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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (8 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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—Ajá, ya veo. Oye, no te enfades conmigo, pero todo esto es muy… ¡sí, es muy raro! ¿Por qué no recurrías a Internet? Allí encontrarías a miles de personas que tienen el mismo problema que tú. Hay incontables foros en los que puedes intercambiar información.

—Eso también lo hago —admitió Samson—. Pero ¡acaba siendo tan anónimo! A menudo tengo la sensación de estar el doble de solo después de pasarme la tarde entera chateando con un tipo que vive a ochocientos kilómetros de aquí, a quien no conozco de nada y que resulta que, igual que yo, tampoco encuentra novia.

—¿O sea que se trata básicamente del deseo de encontrar novia?

—Sí, eso también.

—¿Y crees que encontrarás a una joven soltera vagando por las calles y espiando casas ajenas? —preguntó Bartek, mientras intentaba encontrar una cierta lógica en una idea que le parecía más bien grotesca.

—Directamente no.

—Vale, pues. Entonces, ¿por qué diablos lo haces?

Samson se encogió de hombros.

—Da igual.

—No, no da igual. No te enfades, Samson, pero todo eso me parece muy estrambótico. Si quieres saber lo que pienso… no te sienta bien eso de estar en el paro. Empiezan a salirte manías raras.

—No he elegido estar sin trabajo.

—No, claro que no. Pero ¿haces algo para encontrar otro empleo? ¡Todavía eres muy joven! Si fuera necesario, incluso podrías llevar un taxi… ¡cualquier cosa! Pero eso de pasarte el día entero siguiendo a gente, ¡bueno, eso sí que no lleva a ninguna parte!

—Es interesante.

Bartek negó con la cabeza.

—Dios, Samson, de verdad… ¿Al menos habrás descubierto a alguna mujer que podría gustarte? A ver si todo esto que haces acaba teniendo algún sentido.

Samson tuvo que admitir que su repertorio de jóvenes solteras era limitado.

—La mayoría son bastante mayores que yo. Aunque hay una… que tiene mi edad y al parecer vive sola. Trabaja como autónoma desde casa y tiene un perro muy grande.

—¿Y? ¿Has hablado con ella alguna vez?

Samson se dio cuenta de que Bartek en realidad no había comprendido nada. No tenía ninguna intención de dirigirle la palabra a las mujeres a las que seguía.

—No.

—Pues invítala a tomar un café, hombre.

—Tal vez lo haga —dijo Samson, aunque a esas alturas lo único que deseaba era que Bartek lo dejara en paz.

—Por Internet también se puede encontrar novia —dijo Bartek.

—Ya lo sé, pero…

—No hay peros que valgan. No puedes pasarte la vida hablando. Y soñando. ¡Tienes que pasar a la acción!

—También hay una familia —comentó Samson algo dubitativo. En realidad no quería confiarle más cosas a Bartek, pero de repente sintió la necesidad de darle la impresión de que no seguía exclusivamente a mujeres. Bartek se había escandalizado bastante y no quería dejar las cosas de ese modo. No quería que su amigo lo tratara como si fuera una especie de delincuente sexual.

—Viven en la misma calle que yo, en el otro extremo… justo después de la mediana, frente al club de golf.

—Ajá. ¿Y qué pasa con ellos?

—Él es asesor económico. Una vez ayudó a Gavin. Ella es muy guapa. Y tienen una hija encantadora, de unos doce años.

Bartek no parecía menos perplejo que antes.

—Vale, pero ¿por qué te interesan tanto? ¿Quieres beneficiarte a esa madre tan guapa o qué?

—No, no, por supuesto que no. Es solo que son… son tan perfectos, ¿sabes? Son una familia de ensueño. ¡La familia que siempre me habría gustado tener!

Al oír eso, Bartek adoptó una expresión de seria inquietud.

—Samson, tengo la impresión de que te estás alejando demasiado de la realidad. Imaginándote en la vida de otras personas no conseguirás cambiar la tuya. Me parece que solo es una manera de evadirte.

Y qué, pensó Samson, ¿acaso no es necesario, a veces, disponer de esa posibilidad?

—Lo llevo bien —le aseguró. ¿Por qué había tenido que empezar a contarle todo aquello? Estaba seguro de que Bartek se encarnizaría en el tema como un perro de presa y que no lo dejaría tranquilo.

—Veré si puedo apañarte algo —dijo Bartek—. ¡En algún lugar debe de haber una mujer para ti! Tampoco es que seas feo, tienes una casa… bueno, media… no eres tonto ni tienes ninguna característica repugnante. Sería raro que…

—No tengo trabajo.

—Por eso también sería importante que te tomaras en serio lo de encontrar trabajo.

—Estoy buscando como un loco.

Pero no era verdad. Esa vez Samson ni siquiera se había inscrito oficialmente como desempleado y sabía que era un error no hacerlo. Sobre todo porque no podía continuar de ese modo indefinidamente, porque no tenía ninguna fuente de ingresos y estaba a punto de quedarse sin ahorros. Pero tan pronto como volviera a presentarse tendría que escribir montones de solicitudes de trabajo y presentar justificantes de sus intentos fallidos. ¿Cómo podría conciliarlo con su otra actividad? Muchos días había pensado: ¡mañana empiezo a preocuparme por mi futuro! ¡Mañana me inscribo en el registro de desempleados y acabo con este problema!

Pero en realidad nunca daba el paso. Su deseo de continuar observando a gente, cuyas vidas le interesaban muchísimo más de lo que Bartek o cualquier otra persona pudiera imaginar, era demasiado fuerte. Si no podía continuar haciéndolo, su vida no tendría sentido.

—Si realmente te esfuerzas, seguro que acabas encontrando algo —dijo Bartek con optimismo.

Acto seguido, para gran alivio de Samson, cambió de tema y volvió a hablar de sus planes de futuro: la boda planeada, el deseo de tener algún día una vivienda de propiedad para él y su novia, los problemas para conseguir crédito… Samson lo dejó hablar sin prestar mucha atención a lo que le contaba. No había comido nada desde el desayuno y su situación económica no le permitía comprarse ni siquiera una hamburguesa, el plato más barato de la carta del pub. Pero no le importaba. Disfrutó de esa sensación de leve mareo y le pareció que todo a su alrededor quedaba algo atenuado, indefinido, agradablemente borroso: las voces, las risas y las charlas de la gente, el tintineo de los vasos, el aire frío que entraba cuando alguien abría la puerta. La palabrería de Bartek. Todo.

Y pensó en Gillian Ward.

2

Ojalá pudiera marcharme sin que nadie se diera cuenta, pensó Gillian.

Pero por supuesto, no era posible. No podía largarse sin Becky y eso eliminaba cualquier posibilidad de marcharse de forma discreta. Los niños de los distintos grupos de balonmano estaban completamente alborotados por la pista y Becky, vestida con unas mallas negras y una camiseta de color rosa, era la más revoltosa de todos. Sería imposible arrancarla de allí. Las madres y algún que otro padre se habían sentado en el restaurante que quedaba separado del pabellón propiamente dicho por un tabique de cristal. El local, que formaba parte del club y se utilizaba para las reuniones y las celebraciones de la asociación, estaba decorado con motivos navideños y amenizado con un CD de villancicos. En el bar servían café, té y champán. La comida la habían llevado los mismos padres y estaba dispuesta en una larga mesa a modo de bufet. Había grandes cantidades de pastas navideñas, pudin de ciruela y varios tipos de pasteles, pero también había numerosas ensaladas, dos bandejas de queso y cuencos llenos de aperitivos salados. Jamás serían capaces de comérselo todo. La aportación de Gillian consistía en un pastel de chocolate y alguna cosa más, pero todavía nadie lo había probado, lo había comprobado de reojo. Para su sorpresa, esa circunstancia acabó desembocando en un disgusto casi infantil. Su pastel no tenía mal aspecto, pero había dos pasteles de chocolate más prácticamente idénticos al suyo. Tal vez el motivo fuera ese.

Diana había decidido no ir en el último segundo porque la inflamación de garganta de Darcy había empeorado y, puesto que Gillian no mantenía contacto con nadie más allí, se había pasado la primera media hora completamente sola, aferrada a una taza de café. Había comido un par de galletas sin hambre, simplemente por hacer algo, y es que no quería quedarse mirando fijamente la pared como una tonta. El resto de las madres parecían amigas a juzgar por la confusión casi impenetrable de gritos, risas y conversaciones. Todas se sentían a gusto, todas eran felices.

Todas menos Gillian.

Al final una madre fue a sentarse a su lado, pero solo porque había llegado tarde y no había encontrado ningún otro sitio libre. Dejó una bandeja encima de la mesa, llena de varios tipos de ensalada, queso y un gran vaso de champán.

—¡Dios, qué hambre tengo! —dijo justo antes de examinar con la mirada la taza de café vacía de Gillian y el platillo de pastitas de Navidad—: ¿Usted no?

—No mucha, no —respondió Gillian.

La otra mujer la miró de arriba abajo.

—Usted es Gillian, ¿verdad? La madre de Becky, ¿no?

Gillian asintió y se preguntó cómo lo hacían las demás mujeres para saberlo siempre todo, su nombre y el de su hija. Ella, en cambio, no tenía ni idea de quién era la madre de quién.

La otra madre empezó a comer con glotonería y a contarle un montón de cosas acerca de su hijo, que desde la más tierna infancia había tenido problemas de neurodermitis, alergias y todo tipo de intolerancias alimentarias. Lo había llevado a todo tipo de médicos, lo había intentado todo, le desaconsejó fervientemente la cortisona por una mala experiencia propia, pero en cambio se mostró partidaria de las pomadas y los glóbulos homeopáticos, sobre los que demostró ser una verdadera experta.

—¿Becky también tiene alergias? —preguntó.

—No —respondió Gillian, y decidió tragarse la respuesta que le quemaba en la lengua: me parece que me tiene alergia a mí. Últimamente apenas nos hablamos si no es para pelearnos. Ojalá fuera otra cosa, alergia al polen de las gramíneas, a los ácaros del polvo o a la lactosa. Al menos en ese caso sabría cómo actuar, porque ahora no tengo ni idea.

No llegó a decirlo, pero se dio cuenta de que había estado a punto de dar rienda suelta a las palabras y eso la asustó. Estaba con una mujer completamente desconocida, con la que no tenía ningún vínculo más allá del hecho que los hijos de ambas jugaban en el mismo equipo de balonmano y había estado a punto de contarle sus penas, todo aquello que durante las últimas semanas le había dado la sensación de que acabaría rompiéndole el corazón.

Contrólate, se ordenó a sí misma. Decidió que más tarde, por la noche, llamaría a su amiga Tara Caine. En Tara podía confiar, era una amiga fiel y Gillian sabía que no iría por ahí contando nada de lo que pudiera llegar a confesarle.

La otra madre, cuyo nombre Gillian todavía no conocía, tomó un buen trago de champán y por fin cambió de tema.

—Qué guapo es Burton, ¿no crees? —preguntó en voz baja.

Gillian buscó por la sala con la mirada y descubrió a John Burton, el entrenador, apoyado en la barra del bar entre un puñado de madres, que probablemente lo estaban interrogando acerca de los progresos de los niños. Si aquella situación lo estresaba, lo cierto es que sabía disimularlo muy bien. En cualquier caso, se notaba que estaba acostumbrado. Cada vez que acompañaba a Becky a un entrenamiento, Gillian se había dado cuenta de cómo las mujeres formaban corro a su alrededor, lo que podía atribuirse a que en realidad querían estar informadas del más mínimo incidente relacionado con el equipo. Sin embargo, no había duda de que también tenía algo que ver con el efecto que producía Burton en las mujeres. Era guapo, pero por encima de todo tenía el aura de un pasado misterioso: se decía que había sido policía, que había tenido una carrera meteórica en el cuerpo pero que lo había dejado a los treinta y siete años en unas circunstancias misteriosas sobre las que nadie sabía nada. Después de eso había fundado una empresa de vigilancia privada que daba trabajo a más de dos docenas de empleados y organizaba sobre todo turnos de vigilancia en edificios y protección personal. Vivía y trabajaba en Londres, pero dos veces por semana acudía a Southend para entrenar a dos equipos juveniles de balonmano. A algunos jugadores había ido a buscarlos expresamente en barrios difíciles de la ciudad. Consideraba que el deporte, en especial los deportes de equipo, eran la medida preventiva más efectiva para evitar que los jóvenes cayeran en la delincuencia. Una vez, Gillian había oído por casualidad cómo se lo contaba a algunas madres mientras estas escuchaban con devoción, casi conteniendo el aliento. Especialmente para las mujeres de ambientes burgueses, Burton era un héroe, un salvador, un luchador. Gillian imaginaba las fantasías románticas que debía de despertar a su alrededor.

Es probable que en realidad no sea en absoluto como ellas lo ven, pensó.

Aunque tenía que admitir que era atractivo.

—Sí —respondió al fin—. Es bastante guapo.

—¿Bastante? Yo siempre tengo que controlarme para no dejarme llevar por las fantasías más indecentes cuando lo veo. Qué raro que un tipo como él no esté casado.

—Tal vez tenga varias relaciones.

—Pero en ese caso alguna de ellas se habría dejado caer por aquí en algún momento. Ni para venir a verlo un momento, para recogerlo, ni nada. Mira que es raro. Todavía no se le ha visto con una mujer.

—No debe de apetecerle airear por aquí su vida privada —dijo Gillian. Ella lo comprendía perfectamente. Estas tías son como buitres, pensó.

—En cualquier caso, me parece raro —insistió la otra—. Como algunas otras cosas de él.

Gillian no quería saber a qué se refería, por lo que se limitó a no responder, aunque como es natural eso no impidió que su interlocutora siguiera hablando.

—Me gustaría saber por qué motivo abandonó el cuerpo de policía. ¡Trabajaba en Scotland Yard! ¡Una carrera como esa no se abandona por voluntad propia así como así! Y luego están las horas que pasa entrenando aquí. Vive en Londres. ¿Por qué tendría que molestarse en venir hasta Southend? Tal vez ningún club londinense lo quería como entrenador. Pero ¿por qué?

Gillian tuvo la impresión de que, tras haber oído el informe médico completo del hijo, no podría seguir aguantando mucho rato más la opinión detallada que le merecía a aquella desconocida la vida privada del entrenador. Contempló los toscos rasgos de aquella mujer tan satisfecha de sí misma y se puso de pie de repente.

—Disculpa. Necesito un cigarrillo —dijo. Acto seguido intentó suavizar la descortesía de la irrupción en medio de la conversación—. Es un asco estar tan enganchada…

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