Te Daré la Tierra (66 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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Bernat conocía el flanco débil de su conde y aquella tarde iba a aprovechar la cita que con él tenía para halagar su ego y apuntarse una baza que iba a ser muy importante en el arriesgado juego que estaba a punto de emprender.

Llegó a palacio lujosamente ataviado y apenas recibido e introducido en la antecámara del salón de recepciones, aprovechó la espera para pasear bajo el artesonado techo, consciente de los comentarios que sobre su persona hacían los diversos grupos que aguardaban audiencia. Puso buen cuidado en colocarse en el punto más alejado de la estancia, de manera que, al ser convocado por el chambelán de cámara, la concurrencia tuviera tiempo de comentar que el conde había ordenado en su honor que se saltara el turno de espera e inclusive el orden de protocolo.

Se abrieron las puertas y, con paso que intentó fuera gallardo, atravesó la gran estancia hasta detenerse respetuoso, haciendo gala de una gran modestia, a la justa distancia que marcaba la pleitesía ante la más alta personalidad del condado. Inclinó su oronda anatomía, aguardando a que Ramón Berenguer le conminara a alzarse.

—Alzaos, mi buen consejero, vuestro señor se enorgullece de súbditos tan preclaros que cuiden de los intereses del condado con la misma dedicación y celo con que miran los propios.

Bernat, alzando su figura, respondió:

—Más aún, señor. He descuidado mis negocios para asistiros en todo y creo que todavía puedo rendiros mejor favor si ponéis en práctica la idea que se me ha ocurrido esta mañana pensando en serviros mejor.

La astuta mirada del conde examinó cumplidamente a su consejero.

—Sentaos, amigo mío, y creed que sabré premiar vuestros desvelos.

Al decir esto señaló una banqueta que se hallaba a su derecha.

Montcusí fue consciente del honor recibido y de lo rápido que correría la noticia, ya que era raro que Ramón Berenguer invitara a sentarse en su presencia a alguien que no fuera de noble estirpe.

—Explicaos, mi buen Bernat.

—Ved, señor, que habéis recibido una importante cantidad de dinero, que debéis guardar a buen recaudo en tanto no lo destinéis a aquellos pagos que, tal como dijisteis, debéis cumplir.

—Lo que decís no es nada nuevo. Aquí, en palacio, no dudéis que estarán bien guardados.

—Es obvio, señor, pero en tanto cubrís vuestros compromisos estos dineros no os darán beneficio alguno.

—¿Qué proponéis? —preguntó, interesado, el conde.

—Veréis, señor, si procuráis demorar vuestros pagos al máximo y los maravedíes los depositáis en manos de los cambistas judíos. Ellos pueden dar intereses, cosa que cualquier buen cristiano tiene vetada.

Berenguer lo observó con curiosidad.

—¿Qué me decís de la seguridad?

—El sótano de su preboste, Baruj Benvenist, es conocido de sobra. Vuestra familia siempre lo ha usado. Os puedo asegurar que los dineros estarán más seguros allí que en palacio.

—¿Qué queréis decir?

—Que si ocurriera una desgracia como un incendio, por ejemplo, o cualquier otra adversidad, él y los suyos se hacen responsables de los capitales allí depositados.

—Me gusta vuestra idea.

—Pues aún hay más.

—Proseguid.

—En tanto, si conseguís demorar vuestros pagos durante un año, vuestro capital se irá incrementando de manera que cuando venza el plazo, se habrá acumulado una cifra descomunal que os dejará un buen remanente.

En los ojos del conde había aparecido un brillo de avaricia.

—Eso está muy bien, mi buen consejero.

—Todavía no he terminado.

—¿Qué otra cosa se os ocurre?

—Veréis, señor. El conocimiento que de vos tengan las ciudades del Mediterráneo redundará en beneficio de vuestra estirpe, pues cuantas más gentes conozcan la importancia de los Berenguer mayor será el prestigio de la casa de Barcelona.

La atención del conde, para la satisfacción del consejero, era absoluta.

—Y esto ¿cómo se consigue?

—¿No fue vuestro padre el que otorgó a los judíos el derecho de acuñar moneda?

—Ciertamente.

—Ordenad entonces que fundan los maravedíes del moro y obligadles a acuñar una moneda con vuestro perfil en un lado y el escudo de la ciudad en el otro. Vos no viajaréis por el mundo en persona, pero sí vuestra imagen, creando, allí donde os lleven las rutas del comercio, prosperidad y negocio. Por ello seréis bendecido y recordado como merecéis y vuestro prestigio alcanzará cimas insospechadas.

—Bernat, siempre os tuve por persona clarividente y sutil, versada en las cosas de los números, pero si esta idea cristaliza tal como apuntáis, considerad que habréis alcanzado un título de nobleza. Hora es ya que se acceda a ella por los caminos de la inteligencia y no de la guerra.

—Me abrumáis, señor.

—Poneos a ello con diligencia y sin pérdida de tiempo. Mientras tanto me ocuparé de demorar cuantos pagos pueda con la excusa de que estoy acuñando una moneda que celebre el acontecimiento.

—Así será. Y no dudéis que sacaré del judío un saneado rédito. Esos maravedíes os proporcionarán un suculento beneficio.

90
Los problemas de Baruj

La reunión se celebraba en casa de Benvenist, que aquel año había sido nombrado preboste de los cambistas, cargo que iba a conciliar con el de
dayan
del
Call;
había convocado a Martí y a Eudald para comunicarles algo de suma importancia.

En tanto aguardaban en el gabinete la llegada de su anfitrión, ambos conversaban sobre los temas que andaban en boca de las gentes y que de alguna manera les concernían.

—Y, como os decía, durante el camino la condesa Almodis me preguntó por vos y me ha encargado que os comunique que os quiere ver en palacio el viernes a mediodía —dijo Eudald, en un tono que no conseguía ocultar el orgullo que le inspiraba su protegido.

—Me asombra tal honor. No creo merecerlo. Además, nada tengo ahora entre manos que le concierna.

—En el tono que me lo dijo intuyo que es algo que os favorece. De cualquier manera, que la condesa llame a alguien en esa tesitura siempre es positivo. ¡Cuántos quisieran...!

—¿Me acompañaréis?

—Sin duda, allí estaré con vos.

Después de una pausa en la que Martí meditó unos instantes las ventajas de tener tan poderosa aliada, cambió de asunto.

—La ciudadanía está revuelta, Eudald. Las familias intuyen que está a punto de ocurrir algo que va a crear prosperidad en Barcelona. Mucha gente estuvo en las murallas y a nadie escapó que el moro se acercó bajo bandera blanca y asimismo que se retiró al día siguiente. Es vox pópuli que vino a rescatar a nuestro ilustre huésped y que el intercambio, que se produjo por la noche, no debió salirle de balde.

—Estáis en lo cierto. Ignoro la cantidad, pero es innegable que el sábado nuestro conde celebró el festivo acontecimiento anunciando que la expedición a Murcia había rendido pingües beneficios.

—De lo cual se deduce que...

—Para vos algo negativo: el consejero de finanzas ha aumentado sus cotas de poder. La otra noche el conde alzó su copa en su honor. El único que no acompañó el brindis es éste que os habla.

—¿Conocéis el motivo? —preguntó Martí.

—Parece ser, o por lo menos esto se murmura, que fue Montcusí quien llevó el peso de las negociaciones con Abenamar y que por lo tanto se ha cobrado la pieza.

Martí volvió a meditar unos instantes y su mente transitó por complicados vericuetos hasta llegar a la conclusión de que todo aquel que le ayudara se granjearía la inquina del consejero, y temió por su amigo.

—Me dijisteis que nadie acusó los días de vuestra ausencia cuando me acompañasteis a rescatar a Aixa.

—En las casas de los canónigos, que al fin y al cabo es lo que es la Pia Almoina, la alta política también se cultiva y se respeta la veteranía.

—Aclaradme los términos, por favor.

—Bien, todos conocen la dignidad que ocupo cerca de la condesa. Sus llamadas pueden ser a deshora. El obispo me exime hasta de los rezos nocturnos y no me pregunta si he de asistir a una recepción o si Almodis ha requerido confesión a altas horas de la noche, cosa que por otra parte ha ocurrido en alguna ocasión. A nuestro regreso, tras cambiar en vuestra casa mi hábito de guerrero por el de religioso, retorné a mi alojamiento y aún llegué a tiempo para el rezo de laudes de la tercera noche.

—Me alegro de que así fuera. No quisiera que asociaran el hecho del rescate de Aixa con vuestra persona. Bastantes sospechas despierta la amistad con la que me honráis.

—Sin embargo, ahora más que nunca temo por vos: el conde ha ensalzado a Montcusí públicamente, y si antes gozaba de una posición de preeminencia en la corte, ahora todavía ha ascendido más alto en la consideración del viejo. No os descuidéis, Martí: su ambición no tiene límites y ha demostrado ser un malvado, goza de gran predicamento y os puede dañar. Amén de que su prestigio de componendas de las finanzas se ha acrecentado entre la plebe que sospecha que la lluvia de maravedíes que va a caer sobre la ciudad, se debe en parte a él. Todos adecentan sus establecimientos intuyendo que algo de toda esta riqueza irá a parar a sus arcas. No olvidéis que en la reunión del sábado iban y venían los criados de palacio atendiendo a los invitados, y muchos de ellos tienen parienta y la que apoya la cabeza en la almohada de un hombre goza de gran influencia. Contad con que la noticia correrá de boca en boca entre las comadres e irá ganado en ponderaciones, y lo que ayer era cien hoy es mil y mañana diez mil. Tened cuidado, os repito.

—Mejor que se preocupe él. Yo no necesito más dinero, y en estos momentos ni siquiera me preocupa la amistad del conde, máxime teniendo la de la condesa.

—La juventud es osada, pero no debéis ignorar que un enfrentamiento con los poderosos siempre es muy aventurado y que un decreto o una nueva ley puede limitar vuestra actividad y reducirla a la nada. Procurad no saltaros el menor de los reglamentos; si os puede atrapar en algo, lo hará y si me permitís un consejo, no olvidéis que quien planea una venganza deberá preparar dos tumbas.

—Descuidad, Eudald, no temáis por mí. Ya no soy tan joven y sabré defenderme.

—Sois hijo de vuestro padre —dijo el padre Llobet con un suspiro—. Entrando en combate decía las mismas cosas.

En aquel instante se abrió la puerta del gabinete y Baruj Benvenist, tras cerrarla con sumo cuidado, se adelantó hacia sus amigos. Eudald y Martí se alzaron de sus respectivos asientos y tras los saludos de rigor se dispusieron cómodamente para lo que iba a ser una larga tarde.

El anciano cambista parecía haber envejecido diez años desde la marcha de Ruth.

—¿Cómo está mi hija, Martí?

—Ya os lo he dicho en mil ocasiones: nada debéis temer.

—No es por mí, Martí, a mí me sostienen mis creencias judías... Pero mi esposa Rivká, aunque es una auténtica
Eshet Jáil
[21]
, sufre en silencio, todos los días, la ausencia de su pequeña.

—Comprendo la angustia de ambos al no gozar de su compañía, pero tened la certeza de que es feliz y de que a mi lado estará siempre segura. Veréis cómo llegará el día en que todas estas tradiciones se atenúen. Esta mañana la ha recogido su hermana y se han ido a la
micvá
de Sant Adrià, ya que a la del
Call
no puede asistir y en la Barcelona de los gentiles no se encuentran tales instalaciones.

—Son nuestras costumbres. La mujer debe purificarse después de estos días. Pero mejor hablemos de lo que nos concierne, ya que debo consultaros a ambos algo que ha ocurrido y que me preocupa.

—Somos todo oídos —apuntó Eudald.

El cambista se retiró la
kippá
y extrayendo del bolsillo de su túnica un pañuelo se lo pasó por la húmeda calva.

—Veréis, hermanos míos, debo ser prudente, ya que las decisiones que tome como preboste de los cambistas, cargo que ostento durante este año, pueden tener fuertes repercusiones en toda la comunidad.

Ambos interlocutores se dispusieron a escuchar atentamente las alegaciones de Baruj.

—Ayer tarde se presentó en mi casa el intendente de abastos acompañado de dos secretarios. Acudió en nombre del conde. Expresó algo que era más una orden que una petición.

Las miradas de ambos hombres indicaban la atención que ponían en el relato.

—El caso es que hemos de dejar mi sótano expedito al servicio de la casa de los Berenguer. En esta semana pondrán a nuestra disposición una cantidad inmensa de maravedíes, que son sin duda el beneficio del trato con el moro.

—¿No os decía que las noticias corren muy deprisa? —comentó el canónigo.

—¿Y en qué nos afecta el pacto al padre Llobet y a mí?

—Al padre Llobet en nada. Sí a vos, que habréis de retirar el cofre de vuestros depósitos, ya que el conde exige la total exclusividad del espacio.

—Y los otros que tienen allí sus caudales, ¿también deberán retirarlos?

—Por supuesto, pero además he convocado esta noche una reunión del
muccademín
para determinar cuál ha de ser el interés que deberemos ofrecer al conde por disponer durante un año sus dineros.

—No os preocupéis por mí. Mañana mismo acudiré con hombres de mi casa y me llevaré mis caudales.

—Aún hay más —prosiguió Baruj—. Sabéis que los judíos son los únicos autorizados para acuñar moneda. Pues bien, el conde quiere conmemorar la efeméride y nos ordena fundir los maravedíes y fabricar mancusos que lleven estampado en un lado el perfil de su rostro y en el otro, el escudo condal.

—Hay que reconocer que es buena medida para prestigiar su casa y el nombre de Barcelona —apostilló Eudald.

—Bien, es como decís, pero eso nos va a dar un trabajo extremadamente complejo: aparte de fundir las monedas y convertirlas en lingotes, habrá que hacer troqueles nuevos según el tamaño de la moneda. Habrá que hacer también matrices nuevas, y eso lleva tiempo.

—Que es lo que desea el conde para excusar sus pagos. Nadie se negará a algo que prestigie la ciudad, y como nosotros deberemos avalar sus pagarés ante los condes acreedores, todo redundará en su beneficio.

—Sin embargo, algo no me encaja. Sabéis el encono que siente el consejero por los de mi raza. La idea sin duda ha sido suya y nada puede venir de este hombre que sea bueno para mi pueblo.

—Si por ganar los favores de la casa de los Berenguer debe favoreceros, mal que le pese, así lo hará. Como comprenderéis, él no puede acuñar moneda: os necesita.

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