El cuadro
: Mientras Jesús les hablaba a los discípulos de Juan, llegó un jefe, y acercándosele se postró ante Él, diciendo: Mi hija acaba de morir, pero ven, pon tu mano sobre ella y vivirá. Y levantándose Jesús, le siguió con sus discípulos. Cuando llegó Jesús a la casa del jefe, al ver a los flautistas y a la turba de plañideras, dijo: Retiraos, que la niña no está muerta; duerme. Y se reían de Él. Una vez que la muchedumbre fue echada fuera, entró, tomó de la mano a la niña v ésta se levantó. La nueva se divulgó por toda aquella tierra.
Afuera, el sol de julio jamás se fatigaba. Hay aquí bastante para fundar una ciudad entera, dijo Martín, encogiéndose de hombros, apenas se dispersó la muchedumbre que había asistido a la quema del muchacho junto a la caballeriza: aquí se vaciaban grandes planchas de piorno, allá se tejían y enrollaban el esparto y el cáñamo, las cuerdas y los cables, las maromas y las ondas; más lejos trabajaba una multitud de aserraderos y carpinteros y aquí cerca, bajo sus toldos, los borladores atacaban en silencio las telas de raso, las marañas, las franjas y los cordones. Cómo se detenía el sol sobre esta tierra parecida a un desierto. Martín miró la tierra al retomar la cuña en la cantera, tratando de adivinar las escondidas huertas y ios disimulados riachuelos de esta llanura feroz; leguas y más leguas de rocas y una luz de oro pálido que permitía seguir con la mirada el movimiento del polvo.
Jerónimo, le dijo Martín al hombre barbado que resoplaba los fuelles y luego, en los descansos, acomodaba las argollas de las cadenas que había fraguado durante todo el día, ¿tú también has visto a esa mujer?, y el herrero le contestó con otra pregunta, Martín, ¿tú sabes quién era el mozo que acaban de quemar vivo?
Así, el Señor, muy de mañana y con gran sigilo, se levantaba y se echaba encima una pesada capa negra. Era tanto su acostumbrado silencio y la consiguiente destreza para escapar de la alcoba, atravesar la capilla sin mirar hacia el cuadro traído de Orvieto y llegar al pie de la escalera, que ni el mismo can Bocanegra, de suyo tan alerta, se desperezaba con los movimientos del amo, antes seguía echado al pie de la cama, con la cabeza vendada y un persistente apelmazamiento de la arena negra de la costa cerca de la herida y en las patas.
Pero esta particular madrugada (el Señor le ha pedido a Guzmán que no deje de recordarle qué día es éste; un muchacho ha sido quemado ayer junto a la caballeriza del palacio en construcción; las obras del propio palacio se retrasan más de lo debido mientras las carrozas fúnebres luchan contra el tiempo y el espacio para acudir a la cita; Jerónimo ha sido penado por aguzar excesivamente las herramientas; Martín ha visto pasar a la Señora con el azor sobre la mano: un joven yace, bocabajo y con los brazos abiertos en cruz, sobre la playa negra) el Señor, antes de abandonar la alcoba, se detuvo un instante con la capa entre las manos, mirando al perro; se preguntó el por qué de esas modorras matutinas de Bocanegra. No dio privilegio, ni respuesta, a su interrogación. Prefirió saberse el dueño original de una madrugada tan filosa en su frescura de meseta extrema, tan compensatoria de los fuegos del día anterior, tan ajena aun a los presagios de la agobiante jornada que, en pocas horas, la seguiría. Salió de la alcoba, cruzó la capilla, llegó al pie de la escalera.
¿Qué eran las interrogantes acerca de los hábitos anormales de un perro junto a las que proponía este acercamiento tembloroso a la in- terminada escalera de piedra? Podía contar desde abajo los treinta y tres anchos escalones construidos que comunicaban a la cripta-con la tierra allanada del antiguo vergel de los pastores. Escalones anchos, bien cincelados, desbastados. ¿Cómo se llamaría el obrero que los pulió? ¿Qué cara tendría? ¿Cuáles serían sus sueños? ¿A dónde conducían los escalones? Se llevó la mano a la frente: afuera a la meseta, el mundo circulante, proliferante, sudoroso; al encuentro con el trabajador que los construyó. Lo sabía de sobra. ¿Por qué volvía a dudar? ¿Por qué se levantaba antes del alba para ver con sus propios ojos en qué estado se encontraba la construcción de esa escalera concebida con el solo propósito de dar cabida a la procesión de féretros señoriales y a los cortejos que debían acompañarlos a la morada final? ¿Por qué no se cumplían sus órdenes: construyase a toda furia? ¿Por qué, él mismo, no se atrevía a subir por esos escalones, prefiriendo verlos desde abajo antes de iniciar sus largas prácticas cotidianas de oración, reflexión y penitencia?
¿Por qué no se atrevía a dar el primer paso? Un sentimiento perdido, un fuego de la sangre, olvidado durante el insensible paso de aquella juventud a esta madurez, volvía a nacer entre sus muslos y en su pecho, a circular por sus piernas, a brillar en la tensión luminosa de un semblante renovado. Levantó el pie para disponerse a subir al primer peldaño.
Hizo un rápido cálculo; no eran todavía las cuatro de la mañana. Miró primero su propia zapatilla negra suspendida en el aire. Luego paseó la mirada hasta el término de la escalera en lo alto. Una noche tan negra como su calzado le devolvió la mirada. Se atrevió; dio el primer paso; colocó el pie derecho sobre el primer escalón y en seguida esa noche fresca se convirtió en un alba de dedos color de rosa; dio el segundo paso, plantó el pie izquierdo sobre el primer peldaño; la aurora se disipó en una caliente mañana de luces derretidas. Entonces la carne del Señor, tan exaltada ya por el deseo de alcanzar el siguiente escalón, se horripiló sin poder, durante algunos momentos, distinguir entre el temblor del placer y el calosfrío del miedo.
Bocanegra corrió desde la recámara por la capilla hacia la escalera; el Señor apenas tuvo tiempo de pensar que su momento de atenta duda cerca del can dormido había, de alguna manera, removido el fondo bruto del sueño. Y ahora el perro corría, feroz, con el hocico abierto, afilado y babeante, como si al fin hubiese llegado la hora de defender al amo; corría hacia el amo y el amo, trémulo, se dijo: «No me reconoce».
Pero Bocanegra se detuvo al pie de la escalera, sin atreverse a subir al primer peldaño donde el Señor era una figura granulada por la violenta luz que caía de lo alto: columna solar de la luz, columna polvorienta del Señor. Primero el alano ladró con una furia que el Señor no pudo separar de su propia, fascinada inocencia; pues, ¿qué sabían el can o su dueño acerca de lo que les estaba sucediendo? En nada, pensó el Señor, puede distinguirse mi temblorosa ignorancia de la ignorante furia del perro. Ladró, se acercó al primer escalón, huyó de él como si la piedra ardiese; peor (miró bien el amo) : para el perro la escalera no existía porque el can no podía ver en ella al Señor y sin embargo olía su presencia, pero esa presencia no era la del momento que el perro vivía, sino la de la hora que el Señor había encontrado por accidente; el fuego se apagó en sus entrañas, no pudo creer más en el retorno de su exaltación juvenil, maldijo la noción de la madurez y la identificó con la corrupción; maldijo la ciega voluntad de acción que un día le había alejado y, ahora, separado para siempre de la única eternidad posible: la de la juventud.
«La manzana ha sido cortada del árbol. Su único destino es pudrirse».
Entonces el Señor, parado sobre el primer escaño, cometió el error de alargar la mano para tomar a Bocanegra de la carlanca de púas con el blasón heráldico inscrito en el fierro. El perro gruñó, agitó la cabeza, intentó clavar primero las púas y en seguida los colmillos en la mano que trataba de arrastrarlo hacia el primer peldaño. La sensación inicial de reconocimiento ausente fue seguida, en el ánimo del Señor, por una certeza de animosidad; el belicoso perro no sólo desconocía a su amo; lo veía, además, como a un enemigo; como a un intruso. Se negaba a compartir el lugar y el instante invadidos por el Señor al subir la escalera. El Señor abarcó con la mirada la perspectiva de la cripta desde el primer peldaño: la capilla era un grabado en lámina de cobre, desde la escalera hasta el altar del fondo, el luminoso cuadro italiano y la custodia de jaspes. En seguida, una cólera sin mesura se apoderó de él; el día de su victoria juró levantar una fortaleza de la fe que ningún soldado ebrio y ningún perro hambriento pudiese jamás profanar; aquí estaba, en la entrada misma del espacio escogido para su vida y su muerte, el lugar por él y para él construido, defendiéndose contra un perro que a su vez se defendía de ser arrastrado sobre la escalera; el Señor miró hacia las lejanas luces del altar y le arrancó al perro, de un tirón doloroso, la venda de la cabeza; Bocanegra aulló lastimeramente; el jirón de tela le levantó la costra arenosa de la herida.
Gimoteante, vencido, Bocanegra regresé), con la cabeza gacha y la venda arrastrada entre las trémulas patas, a la recámara señorial. El Señor dudó entre ascender un escalón más o descender al piso de granito de la capilla. Movió la pierna derecha para subir al segundo escalón; pero esta vez, otra vez, aquella gozosa ligereza se había convertido en una aplomada gravedad. Tuvo miedo; dio media vuelta y posó la planta del pie debajo del primer escalón, en el piso. Miró a lo alto: el sol se borró del firmamento, el alba reconquistó su anuncio. Movió la pierna izquierda y bajó completamente del primer peldaño; volvió a mirar hacia arriba, hacia el boquete de cielo al término de la escalera: la aurora había cedido el lugar a la noche que la precedió.
El paje y atambor, vestido todo de negro, descendió de las dunas a la playa y se hincó junto al joven náufrago. Le acarició la cabeza húmeda y le limpió el rostro: la mitad de la cara, hundida en la arena mojada, era una máscara de fango; en cambio la mitad lavada, (murmuró el paje y a tambor), era la cara de un ángel.
Sobresaltado, el muchacho despertó de un largo sueño; gritó: no supo distinguir las caricias del paje de otras que creía haber soñado a partir del momento en que cayó del puente de proa a las hirvientes aguas del mar; sueños que eran encuentros con las mujeres en las carrozas; temió que los labios ávidos y los afilados dientes de una joven señora volviesen a clavarse en su cuello; temió que los labios arrugados y las encías desdentadas de una vieja envuelta en trapos cayesen de nuevo entre sus muslos. Miró con los ojos inocentes los labios tatuados del paje y atambor e imaginó que en ellos se fundían, como los campos y las armas en un escudo, como los blasones y el viento en un pendón, las bocas deseosas de las otras mujeres; llegó a creer que el paje era las dos mujeres soñadas, resueltas en una nueva figura hermafrodita; si era mitad hombre y mitad mujer, el paje se bastaría a sí mismo, se amaría a sí mismo, y estas caricias con las que intentaba consolar y resucitar al joven náufrago serían acto insignificante o infinitamente caritativo, pero nacía más. Y si el paje era hombre, el náufrago aceptaría su cariño como el de un compañero largamente deseado en la soledad y la amenaza mortales. Pues los labios tatuados del paje, al acercarse a los suyos, no le pasaban los pesados alientos de sándalo y hongo de las otras mujeres, sino un perfume de selva, de zarzas incendiadas y de tenerías al aire libre. El paje rodeó el rostro del muchacho con las manos y acercó la lengua tibia y suave a la boca abierta del náufrago. Las dos lenguas se unieron y el joven pensó: «He regresado. ¿Quién soy? He resucitado. ¿Quién eres? He soñado. ¿Quiénes somos?» Cree que al cabo también lo repitió en voz alta, pues el paje le contestó, cerca de la oreja que no cesaba de acariciar:
—Todos hemos olvidado tu nombre. Yo me llamo Celestina. Deseo que oigas un cuento. Después, vendrás conmigo.
No había enojo en la actitud de Guzmán; sólo el profundo y silencioso desdén de quien conoce su oficio y desprecia los errores ajenos; pero el desdén era disfrazado por los actos precisos que, al tratar de remediar el entuerto, ponían en evidencia la culpa del Señor. El amo, respirando trabajosamente y rascándose la mandíbula, no tenía tiempo para fijarse en estos detalles ni en lo que pudiesen revelar de una disparidad entre la conducta y el ánimo de Guzmán. Una evidencia mucho más poderosa acaparaba su atención: eran las cinco de la mañana, el sol apenas asomaba, y el can Bocanegra era curado por Guzmán de una desgracia ocurrida cuando el sol, una hora antes, estaba en su futuro cénit.
Miró al vasallo y lo dejó hacer. Guzmán untó al perro con aceite de oliva para amansarle el dolor, luego tomó el unto de puerco, añejo y derretido, y lo empastó sobre la llaga; finalmente ató el cuerpo del perro a una tabla para que no se rascara y dijo:
—Es mejor que ahora se ventile la herida; así resecará más pronto.
El Señor se rascó la oreja cosquillosa y volvió a mirar. Guzmán, terminada la cura del perro, se hincó ante el hogar, acomodó los leños y los encendió con estopas. El Señor se sentó en la silla curul al lado del fuego, consciente de que Guzmán había adivinado sus deseos: a pesar de que era un día de verano, el Señor temblaba de frío. Las llamas empezaron a jugar por igual sobre su perfil prognata y sobre el agudo rostro de Guzmán.
—Debo recordar al Señor que es hoy día de su cumpleaños. Me excuso por no haberlo mencionado antes. Pero el estado del can…
—Está bien, está bien, jadeó el Señor, apaciguando las excusas de Guzmán con una mano. Soy yo quien debe pedir perdón por mi descuido con el perro…
—El Señor no tiene por qué ocuparse de los perros. Para eso estoy yo.
—¿Qué hora es?
—Las cinco de la mañana, Sire.
—¿Estás seguro?
—El buen montero siempre conoce la hora.
—Oye… ¿Quién construyó la escalera que conduce de la capilla al llano?
—¿Quiénes, Señor? Seguramente, muchos; y todos sin nombre memorable.
—¿Por qué no terminan de construirla? Pronto llegarán los séquitos fúnebres; ¿por dónde bajarán a la cripta?
—Deberán dar vueltas, Señor, por llano y pasillo, patio y mazmorra, como hacemos todos para llegar a la cripta.
—No me has contestado: ¿por qué no han terminado de construir esa escalera?
Nadie osaría interrumpir las meditaciones del Señor. El Señor pasa casi todo el día hincado o postrado frente al altar; el Señor ora; los trabajos se retrasan…
—¿Oro? ¿Medito? Sí… recuerdo, días enteros, regresan a mí… Guzmán… ¿volverías a vivir un día de tu vida, uno sólo, para actuar de manera distinta a como actuaste entonces?
—Todos hemos soñado con enmendar una mala decisión del pasado; pero ni Dios puede modificar lo que ya sucedió.