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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (15 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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Peter Fielder se frotó los ojos, cansado. Necesitaba algo, un mínimo hilo conductor que pudiera sacarlo de la niebla que cubría ese caso tan impenetrable. El atisbo de un indicio. Algo que le provocara una descarga de adrenalina, que alejara de repente el cansancio que sentía. Pero no había nada. Nada excepto esa sensación de encontrarse rodeado de neblina y no conseguir avanzar ni un paso.

Christy notó el abatimiento de Peter.

—¡Eh, jefe! ¡No se deprima! ¡Pronto será Navidad!

Él ni siquiera se esforzó por sonreír.

—Sí. Pronto será Navidad. Pero ahí fuera hay un loco suelto. La Navidad no cambia nada a ese respecto.

—¿Cree que volverá a actuar?

—Es posible. Tal vez tenga un problema que no se haya resuelto con el asesinato de Carla Roberts.

—¿Un misógino? ¿Alguien que simplemente estaba al acecho, a la espera de la oportunidad óptima para desatar su odio? Eso reforzaría la teoría de que la elección de la víctima fue casual.

—Hasta cierto punto. Nada es pura coincidencia. En algún momento la vida de Carla Roberts debió de haber confluido con la vida del asesino. Puede que fuera un punto de intersección mínimo, aparentemente insignificante, y por eso tenemos tantas dificultades para descubrirlo. Pero no creo que se trate de algo tan sencillo como que alguien subiera al piso superior de un bloque de viviendas, llamara a la primera puerta que encontrara y asesinara a la mujer que casualmente vivía allí sola. Previamente tuvo que tener conocimiento de las circunstancias en las que vivía la víctima. —Fielder se puso de pie, decidido a no dejarse arrastrar por el agotamiento y el bajón anímico—. No, creo que el asesino conocía a Carla Roberts y que la conocía bien. Y por eso debemos hurgar en su vida, hasta en la más ínfima ramificación. Probablemente deberíamos buscar en lugares que en principio descartaríamos. Y aceptar que tal vez no tengamos mucho tiempo.

Christy se quedó en silencio.

Sabía que ya estaba pensando en la próxima víctima.

3

El Halfway House no estaba tan lleno como el viernes anterior. Sin embargo, reinaba un vocerío animado y en la barra había bastante gente. El suelo estaba húmedo y sucio, porque todos entraban con los zapatos mugrientos a causa del tiempo lluvioso. De fondo, en algún lugar sonaba una radio con villancicos.

Todavía en la puerta, Gillian se cercioró de que ese vecino, Samson Segal, no estuviera dentro también ese día. De lo contrario, habría vuelto a salir enseguida. No quería que la volviera a ver tomando algo con un desconocido. A primera vista le pareció que no estaba y tampoco podía quedarse mucho rato más allí mirando con la puerta abierta, porque no tardaron en oírse quejas.

—¡Esa puerta! ¡Ni que estuviéramos en verano, joven!

John Burton salió a su encuentro cuando ella ya creía que el valor la estaba abandonando. Casi había albergado la esperanza de no encontrarlo allí, puesto que llegaba con casi cuarenta y cinco minutos de retraso. Se sintió adulada por el hecho de que la hubiera esperado y al mismo tiempo se le encogió el estómago a causa de los nervios.

—Qué bien que haya venido —dijo él. La ayudó a quitarse el abrigo y le puso una mano en el brazo para guiarla hasta una mesita que estaba en un rincón, con una botella de vino y dos copas—. Espero que le parezca bien esa mesa.

—Sí, claro. Siento haber llegado tan tarde. Todavía no dejamos a Becky sola por las noches, tenía que esperar a que mi marido volviera a casa.

En realidad, Tom había llegado más temprano que de costumbre a casa. Por la mañana, ella le había dicho que había quedado con Tara y él había accedido sin rechistar al acuerdo que tenían en esas ocasiones: él volvía tan pronto como era posible a casa para que Gillian pudiera marcharse sin prisas.

Pero todo habían sido vacilaciones y titubeos. Se había preguntado una y otra vez por qué se sentía tan insegura. John Burton era el entrenador de balonmano de su hija y la había invitado a tomar una copa de vino. No en casa de él, sino en un lugar público, en un pub. No había nada de lo que esconderse. Era ridículo que se sintiera tan confusa por eso.

Tara, con la que había estado hablando por teléfono durante la pausa de mediodía para asegurarse de que le proporcionaría una coartada, había puesto el dedo en la llaga.

—Si realmente no hay nada como dices, ¿por qué no te limitas a contarle la verdad a tu marido? ¿Por qué me necesitas?

—A Tom podrían pasarle ideas raras por la cabeza.

—¿Qué ideas te pasan a ti, por la cabeza?

—Tara…

Esta se había reído.

—Oye, que conmigo no tienes que justificarte para nada. Puedes utilizarme como pretexto ante Tom cuando quieras. Tampoco tengo ningún problema si esta noche decides acostarte con ese hombre tan excitante. Pero no quiero que creas que solucionarás tus problemas de ese modo. Con un idilio. Puede que pases un buen rato. Pero más, no.

—¡No me voy a acostar con él!

Tara no había respondido nada a eso, pero Gillian comprendió perfectamente el significado de la expresión «silencio elocuente».

Al fin y al cabo, ya había dicho que iría y no quería comportarse como una cobarde. Se había decidido por unos vaqueros y un jersey, se había cepillado el pelo a conciencia y como único maquillaje se había limitado a pintarse un poco los labios. No quería que Burton pensara que se arreglaba especialmente para él. Además, tenía que ser creíble para Tom: no solía arreglarse mucho cuando salía con Tara.

Nada más sentarse, John descorchó la botella de tinto.

—Aquí tienen un vino sorprendentemente bueno. Y si tiene hambre, podríamos…

Ella lo interrumpió de repente. En ese momento ni se planteaba la posibilidad de comer nada.

—No, gracias. Preferiría solo tomar algo.

Gillian bebió un trago. El vino le gustaba, pero por encima de todo conseguía relajarle los nervios. Enseguida se sintió un poco más serena.

—¿Cómo van las cosas con Becky? —preguntó John.

Gillian negó con la cabeza.

—Nada nuevo. De momento sigue sin llevarse especialmente bien conmigo. Cuando esta mañana le he dicho que no estaría en casa por la noche, se ha puesto de muy buen humor. Le encanta quedarse a cenar en casa a solas con su padre y ver la televisión un poco. Intento que no me afecte, pero la verdad es que duele.

—Creo que eso les ocurre a muchas chicas en una determinada edad, que desarrollan un apego especial por el padre. Y entonces la madre molesta. Pero todo eso cambiará. De repente le confiará a usted los secretos y el padre no se enterará de lo que sucede en realidad. Cualquier día de estos, él se encontrará por la mañana al joven que acaba de pasar la noche con su hija y se preguntará qué es lo que se ha perdido.

—Hace usted que todo suene muy sencillo.

John se encogió de hombros.

—En mi opinión, hoy en día se dramatizan demasiado las relaciones con los niños y los jóvenes. A veces solo es cuestión de dejarlos en paz.

—Pero otras veces eso puede resultar fatal.

—No hay ninguna receta patentada —admitió John.

Gillian cambió de tema.

—Por cierto —dijo—, oficialmente he quedado con mi amiga Tara. Le he dicho a mi marido que me encontraría con ella.

—¿Le ha mentido?

—Sí.

—Me da la impresión de que no lo hace muy a menudo.

Gillian tomó en el acto otro trago de vino tinto y se preguntó por qué se aventuraba tanto. No empieces a provocarlo de nuevo. Ni a flirtear con él y ese tipo de tonterías. ¡Tú no eres así!

—No. Por supuesto que no. Pero… simplemente no quería problemas.

—¿Debo suponer que él habría puesto pegas a que nos viéramos?

—¿A usted no le sucedería lo mismo si estuviera en su lugar?

—Yo no estoy casado. Y si no lo estoy es porque no he querido. Precisamente para no tener que ceder ante ese tipo de dificultades.

—Bueno, simplemente era más sencillo decir que salía con Tara —dijo Gillian.

Él asintió como si hubiera quedado convencido por la respuesta.

—Comprendo.

Durante un rato ninguno de los dos dijo nada.

—¿Por qué quería verme? —preguntó Gillian al fin—. Quiero decir que… creo que la última vez no se sintió usted especialmente a gusto.

—¿Qué le hace pensar eso?

—Bueno, básicamente porque no hice más que llorar y contarle un par de preocupaciones corrientes y banales. No es que eso resulte muy excitante.

Él la miró con aire pensativo.

—No la considero una mujer que se preocupe por cosas banales.

—Entonces, ¿cómo me ve?

—Como una mujer muy atractiva que tiene algún que otro problema. Pero ¿quién no los tiene?

—Hacia el final tuve la impresión de que se había molestado.

—No estaba molesto. Incómodo, tal vez. Sacó usted un tema sobre el que no quería hablar.

—Sobre su salida del cuerpo de policía.

—Exacto —dijo él con una expresión retraída.

Esa vez Gillian fue lo suficientemente lista como para no insistir.

—Todavía no ha respondido a mi pregunta —dijo ella—. ¿Por qué quería verme hoy?

—Sí, en realidad sí que he contestado —replicó él con una sonrisa. Gillian esperó a que se lo repitiera—. Acabo de decirle que es usted una mujer muy atractiva —aclaró él.

—¿Y ese es el motivo?

—Para ser sincero… sí.

Tanta franqueza la desarmó. Gillian no pudo más que sonreír.

—Estoy casada.

—Lo sé.

—¿Y adónde quiere ir a parar con todo esto?

—Eso lo decidirá usted —respondió John—. Al fin y al cabo es usted la que está casada. Tiene una familia y se ve obligada a decir que sale con una amiga para encontrarse conmigo. Es usted quien debe saber hasta dónde quiere llegar.

—Tal vez lo único que quiera sea acabarme la copa de vino y luego marcharme a casa.

—Tal vez —convino John con una sonrisa.

Además de sonreír, bajó la mirada. Parecía no creer en absoluto que ella fuera a cumplir con lo que acababa de decir: que se marcharía a casa. Ella sintió un cierto disgusto. De repente le pareció que John Burton sabía perfectamente lo que hacía y tuvo la sensación de que la estaba manipulando. Probablemente había recurrido a una serie de tretas de probada eficacia, consistentes en una secuencia de complacencias y rechazos, de sentencias serenas y la tentación de una sonrisa algo cínica, pero claramente estudiada. Pensó en la fiesta de Navidad del club de balonmano, cuando aquella madre había estado especulando acerca de la vida amorosa de ese entrenador tan guapo. Era probable que, en efecto, no tuviera pareja estable y que además no deseara tenerla. Se dedicaba a seducir a quien le apetecía en cada momento, vivía un breve idilio y luego iba a por el siguiente objetivo.

Gillian estaba convencida de que en ocasiones no tenía una idea clara de lo que deseaba, pero como mínimo en ese momento estaba segura de lo que no quería: no le apetecía convertirse en un trofeo más en la larga sucesión de conquistas de un atractivo donjuán. Se tomó el último trago que le quedaba en la copa e hizo un gesto para detener a John cuando ya estaba a punto de alargar la mano hacia la botella.

—Para mí no, gracias. Ha sido muy amable, John, pero creo que me voy a casa.

—¿Ya? —exclamó él, aparentemente sorprendido.

Ella se puso de pie.

—Sí. Es que ya me he decidido, ¿sabe?

Cuando él también se levantó, ella estaba ya camino del perchero. Pilló su abrigo al vuelo y cruzó la puerta antes incluso de ponérselo. Tras haber estado respirando el aire viciado y sofocante del interior, la noche fría y húmeda que encontró fuera le pareció maravillosa. Gillian disfrutó del frío y del silencio. Justo delante tenía la playa y el río. Contempló la abismal oscuridad nocturna del agua y oyó el leve gorgoteo de las olas. Olía a agua salada y a algas. Se puso el abrigo y enseguida sintió un enorme peso en el alma. ¿En qué estaba pensando cuando había decidido acudir a aquella cita?

Había dejado el coche aparcado en la calle y ya casi había llegado hasta él, cuando John Burton apareció a su espalda. Respiraba pesadamente.

—Espere —ordenó él—. ¡Dios mío, mire que camina usted rápido! Todavía tenía que pagar…

—No me apetecía esperarle —dijo Gillian mientras abría las puertas del coche con el mando a distancia. Quería montarse, pero John la agarró por un brazo para detenerla.

—¿Qué he hecho mal? —preguntó él.

—En principio, no creo que haya hecho nada mal —aclaró Gillian—. Es solo que no quiero.

—¿Que no quiere qué? ¿Tomar algo conmigo? ¿Hablar conmigo?

—No quiero mentir a mi marido y a mi hija y no quiero enredarme en nada que me obligue a hacerlo.

—Hoy ya le ha mentido a su marido.

—Y ya es suficiente. No quiero que se repita.

—Espere —le pidió él—, por favor. No suba al coche y se marche sin más. Siento haber actuado como un estúpido. —La detuvo cuando estaba a punto de replicar algo—. No, de verdad. Quería comportarme como un gran seductor, probablemente eso la ha molestado y créame que puedo comprenderlo. Lo siento. Más no puedo decir. De verdad, lo siento.

—No pasa nada. Es solo que…

—… que no me dará una segunda oportunidad.

—John, tiene que comprender…

—¿Podemos sentarnos un momento en su coche? —preguntó él—. Hace bastante frío y aquí en la calle nunca se sabe quién podría escucharnos.

—De acuerdo —consintió Gillian. Ella se sentó al volante y John en el asiento del acompañante.

—Me tiene fascinado —confesó él—. Y me encantaría volver a verla. Supongo que ya lo ha comprendido. Sé que las circunstancias no son las más propicias. Pero me da igual. No puedo quitármela de la cabeza. Lo he intentado durante todo el fin de semana y no lo he logrado.

—Estoy segura de que tiene muchas «amigas» que podrán consolarlo —repuso Gillian.

Él la miró fijamente a los ojos. Su rostro adoptó una expresión grave. Parecía sincero.

—No —negó él—, no tengo ninguna «amiga». Tal vez eso no cuadre con los rumores que circulan sobre mí, pero la verdad es esa. No estoy con ninguna mujer.

—Las madres del club lo consideran un seductor incorregible.

—Genial. Pero no es cierto. Mi última relación terminó hace más de un año. Desde entonces he vivido como un monje.

—Pues tal como se comporta parece que tenga mucha práctica conquistando a mujeres.

—Si realmente tuviera tanta práctica, me habría dado cuenta a tiempo de que con usted he tenido una conducta absolutamente equivocada. Me he disculpado, Gillian. Solo quería parecer más chulo de lo que soy. Ha sido una idiotez.

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