Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
Y tras estas palabras regresó a su lugar, seguro de haber sembrado al menos una duda razonable entre los miembros del ilustre tribunal, sin hablar del pueblo llano, al que siempre consideró sumamente manejable.
Los tres jueces se miraron y juntando las cabezas efectuaron consultas. Luego Bonfill se levantó.
—Consejero Montcusí, vamos a llamar a vuestra antigua ama de llaves para que, con las debidas precauciones, acuda a declarar.
—Entiendo, señor, que sería de gran ayuda, pero si no enviáis a los infiernos al alguacil a buscarla, no creo que pueda acudir. Tuve noticia que la tal Edelmunda falleció de lepra el invierno pasado.
La reunión se celebraba, al caer la tarde, en la residencia de Martí. Los convocados eran el padre Llobet, los capitanes Jofre y Felet, éste llegado de su postrer viaje, el griego Manipoulos y Omar, que en aquella ocasión y dado el ascendiente que con los años había adquirido en la casa, ocupaba ahora un lugar más próximo a la amistad que al mero cargo de administrador.
A medida que iban llegando, los huéspedes eran conducidos al salón de música del primer piso por el mayordomo Andreu Codina. Alrededor de la gran chimenea y en un círculo de cómodos sitiales en torno de un catre para Martí, se instalaron todos.
Eudald tenía en aquel momento la palabra.
—Ved, queridos amigos, que el fiel de la romana está en el centro. Me atrevería a decir que las espadas están en alto. La ciudadanía está con vos, Martí, pero no así la nobleza, y el clero, al que conozco bien, no se definirá hasta que la cosa esté clara.
—No es ninguno de los estamentos los que han de dictar sentencia; si no estoy mal informado, es el conde —argumentó el capitán Jofre.
El astuto Manipoulos sentenció:
—No debemos olvidar que únicamente algunos privilegiados pueden susurrar al oído de los poderosos, y aunque los ciudadanos del pueblo llano estén de vuestra parte, éstos no entran en palacio ni toman parte de consejo alguno.
—El único consejo admitido oficialmente es el de los jueces y a éstos parece que vuestra argumentación ha calado hondamente.
Llobet se retrepó en su asiento y respondió:
—No a todos, Felet. Me consta que al menos uno de ellos es proclive al consejero.
—Decidme, Eudald. ¿Qué consecuencias podría tener para Martí una sentencia negativa? —preguntó Felet, que desconocía los detalles de lo sucedido debido a su viaje.
—Terribles, hijo mío, terribles.
—¿Cómo de terribles?
—La
litis
es un tribunal de honor; caso de perderla, se supone que en alguna cuestión Martí habría mentido, por lo que la indemnización que exigiría el consejero podría equivaler a una ruina.
—Y viceversa —apuntó Jofre.
—Evidentemente. Sin embargo, me temo que de no aportar alguna prueba irrefutable, las cañas se pueden tornar lanzas. Ya os avisé varias veces durante vuestras visitas a la Pia Almoina de que os metíais en un avispero, Martí. Hay que reconocer que Montcusí es habilísimo. Me nombra sabiendo que no puedo testificar y extrae de vuestros argumentos datos positivos para sus intereses. Ved que de la misiva de Edelmunda ha sabido recalcar ante los jueces que Aixa era una esclava... Tenéis el asunto muy torcido. Rezad para que Dios os ilumine.
La fiebre había regresado y gotas de sudor perlaban la frente de Martí.
—Debéis descansar, Martí —dijo el griego—. De no hacerlo, poco importará que ganéis o perdáis el envite. Los únicos vencedores serán los gusanos del cementerio.
—Pasado mañana es el día de la última oportunidad, no voy a poder descansar, lo sé, es inútil. Y quiero que sepáis todos que nada me importa lo material. Muy poco hace falta para ser feliz en este mundo; si pierdo todo lo que gané, comenzaré de nuevo y con vuestra ayuda, saldré adelante.
La voz de Andreu Codina interrumpió la sesión.
—Señor, la misma mujer que estuvo ayer tarde dos veces, desea veros. Y esta vez trae compañía.
—Decidle que el señor Barbany no está en condiciones de recibir a nadie, que vuelva otro día —respondió Eudald.
—Creo que deberíais verla, señor. Viene con la señora Ruth.
Al oír ese nombre, el color volvió al rostro de Martí.
—Decidle que entre... ¡Ya!
Los hombres allí congregados contemplaron cómo Ruth, visiblemente delgada pero con ademán decidido, entraba en el salón. La extraña se quedó fuera, aguardando.
—¡Martí! —exclamó la joven al verlo en cama.
Corrió hacia él, y se echó a los pies del catre donde estaba recostado.
—¡Es una imprudencia que hayáis venido, hija mía! —dijo Llobet.
—No he tenido más remedio. Encontré a esta mujer en las puertas de la casa. No la dejaban entrar; entonces me presenté y, cuando supe el recado que traía, ordené a los criados que abrieran la puerta. Creo que lo que viene a deciros será de gran interés. Os espera fuera.
Martí acarició el cabello de Ruth, e intentó expresar con sus ojos el amor que sentía.
—Dejadnos solos, amigos, por favor.
Los hombres se fueron, no sin antes despedirse con un abrazo de su amigo.
Cuando hubieron partido, Martí ordenó a Codina:
—Decid a la mujer que pase.
Mientras esperaban, Martí besó con pasión a Ruth en los labios.
—¡Os he echado tanto de menos...!
La muchacha, con los ojos llenos de lágrimas y una sonrisa en su rostro, replicó:
—No tenéis que preocuparos. No volveré a separarme de vos.
La muchacha tomó asiento a su lado en el catre y ambos aguardaron a que llegara la visita.
El mayordomo precedió a su aparición. Compareció en la puerta una mujer de mediana edad vestida como una viuda, con blusa y saya de negro color, que cubría su cabeza con una pañoleta de fino encaje, sujeta al pelo con un prendedor de asta de ciervo. Su mirada era serena y en absoluto impresionada ante tanta riqueza.
—Antes que nada, os pido mis excusas por presentarme así en vuestra casa, tan a deshora.
—Por favor, sentaos y exponed vuestros motivos —dijo Martí.
La mujer ocupó una de las banquetas frente a la pareja y apretó firmemente entre sus manos una pequeña escarcela que parecía ser la razón de sus cautelas.
—Sois sin duda don Martí Barbany.
—Ése soy.
—Estoy aquí cumpliendo una promesa que hizo mi madre a Laia Betancourt.
Martí miró a Ruth con la esperanza dibujada en el semblante.
—¿Quién sois?
—Nada os dirá mi nombre. Me llamo Áurea. Permitid que primeramente siga el hilo de la historia. Adelaida, mi madre, que en paz descanse, fue ama de cría de Laia Betancourt y su vida era un bálsamo. El alto personaje con el que estáis litigando hizo imposible la vida en la ciudad a mi madre cuando supo que os reuníais con Laia en su casa. Yo para entonces estaba ya casada en Montornés con el guarnicionero del pueblo y gozaba de una posición desahogada, pues a los de su profesión, con tanto caballo y bestia de tiro, trabajo no les faltaba. Cuando el señor de Montcusí supo de vuestras citas, la presión a que fue sometida obligó a mi madre a huir de Barcelona y a refugiarse en mi casa. Hace cuatro años ella y mi esposo fallecieron en un breve intervalo. Las penurias económicas y la obligación de sacar adelante a mis hijos hizo que postergara sus últimas voluntades. La noticia de lo que sucede en Barcelona llega a los pueblos y al oír vuestro nombre lo asocié al encargo que me hizo mi madre antes de fallecer. «Busca a Martí Barbany», me dijo, «y entrégale estas dos cartas; él sabrá qué hacer con ellas». Y a eso he venido.
Al decir esto último la mujer tiró del cordoncillo que cerraba la embocadura de la escarcela y extrajo de su interior dos sobres, uno cerrado todavía y con el sello de lacre incólume y el otro con el suyo ya rasgado.
Ruth se precipitó a tomarlas y rápidamente las entregó a Martí, que a efectos de la fiebre, del calor y de la emoción, sudaba copiosamente. A continuación y en tanto él leía el primer documento, ofreció a la mujer una bebida demandando excusas por no haberlo hecho antes.
La misiva cuyo sello había sido ya rasgado decía así:
Querida Adelaida, no sé si ésta llegará a vuestras manos. Estoy en grave dificultad e ignoro si volveré a ver a mi amado. Si no volvéis a saber de mí, o peor, os llegan nuevas de que he muerto, os ruego que al regreso de su viaje tengáis a bien hacer que la segunda misiva que os entrego junto a ésta llegue a sus manos. Si consigo burlar la vigilancia de Edelmunda os la entregaré yo misma. Si no, ya industriaré la forma de hacérosla llegar.
Siempre vuestra, recibid el cariño y la gratitud de vuestra
Laia Betancourt
Por la expresión del rostro de su amado, supo Ruth que el mensaje era de importancia capital.
La mujer indagó:
—¿Era importante, señor? Excusadme por no haber acudido antes, mi conciencia me remordía el alma. He aprovechado mi condición de ciudadana de Barcelona, que heredé de mi padre, para acudir a la
litis
cada día y seguiros a la salida hasta vuestra casa, debía asegurarme antes de intentar cumplir con el deseo de mi madre, aunque en el empeño he gastado todos mis ahorros. Ayer, vuestros criados no me dejaron pasar, y hoy habría sucedido lo mismo de no haberme encontrado en la puerta con esta joven.
—No os preocupéis por ello, dejadme acabar de leer.
Ruth acercó un cuchillo a Martí y éste lo tomó con mano temblorosa, rasgó el lacre, y comenzó a leer.
Barcelona, 10 de febrero de 1055
Mi bien amado Martí:
Ignoro si esta carta llegará a vuestras manos, y en caso de que así sea, si estaré viva o habré muerto. No hagáis caso de cualquier misiva que os haya llegado anteriormente, se me obligó a escribirla contra mi voluntad. Os amo con todo mi corazón y nada hubiera llenado mi vida como ser vuestra, pero era demasiada la belleza y no estaba hecha para mí.
Soy el capricho de mi padrastro, me ha deshonrado y me viola siempre que se le antoja, bajo la sempiterna amenaza de despellejar a Aixa ante mis propios ojos.
Cuando ello ocurre yazgo como muerta y mi pensamiento corre desbocado a vuestro encuentro. Ignoro cuánto tiempo podré aguantar esta situación, pero sabed que mi corazón os pertenece y que mi último aliento será para vos.
Os ama hasta el sacrificio,
Laia Betancourt
La mano de Martí cayó a un lado, inerte; Ruth recogió el escrito y lo leyó.
—Señora, me habéis dado la vida y la muerte en un solo envite. Sabed que, mientras viva, os estaré eternamente agradecido. Aguardad aquí y permitidme que Ruth, mi prometida, os entregue la prueba de mi gratitud.
Los ojos de Ruth brillaron al oír esa palabra.
—Nada quiero, señor. El recuerdo de mi madre es lo que me ha impulsado a cumplir con mi deber.
—Me habéis dicho que sois viuda y que os habéis casi empeñado para acudir en mi ayuda. Quiero que sepáis que nunca jamás os ha de faltar nada, ni a vos, ni a vuestros hijos.
La mujer se arrodilló llorosa, intentando cubrir de besos la mano de Martí. Éste la alzó por los hombros.
—¡Alzaos, por Dios! Soy yo el que no podrá saldar jamás la deuda contraída. Y ahora, señora, sabed excusarme, pero debo retirarme.
Y dirigiéndose a Ruth, cuyos ojos reflejaban el asombro gozoso que la embargaba y a la vez el inmenso tormento que aquel mensaje despertaba en su memoria, le apuntó:
—Avisad a Omar y a Andreu para que os ayuden a llevarme a la cama; voy a perder el sentido.
Ruth, ayudada por los dos hombres, acompañó a Martí hasta la alcoba y tras dejarlo en la penumbra de un solo candil, velado por Aixa y casi delirando, se dispuso a cumplir las instrucciones que atropelladamente le había impartido en tanto lo acostaban.
La mujer había confesado sus dificultades y Martí había decidido premiar su fidelidad y esfuerzo, aliviando sus penurias.
Ruth se acercó al arcón de flejes cruzados que había sido del padre de Martí; colocando las llaves en las cerraduras opuestas, hizo que los cierres cedieran. A punto estaba de tomar los mancusos que debía dar a la mujer, cuando la visión de algo familiar que estaba en un ángulo del arcón hizo que en su mente comenzara a germinar un plan que podía ser determinante. Las sienes le palpitaban y luchaba para ordenar el montón de ideas que la asaltaban. Tenía sólo dos días para llevar a cabo su cometido y el riesgo que ello comportaba era nimio a cambio del beneficio inmenso que podía representar para su amado que, enfebrecido y casi inconsciente, no estaba en condiciones de aprobar o impedir su plan. Cerró el cofre y tras colocar de nuevo los flejes, salió al encuentro de la mujer. Aguardaba ésta en la salita de música en pie junto al arpa que ornaba una de las esquinas y al ver a Ruth se adelantó a su encuentro.
—Tomad. —Y acompañando la palabra con el gesto alargó a la mujer una abultada bolsa.
—Señora, ¿qué me dais?
—Cincuenta dineros, lo que ha ordenado mi prometido —dijo Ruth, recreándose en esa palabra—; y ha añadido además que cada año volváis y se os entregará la misma cantidad.
Las lágrimas de la mujer descendían incontenibles por sus mejillas.
—Señora, no puedo aceptar semejante suma.
—Id con Dios. No podéis imaginar el beneficio que habéis traído a esta casa.
—Os voy a bendecir todos los días de mi vida.
Ruth, haciendo caso omiso de las muestras de gratitud de la visitante, cortó sus palabras diciendo:
—Os voy a hacer acompañar en un carro por un criado. No es bueno que andéis por las calles de Barcelona a estas horas, con esta suma encima.
Partió la mujer bendiciendo su suerte y tan pronto lo hubo hecho, Ruth convocó a Omar en la salita.
La reunión duró un buen rato. El fiel criado, pese a ser consciente del beneficio que el plan de su ama podía representar para Martí, no pudo por menos de advertirla del gran peligro que podía correr caso de ser descubierta en medio de la noche, en su situación, vestida de hombre y portando encima tan peligrosa mercancía.
Pasada la medianoche, provisto de uno de los salvoconductos que dejaban paso franco a todo el personal del astillero del armador Martí Barbany, un joven jinete atravesaba la puerta de Regomir y se dirigía al paso, para no llamar la atención, hacia el final de la playa junto a la falda de Montjuïc, donde el resplandor de las fraguas se veía desde Barcelona.