Tempestades de acero (24 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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Estaba haciendo una ronda de inspección de los centinelas cuando me topé con el sargento Hackmann y unos cuantos hombres de la Séptima Compañía, que se disponían en aquel momento a realizar una patrulla. Aunque en realidad no me estaba permitido abandonar mi cuerpo de guardia, me uní a ellos como un simple espectador.

Empleando un método de avance inventado por mí salvamos los obstáculos de alambre y llegamos así hasta lo alto de las colinas sin haber tropezado con ningún centinela inglés, lo cual era una cosa extraña. Desde allá arriba oíamos a los ingleses cavar en su trinchera, a derecha e izquierda de donde nos encontrábamos. Más tarde caí en la cuenta de que el adversario había replegado sus centinelas con objeto de que no sufrieran también ellos las consecuencias del ataque artillero por sorpresa que iba a lanzar contra nuestro puesto de vigilancia avanzado y del que enseguida hablaré.

Él método de avance a que acabo de referirme consistía en hacer que, cuando una patrulla se movía en un terreno en que podía toparse a cada momento con el enemigo, sus componentes se adelantaran uno a uno, con el vientre pegado a la tierra. De esta manera, en cada instante un solo hombre —sin duda elegido por el Destino— quedaba expuesto al peligro de que lo fusilase un tirador enemigo que estuviese al acecho, mientras los demás permanecían detrás, en formación cerrada, listos para intervenir. Tampoco yo me excluía de ese servicio, aunque hubiese sido más correcto que me quedase con la patrulla; pero en la guerra no son únicamente las consideraciones tácticas las que deciden.

Bordeamos en silencio varios destacamentos enemigos que estaban haciendo obras de fortificación en la trinchera; por desgracia los separaban de nosotros obstáculos difíciles, de salvar. Tras rechazar, en una breve deliberación, la propuesta del sargento, un hombre un poco raro, de pasarse al enemigo como desertor y negociar con el primer centinela hasta que lo hubiésemos rodeado, regresamos a nuestro puesto de guardia avanzado.

Estas andanzas tienen un efecto estimulante; la sangre circula más rápida y los pensamientos se agolpan. Decidí pasar aquella suave noche entregado a mis ensoñaciones y para ello me preparé en la alta hierba, en la parte superior de la pendiente, una especie de nido, que posteriormente tapicé con mi capote. Lo más a escondidas que pude me encendí una pipa; luego me entregué a mis fantasías.

Cuando me hallaba en medio de una ensoñación bellísima me sobresaltó un murmullo extraño que llegaba del bosquecillo y del prado. Ante el enemigo los sentidos se hallan siempre en estado de alerta, y es curioso comprobar cómo en tales instantes, al sentir ruidos que en sí mismos no son inusuales, uno sabe con toda certeza: ¡está a punto de ocurrir algo! Inmediatamente después llegó corriendo hasta mí el centinela más próximo y me dijo:

—¡Mi alférez, setenta ingleses avanzan ahora mismo hacia la linde del bosque!

La precisión de la cifra me extrañó un poco; mas, por si acaso, me escondí en la alta hierba de la parte superior de la pendiente, con los cuatro fusileros que tenía cerca de mí, para observar el desarrollo de los acontecimientos. Unos segundos después vi cómo cruzaba rápidamente el prado un grupo de soldados. Mientras mis hombres apuntaban sus fusiles hacia allá, di desde arriba, en voz baja, un «¿Quién vive?». Era el suboficial Teilengerdes, un veterano y acreditado guerrero de la Segunda Compañía, que estaba reuniendo a su pelotón.

También los demás pelotones se acercaron apresuradamente. Ordené que formasen una línea de tiradores; sus alas se apoyaban en la pendiente y en el bosquecillo. En un minuto quedaron alineados los hombres, con la bayoneta calada. Ningún daño se sacaba de revisar la alineación; en circunstancias como éstas nada vale tanto como la pedantería. Cuando quise llamar al orden a un hombre que quedaba un poco retrasado, recibí esta réplica:

—¡Soy camillero!

Aquel hombre conocía bien el reglamento. Tranquilizado, di orden de emprender la marcha.

Mientras estábamos cruzando el prado pasó por encima de nuestras cabezas una granizada de balines de
shrapnel
. El adversario nos encerraba de este modo bajo una densa campana de fuego, para cortarnos el contacto con nuestras tropas. Involuntariamente nos lanzamos a la carrera para alcanzar el ángulo muerto de la colina que quedaba delante de nosotros.

De repente se alzó de la maleza, delante de mí, una sombra. Saqué una granada de mano y, dando un grito, la arrojé contra ella. Al resplandor de la explosión reconocí con horror al suboficial Teilengerdes; se había adelantado sin que me diese cuenta y había tropezado en un alambre. Por fortuna resultó ileso. En aquel mismo instante resonó junto a nosotros el seco estampido de granadas de mano inglesas y el fuego de
shrapnel
alcanzó una intensidad desagradable.

Se descompuso la línea de tiradores y desapareció en dirección a la pendiente, que ya estaba sometida a un intenso fuego; yo mantuve mi puesto, con Teilengerdes y otros oficiales. De repente uno de mis hombres me dio un codazo:

—¡Los ingleses!

Desde el prado iluminado por chispas dispersas saltó entonces a mis ojos, y en ellos se quedó clavado como la imagen de un sueño, un doble cordón de figuras humanas arrodilladas, en el segundo mismo en que se levantaban para avanzar. Reconocí la figura del oficial inglés, quien, colocado en el lado izquierdo, daba la orden de ejecutar aquel movimiento. Amigos y enemigos quedaron como paralizados por aquel encuentro repentino e inesperado.

Luego nosotros echamos a correr —era lo único que podíamos hacer—, sin que el adversario, estupefacto, disparase contra nosotros.

Nos levantamos de un salto y nos abalanzamos hacia la pendiente. Tropecé en un alambre arteramente tendido en la alta hierba y di una voltereta, pero conseguí llegar sano y salvo hasta la pendiente; allí encontré a mis hombres, que estaban muy nerviosos. No me fue fácil conseguir que formasen una compacta línea de tiradores, unidos codo con codo.

Nuestra situación era entonces la siguiente: nos hallábamos bajo una campana de fuego que se asemejaba a un cesto densamente trenzado. Todo parecía dar a entender que con nuestro avance habíamos sorprendido al destacamento enemigo que pretendía desalojarnos de nuestro sitio en el preciso momento en que se disponía a envolvernos. Estábamos al pie de la pendiente, en un camino vecinal por el que habían transitado vehículos. Pero las someras depresiones dejadas por sus ruedas bastaban para ponernos a cubierto, aunque de un modo precario, contra los tiros de fusil. Pues cuando hay peligro se aprieta uno contra la tierra como si ésta fuera nuestra madre Nuestros fusiles estaban apuntados hacia el bosquecillo; por tanto, teníamos a nuestra espalda las líneas inglesas. Esto me intranquilizaba más que todo lo que en el bosquecillo pudiera ocurrir; por ello, mientras se desarrollaban los acontecimientos que vinieron a continuación, envié de vez en cuando a la parte alta de la pendiente a alguien para que espiase lo que allí sucedía.

El fuego enmudeció de repente; teníamos que prepararnos a recibir un ataque. Apenas se había acostumbrado el oído a aquel silencio sorprendente cuando por entre la maleza del bosquecillo se deslizaron múltiples crujidos y murmullos.

—¡Alto! ¿Quién vive? ¡El santo y seña!

Seguramente estuvimos cinco minutos aullando estas palabras; también gritamos la vieja consigna del primer batallón:
Lüttje Lage
, expresión que designa el aguardiente con cerveza y que es familiar a todos los nativos de Hannover. La única respuesta que obtuvimos fue un griterío incomprensible. Por fin me decidí a dar la orden de abrir fuego, aunque algunos de mis hombres aseveraban haber oído vocablos alemanes. Mis veinte fusiles barrieron con sus balas el bosquecillo; las vainas saltaban con estruendo y pronto oímos en la espesura los lamentos de los heridos. Mientras aquello sucedía tenía una desagradable sensación de incertidumbre, pues no era imposible que hubiésemos disparado contra refuerzos nuestros que acudían a auxiliarnos.

Por ello me tranquilizó ver que de vez en cuando salían de allá hacia nosotros Mamitas amarillas, que, de todos modos, se extinguían enseguida. Una bala hirió en el hombro a uno de mis soldados y el enfermero se puso a atenderlo.

—¡Alto el fuego!

La voz de mando fue llegando lentamente a los tiradores y el fuego se calmó. Aquella acción había rebajado la tensión de nuestros nervios.

Volvimos a pedir el santo y seña. Hice acopio de mis conocimientos de inglés y grité hacia el otro lado requerimientos persuasivos:


Come here, you are prisoners, hands up!

A mis palabras respondió desde allí un griterío de muchas voces; algunos de los nuestros aseveraban que sonaba como «¡venganza, venganza!». Un tirador solitario salió de la linde del bosque y avanzó hacia nosotros. Alguien cometió el error de gritarle:

—¡El santo y seña!

Desconcertado, se paró y dio media vuelta. Era claro que trataba de reconocer el terreno.

—¡Pegadle un tiro!

Una docena de disparos; aquella figura humana se desplomó y quedó perdida en la alta hierba.

Este entreacto nos llenó de satisfacción. En la linde del bosque volvía a oírse aquel vocerío extraño y confuso; sonaba como si los atacantes se animasen unos a otros a lanzarse contra aquellos defensores misteriosos.

En un estado de máxima tensión mirábamos fijamente la oscura linde. Comenzaba a amanecer y una bruma ligera se alzaba del prado.

Se nos ofreció entonces un espectáculo infrecuente en aquella guerra en la que predominaban las armas de largo alcance. De la oscuridad del sotobosque se destacó una hilera de sombras que salió a la pradera y quedó allí al descubierto. Cinco, diez, quince, toda una fila. Manos temblorosas quitaron el seguro a nuestros fusiles. Aquellas sombras se fueron acercando a cincuenta, a treinta, a quince metros…

—¡Fuegooo!

Los fusiles estuvieron crepitando unos minutos. Saltaban chispas cuando el plomo chocaba con violencia contra las armas y los cascos de acero.

De repente, un grito:

—¡Cuidado por la izquierda!

Desde el extremo de ese lado corría hacia nosotros un grupo de atacantes; a su frente iba una figura gigantesca, que nos apuntaba con su revólver y blandía una maza blanca.

—Pelotón de la izquierda, ¡media vuelta a la izquierda!

Mis hombres se volvieron y recibieron de pie a los intrusos que llegaban. Algunos de los adversarios, entre ellos su jefe, se desplomaron bajo las balas disparadas precipitadamente; los otros desaparecieron con la misma rapidez con que habían llegado.

Aquel era el momento de lanzarnos a por ellos. Gritamos un ¡hurra! furioso y con la bayoneta calada nos dispusimos a tomar al asalto el bosquecillo. Volaron hacia la intrincada maleza las granadas de mano y en un santiamén volvimos a ser los únicos dueños de nuestro puesto de guardia avanzado, aunque no pudimos atrapar a nuestro escurridizo adversario.

Nos reunimos en un trigal que quedaba cerca y nos miramos fijamente a los ojos; tras aquella noche en vela teníamos pálidos los rostros. Había salido un sol radiante. Una alondra se elevó por los aires y empezó a molestarnos con sus trinos. Todo aquello era irreal, como después de una noche enteramente dedicada a un juego febril.

Mientras nos tendíamos unos a otros las cantimploras y encendíamos unos cigarrillos oímos cómo el adversario se alejaba por el camino en hondonada, con algunos heridos que gemían en voz alta. Incluso divisamos por un instante su comitiva, mas, por desgracia, no el tiempo suficiente para acabar con ellos.

Decidí echar un vistazo al lugar del combate. Del prado se alzaban voces y gritos que me resultaban extraños. Aquellas voces recordaban el croar de las ranas en los prados después de una tormenta. En la alta hierba descubrimos varios muertos, así como tres heridos; apoyados en los brazos, nos imploraban gracia. Parecían estar firmemente convencidos de que íbamos a matarlos.

Pregunté:


Quelle nation?

Uno de ellos respondió:


Pauvre Radschupt!

Teníamos, pues, delante de nosotros a indios, a indios que, atravesando los mares, habían llegado hasta aquel trozo de tierra dejado de la mano de Dios para ir a romperse los cráneos contra unos fusileros de Hannover.

Aquellas gráciles figuras presentaban un aspecto lamentable. A distancias tan cortas la bala de fusil tiene el efecto de un explosivo. Algunos de aquellos hombres habían sido heridos mientras estaban tumbados en el suelo, de modo que la bala, en su trayectoria, había recorrido sus cuerpos cuan largos eran. Ninguno había recibido menos de dos tiros. Recogimos a los heridos y los arrastramos hacia nuestra trinchera. Gritaban como condenados, por lo que mis hombres les tapaban la boca y los amenazaban con el puño; esto acrecentaba su miedo. Uno murió por el camino, pero también a él nos lo llevamos, pues daban una recompensa por cada prisionero, vivo o muerto, que uno presentase. Los otros dos trataban de ganarse nuestra benevolencia gritando sin cesar:


Anglais pas bon!

Nunca he llegado a comprender por qué razón hablaban francés aquellos hombres.

Aquel cortejo, en el que los lamentos de los heridos se mezclaban con nuestros gritos de júbilo, tenía algo de tiempos remotos. Aquello no era ya una guerra, era una imagen de épocas arcaicas.

En la trinchera la compañía nos hizo un recibimiento triunfal; había oído el ruido del combate mientras estaba sometida a un violento fuego de obstrucción. Nuestro botín fue admirado como merecía. Allí conseguí tranquilizar un poco a nuestros prisioneros; al parecer les habían contado cosas horribles de nosotros. Los indios fueron perdiendo su timidez y nos dijeron sus nombres. Uno de ellos se llamaba Amar Singh. Pertenecían a los First Hariana Lancers, un buen regimiento. Después me retiré a mi cobertizo con Kius, quien había tomado media docena de fotografías; para celebrar la jornada hice que me preparase unos huevos fritos.

La orden del día de la división mencionó nuestra pequeña escaramuza. Pese a que el mando nos había indicado que nos replegásemos si nos veíamos atacados por una fuerza superior, nosotros habíamos plantado cara victoriosamente, con veinte hombres, a un destacamento enemigo varias veces superior y que ya nos tenía cercados. El ansia con que, durante el aburrimiento de la guerra de posiciones, había estado yo esperando una ocasión como aquélla era demasiado grande.

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