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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (114 page)

BOOK: Terra Nostra
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Preguntóme: —¿Cómo se llama este muchacho con el que ambos hemos soñado?

Contestéle: —Depende de la tierra que pise.

La Señora me extendió sus manos: —Fraile, llévame a esa playa, llévame hacia ese muchacho…

—Paciencia, Señora. Deberemos esperar dos años, nueve meses y quince días, que son mil días y medio: el tiempo que vuestro marido tarde en terminar la necrópolis de los príncipes.

—¿Por qué, fraile?

—Porque este joven es la respuesta de la vida a la voluntad de muerte del rey nuestro Señor.

—¿Por qué sabéis estas cosas, fraile?

—Porque las hemos soñado, Señora.

—Mientes. Sabes más de lo que dices.

—Pero si todo lo dijese, la Señora dejaría de tener confianza en mí. No traiciono los secretos de la Señora. No me exijáis que traicione los míos.

—Es cierto, fraile. Dejarías de interesarme. Cumple con lo que me has prometido. Traeme a ese muchacho dentro de mil días y medio. Y si lo haces, fray Julián, tendrás goce.

Miento, mi amigo. No le contesté diciendo «No pide otra cosa mi alma compungida y devota»; no, no quería ser el amante de mi Señora; no quería gastar en su lecho el vigor y la vigilia que debía dedicar a mi cuadro; y temía a esta mujer, empezaba a temerla; ¿cómo pudo haber soñado lo que sólo pasó entre Ludovico y yo, cuando el viejo me dijo que se dirigía al Cabo de los Desastres, a la playa donde más de diecisiete años antes se reunieron él y Celestina, Felipe, Pedro y el monje Simón, y que esta vez la nave de Pedro partiría en busca del nuevo mundo allende el gran océano, y que el muchacho de la cruz en la espalda se embarcaría con él y regresaría un día preciso, mil días y medio después, a esta misma playa, la mañana de un catorce de julio, y que entonces podría ir conmigo, viajar al palacio del Señor don Felipe, y allí cumplir su segundo destino, el de su origen, como en el nuevo mundo habría cumplido su primer destino, el del futuro? Mal comprendí estas razones; el lugar y la fecha, en cambio, se grabaron en mi mente: yo vería el modo de que, entonces, mi Ama recuperara a su hijo perdido. Mas Ludovico añadió una condición más a nuestro pacto: que viese la manera de avisarle a Celestina que ese mismo día pasara por la misma playa. ¿Celestina? El ciego sabía lo que Simón le había contado cuando el ciego regresó, me dijo, a España: disfrazada de paje, tocaba un fúnebre tambor en las procesiones de la madre de Felipe, la Dama Loca, que por toda España arrastraba el cadáver embalsamado de su impenitente marido, rehusándose a sepultarlo. No me fue difícil hacer llegar un mensaje al paje de la reina atreguada.

Pero mi Señora, te digo, me espantaba: ¿cómo soñó ese sueño?, ¿las pociones de belladona que le suministré para apaciguar su delirio?, ¿el recuerdo de algún apunte mío de naufragios vistos o imaginados?, ¿la presencia en su recámara de un furtivo mur que a veces miré moviéndose entre las sábanas del lecho, agazapado, mirándonos?; ¿una blanca y nudosa raíz con figurilla humana, casi un hombrecito, que en ocasiones vi moverse con sigilo entre los cortinajes de la alcoba?, ¿un pacto satánico, algo que yo desconocía y que me hacía temblar al entrar a la alcoba de mi Ama, un horrible secreto que hería y amedrentaba tanto las razones de mi arte como las creencias de mi religión?, ¿y no era mi propósito, cándido amigo que me escuchas, conciliar de vuelta razón y fe por medio del arte, devolver la unidad amenazada por el divorcio a la inteligencia humana y a la convicción divina, pues para mí tenía, y tengo, que la religión enemistada con la razón es fácil presa del Diablo?

Busqué, para alejar de mí este creciente temor de lo demoniaco y alejarme también del creciente apetito sexual de la Señora, mancebos gráciles para conducirlos en secreto a su alcoba; convertíme, lo confieso, en vil tercerón, tan alcahueta como esa urraca remendona de Valladolid; y en algo peor, pues estos muchachos llevados hasta la alcoba nunca salieron vivos de allí, o si lo hicieron, desaparecieron para siempre y nadie volvió a saber de ellos; algunos fueron encontrados, blancos y desangrados, en pasillos del palacio y en perdidas mazmorras; de otros, muy pocos, llegué a saber algo: éste murió en la horca, aquél en la picota, el otro en el garrote. Temía cada vez rnás por la salud de la mente de mi protectora; debía darle a su pasión un cauce para mis propios afanes benéfico, y para los de ella, fuesen cuales fuesen, convincente. Busqué en aljamas y juderías, en Toledo y Sevilla, en Cuenca y Medina. Buscaba algo muy particular. Lo encontré. Lo llevé al palacio en construcción.

Llámase Miguel en solares de vieja cristiandad castellana. Llámase Michah en las juderías. Y en las aljamas se le conoce por Mijail-ben-Sama, que en árabe significa Miguel de la Vida. Vuestro marido, el Señor, ha agotado su vida en mortales persecuciones contra herejes, moros y judíos, y este muchacho es dueño de las tres sangres y de las tres religiones: es hijo de Roma, de Israel y de Arabia. Renovad la sangre, Señora. Basta de intentar el engaño de vuestros subditos; el consabido anuncio público de la preñez a fin de atenuar las expectativas de un heredero sólo os obliga a fingir, rellenando de almohadones vuestro guarda infante, un estado que no es el vuestro, seguido del igualmente consabido anuncio de un aborto. Las esperanzas frustradas tienden a convertirse en irritación, si no en rebeldía abierta. Debéis ser precavida. Detened el descontento con un golpe de teatro: colmad, verdaderamente, la esperanza, teniendo un hijo. Contad conmigo: la única prueba de la paternidad serán los rasgos del Señor vuestro marido que yo introduzca en los sellos, miniaturas, medallas y estampas que representen a vuestro hijo para el vulgo y para la posteridad. El populacho y la historia sólo conocerán la cara de vuestro hijo por las monedas que, con la efigie por mí inventada, se troquelen y circulen en estos reinos. Nadie podrá comparar la imagen grabada con la real. Combinad, Señora, el placer y el deber: dadle un heredero a España.

Sordo de conveniencia, no oí, Cronista, te lo juro, no oí lo que la Señora dijo contestando a mis razones:

—Pero, Julián, si yo ya tengo un hijo…

Lo dijo serenamente, pero no hay peor locura que la locura tranquila; te digo que no la oí; proseguí; le dije: Recobrad la unidad verdadera de España: mirad a este hermoso joven, Mijail— ben-Sama, Miguel de la Vida, Miguel castellano, moro y hebreo, te lo juro, Cronista, no me mires así, esto lo dije entonces a la Señora, no se lo dije después, al llevarle a su propio hijo, el muchacho recogido en el Cabo de los Desastres, cuando te conté esto te mentí, acepto mi mentira, sí, porque no sabía entonces cómo iba a terminar esta historia, creí que nunca le revelaría a nadie mi secreto máximo, pensé hoy, al comenzar a hablarte, que el peor secreto sería otro cualquiera, por ejemplo, cuando el Señor me contó lo que vio en su espejo al ascender por los treinta escalones, yo me dije, éste es el secreto, el padre del Señor fornicó con una loba, pero esa loba no era otra que una vieja reina, muerta hace siglos, la que cosía banderas con los colores de la sangre y de las lágrimas, un alma desapacible metida en cuerpo de loba, resurrecta, con razón pudo nacer otro niño de su vientre, la sangre llama a la sangre, los degenerados se encuentran y copulan y procrean, tres hijos del Señor llamado el Hermoso, tres bastardos, tres usurpadores, tres hermanos de Felipe, ¿no te basta conocer este secreto?, ¿no sacia tu curiosidad?, he querido ser honesto contigo, hacerme perdonar, no me acuses ahora de algo tan espantoso, le pedí a la Señora que tuviera un hijo con Mijail-ben-Sama, tú, tú eres el verdadero culpable, Cronista amargo y desesperado porque tus papeles no son idénticos a la vida, como lo quisieras, tú interrumpiste mi proyecto con tu necio poema, tú sacaste a Mijail de la vida y lo metiste en la literatura, tú tejiste con papel la soga que había de atarte a la galera, indiscreto, candoroso, tú mandaste a Mijail a la hoguera, ¿no lo recuerdas?, compartiste con él la celda la noche anterior a tu exilio y su muerte, ¿cómo iba a ser yo el tercerón inicuo que entregase el hijo al amor carnal de la madre?, ¿cómo iba a saber que esto es lo que deseaba la Señora?, lo reconoció, sí, lo reconoció, la cruz, los dedos, yo creí que reunía compasivamente a la madre y al hijo, ella sabía quién era, sabía que fornicaba con su propio hijo, lo sabía ella, y lo gozaba a gritos, lo sabía yo, y lo lamentaba con oraciones y golpes de pecho: la sangre llama a la sangre, el hijo nacido del incesto ha cerrado el círculo perfecto de su origen: la trasgresión de la ley moral, Caín mató a Abel, Set a Osiris, el Espejo Humeante a la Serpiente Emplumada, Rómulo a Remo, y Pólux, hijo de Zeus, rehusó la inmortalidad al morir su hermano, Cástor, hijo del cisne: hijos de la bruja, hijos de la loba, hijos de la reina, éstos fueron tres, no se mataron entre sí, los salvó su número, pero no hay orden que no se funde sobre el crimen, si no de la sangre, entonces de la carne: pobre Iohannes Agrippa, llamado Don Juan, a ti te correspondió trasgredir para fundar de vuelta, en nombre de los tres hermanos: ni Set, ni Caín, ni Rómulo, ni Pólux, tu destino, Don Juan, es el de Edipo: sombra que camina hacia su fin caminando hacia su origen: el futuro sólo responderá al enigma del pasado porque ese porvenir es idéntico al origen: la tragedia es la restauración del alba del ser: monarca y prisionero, culpable e inocente, criminal y víctima, la sombra de Don Juan es la sombra de don Felipe: en su hijo, Don Juan, conoció la Señora la carne de su marido, don Felipe: sólo así, Cronista, sólo por esta vía, cándido amigo de las maravillas, alma de cera, escúchame, yo creí que le devolvía a su hijo perdido, ella recuperó a su verdadero amante, tú tienes la culpa, tonto, no yo, no yo, no eran éstos mis propósitos, te lo juro, perdóname, yo te perdono a ti, los hechos adquieren vida propia, se nos escaparon de las manos, yo no me propuse tan horrible infracción de las leyes divinas y humanas, tú frustraste mi proyecto con tu literatura, ahora sabes la verdad, ahora varía todas las palabras y la intención toda de esta larga narración, ahora revisa cuanto te he contado, Cronista, y trata de encontrar en cada frase la mentira, el engaño, la ficción, sí, la ficción, duda ahora de cuanto te he dicho, ¿cómo harás para cotejar mis subjetivas palabras con la objetiva verdad?, ¿cómo?, mandaste a la hoguera a Miguel de la Vida, y a mí me condenaste a ser el cómplice de la trasgresión incestuosa: mira los fuegos de la hoguera en cada página que llenes, Cronista don Miguel, mira la sangre del incesto en cada palabra que escribas: quisiste la verdad, ahora sálvala por la mentira…

—Señor: este gran cuadro os ha sido enviado desde Orvieto, patria de unos cuantos pintores tristes, austeros y enérgicos. Sois el Defensor de la Fe. En homenaje a Vos y a la Fe os lo ofrecen. Mirad sus grandes dimensiones. Las he medido. Encajan perfectamente con las del espacio vacío detrás del altar de vuestra capilla.

Alma de cera

Embarcóse el fraile Julián en una de las carabelas de Guzmán que ayer zarparon del puerto de Cádiz; quedéme yo solo con mis plumas, papeles y tintas en la torre del estrellero. Digo solo, porque Toribio trabajaba febrilmente, como si le quedase poco tiempo y de sus tareas dependiese la salud del mundo; poco caso hizo de mi presencia. Agradecí la situación. Podría terminar la narración iniciada por Julián. Sería el fantasma del rey don Felipe: la cera donde se imprimiesen las huellas de su alma, hasta la conclusión de todo. Quería ser fiel testigo. Mas desde el momento en que me sentó a escribir la parte final de este hadit, mi imaginación intrusa se presentó a desviar los fidedignos propósitos de mi crónica. Primero escribí estas palabras: «Todo es posible.” En seguida, al lado, éstas: “Todo está en duda.» Supe así que, por el solo hecho de escribirlas, escribía en el umbral de una nueva era. Añoré las certidumbres que me fueran inculcadas durante mi fugaz paso por las aulas de Salamanca. Las palabras y las cosas coinciden: toda lectura es, al cabo, lectura del verbo divino, pues, en escala ascendente, todo acaba por confluir en el ser y en la palabra idénticos de Dios, causa primera, eficiente, final y reparadora de cuanto existe. De esta manera, la visión del mundo es única: todas las palabras y todas las cosas poseen un lugar establecido, una función precisa y una correspondencia exacta en el universo cristiano. Todas las palabras significan lo que contienen y contienen lo que significan. Pensé entonces en aquel caballero que Ludovico y sus hijos encontraron dentro de un molino de viento y empecé a escribir la historia de un hidalgo manchego que sigue adhiriéndose a los códigos de la certidumbre. Para él, nada estaría en duda pero todo sería posible: un caballero de la fe. Esa fe, me dije, provendría de una lectura. Y esa lectura sería una locura. El caballero se empeñaría en la lectura única de los textos e intentaría trasladarla a una realidad que se ha vuelto múltiple, equívoca, ambigua. Fracasaría una y otra vez; y cada vez volvería a refugiarse en la lectura: nacido de la lectura, seguiría viendo ejércitos donde sólo hay ovejas sin perder la razón de su lectura; sería fiel a ella porque para él no habría otra lectura lícita: los encantadores que conocía por su lectura, y no la realidad, seguirían cruzándose entre sus empresas y la realidad.

Me detuve en este punto y decidí, audazmente, introducir una gran novedad en mi libro: este héroe de burlas, nacido de la lectura, sería el primer héroe en saberse, además, leído. Al tiempo que viviría sus aventuras, éstas serían escritas, publicadas y leídas por otros. Doble víctima de la lectura, el caballero perdería dos veces el juicio: primero, al leer; después, al ser leído. El héroe se sabe leído: nunca supo Aquiles tal cosa. Y ello le obliga a crearse a sí mismo en su propia imaginación. Fracasa, pues, en cuanto lector de epopeyas que obsesivamente quiere trasladar a la realidad. Pero en cuanto objeto de una lectura, empieza a vencer a la realidad, a contagiarla con su loca lectura de sí mismo. Y esta nueva lectura transforma al mundo, que empieza a parecerse cada vez más al mundo del libro donde se narran las aventuras del caballero. El mundo se disfraza: el hechizado termina por hechizarlo. Pero el precio que debe pagar es la pérdida de su propio hechizamiento. Recobra la razón. Y esto, para él, es la suprema locura: es el suicidio; la realidad le remite a la muerte. El caballero sólo seguirá viviendo en el libro que cuenta su historia; no le quedará más recurso que comprobar su propia existencia, no en la lectura única que le dio vida, sino en las lecturas múltiples que se la quitaron en la realidad pero se la otorgaron para siempre en el libro y sólo en el libro. Dejaré abierto un libro donde el lector se sabrá leído y el autor se sabrá escrito.

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