierno, un facistol para soportar partituras y un salterio, amén de anaqueles para sus objetos predilectos, junto a tapices y panoplias que hicieran más confortables las frías paredes, candelabros, lámparas de corona, candiles... Allí se refugiaba para meditar, recibir visitas y atender a aquellas personas que requirieran de su mediación o consejo.

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