Terra Nostra (29 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

BOOK: Terra Nostra
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No entendí el extremo de protocolo que ahora marcaría mi vida (mi cuerpo olvidándose de todo lo aprendido naturalmente) hasta un día que regrese en la litera de un paseo por los vergeles circundantes, estando mi marido ausente en una de las guerras contra príncipes rivales y protectores de herejes y al descender perdí pie y caí de espaldas sobre las losas del patio del alcázar.

Pedí auxilio, pues arrojada bocarriba y vestida con miriñaques de fierro y abombadas basquiñas, me era imposible levantarme por mi propia cuenta. Pero ni los camareros ni los alguaciles, ni las dueñas que acudieron a mis voces, ni el gentío de monjas y capellanes, botelleros y sacerdotes, palafreneros y alabarderos que, hasta el número de cien, se reunieron en torno mío, adelantaron un brazo para levantarme.

Formaron un círculo y me miraron con pena y azoro; y el alguacil mayor advirtió:

—Que nadie la toque. Que nadie la levante, como no lo haga por sí sola. Ella es la Señora y únicamente las manos del Señor pueden tocarla.

En rebeldía contra estas razones, grité a las camareras: ¿no me visten y desvisten cada día, no me peinan, no me espulgan la cabellera, por qué no me pueden tocar ahora? Me miraron ofendidas,

Y sus miradas agraviadas me estaban diciendo:

—Una cosa es lo eme sucede recámaras adentro, Señora, y otra muy distinta la que tiene lugar a los ojos de todo el mundo: la ceremonia.

Volví a añorar, prenda amada, los desenfados de mi patria, Merrie Englande. Y pensé que mi destino sería peor que el de las peregrinas inglesas, por cuya mala fama prohibió San Bonifacio las peregrinaciones femeninas, pues la mayor parte se pierde, pocas llegan puras a su dirección y pocas ciudades hay en Lombardía o Francia donde no haya puta o adúltera de la raza inglesa. Mil veces peor, te digo, mi destino: peregrina perdida por la etiqueta y la castidad, pues una y otra pesaban sobre mi corazón como duras penas.

Pasó la tarde; cayó la noche, y sólo las más fieles camareras y los más rudos soldados permanecieron cerca de mí: el armazón de fierro de mis vestidos crujía bajo mi peso: vi pasar las estrellas, algunas más fugaces que de común; vi nacer el nuevo sol, más lento que en días recordados. Al segundo día, hasta las dueñas me abandonaron y sólo los alabarderos permanecieron a mi lado, aunque a veces olvidasen quién era, o siquiera que yo estaba allí, y comían, orinaban y juraban en el patio. Soy de piedra, me dije resignada; me estoy convirtiendo en piedra. Dejé de contar las horas. Impuse a la noche mil albores imaginarios; teñía de negro el día. Pero el sol me pelaba la piel del rostro y me hacía brotar oscuros hongos en las manos; llovió una noche y un día, se escurrieron mis afeites y se empaparon mi cabellera y mis faldones. Con sumo retardo, pues el hecho imprevisto en el ceremonial les llenaba de confusión inmóvil, las dueñas se turnaron manteniendo grandes sombrillas negras sobre mi cara. Cuando volvió a salir el sol, olvidé el pudor y deshice los lazos de mi corpiño para que mis pechos se secaran. Alguna noche, los ratones buscaron acomodo en la amplia cueva de mis enaguas levantadas: no pude gritar, los dejé acosquillarme los muslos y al que más se aventuró entre ellos le dije, «Mur, has llegado más lejos que mi propio marido».

Solo los brazos de mi esposo tenían derechos para levantarme de esta postura, primero accidental, luego ridicula y finalmente patética. ¡Pero si esos brazos jamás me han tomado para mí, nunca! ¿A quién le dije, en aquel instante, estas palabras? No te engaño, mi amor: se las dije al más fiel de los ratones, el que acabé por establecer domicilio en las hoquedades de mi guardainfante, pues mejor interlocutor le consideré, desde luego, que mis atarantadas dueñas, pomposos alguaciles y rígidos alabarderos. Recordé el melancólico rostro del que sería mi esposo, duro y melancólico, la primera vez que me miró con mirada de amor, aquella lejana mañana en la capilla, cuando fui expulsada por el vicario, Pero yo, de amores, Mur, ¿qué sabía? Algo demasiado brutal: esa misma mañana, una perra había parido en mi recámara; yo había menstruado; mi dueña la Azucena se encontraba aherrojada por un cinturón de castidad. ¿Qué sabía? Lo que había leído en secreto en el libro de los honestos amantes de Andreas Capellanus: el verdadero amor debe ser libre, mutuo y noble; un hombre común, un villano, es incapaz de darlo o recibirlo. Pero sobre todo, debe ser secreto, ratón; los amantes, en público, no deben reconocerse sino mediante gestos furtivos; los amantes deben comer y beber poco; y el amor es incompatible con el matrimonio; todos saben que nunca hay amor entre marido y mujer. Mi marido, rata, jamás me había tocado; ¿era ello prueba de que, en efecto, no hay amor entre esposos, al grado de jamás estar reunidos en un tálamo?, ¿o era prueba de que, cual verdadero amante, mi esposo me quería en secreto y furtivamente, como tú, mur, como tú, Juan? Al ratón le conté estas penas, y este pensamiento: mi propia suegra, la madre del Señor mi marido, sólo a oscuras conoció las obras de varón, pues sólo para engendrar príncipes la necesitaba el Señor mi tío español; yo, ni eso; yo, virgen como el día que desembarqué de Inglaterra mi patria. Poco podía comer y beber en mi absurda posición; presencia secreta y furtiva, presencia de verdadero y honesto amante, sólo la del ratón que noche con noche me visitó, me mordisqueó, me conoció…

Así pasé treinta y tres días y medio, amor: la vida del alcázar reasumió sus hábitos; las dueñas me daban de comer en la boca, con cucharones soperos; debían molerme las viandas en retortas, pues de otra manera no podía tragarlas; bebía de las botas más burdas, pues todo lo demás se me escurría por la barbilla; y a grandes gritos apartaban las dueñas a los socarrones guardias cuando ellas me acercaban la porcelana, aunque muchas veces no pude contener mis necesidades naturales antes de que las camareras llegasen, siempre a horas fijas, sin atender a mis urgencias y caprichos. Y todas las noches, el furtivo ratón me visitaba, salía del hoyo de mi guardainfante para roer un poco más en el hoyo de mi virginidad. Él fue mi verdadero compañero en ese suplicio.

Una tarde, cuando ya había dejado de contar el tiempo, imaginar mi rostro deslavazado o mirar las faldas desteñidas, mi esposo entró al patio al frente de la tropa victoriosa. Se había enterado, en el camino, de mi infortunio. Pero al entrar, pasó de largo y se dirigió a la capilla a dar gracias, sin detenerse a mirarme. Yo había jurado no reprocharle nada; imaginé que podía ser muerto en batalla y entonces mi destino hubiese sido esperar mi propia muerte, sin brazos dignos de recogerme, yacente en el patio, amenazada por los elementos hasta convertirme, tarde o temprano, vieja o joven, en uno de ellos: un montón de huesos y pellejos a la intemperie, sin más compañía que un ratón. Sólo los brazos de mi marido el Señor eran dignos de recogerme; muerto él, muerta yo; muerto él, sólo una vida podía acompañarme hasta la hora de mi propia muerte: la de un diminuto, sabio, pelraso, royente mur. ¿Cómo no iba a entregarme al ratón, pactar con él, acceder a cuanto me pedía? Perdón, Juan, perdón; no sabía que te habría de soñar y, soñándote, encontrarte…

Más tarde, mi esposo se acercó a mí; dos mozos le acompañaban, portando entre ambos un gran espejo de figura entera. A una orden de mi marido, los mozos acercaron el espejo a mi cara; grité horrorizada al ver ese rostro que ya no era el mío, y sólo en ese instante se acumularon los treinta y tres días y medio de mi grotesca penitencia y se sumaron a la humillación que, con intenciones mortales por eternas y eternas por mortales, mi marido el Señor me ofrecía: en ese momento, creyéndome virgen aún, perdí para siempre la inocencia.

Miré a mi marido y entendí lo que pasaba; él mismo había envejecido, sin duda paulatinamente; pero en ese momento, al regresar victorioso de una guerra más, el paso del tiempo se hizo actual; algo que yo desconocía había sucedido: el Señor había regresado de su última batalla; me di cuenta de que asistía al momento de su vejez, de su renuncia, de su dedicación a las obras de la memoria y la muerte; traté de recordar, esta vez en vano, los ojos soñadores del grácil joven en la capilla o los ojos crueles del hombre en la sala del crimen, que sólo gracias al crimen se había sentido con derecho de merecerme; estos ojos, los que ahora mirábanme como yo los miraba, eran los de un viejo agotado que me ofrecía, para acompañarle en su prematura senectud, mi propia imagen descascarillada, polvorienta, sin cejas ni pestañas; mi nariz afilada y temblorosa como la de una loba en ayunas; mi cabellera sin color, convertida en pelambre gris como la de las ratas que me habían visitado. Cerré los ojos e imaginé que desde los lejanos campos de batalla de Flandes, el Señor mi esposo, con la asistencia diabólica, había ordenado el ridículo traspiés que dio con mi cuerpo en las baldosas del patio, obra de lémures chocar re ros, a fin de igualar nuestras decadentes apariencias al reunimos. Pero no eran las del Señor obras del diablo, sino divinas dedicaciones al fervor cristiano; y si él había escogido por aliado a Dios para que esto me sucediera, yo escogería al Demonio para responderle.

Sólo entonces, después de mostrarme a mí misma en ese turbio espejo de horrores, el Señor me ofreció sus manos, pero yo carecía de fuerzas para tomarlas y levantarme. Hubo de hincarse y tomarme, por primera vez, entre sus brazos y así conducirme a mi alcoba, donde las camareras habían preparado ya, por iniciativa propia y con el dudoso disgusto del Señor, para el cual el baño era medicina extrema, una tina hirviente. Mi marido me desnudó, me introdujo en la bañera y por primera vez vio mi cuerpo sin ropa. Yo no sentí la temperatura ardiente del baño; estaba paralizada e insensible. El me dijo que dejaríamos el viejo alcázar de sus padres y que en la meseta se construiría un nuevo palacio que a la vez sería mausoleo de los príncipes y templo del Santísimo Sacramento. Así conmemoraría, añadió, la victoria militar y también… No pudo terminar. Cayó de rodillas ocultando su mirada con una mano, y me dijo:

—Isabel, tú nunca sabrás cuánto te amo y sobre todo cómo te amo…

Le pedí que me lo dijera; lo pedí con desdén, con arrogancia y más que nada con rencor, y él contestó:

—Desde aquella mañana en la capilla, cuando escupiste la culebra, te amo de tal manera que jamás te tocaré; mi pasión por ti se alimenta del deseo: jamás puedo, ni debo, satisfacerlo, pues dejaría, saciado, de desearte. En este ideal fui educado; es el ideal del auténtico caballero cristiano, y a él he de ser fiel hasta mi muerte. Otros pueden ser fieles, y morir por ello, al sueño de un mundo sin poder, sin enfermedad, sin muerte, de plena satisfacción sensorial o de humana encarnación de la divinidad. Yo, por ser quien soy, sólo puedo ser fiel al sueño de un deseo en vilo, siempre mantenido pero jamás realizado; semejante a la fe, pues.

Sonreí; le dije que su propio padre, famosamente, había saciado sus deseos ejerciendo en mil ocasiones el derecho de pernada; mi esposo contestó que él, con la cabeza baja, admitía sus propios pecados al respecto, pero una cosa era tomar a mujeres del populacho y otra tocar a su ideal femenino, la Señora de su casa; con saña, le hice notar que su padre, así fuese a oscuras y sin placer, había tomado a la madre de Felipe para tener un heredero; ¿cómo resolvería él este problema: estaba dispuesto a heredar un trono acéfalo?; mi marido murmuró varias veces, bastardos, bastardos y a pesar de sus palabras, en extraño contraste con ellas, él también se desnudó ante mí por vez primera y última, en medio de los espesos vapores de ese mi baño, y fue como si ahora yo hubiese ofrecido el mismo espejo indigno al cuerpo del Señor y en lugar de observar los estragos pasajeros que la intemperie me impuso, pude ver las taras permanentes que la herencia dejó en él, los abscesos, los chancros, las bubas, las visibles úlceras del cuerpo, la prematura debilidad de sus partes. El agua hirviente me llagaba, me llenaba los muslos y la espalda de amapolas; por fin la sentí, grité y le rogué que se retirara. El instante me lo pidió; pero también el tiempo más largo; no quería que mi marido volviese a penetrar el sagrado de mi alcoba; sabía que la vergüenza de ese momento sería el mejor cerrojo de mi anhelada soledad; y esta vergüenza culminó con las palabras que el Señor mi esposo dijo al retirarse:

—¿Qué cosa nacería de nuestra unión, Isabel?

Felipe se retiró con una actitud que quería decir más de lo dicho por el espantoso contraste entre sus palabras de amor ideal y su cuerpo de asquerosas taras; su silencio me pedía que atara cabos, dedujera, perdonara. Carecí de fuerzas para ello. Salí del baño; caminé envuelta en sábanas por las vastas galerías del alcázar. Alucinada,

Y a la larga fila de mis dueñas que me daban la espalda mientras pasaba. Sus figuras se recortaban a contraluz; ofrecían los rostros invisibles a las ventanas de emplomados blancos y a mí las espaldas cubiertas por hábitos monjiles y las cabezas cubiertas por cofias negras. Me acerqué a cada una, preguntando:

—¿Qué habéis hecho de mis muñecas? ¿Dónde están mis huesos de durazno?

Pero al mirarlas a la luz, vi que los hábitos sólo les cubrían las espaldas; de frente, mostraban sus cuerpos viejos y obesos, desnudos o enclenques, varicosos y vencidos, lampiños, amarillos, lechosos o purpurinos; reían con voces agudas y tenían entre las manos, a guisa de rosarios, raíces pulidas y nudosas, semejantes a zanahorias sin sangre, y ine las ofrecían. La Camarera Mayor, Azucena, escupía entre los dientes rotos y la saliva le escurría por los inmensos pezones morados e irisados; ella me dijo:

—Toma esta raíz, que es la mágica mandràgora que hemos encontrado al pie de las horcas, los potros de suplicio y las hogueras de los condenados; acéptala en lugar de tus juguetes para siempre perdidos; acéptala en nombre de tus amores para siempre aplazados; no tendrás más juguete y más amante que este cuerpo diabólico nacido de las lágrimas de los ahorcados, de los torturados, de los quemados en vida ; agradece nuestro regalo ; hemos debido exponernos ¿^terribles peligros para conseguírtelo; nos rapamos las cabezas y con nuestras grises trenzas amarrarnos un extremo de la cabellera al nudo de la raíz y el otro al cuello de! perro negro que, espantado por los gritos de la mandràgora, salió huyendo y así la arrancó de su húmeda tumba, que también fue su cuna; nosotras nos tapamos las orejas con estopas, el perro murió de miedo; toma la raíz, cuídala, pues en verdad nunca tendrás otra compañía; críala como a un recién nacido; siembra trigo en su cabeza, y crecerá como sedosa cabellera; ensártale dos cerezas en el lugar de los ojos: verá; y una tajada de rábano en la boca: hablará; no te espantes de su cuerpo lívido y nudoso, ni de su escaso tamaño; hazlo pasar por el enano de la corte; él será tu sirviente, tu amigo y el buscador de los tesoros escondidos… tómalo…

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