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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (28 page)

BOOK: Terra Nostra
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El Señor gritó, alargó la ruano y tomando un látigo penitenciario comenzó a fustigarse la espalda, la mano, el rostro, mientras le miraban sus antepasados las estatuas de blancos ojos y mármol inlacerable. Sangró también el Señor. Luego dijo en voz muy baja, con los dientes apretados:

—No quiero que el mundo cambie. No quiero que mi cuerpo muera, se desintegre, se transforme y renazca en forma animal. No quiero renacer para ser cazado en mis propios predios por mis propios descendientes. Quiero que el mundo se detenga y libere mi cuerpo resurrecto en la eternidad del Paraíso, al lado de Dios; una vez muerto, no quiero, por favor, por piedad, no quiero regresar otra vez al mundo. Quiero la promesa eterna: ascender al reino de los cielos y allí olvidarme del mundo inmóvil y perder para siempre toda memoria de que tuve vida, de que hay vida en la tierra; pero para llegar al cielo, para que el cielo mismo exista, este mi mundo actual no debe cambiar, pues sólo de su infinito horror puede nacer, por contraste, la infinita bondad del cielo. Sí, sí, tal es el contraste requerido; y por eso, de joven, oscuramente, sin saber bien lo que hacía, maté a quienes se atrevían a ofrecer el cielo en la tierra, por eso, padre mío don Felipe y no por mi promesa de nunca volver a decepcionaros y hacerme digno heredero de vuestro cruel poder, por esto y no, madre mía doña Juana, para consumar las nupcias del honor y la muerte; por esto; y por eso ahora que envejezco, conscientemente, edifico el mal en la tierra para que el cielo siga teniendo sentido. Que haya un cielo, Señor, Tu cielo; no nos condenes al cielo en la tierra, al infierno en la tierra y al purgatorio en la tierra, pues si la tierra sola contiene todos los ciclos de la vida y la muerte, mi destino es ser un animal en el infierno. Amén.

Pero ni el Cristo que le daba la espalda ni los hombres con las vergas levantadas ni las estatuas sepulcrales que esperaban los cadáveres de los treinta fantasmas sus antepasados, le atendían. El Señor lo supo y levantó el látigo:

—Demonio… Demonio disfrazado… Demonio que asumes a voluntad las figuras de otros hombres, de otros fantasmas, del solo Dios… Cruel Dios que regalas o retiras tus dones a tu antojo y aun permites que Luzbel usurpe tu figura y engañe a mi pobre alma… Manifiéstate, Dios mío, hazme saber cuando me tocas Tú y cuando me toca el Demonio… ¿Por qué nos sometes a los cristianos a la ruda prueba de nunca saber, en la cima mística, si hablamos Contigo o con el Enemigo?; ¡manifiéstate, cabrón Jesús, danos una sola prueba de que nos oyes y en nosotros piensas, una sola prueba!, ¡no me humilles más, no me ofrezcas más como espejo de mi vida el excremento.

el que me rodeó al nacer en una letrina flamenca, el que me invadió en Tu altar el día de mi victoria contra los herejes adamitas, el que me cayó encima esta misma mañana, mientras dormía!; hijo de la mierda, Dios de la mierda, ¿cómo sabré cuándo me hablas Tú? ¡Déjame gozar del ascenso místico sin dudas ni visiones, pues sólo en esta epifanía puedo resolver el conflicto de mi pobre alma, capturada, aquí abajo, entre la deuda del poder para con mi padre y la deuda del honor para con mi madre y la deuda de la sensualidad para con mi esposa: sólo a Tu lado puedo dejar todo esto atrás, pero Tú no quieres decirme si sacrificando poder, honor y sexo hasta Ti llego o al Demonio me abrazo!

Con una fuerza de la que se creía incapaz, el Señor se incorporó y fustigó los cuerpos pintados con el látigo, hasta imaginar que había hecho sangrar la tela misma del cuadro; y entonces lanzó su furia contra la espalda del Cristo volteado, la espalda marcada con la cruz de carne; pero al intentar hacerlo, el brazo se le paralizó, el látigo se detuvo en el aire con contracciones propias, como si adquiriese la vida de una negra serpiente; y la figura del Cristo volvió a girar, le dio la cara al Señor y en la cara del Cristo había una carcajada soberana, que retumbaba por encima de todas las dudas, todos los deseos, todas las cóleras, todos los terrores y todas las humillaciones del Señor detenido como una estatua, a punto de asimilarse a los treinta sepulcros de esta cripta, mientras las figuras del cuadro giraban y mostraban la infinita variedad de las formas.

Y la mandíbula prógnata del Señor se adelantó buscando el aire escaso de este hipogeo donde su vida se centraba y resumía cuando, al fin, se movieron los labios del Cristo del cuadro y dijeron:

—Muchos vendrán en nombre mío, diciendo: Yo soy el Cristo, y seducirán a mucha gente. Y de nuevo surgirán los Anticristos, y los falsos profetas; se anunciarán mediante signos prodigiosos y cumplirán falsos milagros, a fin de inducir en error a los elegidos. YT es cierto el testimonio de San Juan: los Anticristos serán numerosos. Pues cuando el Anticristo viene, los Anticristos se multiplican. Pero sólo uno entre ellos será el verdadero. Haz por reconocerlo. En ello te va la salvación que tanto imploras. Tú pretendes imitarme; los herejes que has perseguido se inspiran también en la imitación de Cristo. Necios. Si soy Dios, mi leyenda y mi vida en la tierra son insustituibles e inimitables. Pero si sólo fui Él hombre Jesús, entonces cualquiera puede ser como yo. ¿Para qué diablos caí en la tentación de nacer como hombre, inscribirme en los signos precisos de la historia, vivir bajo el reino de Tiberio y durante la procuración de Pilatos, actuar en la historia y hacerme su prisionero? Necio yo, sí, pues los verdaderos Dioses presiden el origen irrepetible del tiempo, no su accidentado curso hacia un futuro que para los Dioses carece de sentido. Resuelve este dilema. Y además, cabrón tú.

Prisionero del Amor

El hermoso joven la miraba con los ojos distraídos y las pupilas agrandadas, mientras ella se acercaba y luego se alejaba, arreglándole primero los almohadones perfumados entre los brazos y bajo la cabeza; en seguida retraída, mirándole, admirada, agradecida; luego otra vez cerca de él, besándole los pezoncillos dormidos, tratando de despertarlos, metiendo las manos entre las axilas del muchacho, rizándole con los dedos el vello rubio y húmedo; alejada: contemplándole recostado sobre la cama, completamente desnudo, ajeno, sometido al poder de la belladona y la mandrágora, inconsciente del lugar, de la hora y también de la mujer que le adoraba, le limpiaba el ombligo con la lengua, le acariciaba el vientre duro y cerraba los ojos al besarle la mata de vello cobrizo que coronaba el sexo dormido; entonces la Señora volvía a abrir los ojos zarcos, tomaba con rapidez medrosa la mano del joven y con la otra le ofrecía la recámara.

—Tómalo todo, todo es tuyo; no hay otro lujo en este panteón construido por mi esposo el Señor, y todo el lujo lo reuní para ti, esperándote en mis sueños y en mis vigilias, en mis cóleras y en mis tristezas, en mis engaños y en mis desengaños, siempre te he tenido ardiendo entre mis pechos y entre mis piernas, esperándote, todo es tuvo y todo es nada sin ti…

Le ofrecía al muchacho bello y ausente, con la mano extendida, las telas preciosas que colgaban sobre los muros de piedra, las arcas abiertas llenas de dinares de oro y dirhems de plata, los tapetes orientales, la orfebrería bárbara y las pieles tatuadas con motivos de las estepas; los pebeteros humeantes y las cárceles de cristal en las que rondaban capturados, estériles, abúlicos, embrutecidos, revestidos con pesados cobres y cargando esmeraldas engarzadas sobre los caparazones, las moscas gigantescas, las abejas, las arañas y los escorpiones. Le ofrecía este reducto, esta madriguera, suntuosa ganada con el engaño y el cohecho y ganada, sobre todo, gracias a la indiferencia del Señor. Ella suplicó; quería un baño, quería escuchar el canto de los pastores… ; él se lo negó: el palacio era la tumba de los vivos; ella comprendió que, obsesionado por y con la muerte, su marido no tendría ni tiempo ni voluntad para husmear, acechar o perseguir lo vivo hasta sus escondites; comprendió lo dicho por Guzmán: el Señor sólo da fe de lo que queda escrito, no de lo visto, no de lo dicho, y mientras alguien no escriba la alcoba de la Señora, la Señora puede vivir en paz; ella regaló un collar al oficial de la obra y un anillo al sobrestante; se hizo construir, detrás de los cortinajes de la cama, un espléndido baño morisco de azulejos y cubrió el piso de la alcoba, como las más antiguas sinagogas del desierto, de blancas arenas. El Señor le dictó a Guzmán un folio declarando que en este palacio no cabrían costumbres de moros o judíos, y que todos se morirían con el calzado que llevaban puesto desde siempre, como la abuela del Señor. Esto le contó Guzmán a la Señora y ella suspiró: al Señor le bastaba consignar algo al papel para creer que tenía existencia propia; no se volvería a ocupar de estas minucias sensuales. Debajo de las almohadas, la Señora había colocado minúsculos saquitos líenos de hierbas aromáticas, guantes perfumados y pastillas de colores.

Entonces el joven le devolvió la presión de la mano, la liberó y tocó el brazo de la Señora. Miró la arena blanca que cubría el piso de la alcoba y distinguió en ella las huellas de sus propios pies; imaginó que continuaba en la costa, en la misma playa de su naufragio sólo que amueblada, perfumada, recubierta de pieles y telas. Y la arena había cambiado de color. El joven movió los labios:

—¿Quién eres? ¿Dónde estoy?

Ella le besó la oreja, tomó una arracada de uno de tantos cofrecillos cercanos y se la prendió al muchacho en el lóbulo; lo hizo con alegría, disimulando cierta turbación que quería abrirse paso detrás del gesto gozoso; desnudo, desposeído, le había recogido en la playa del Cabo de los Desastres; ahora le prendía una arracada a la oreja; ahora, quizás, con ese solo, simple, gustoso acto, comenzaba a imponerle una personalidad y un destino a este hombre que era, corno las arenas de la costa o de la recámara, un blanco papel sobre el cual nada podría escribirse, pues todo signo sería borrado inmediatamente por las olas y el viento, por otras pisadas; pero el arete pendía ya del lóbulo de la oreja, mientras ella le decía al muchacho que se encontraba en un palacio lejano donde los espacios coexistían y los moradores, a su placer, podían imaginarse en Bagdad, Samarkand a, Pekín o Novgorod y que ella era, al mismo tiempo, su dueña y su sierva… Las emociones más encontradas se sucedían en el rostro de la Señora, dueña y sierva, se preguntó si le daba o le quitaba una vida a este hombre' capturado en la rica alcoba, si le desviaba de su verdadero destino trayéndole aquí, si al contrario el hombre para llegar aquí había nacido, si le servía o le deformaba adueñándose de él, si era la dueña de un poder de creación de divinas similitudes: prisioneros los dos, encerrados, solos, frente a frente, ¿acabaría el joven por ser un remedo de su dueña, o ella por ser la sierva imitativa de los puros poderes, hasta ahora intocados, súbitamente nacidos como las alas de una mariposa o un inesperado rayo de luz en las tormentas de este joven?; besó los labios del muchacho, se abrazó a su cintura, suspiró, se apartó de él, encogió los hombros cuando él repitió las palabras:

—¿Quién eres? ¿Dónde estoy?

Ten piedad de mí, contestó la Señora y narró, sentada al filo de la cama, lo siguiente:

Fui traída siendo una niña desde mi patria, Inglaterra, al castillo de uno de los grandes señores de España, mi tío. Vine contenta, pues desde la cuna me habían contado historias de la tierra del sol, donde florece el naranjo y las brumas de mi país son desconocidas. Pero encontré que aquí, como si el sol fuese una plaga y la alegría que hace nacer en los cuerpos un pecado, se expulsaba, su luz, se le condenaba a perecer en hondas mazmorras, se le oponían murallas de granito y se sometía el simple deleite corporal a las contriciones del ayuno, la flagelación y la etiqueta. Llegué a añorar la ruidosa vulgaridad de los ingleses; allá, la borrachera, el baile, el insulto, la gula y la sensualidad carnal compensan el clima de heladas lloviznas. Cada noche había fogatas y banquetes en la mansión junto al río de mis padres, muertos finalmente del cólera él y de los malos partos ella. Llegué a España; era una infanzona con bucles de tirabuzón y tiesas enaguas de calicó. Fui una niña largo tiempo, amado mío, y mi único entretenimiento era vestir muñecas, juntar huesos de duraznos, despertar a las tardonas y vestir a mis dueñas como los comediantes que mi padre me llevó a ver en Londres.

Creo que dejé de ser niña una mañana en que, estando en periodo de menstruación, fui a la capilla a recibir la Eucaristía; la hostia, apenas colocada sobre mi lengua, se convirtió en serpiente; el vicario me injurié) en público y me expulsó del sagrado lugar. Oyeme, mi amor; aún no comprendo cuánto mal desencadenó ese horrible hecho; aún no lo comprendo. Quizás mi primo, el hijo del Señor mi tío. me amaba desde antes, en secreto: él me ha dicho que esa mañana de la comunión en la capilla me miraba de lejos, adorándome ya; yo no lo supe. Sólo entendí una orden de labios de su padre, varias semanas más tarde, en medio del horror y del crimen, en una sala del alcázar llena de cadáveres que los guardias se llevaban arrastrados de los pies, rumbo a una pira monstruosa que durante días infestó con sus olores nauseabundos la comarca. Sólo supe que esa matanza de rebeldes, comuneros, heresiareas, moros y judíos engañados y conducidos a una ratonera por el joven príncipe Felipe había sido la prueba que éste daba a su padre: merecía tanto el poder como mi mano.

Entonces supe y debí obedecer. Yo iba a ser la esposa del heredero y nuestras bodas se celebrarían en el altar de la sangre derramada. Tuvo lugar la ceremonia: desde ese momento debieron cesar mis juegos. La serpiente surgida de mi lengua impura me amordazaba ahora, ataba mis pies y mis manos, me sofocaba y me hería. Yo era la esclava de esas serpientes: las dueñas y las camareras mayores me arrebataron mis muñecas, escondieron mis disfraces, descubrieron el escondite de mis duraznos y me impusieron un horario de clase estricto e interminable: cómo hablar, cómo caminar, cómo comer: como convenía a una Dama española.

Me doblaron a los usos. Me convertí en una prisionera de la infalible simetría. Y al cabo de diez años de hablar con frases preparadas para cada ocasión, de aprender a caminar alta, rígida, con un azor posado sobre mi puño (infalible simetría: corno las aldeanas van a la fuente con un cántaro sobre la cabeza, así mi halcón y yo), de comer poco y mal unos bocadillos tomados siempre con los dedos tiesos y la cabeza erguida, seguía tan añorante corno inocente: pero ni mis manos podrían, nunca más, jugar con las muñecas, ni mis piernas correr alrededor de las dueñas disfrazadas, ni mis rodillas doblarse para enterrar en el jardín los huesos de durazno. Resignéme. Toma mucho tiempo perfeccionar un gesto, tal es el sentido de la tradición, escoger una de las posibilidades de la vida, mantenerla, acariciarla, disciplinarla, excluir cuanto la ofenda o hiera: esta actitud nos asimila a los señores y a los pueblos, ambos hemos durado mucho, no nos interesa cambiar los usos cada año. Tradición, señores, pueblo: esto me lo explicó mi favorito amigo, el fraile Julián, que es el pintor miniaturista de esta corte.

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