Telón (3 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Telón
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—Había olvidado esas circunstancias —admití.

—Precisamente. Usted atribuye siempre a los demás los sentimientos suscitados por su experiencia. Hastings era feliz... ¡Todo el mundo era feliz, en consecuencia!

—No, no —protesté, riendo.

—Y en todo caso, no es verdad lo que acaba de señalar —prosiguió diciendo Poirot—: Mira usted hacia atrás y la emoción hace asomar las lágrimas a sus ojos. «¡Oh, los días felices! Entonces, yo era joven.» Pero lo cierto, amigo mío, es que no era tan feliz como afirma, como cree. Usted acababa de ser por aquellas fechas herido gravemente; se encontraba irritado por no ser útil ya para el servicio activo; se encontraba profundamente deprimido por su prolongada estancia en un temible centro que acogía a los convalecientes y... por lo que puedo recordar, hasta se complicó tremendamente la existencia enamorándose de dos mujeres al mismo tiempo.

Solté la carcajada, ruborizándome.

—Qué buena memoria tiene usted, Poirot —comenté.

—Ta ta ta... Recuerdo perfectamente sus melancólicos suspiros cuando murmuraba palabras relativas a las dos atractivas mujeres.

—¿Se acuerda usted de lo que me decía? Pues esto: «Ninguna de ellas será para usted. Pero
courage, mon ami
. Es posible que volvamos a cazar juntos de nuevo y entonces, quizá... »

Guardé silencio. Pues Poirot y yo habíamos estado cazando nuevamente en Francia y fue allí donde conocí a la otra mujer...

Mi amigo me dio unas palmaditas en un brazo.

—Lo sé, Hastings, lo sé. La herida está fresca. Pero no se recree en ella, no mire atrás. Mire adelante, más bien.

Hice un gesto de disgusto.

—¿Que mire adelante? ¿Y qué es lo que puedo ver así?


Eh bien
, amigo mío... Hay un trabajo por hacer.

—¿Un trabajo? ¿Dónde?

—Aquí.

Miré fijamente a Poirot.

—Hace unos momentos me preguntó por qué había venido aquí. Ya observó que no le di ninguna respuesta. Se la daré ahora. Estoy aquí porque pretendo localizar a un criminal.

Le contemplé, atónito. Por un momento, pensé que estaba divagando.

—¿Habla usted en serio?

—Naturalmente que hablo en serio. ¿Por qué otra razón iba a indicarle que debía usted reunirse conmigo inmediatamente? Mis extremidades han dejado de ser activas, pero mi cerebro, como ya le indiqué antes, sigue hallándose en perfecto estado. Yo, en definitiva, he hecho siempre lo mismo: permanecer sentado y en actitud reflexiva. Todavía puedo hacerlo... Efectivamente: es lo único que estoy en condiciones de hacer. Para la parte activa de mi campaña cuento con la ayuda inestimable de mi amigo Hastings.

—¿Habla usted en serio, realmente? —pregunté, boquiabierto.

—Desde luego, querido. Usted y yo, Hastings, vamos a dedicarnos de nuevo a la caza...

Necesité todavía varios minutos para convencerme de que Poirot no bromeaba.

Por muy fantástica que se me antojara su idea, no tenía razones para dudar de su buen juicio.

Con una leve sonrisa, subrayó:

—Por fin, se ha convencido usted. Me imagino que al principio ha llegado a pensar que yo no andaba ya muy bien de la cabeza, ¿eh?

—No es eso —me apresuré a decir—. Es que éste no me parece un lugar adecuado para...

—¡Ah! ¿Conque eso opina usted?

—Desde luego, aún no he conocido a todas las personas que habitan en esta casa...

—¿A quiénes ha visto ya?

—A los Luttrell, a un hombre llamado Norton, que parece un tipo inofensivo, a Boyd Carrington... Debo decir que éste me ha sido muy simpático.

Poirot asintió.

—Bueno, Hastings. He de decirle esto: cuando haya conocido al resto de las personas que se encuentran aquí, mi declaración se le antojará tan incomprensible como ahora.

—¿Quiénes hay más por esta casa?

—Los Franklin, el doctor y su esposa, la enfermera que cuida de la señora Franklin, su hija Judith... También conocerá a un hombre llamado Allerton, una especie de asesino de mujeres, y la señorita Cole, una mujer de treinta y tantos años. Se trata de personas muy agradables, he de señalar.

—¿Y una de ellas es el criminal buscado?

—Una de ellas es el criminal, sí.

—Pero, ¿por qué... ? ¿Cómo... ? ¿Por qué piensa que... ?

No acertaba a componer mis preguntas. Éstas se asomaban a mis labios atropellándose mutuamente.

—Cálmese, Hastings. Comencemos por el principio. Alcánceme, se lo ruego, esa pequeña cartera de mano del buró. Bien. Y ahora la llave... Eso es...

Del interior de la cartera, Poirot extrajo un puñado de cuartillas mecanografiadas, en unión de una larga serie de recortes periodísticos.

—Puede usted estudiar estos papeles con toda tranquilidad, Hastings. De momento, pasaré por alto los recortes periodísticos. Se trata de informaciones publicadas en la prensa sobre varias tragedias, ocasionalmente imprecisas, a veces muy sugerentes. Para que tenga una idea de los casos, creo que debiera leer el resumen que he hecho.

Profundamente interesado, inicié mi lectura.

CASO A. ETHERINGTON

Leonard Etherington. Hábitos desagradables: ingería drogas y también bebía. Un personaje muy peculiar. Un sádico. Esposa joven y atractiva, Desesperadamente desgraciada por su causa. Etherington murió por haber comido alimentos envenenados. El médico receló algo anormal. La autopsia reveló que era un caso de envenenamiento por arsénico. Un suministro de herbicida en la casa, sustancia adquirida largo tiempo antes. La señora Etherington fue detenida, siendo acusada como autora de la muerte de su marido. Recientemente, había trabado amistad con un hombre del Servicio Civil que regresaba a la India. No hay sugerencias de una infidelidad real, pero sí existen pruebas de haber simpatizado los dos mutuamente. El joven se había comprometido con una chica. Hay dudas sobre si la carta en que se refería a la señora Etherington tal hecho fue recibida por ella después o antes de la muerte de su marido. Ella asegura que antes. Las pruebas contra la mujer son circunstanciales; no hay ningún otro sospechoso probable; accidente extraño. Suscita grandes simpatías durante el juicio a causa del carácter de su marido y del mal trato de que éste la había hecho objeto. El resumen del caso hecho por el juez tendió a favorecerla, insistiendo éste en que el veredicto debía estar más allá de cualquier duda razonable.

La señora Etherington fue declarada no culpable. Todo el mundo opinaba lo contrario, sin embargo. Su vida, posteriormente, resultó difícil. Los antiguos amigos la dieron de lado. Murió a consecuencia de haber ingerido una dosis excesiva de somníferos, dos años después de haberse visto el juicio. En la encuesta se dio un veredicto de muerte accidental.

CASO B. SEÑORITA SHARPLES

Solterona ya entrada en años. Una inválida. Una mujer difícil, atormentada por el sufrimiento. Era cuidada por su sobrina, Freda Clay. La señorita Sharples murió a consecuencia de una sobredosis de morfina. Freda Clay admitió la existencia de un error, alegando que su tía sufría tanto que se vio obligada a administrarle más morfina de la normal para calmar sus dolores. La policía opinó que aquélla había constituido una acción deliberada, no tratándose de una equivocación. Sin embargo, se consideró que las pruebas aportadas resultaban insuficientes para abrir un proceso.

CASO C. EDWARD RIGGS

Trabajador agrícola. Sospechó que su esposa le era infiel, llegándose a entender con su inquilino, Ben Craig. Craig y la señora Riggs fueron encontrados muertos, de unos disparos. Las balas permitieron demostrar que el doble asesinato había sido cometido con el arma de Riggs. Éste se entregó a la policía, declarando que suponía que él había hecho aquello, pero que no acertaba a recordarlo. Dijo que había perdido la memoria. Riggs fue condenado a muerte. La sentencia le fue conmutada luego por la de cadena perpetua.

CASO D. DEREK BRADLEY

Estaba viviendo una aventura amorosa con una chica. Su esposa se enteró de esto, amenazando con matarle. Bradley murió por haber ingerido una dosis de cianuro de potasio, que le fue colocado en su cerveza. La señora Bradley fue detenida y juzgada como autora del asesinato de su marido. Confesó su crimen en uno de los interrogatorios. Declarada culpable, murió en la horca.

CASO E. MATTHEW LITCHFIELD

Un tirano entrado en años. Cuatro hijas en la casa, a las que no se les permitía ningún placer. No disponían de dinero para sus gastos. Una noche, al regresar a su casa, fue atacado junto a la entrada de la misma, muriendo a consecuencia de un golpe que recibió en la cabeza. Más adelante, tras las investigaciones policíacas, Margaret, la hija mayor, se presentó en comisaría, declarándose autora de la muerte de su padre. Declaró haber procedido así a fin de que sus hermanas pudieran vivir más libremente, antes de que fuera demasiado tarde. Litchfield dejó una gran fortuna. Margaret Litchfield fue declarada demente, siendo internada en Broadmoor, pero murió poco tiempo después.

Había leído con atención aquellas cuartillas, yendo mi confusión progresivamente en aumento. Por último, dejé los papeles, mirando inquisitivamente a Poirot.

—¿Y bien,
mon ami
?

—Recuerdo el caso Bradley —manifesté lentamente—. Leí algunas informaciones sobre el mismo en su día. Ella era una mujer sumamente atractiva.

Poirot asintió.

—Bueno, tiene usted que ser más explícito. ¿Qué significa todo esto?

—Dígame primeramente qué impresión le ha producido lo que acaba de leer.

Yo me sentía muy confuso.

—Lo que hay aquí son cinco resúmenes de otros tantos crímenes. Fueron éstos cometidos en distintos lugares, teniendo por protagonistas a diferentes personas. Hay más: no existe ninguna semejanza superficial entre ellas. Hay un caso de celos; otro se refiere a una esposa desdichada, deseosa de desembarazarse de su marido; en otro se da el móvil del dinero; en el cuarto caso, el criminal no intentó escapar al castigo; el quinto fue francamente brutal, siendo el crimen cometido, quizá, bajo la influencia de la bebida —hice una pausa, añadiendo, dudoso—: ¿Hay algo en común en esos casos que a mí pueda habérseme escapado?

—No, no. Ha sido usted muy preciso en su resumen. Hay sin embargo una cosa que usted ha podido señalar: el hecho de que en ninguno de esos casos existió una duda real.

—Me parece que no le entiendo...

—La señora Etherington, por ejemplo, fue puesta en libertad. Pero todo el mundo, no obstante, se hallaba convencido de que era culpable. Freda Clay no se vio acusada abiertamente, pero a nadie se le ocurrió otra solución con respecto al crimen. Riggs declaró que no se acordaba de haber dado muerte a su esposa y al amante de la misma, pero nadie dudó que él los hubiera asesinado. Margaret Litchfield confesó lo que había hecho. En cada caso, como ve, Hastings, hubo un claro sospechoso y sólo uno.

Fruncí el ceño.

—Sí... Lo que dice usted es cierto. Pero no alcanzo a ver qué particularidades deduce de eso...

—¡Ah! Voy aproximándome ahora a un hecho que usted no conoce todavía. Supongamos, Hastings, que en cada uno de esos casos por mí subrayados hubo una nota común a todos... y externa.

—¿Qué quiere usted decir?

Poirot fue pronunciando lentamente las palabras.

—Intento, Hastings, exponer mis ideas con todo cuidado. Déjeme explicárselo así. Imaginémonos que existe cierta persona llamada... X. En ninguno de esos casos, X (aparentemente) se halla impulsada por un móvil contra la víctima. En un caso, por lo que he podido averiguar, X se encontraba realmente a trescientos kilómetros del lugar del crimen cuando éste fue cometido. No obstante, le diré a usted esto: X tenía una amistad íntima con Etheringon; X vivió durante algún tiempo en la misma población que Riggs; X había tratado a la señora Bradley... Poseo una instantánea en la que aparece X paseando por una calle en compañía de Freda Clay. Por último, le diré que X se hallaba cerca de la casa cuando el viejo Matthew Litchfield murió. ¿Qué le parece todo esto

Miré fijamente a mi interlocutor.

—Es demasiado —contesté—. La coincidencia puede darse en dos casos, en tres... En cinco, ya me parece excesivo. Por improbable que parezca ha de existir alguna conexión entre esos crímenes.

—Supone usted, pues, lo que yo he imaginado antes, ¿no?

—¿Que X es el asesino? Sí.

—Pues entonces, Hastings, estará usted dispuesto a dar un paso adelante conmigo. Permítame decírselo:
X se encuentra en esta casa
.

—¿Aquí? ¿En Styles?

—En Styles. ¿Y qué es lo que se puede deducir lógicamente de tal hecho?

Sabía lo que Poirot iba a decirme cuando repuse:

—Siga... Dígamelo...

Hércules Poirot manifestó gravemente:

—Un crimen va a ser cometido en breve...
aquí
.

Capítulo III

Por unos instantes, me quedé absorto, mirando a Poirot, sin replicar.

—No —contesté luego—. Aquí no llegará a suceder tal cosa. Usted sabrá impedirlo.

Poirot me obsequió con una afectuosa mirada.

—Mi leal amigo: estimo mucho su fe en mí.
Tout de même
, creo que en la presente ocasión no se halla justificada.

—¡Bah! Por supuesto que es usted capaz de impedir eso.

Poirot repuso con voz grave:

—Reflexione un momento, Hastings. Uno es capaz de detener a un asesino, sí. Ahora bien, ¿cómo ha de proceder para impedir que sea cometido un crimen?

—Bueno, si usted... Quiero decir... Si usted conoce de antemano...

Guardé silencio, indeciso. De repente, había visto las dificultades de aquella empresa.

—¿Ve usted? —dijo Poirot—. La cosa no es tan sencilla. Existen, efectivamente, sólo tres métodos. El primero consiste en prevenir a la víctima. Hay que poner a la víctima en guardia. Esto no siempre se consigue... Resulta increíblemente difícil muchas veces convencer a la gente de que se encuentra en peligro grave... Y sobre todo cuando se afirma que el atacante es alguien que se mueve en sus inmediaciones, que es una persona querida. Todo el mundo se muestra indignado en tales circunstancias, negándose a creer nada. El segundo método consiste en avisar al asesino. Hay que decirle en un lenguaje velado:
«Conozco tus intenciones»
. Y añadir, si procede: «Si fulano o fulana de tal muere, amigo mío, tú, seguramente acabarás colgando de una cuerda». Este procedimiento da más resultado que el primero, frecuentemente, pero también se halla abocado al fracaso. Y es que, amigo mío, el criminal suele ser a menudo la criatura más engreída de la tierra. El asesino se cree siempre más inteligente que nadie, y piensa que nadie va a sospechar de él (o de ella); se figura que la policía se sentirá completamente desconcertada, etcétera. Por consiguiente, él (o ella) va adelante con todo, y a uno sólo le cabe la satisfacción de llevarlo (o llevarla) a la horca más tarde. Poirot hizo una pausa, añadiendo, después, pensativo—: En dos ocasiones, a lo largo de mi vida, he prevenido a un criminal: la primera vez, en Egipto, otra... no me acuerdo dónde. En cada caso, el criminal estaba decidido a matar... Esto es lo que puede suceder aquí.

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