Authors: Henning Mankell
Jesper Humlin pensaba a menudo que el libro que todavía no había escrito y que más cerca se hallaba de su corazón debería tratar de sus padres. Su padre, Justus Humlin, dedicó en su juventud todo el tiempo libre al lanzamiento de martillo. Se había criado en Blekinge, en un pueblo cercano a Ronneby. Entrenaba con su mazo hecho en casa, en un cercado que había en la parte trasera de la granja. Una vez había logrado lanzar el martillo tan lejos que habría sido récord nórdico si el lanzamiento se hubiera hecho de manera formal. Cuando midieron el lanzamiento con una vieja cinta métrica sólo estaban con él dos de sus hermanas más jóvenes. El récord nórdico, que en ese momento estaba en posesión de Ossian Skióld, era de 53,7 m. Justus Humlin había medido el lanzamiento cuatro veces, obteniendo los resultados 56,44, 56,40, 56,42 y 56,41. Por lo tanto, había superado el récord nórdico en más de dos metros. Más tarde, cuando empezó a competir a nivel de distrito, nunca logró lanzar el martillo a más de cincuenta metros de distancia. Pero insistió hasta su muerte en que había sido él quien más lejos había lanzado un martillo en todos los Países Nórdicos.
A Märta Humlin nunca le interesaron los deportes. Su mundo había sido la cultura. Se crió en Estocolmo como hija única de un eminente y acaudalado cirujano. Su mayor sueño fue ser artista, pero carecía del talento suficiente. Por pura rabia, optó por otro camino y puso en marcha su propio teatro con la ayuda del dinero paterno. Allí llevó a escena algunas representaciones escandalosas en las que se arrastraba por el suelo con un camisón casi transparente. Luego fue durante cierto tiempo propietaria de una galería, posteriormente se acercó a la música, como agente artístico y gerente de giras, y finalmente se dedicó al cine.
Cuando se quedó viuda, a los setenta años, se dio cuenta de que nunca se había dedicado al baile, por lo que, con su habitual energía, puso en marcha inmediatamente una compañía de baile en la cual ninguno de los bailarines tenía menos de sesenta y cinco años. Märta Humlin había intentado atraparlo todo en la vida, pero no había logrado que algo quedara adherido a sus inquietas manos.
Jesper, que era el menor de cuatro hermanos, había visto a los otros dejar la casa tan pronto como pudieron, y cuando cumplió veinte años le dijo a su madre que él también pensaba irse a vivir por su cuenta. Cuando Jesper despertó al día siguiente, no podía moverse. La madre lo había atado a la cama. Le llevó un día entero convencerla de que lo desatara. Para ello, tuvo que jurar por su honor que la visitaría tres veces a la semana durante el resto de su vida.
Jesper Humlin quitó de en medio una cesta que, por algún motivo incomprensible, estaba llena de cordones de patines, y se sentó en su silla habitual. Märta Humlin, después de trastear por la cocina, llegó con una botella de vino y dos copas.
—No quiero vino.
—¿Por qué?
—Ya he bebido vino esta tarde.
—¿Con quién?
—Con Viktor Leander.
—No sé quién es.
Jesper Humlin miró con asombro a su madre, que en ese momento estaba llenándole la copa hasta el borde. Cuando él la levantara se derramaría, lo que le daría motivo a ella para comentar lo delicado que era el mantel de Egipto que él acababa de manchar.
—Has estado varias veces en sus veladas literarias.
—De todos modos no lo recuerdo. Pronto cumpliré noventa años. Mi memoria no es la que era.
«Espero que no se ponga a llorar», pensó Jesper Humlin. «No soportaría una noche con ella exprimiendo sentimientos, tanto los suyos como los míos.»
—¿Por qué me llenas la copa si te estoy diciendo que no quiero vino?
—¿No es lo suficientemente bueno para ti?
—No se trata de que el vino sea bueno. Se trata de que precisamente esta noche no me apetece beber más vino.
—No tienes que venir si no quieres.
«Estoy acostumbrada a estar sola», pensó Jesper Humlin. «Ahora lo va a decir.»
—Estoy acostumbrada a estar sola.
La satisfacción que sintió por haberle ganado algunas bazas a Viktor Leander desapareció sin dejar huella. Se acercó la copa, derramando el vino sobre el mantel blanco.
La noche iba a ser larga.
Al día siguiente, Jesper Humlin estaba muy cansado cuando atravesó las altas puertas de entrada de la editorial. La conversación con su madre se había prolongado hasta altas horas de la noche.
Era la una menos cuarto cuando llamó a la puerta de su editor. En el letrero de la puerta ponía Olof Lundin. Jesper Humlin siempre entraba en el despacho de Lundin con cierto terror. A pesar de que habían trabajado juntos durante muchos años —Jesper Humlin en realidad no había tenido nunca otro editor—, las conversaciones que mantenían derivaban a menudo en discusiones deplorables e incoherentes acerca de lo que era en realidad literatura comercial. Olof Lundin era una de las personas con las ideas menos claras que Jesper Humlin había encontrado en el sector del libro. Muchas veces pensaba con irritación que era incomprensible que un hombre tan poco preparado intelectualmente como Olof Lundin hubiera podido ascender y convertirse en el editor más importante de la enriquecida editorial.
—¿No dijimos a la una y cuarto?
—Dijimos a la una menos cuarto.
Olof Lundin tenía sobrepeso. Entre los montones de manuscritos que cubrían el suelo había una máquina de remo, y un tensiómetro junto al cenicero lleno a rebosar. Esto último fue una de las luchas más ardientes que se mantuvieron en la editorial cuando las altas instancias, conjuntamente con las distintas organizaciones sindicales que tenían representación en la empresa, implantaron la prohibición total de fumar en la editorial. Olof Lundin se negó. Comunicó su despido con efecto inmediato si no podía seguir fumando en su propio despacho. Ya que había un editor que tenía la misma actitud, al que no se le había dado permiso, el conflicto se llevó hasta el consejo de administración. La editorial, que había sido propiedad familiar durante más de cien años, se vendió repentinamente a una empresa francesa de gasolina, que había decidido invertir en el ramo de los medios de comunicación sus grandes ganancias, provenientes de los pozos de petróleo angoleños en los que tenían derecho de extracción. Los directores de la empresa petrolífera pusieron sobre su mesa la cuestión del permiso de fumar que planteaba Olof Lundin. Finalmente se pudo llegar a un compromiso que consistía en instalar un fuerte sistema de ventilación en su despacho. No obstante, los gastos corrían por cuenta de él.
Jesper Humlin retiró unos manuscritos de una silla y se sentó en medio de la neblina. La habitación estaba helada debido a que el sistema de ventilación introducía el aire del exterior a alta velocidad. Olof Lundin llevaba puestos gorro y guantes.
—¿Cómo se está vendiendo el libro?
—¿Cuál de ellos?
Jesper Humlin suspiró.
—El último.
—Como era de esperar.
—¿Qué significa eso?
—No tan bien como se esperaba.
—¿Podrías explicarlo de modo un poco más claro?
—De una colección de poemas no esperamos vender más de mil ejemplares. Ésas son nuestras expectativas. Hasta la fecha, se han vendido mil cien ejemplares de tu último libro.
—¿Entonces se ha vendido más de lo que se esperaba?
—En realidad no.
—¿Puedes aclararlo?
—¿Qué es lo que no entiendes?
—Si un libro se vende más de lo que esperabais, no puede significar a la vez que no haya superado las expectativas.
—Naturalmente, siempre esperamos que nuestras expectativas sean demasiado bajas.
Jesper Humlin sacudió la cabeza y se ajustó el chaquetón aún más al cuerpo. Estaba helado. Olof Lundin retiró algunos montones de papel de su escritorio para tener espacio y ver a Jesper Humlin.
—¿Cómo va el libro nuevo?
—Acabo de sacar un libro. No soy una fábrica.
—¿Cómo va el libro que pronto vas a empezar a escribir?
—No lo sé.
—Espero, naturalmente, que vaya bien.
—Yo también.
—Me gustaría darte un consejo.
—¿Cuál?
—No lo escribas.
Jesper Humlin se quedó mirando a su editor.
—¿Ése es tu consejo?
—Sí.
—¿Intentas decirme que no escriba el libro que esperas que vaya bien?
Olof Lundin señaló con el dedo hacia el techo.
—Los directores están preocupados.
—¿Se supone que voy a tener que escribir una colección de poemas sobre el petróleo?
—Tú bromea. Pero los tengo todo el tiempo sobre mí. Quieren ver mayor margen de ganancias.
—¿Eso qué significa?
—Un libro que no tiene garantizada la venta de al menos cincuenta mil ejemplares no debe publicarse.
Jesper Humlin se quedó asombrado.
—¿De cuántos de los libros que publicas se venden cincuenta mil ejemplares?
—De ninguno —contestó Olof Lundin contento.
—¿Va a dejar la editorial su actividad?
—En absoluto. Por el contrario, vamos a empezar a publicar libros de los que venden cincuenta mil ejemplares.
—Nunca en la historia de la literatura sueca han salido cincuenta mil ejemplares de un libro de poemas en la primera edición.
—Por eso te aconsejo que no escribas el libro que habías pensado. El que, naturalmente, espero que vaya bien.
A Jesper Humlin empezó a dolerle de repente el estómago por lo que decía Olof Lundin. ¿Estaría a punto de formar parte de la lista negra? ¿Sería él uno de los escritores de los que la editorial pensaba deshacerse?
—¿Quieres que deje la editorial?
—De ningún modo. ¿Por qué ibas a dejar la editorial? ¿No he mantenido siempre que actualmente eres una de las piedras angulares de esta editorial?
—No me gusta ser descrito como una persona de cemento. Además, no vendo cincuenta mil libros de poesías. Lo sabes tan bien como yo.
—Por eso precisamente no quiero que escribas el libro que tienes pensado. Quiero que escribas sobre otra cosa.
—¿A qué te refieres?
—Una novela policiaca.
A Jesper Humlin le pareció que, en medio de la densa humareda de la habitación, el rostro de Olof Lundin adoptaba desagradables semejanzas con el de Viktor Leander.
—Soy poeta. No escribo novelas policiacas. No quiero. Mi integridad artística me lo impide cuando se me falta al respeto. Además, no sé cómo se hace.
Olof Lundin se levantó, retiró de un puntapié unos manuscritos, se sentó en la máquina de remo y empezó a remar con largos impulsos.
—¿Estás seguro de que no sabes cómo se hace?
A Jesper Humlin siempre le resultaba difícil concentrarse cuando hablaba con alguien que estaba sentado en el suelo remando.
—No me gustan las novelas policiacas. Me parecen aburridas. No me interesa leer algo que sólo trata de que se adivine erróneamente quién es el asesino.
—Es excelente. Es justo lo que pensaba.
—¿Tienes que remar?
—Me responsabilizo de mi tensión arterial. Mi médico dice que me moriré dentro de cuatro años y medio si no hago ejercicio con regularidad.
—¿Por qué precisamente cuatro años y medio?
—Mi médico se jubila entonces. Luego se irá a vivir a las islas Azores.
—¿Por qué?
—Según parece, allí está la población más sana del mundo.
—No pienso escribir ninguna novela policiaca.
Olof Lundin descansaba sobre los remos.
—Me alegro de oírlo.
—¿Te alegras? Antes de que empezaras a remar querías que escribiera una novela policiaca.
—Estoy más o menos en Moja.
—¿Qué quieres decir?
—Una vez al mes voy y vuelvo a Finlandia remando.
Jesper Humlin empezaba a sentirse agotado.
—No escribo novelas policiacas. Para que lo sepas. ¿Qué saben de literatura los directores petroleros?
Olof Lundin había comenzado a remar de nuevo.
—Nada.
—Para la primavera entrego una colección de poemas.
—¿Querrás decir una novela policiaca?
—No escribo novelas policiacas. ¿Cuántas veces voy a tener que decírtelo?
—Vas a causar sensación. Un eminente poeta, que ni sabe ni quiere escribir novelas policiacas, lo hace de todos modos. Será algo totalmente distinto. Pero bueno. ¿Y si fuera una novela policiaca filosófica?
—Si no quieres mis poesías, hay otras editoriales que no son propiedad de empresas petroleras.
Olof Lundin soltó los remos y se levantó. Después de encender un cigarrillo, se ajustó el tensiómetro alrededor de la muñeca.
—¿No se toma la tensión arterial cuando se está en reposo?
—Sólo voy a controlar el pulso. Claro que quiero tus poemas.
—No se venden cincuenta mil ejemplares.
—Tu novela policiaca sí.
—No escribo novelas policiacas. Soy poeta.
—Escribes tus poemas, como haces habitualmente. Y la novela policiaca la vas metiendo entre los poemas.
—¿Qué quieres decir?
—El pulso es noventa y ocho.
—En este momento no me importa tu pulso. Quiero saber qué quieres decir.
—Es muy simple. Escribes una novela policiaca en la que los poemas que hay al inicio de cada capítulo contienen distintas pistas.
—¿Qué clase de pistas?
—De las que se requiere cierto hábito literario para descubrirlas. Estoy convencido de que tu libro va a causar sensación. Un thriller filosófico. Jesper Humlin busca nuevos caminos. Será algo excelente. Venderemos por lo menos sesenta y dos mil ejemplares.
—¿Por qué no sesenta y uno mil?
—Mi instinto me dice que se van a vender exactamente sesenta y dos mil ejemplares de tu novela.
Jesper Humlin miró el reloj y se puso en pie. Necesitaba huir de todo lo que empezaba a parecer cada vez más un nebuloso campo de batalla.
—Tengo un recital de poesía esta tarde en Gotemburgo. Debo irme.
—¿Cuándo entregas el original?
—No escribo novelas policiacas.
—Si recibo el original en abril, tendremos el libro fuera en septiembre. Como título podemos ponerle El poema mortífero o algo por el estilo.
Sonó el teléfono. Jesper Humlin dejó la editorial y al llegar a la calle respiró profundamente el aire fresco. Tras la conversación con Olof Lundin estaba a la vez inquieto y enfadado. Normalmente sólo se sentía cansado de hablar con su editor. Se paró en medio de la calle y se dio cuenta de que Olof Lundin hablaba en serio. No sólo Viktor Leander estaba convencido de que la única forma de vender libros en grandes tiradas era lanzarse al tren de la literatura policiaca.