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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (11 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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—¿Sigue siendo un fanático del deporte?

—Digamos que aún peor. Llega a casa, se cambia y vuelve a salir. Otros hombres salen a tomar unas cervezas para relajarse después del trabajo, mientras que él necesita desfogarse. Sinceramente, preferiría que bebiera cerveza, al menos así estaría en casa. Pero no se trata solamente del deporte, es también la red social que lo rodea. Hay reuniones y otros encuentros, además de los preparativos para los torneos. Cada martes por la noche asiste a las reuniones de la peña. Creo que no se perdería una aunque estuviera muriéndose. Ni siquiera sé si le gusta ir, pero al parecer te miran muy mal si no acudes.

—¿Y no podrías ir tú también?

—Sí, claro. Pero yo no juego al tenis y no hablan de otra cosa. Además, no me gusta dejar sola a Becky. Y menos de noche.

—Mira que llegas a ser sufridora —le dijo Tara con tono afectuoso y una sonrisa en los labios. Gillian respondió a su vez con otra sonrisa.

Tara y Gillian se habían conocido en un curso de francés al que habían asistido en Londres cinco años atrás. Gillian había querido sacarle brillo al francés que había aprendido en la escuela, por lo que se había matriculado en la academia de idiomas. Poco antes, y tras haber trabajado unos años como abogada en Mánchester, Tara había conseguido un puesto en la fiscalía de Londres. Precisamente en el primer caso del que había tenido que ocuparse le habría ayudado mucho hablar mejor el francés. Era típico de ella que tras esa experiencia se hubiera matriculado enseguida en un curso para perfeccionarlo. Las dos mujeres se habían sentado juntas y habían congeniado desde el principio. Ahí había empezado su amistad.

—¿Y no puede ser que Tom…? No te enfades conmigo, ¿vale? ¿No puede ser que tenga una aventura?

—¿Tom? Jamás en la vida —respondió Gillian horrorizada, y justo en ese momento ocurrieron dos cosas a la vez: sonó el teléfono y se encendieron las luces navideñas que estaban colgadas en la ventana de la cocina, conectadas a un minutero automático.

—Oh, Dios mío —exclamó Tara con una sonrisa irónica. Le horrorizaban las Navidades.

—Perdona —se disculpó Gillian y fue a coger el teléfono que estaba en el pasillo.

—¿Dígame? Soy Gillian Ward —dijo nada más levantar el auricular.

—Hola, soy John Burton. ¿La molesto?

Gillian se preguntó por qué nada más oír la voz del entrenador sintió un extraño hormigueo en el estómago. Algo se había encogido en su interior de un modo que no había experimentado en muchos años. De repente le vinieron a la memoria las palabras de la otra mujer durante la fiesta de Navidad: «Yo siempre tengo que controlarme para no dejarme llevar por las fantasías más indecentes cuando lo veo…».

¿Por qué había pensado en eso justo en ese instante?, se preguntó Gillian al cabo de un momento.

—No —dijo ella—. No molesta en absoluto.

—Llamaba para preguntarle si el viernes llegó bien a casa.

—Ah, sí, gracias. Sí, todo bien. —Esperó un momento. Le pareció que estaba hablando con una voz algo impostada y era consciente de que Tara la oía perfectamente.

—Bueno, pues —prosiguió Burton—, solo quería decirle que el miércoles por la noche volveré a ir al Halfway House. Si le apetece venir, me alegraría volver a verla.

Gillian quedó sorprendida. El viernes había bebido demasiado y había intentado flirtear con él de un modo humillante. Le había parecido que John se lo había tomado mal, pero durante el fin de semana había llegado a la tranquilizadora conclusión de que no volvería a tener nada que ver con él, aun siendo el entrenador de Becky. Hasta entonces había evitado las conversaciones personales que podrían haber surgido cada vez que llevaba a su hija o que iba a recogerla y jamás había sido un problema, puesto que Burton siempre estaba tan asediado por las demás madres que de todos modos no habría podido acceder a él. Se había propuesto que en lo sucesivo seguiría haciendo lo mismo. Lo del viernes había sido una metedura de pata que acabaría cayendo en el olvido. Se había echado a llorar, había bebido demasiado y había flirteado con él. Todo estaba relacionado. Burton lo comprendería. Y en caso de que no fuera así, a ella le daba igual.

—El miércoles —repitió ella.

—Sí. Estaré allí hacia las siete. Después del entrenamiento de los juveniles.

Becky aún estaba en la categoría infantil. El miércoles no tenía entrenamiento.

—No… no estoy segura…

—Puede pensarlo —dijo Burton—, yo iré de todos modos. Puede esperar al último minuto para decidirse.

A ella solo se le ocurrió una pregunta:

—¿Por qué?

—Por qué, ¿qué?

Era difícil hablar en presencia de Tara, pero a Gillian tampoco le apetecía seguir tartamudeando palabras entrecortadas. John Burton debía de pensar que ella ya ni siquiera era capaz de construir una frase completa.

—¿Por qué quiere que nos veamos?

—La encuentro interesante —contestó Burton.

Ella no dijo nada. Maldita sea, ¿cómo debe manejarse una situación como esa?

—Lo pensaré —dijo finalmente.

—De acuerdo —concedió él. Gillian tuvo la impresión de que Burton estaba bastante seguro de que ella acabaría yendo.

—Muy bien, hasta entonces pues —se despidió ella.

—¡Hasta entonces! —respondió él antes de colgar. Se había olvidado de decir «si acaba viniendo».

Estás muy seguro de ti mismo, pensó Gillian.

—¿Quién era? —preguntó Tara enseguida—. No quiero ponerte en un aprieto, Gillian, pero tu voz sonaba muy estridente y te has sonrojado. ¿Qué ocurre?

—Era el entrenador de balonmano de Becky. John Burton.

—¿Y?

—Le gustaría verme el miércoles por la noche.

Tara la examinó con atención.

—¿Hay algo que quieras contarme?

Gillian se quedó quieta. Notaba claramente cómo le ardían las mejillas.

—Todavía no. Aún no ha pasado nada que pueda contarte. Sobre si llegará a haber algo en algún momento… no tengo ni idea.

—Hum… —se limitó a decir Tara. No era tan inocente como para pensar que Gillian se lo contaría todo, pero comprendió que en ese momento no descubriría nada más.

Consultó el reloj, agarró el bolso y se puso de pie.

—Lo siento, tengo que marcharme. Tengo una cita.

—¿Difícil?

—Más o menos —examinó a Gillian con insistencia—. ¿Irás? ¿El miércoles?

Gillian se encogió de hombros.

—Todavía no lo sé. En caso de duda… ¿podría decirle a Tom que estoy contigo?

Tara sonrió. Fue una sonrisa algo maliciosa.

—Claro que sí. Puedes contar con mi coartada. Solo tienes que avisarme.

Gillian la acompañó hasta la puerta. Se preguntaba si el primer paso hacia el adulterio era el que acababa de dar: cuando se le pide a una amiga que confirme una cita que en realidad no tendrá lugar porque en realidad lo que hará será salir con otro hombre.

Fuera, la noche era oscura y fría. Todas las casas de la calle estaban decoradas con adornos navideños. Parecían competir a ver cuál estaba más iluminada.

—Respecto a lo de Becky —prosiguió Tara—, mantente firme. No soy psicóloga, pero me imagino que ella también debe de estar sufriendo con esta situación. Se te nota enseguida cuando estás descontenta, cuando no estás bien. Pero ella no lo notará. Los hijos quieren que sus madres sean alegres.

—Pero…

—Pero las madres no pueden estar siempre de buen humor. Y eso también enseña a los hijos que tienen que arreglárselas solos.

—Eso espero. Creo que un poco de distancia nos hará bien. Después de Navidad, Becky se marcha hasta principios de enero a casa de mis padres y eso nos permitirá descansar la una de la otra.

Tenían esa costumbre desde hacía años. A partir del 26 de diciembre, Becky se quedaba con sus abuelos en Norwich. Esa norma procedía de los tiempos en los que Gillian y Tom solían salir por Nochevieja o salían de viaje por fin de año, algo que no hacían desde hacía mucho tiempo.

—No pienses solo en ella. Piensa también en ti misma —le dijo Tara. A la luz de la lámpara, Gillian pudo ver claramente el rostro de su amiga. Parecía preocupada de verdad.

Un hombre pasó por delante del seto que cercaba el jardín, miró a las dos mujeres y prosiguió su camino.

Tara negó con la cabeza.

—¡Otra vez él!

—¿Otra vez, dices?

—Ya estaba merodeando por aquí cuando he llegado.

—¿Estás segura? Al fin y al cabo está muy oscuro.

—Segurísima. Podría reconocer perfectamente su cara. Hace un rato ya vagaba por aquí.

Gillian miró al tipo.

—Podría ser Samson Segal —dijo. A veces se lo encontraba cuando salía de casa y le pareció que seguía ese trayecto—. Es amable e inofensivo. Vive al otro lado de la calle. —¡Y también acude a los bares menos indicados y me ha visto con John Burton!

—Piensa en la cantidad de crímenes que tienen lugar a diario —le advirtió Tara—. ¡El mundo está lleno de tarados!

Gillian se rió.

—Si yo trabajara en lo mismo que tú, lo más probable es que también los viera por todas partes.

—En cualquier caso, ten cuidado —le aconsejó Tara antes de cerrar la puerta de su Jaguar de color verde oscuro.

Gillian la siguió con la mirada, suspiró y se puso las botas de invierno y el abrigo. Iría a recoger a Becky a casa de su amiga aunque eso le costara el rechazo y otro enfado de su hija. ¿Estaba exagerando con tantas preocupaciones? A ojos de Becky, sí. Sin duda. Pero el mundo era un lugar peligroso, en eso Tara tenía razón. Y al fin y al cabo ella debía de saberlo mejor que nadie.

Prefería no correr riesgos.

Se puso en camino.

Martes, 8 de diciembre

1

Había comprado salchichas y unas cuantas galletas para perros, con lo que había conseguido desviar al animal de su recorrido habitual. Sabía perfectamente cómo actuaban y esa mañana no tenía por qué equivocarse. El perro ya bajaba por el prado antes de que llegara su dueña. Samson sabía que tenía un margen de aproximadamente un minuto antes de que la mujer apareciera tras los árboles. Esperó acurrucado al límite de la zona verde, medio camuflado por los arbustos pelados, y con un pedazo de salchicha en la mano intentó seducir al animal.

—Ven, perrito. ¡Vamos, ven! ¡Tengo aquí algo delicioso para ti!

Por desgracia no sabía cuál era el nombre del perro. Nunca había oído cómo lo llamaba su dueña. Todo dependía de que fuera capaz de atraer la atención del animal. El olor a carne se ocuparía del resto.

Efectivamente, el chucho acudió enseguida meneando la cola y lo saludó como si se tratara de un viejo amigo. Se tragó la salchicha sin masticar y a continuación siguió a aquel desconocido lleno de expectación. Samson dobló la esquina y se escondió de nuevo en otro lugar. No podían verlo con el perro.

A lo lejos, oyó cómo lo llamaban.

—¡Jazz! ¡Eh, Jazz! ¿Dónde estás?

O sea que se llamaba Jazz. Al fin podía ponerle nombre a ese perro enorme y desgreñado. Jazz levantó las orejas y volvió la cabeza. Samson cogió otra salchicha.

—¡Jazz! ¡Mira! ¡Salchichita!

La voracidad de Jazz pudo más que la llamada de su dueña y siguió trotando en busca de más carne. Llegó un momento en el que Samson se atrevió ya a agarrarlo por el collar y llevárselo. Llegaron al final de la zona verde y cruzaron la calle para subir junto al extenso campo de golf hacia el lugar de donde venía ella. Samson contaba con que la dueña de Jazz ya estaría buscándolo por abajo, junto al río, puesto que había visto desaparecer a su perro en esa dirección. Estaba seguro de que ella temería que hubiera cruzado la intersección al final del paseo marítimo y que algún coche pudiera atropellarlo. Samson había planeado vagabundear un rato por los alrededores del campo de golf para luego ir a la playa.

Tenía por delante un día largo y frío. Sin duda alguna, diciembre no era el mes más indicado para ese tipo de cosas, pero ¿iba a desperdiciar un tiempo precioso esperando a que llegara el verano? La conversación que había mantenido con Bartek le había llegado al alma. No quería quedar como un chiflado, como alguien que se había alejado de la vida, de la realidad y vivía ensimismado en absurdas ensoñaciones. Tenía que hacer algo, pasar a la acción. En eso Bartek tenía razón.

La idea de Jazz se le había ocurrido dos noches atrás y enseguida le había parecido genial. Secuestraría al perro, pasaría tres cuartas partes del día vagando por ahí con él y luego se lo llevaría de vuelta a su desesperada dueña. Le contaría que lo había capturado en alguna parte. Ella reaccionaría aliviada y le estaría tan agradecida que tal vez incluso lo invitaría a tomar un café. Con un poco de suerte incluso conseguía algo más.

Después de zamparse una segunda salchicha y las galletas, Jazz se inquietó un poco. Estaba clarísimo que quería volver con su dueña. Al final, Samson se quitó el cinturón de los pantalones y lo pasó por el collar para utilizarlo como correa. Decidió hablarle al perro para intentar tranquilizarlo.

—Enseguida volvemos a casa. No te preocupes. Tu ama debe de estar buscándote. Debe de estar bastante inquieta y créeme que me sabe tan mal como a ti. Pero ¿tú sabes lo contenta que se pondrá cuando te vea de nuevo en la puerta de casa? Tal vez entonces le caiga bien en el acto. Todavía no he encontrado a ninguna mujer a quien le haya gustado, ¿sabías?

Jazz lo escuchó con atención sin parar de menear el rabo. Está bien, esto de hablar con un perro, pensó Samson. La expresión de sus ojos denotaba una gran concentración, como si de verdad comprendiera lo que le estaba diciendo. Y Samson podía estar seguro de que no se burlaría ni se reiría de él, daba igual lo que le dijera, como tampoco iría contando por ahí los secretos que pudiera confiarle.

—Siempre he querido tener un perro —dijo Samson—. Pero primero fueron mis padres los que no quisieron. Y ahora, Millie.

Sintió el odio como una llamita candente en el estómago en cuanto hubo pronunciado el nombre de su cuñada. Millie, esa mujer tan insatisfecha y tan fría que no desperdiciaba ni una sola ocasión de demostrarle lo que pensaba de él: que era un fracasado, nada más que un fracasado. Que sobraba. Que no debería haber nacido.

—Millie es la que manda en casa —le confió a Jazz—. Aunque la casa sea mía y de mi hermano. Sin embargo, por desgracia es ella quien lleva los pantalones en su matrimonio. No comprendo cómo pudo casarse con una arpía como esa. Bueno, sí, antes era muy guapa…

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