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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (116 page)

BOOK: Terra Nostra
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Recorrió a caballo los vergeles de su infancia, aquel día último del estío de su vida. Salió de caza. Guzmán todo lo había preparado. Acompañábale el fiel Bocanegra. Llovió. Se guareció en su tienda y leyó un breviario. Bocanegra huyó. Cesó de llover. Todos se reunieron alrededor del venado cazado. Él debía dar la orden para la ceremonia final: que sonaran las bocinas, se descuartizara al venado, se encarnaran los sabuesos, se repartieran los galardones y castigos de esa jornada. Levantó la mano para dar la orden. Y antes de que pudiese hacerlo, todo sucedió como si la hubiese dado ya. El acto culminante de la montería se desarrolló como si hubiese mediado esa orden del Señor. Como si su más perfecta presencia fuese la ausencia misma.

—¿Dónde se han ido todos?

¿Quién daba las órdenes en su nombre? ¿Quién gobernaba en su lugar? ¿O todo ocurría, como aquella noche en el monte, por inercia, sin que el Señor hubiese de firmar papeles, ordenar, prohibir, premiar, castigar?

Caminó por los patíos, cruzó puertas, fatigó vestíbulos, recorrió los pequeños claustros del convento, la cuadra grande que sirve de parlatorio, las pilastras de piedra berroqueña, pasó bajo las lunetas de aciagas ventanas, a lo largo de asientos de nogal con sus espaldares, por la planta alta del convento, con sus largos paños y claustros, que se cruzan y atraviesan por multitud de arcos, bajo los artesonados techos de la lonja, hasta entrar a una vasta galería que nunca había visto, larga de doscientos pies y alta de treinta, toda pintada por sus lados, por los testeros y por la bóveda, y con columnas empotradas en las paredes, y el techo y la bóveda labrada y ordenada con grutescos de estuque, donde había mil diferencias de figuras y ficciones, encasamientos y templetes, nichos, pedestales, hombres, mujeres, niños, monstruos, aves, caballos, frutas y flores, paños y colgantes, con otras cien bizarrías, y al fondo de la gran sala un trono godo, de piedra labrada, y sentado en él un hombre, intentó reconocerle, la alta y tiesa gola, la ropilla damasquinada, los borceguíes apretados, una pierna más corta que la otra, el busto envarado, el rostro con una pálida tonalidad gredosa, los ojos adormilados y estúpidos, mirada de saurio inofensivo, la boca entreabierta, el labio inferior grueso y colgante, la pesada mandíbula prógnata, las cejas despobladas, la larga peluca de negros y grasosos rizos, y coronándole la cabeza un blanco pichón sangrante: la sangre le escurría por el rostro a este rey, sí, a este monarca secreto que levantaba, tiesamente, un brazo, y luego el otro, y gobernaba en su nombre, ahora lo sabía, ahora lo entendía, la momia real fabricada por la Señora, el espectro de todos sus antepasados, sentado en el trono, coronado por una paloma, gracias, gracias, Isabel, esto te debo, este fantasma gobierna por mí, yo puedo dedicarme a la mayor de las empresas: la salud de mi alma…

Otra corona, ésta de oro incrustado en zafiro, perla, ágata y cristal de roca, yacía por tierra, a los pies de la momia, de este muerto animado que no le miraba a él por más intensamente que él, temblando, le mirase.

Recogió impulsivamente la corona goda y huyó de esa galería, sin escuchar las risillas del hombrecito escondido detrás del trono, y caminó de prisa por pasajes enlutados, jardines inconclusos, escaleras hurtadas, losas de mármol pardo, evitando la capilla y las ceremonias de ese santo día del Cuerpo de Cristo, hasta la que fue recámara de su esposa, Isabel, allí había visto a esa momia, tendida en la cama, entró: nada había ahora, salvo las blancas arenas del piso, un aire de junio tibio que entraba por la ventana de donde la Señora mandó retirar, y empacar, los costosos cristales; arrancados los barnizados azulejos del baño arábigo; desplomada la cama. En su ausencia, la alcoba de Isabel comenzaba a parecerse a la del Señor; mustio abandono, gloria pasajera.

Algo brillaba, enterrado en las arenas del piso.

El Señor se acercó, se inclinó, arrancó una verde botella de la tumba de arena.

Rompió el yeso rojo que la sellaba.

La botella contenía un manuscrito.

El Señor lo extrajo con dificultad. Era un pergamino viejísimo; las hojas manchadas se pegaban unas a otras, y estaban escritas en latín.

Se sentó sobre la arena, y esto leyó.

Manuscrito de un estoico

Escribo en el último año del reinado de Tiberio. El imperio heredado de Augusto conserva su máxima y magnífica extensión. Desde el ombligo solar de la fundación por los hijos de la loba, las posesiones se extienden, en grandes arcos universales, hasta el norte, la Frisia y la Batavia, a través de toda la Galia conquistada por César; y al sur y al occidente, de los Pirineos al 'Tajo, por las tierras donde Escipión se valió de tres lusitanos para asesinar al rebelde Viriato y donde, fundado todo una vez sobre la revuelta, la sangre y la traición, fue necesario fundarlo todo una segunda vez, en Numancia, sobre el honor del fracaso heroico: Numancia, donde antes de rendirse, los iberos prendieron fuego a sus casas, mataron a sus mujeres, quemaron a sus hijos, se envenenaron, se clavaron puñales en los pechos, cortaron los jarretes de los caballos y, los que quedaron después de esta inmolación, se lanzaron de las torres contra los romanos, con las lanzas por delante, confiando en que al morir estrellados se llevarían, ensartado, a un invasor.

Son romanas todas las tierras comprendidas al oriente del Ródano y al sur del Danubio, de Viena a la Tracia; de Roma son Bizancio, el Bosforo, Anatolia, Capodocia, Cilicia y la gran cuchilla comba que va de Antioquía a Cartago; suyo, el Mar Nuestro: Rodas, Chipre, Grecia, Sicilia, Cerdeña, Córcega y las Baleares. El mundo es uno solo y Roma es la cabeza del mundo. Roma es el mundo, aun cuando sus más ambiciosos ciudadanos templen esta verdad con miradas dirigidas a lo que todavía falta por conquistar: Mauritania, Arabia, el golfo pérsico, Mesopotamia, Armenia, Dacia, las islas británicas… Sin embargo, podemos decir, orgullosamente, con nuestro gran poeta fundador: Romanos, amos del mundo, nación vestida con la toga.

Como los halcones, desciende, lector, de este alto firmamento que nos permite admirar la unidad y la extensión del imperio, al lugar donde habita Tiberio, el amo de Roma.

Hasta hace poco, nosotros, los narradores, podíamos empezar nuestras crónicas con una advertencia: Escucha, lector; tendrás deleite. No sé si éste sea mi caso, y pido excusas de antemano al conducirte a Capri, escarpada isla de cabras anclada en el golfo de Nápoles, accesible sólo por una pequeña playa, rodeada por hondísimas aguas y defendida por altos acantilados. En la cima: la villa imperial, el más inaccesible lugar de este impregnable islote.

Y sin embargo, esta tarde, un pobre pescador que ha tenido la oportunidad de capturar un enorme céfalo asciende penosamente, aunque con seguridad, pues desde niño ha competido con otros mozos de la isla, a ver quién sube más rápido, por las verticales formaciones rocosas; suda, abre la boca, se hiere las piernas y con una sola mano, en momentos de peligro, se detiene de las afiladas rocas amarillas; con el otro brazo, aprieta contra su pecho el pescado de vientre plateado y ojos (en la vida y en la muerte) medio cubiertos por membranas transparentes. Cae la noche, pero el pescador no ceja en su afanoso esfuerzo por llegar a la cúspide de la isla, allí donde habita Tiberio César; cae la noche y los enormes ojos de Tiberio César no se arredran, pues todos sabemos que él puede ver en la oscuridad.

De noche, mira inclinando hacia adelante su cuello grueso y tieso; de día, rehuye el sol, usando, aun dentro de la villa imperial, un sombrero de alas anchas para protegerse de la resolana. Ahora ha desechado el sombrero y al oscurecerse el cielo, pide a su consejero Teodoro que le ponga en la cabeza una corona de laureles; es sólo la noche, la noche que naturalmente desciende sobre nosotros, le dice Teodoro al César; nunca se sabe, contesta Tiberio, el cielo se oscurece, puede ser la noche, pero puede ser una tormenta que se avecina, coróname de laureles para que nunca me toque un rayo y asegúrate, Teodoro, de que al morir se me entierre a más de cinco pies de profundidad, donde no puedan penetrar los rayos y encomienda mis manes al dios ignipotente, Vulcano, a quien más temo.

El César guarda silencio en la oscuridad y escucha el goteo de la clepsidra que marca su tiempo; un tiempo de agua; y luego, bruscamente, toma la muñeca del paciente consejero que en tierras orientales adquirió, sin jamás renunciar a ellos, los hábitos de su apariencia: túnica de lino, sandalias de fibra de palmera y la cabeza completamente rapada. Teodoro: esta tarde, cuando dormía la siesta, volví a soñar, regresó el fantasma; ¿quién, César?; Agrippa, Teodoro, Agrippa; era él, le reconocí; ese pobre muchacho murió, César, tú lo sabes mejor que nadie; ¿pero no por culpa mía, verdad, Teodoro, no fue culpa mía?, sé franco conmigo, sólo en ti tolero la franqueza, tú eres el hijo de mi maestro de retórica Teselio de Gándara, tú puedes decirme impunemente lo que otros, de decirlo, pagarían con sus vidas…

—César: tu padrastro, el emperador Augusto, te dijo una vez que no importa que los demás hablen mal de nosotros* bástenos impedir que hagan mal; yo, César, al hablar mal te hago bien; ¿de qué otra manera podrías conocer las quejas, las murmuraciones, las cóleras y las tristezas de tu imperio?

—No me importa conocerlas, sino obrar en contra de los quejosos, murmuradores, coléricos y entristecidos; distingue; ¿y no temes, Teodoro, que un día mi furia se vuelva contra ti, te atribuya a ti los crímenes que me denuncias, las opiniones que me transmites?

El consejero se inclina suavemente y Tiberio ve brillar, en la oscuridad, el cráneo rapado, de plata: —César, ese riesgo corro… ¿Ordeno que iluminen las antorchas?

—Yo puedo ver de noche. Además, prefiero oirte sin verte. Cerraré los ojos. Es como si me hablara a mí mismo. He olvidado cómo hacerlo. Por eso te necesito. Pero a ese fantasma que me visita todas las tardes no puedo hablarle, ni tocarle, ni oírle. Se aparece al pie del triclinio donde he almorzado y después dormito, y me sonríe, sólo me sonríe…

El consejero mira alrededor del aposento. No sabe si sonríen las máscaras de cera que lo adornan: son los antepasados de Tiberio.

—Puesto que deseas escuchar la verdadera historia a fin de calmar tu ánimo, te diré, César, que el primer acto de tu reinado fue el asesinato de ese pobre muchacho que ahora se te aparece en sueños, Agrippa Postumo, el nieto legítimo de Augusto, el heredero de su sangre…

Siempre que habla, Tiberio mueve nerviosamente los dedos:

—Mientras que yo sólo soy el entenado de Augusto, ¿eso quieres decir, verdad? Pero Augusto me escogió a mí, me convocó al lecho de su agonía y me dijo: tú serás emperador, tú, no ese muchachito idiota, grosero, físicamente fuerte pero mentalmente débil, bello pero imbécil, serás tú, no será él… Tú serás César, Tiberio.

—El pueblo piensa otra cosa.

—¿Qué? Dime, no tengas miedo.

—Que te cuidaste de no revelar la muerte de Augusto hasta asesinar a su auténtico heredero, Agrippa Postumo; que el cadáver de Augusto permaneció encerrado, escondido, pudriéndose, mientras tú mandabas asesinar a Agrippa…

—César Augusto dejó una carta…

—El pueblo dice que Livia, tu madre, la escribió en nombre de Augusto su esposo, para abrirte el camino a ti, el hijastro, condenando al exilio al joven Agrippa, el nieto…

—El muchacho fue asesinado por el tribuno de los soldados.

—El tribuno dijo que tú le diste la orden.

—Pero yo lo negué y mandé matar al tribuno por calumniarme… por calumniar al nuevo César, aceptado por el senado y por las legiones… ¿no bastan todas estas legitimidades?

—En todo caso, Agrippa Postumo murió asesinado en el destierro de la isla de Planasia, y quien se te aparece todas las tardes en sueños es sólo un espectro. Aunque yo creo, señor, que nadie, ni un fantasma, podría llegar hasta aquí; has escogido bien tu retiro; la isla es una fortaleza natural.

Entonces el César grita, levanta el brazo, alarga un dedo tembloroso y Teodoro, el hijo del maestro de retórica, intenta, con los ojos angostados, penetrar esa oscuridad que tan familiar le resulta a su amo; ¡el fantasma, ha regresado, esta vez de noche, allí, ha entrado por ese balcón, detrás de la cortina, prende la antorcha, Teodoro!, grita, temblando, el basto Tiberio de los ojos inmensos y la nuca tiesa; y mientras el consejero prende el hacha de estopas, se escucha el murmullo de una voz humilde y azorada:

—César… el hombre más modesto de esta isla te ruega que aceptes nuestra hospitalidad…

La luz de la antorcha revela a un hombre maduro, con la cabeza inclinada, la barba rala, el pelo revuelto y las uñas negras, cubierto sólo con un taparrabos: las piernas heridas, el pecho y los brazos brillantes de sudor y un pescado abrazado al pecho; alarga los brazos y ofrece el céfalo al emperador.

—¿Quién eres? ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Soy pescador: te ofrezco lo mejor de mi humilde hospitalidad; el fruto del mar; este hermoso céfalo, señor, mira qué grande es, qué gris es su costado, y de plata su vientre, y qué bellas sus aletas…

—Entonces cualquiera puede llegar hasta aquí…

—Desde niño. César, yo…

—…y tú puedes guiar a cualquiera…

—No entiendo; mis padres me enseñaron que lo debido es que los humildes ofrezcan hospitalidad a los poderosos y que éstos, sin mengua de su grandeza, la acepten…

—Inocente: le has mostrado el camino a los fantasmas.

A la gritería del César, irrumpe en el aposento la tropa numerosa de los criados: llevan antorchas, lámparas, cirios, candelas, luminarias nocturnas; y sólo detrás de la servidumbre entra la guardia y torna, temblando los hombres de la guardia y temblando el pescador, a éste; y el César, temblando también, murmura que cualquiera puede llegar hasta aquí, incluso un pobre pescador, incluso un fantasma, el fantasma que le persigue todas las tardes y ahora envía mensajeros de noche. con pescados envenenados; no, César, te lo juro, lo pesqué esta misma tarde, es el céfalo más grande que se ha pescado jamás en estas aguas, me pareció que pecaría por orgullo si lo conservaba para mí y mi pobre familia, es mi homenaje, César, es costumbre de hospitalidad, los demás pescadores dicen que Agrippa no ha muerto, que ha sido visto en las otras islas, en Planasia y en Glosa, que pronto desembarcará aquí, con su ejército de esclavos, a reclamar la herencia de su abuelo, César Augusto, dicen que es joven y rubio y sólo se muestra de noche y nunca dos veces en el mismo lugar: Agrippa Postumo; yo disputé con mis compañeros, César, les dije que tú eras el emperador y que yo te ofrecería, con mi pescado, la hospitalidad de Capri para que tus sueños sean tranquilos y los míos también, queremos paz, César, mi padre murió en la guerra civil luchando contra Casio y Bruto, yo sólo quiero pescar en paz y honrar a César…

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